La tesis del esquizoanálisis es simple: el deseo es máquina, síntesis de máquinas, disposición maquínica —máquinas deseantes. El deseo pertenece al orden de la producción, toda producción es a la vez deseante y social. Reprochamos, pues, al psicoanálisis el haber aplastado este orden de la producción, el haberlo vertido en la representación. En vez de ser la audacia del psicoanálisis, la idea de representación inconsciente señala desde el principio su fracaso o su renuncia: un inconsciente que ya no produce, que se contenta con creer… El inconsciente cree en Edipo, cree en la castración, en la ley… Sin duda, el psicoanálisis es el primero que dice que la creencia, en rigor, no es un acto del inconsciente; siempre es el preconsciente el que cree. ¿No debemos decir incluso que quien cree es el psicoanalista, el psicoanalista en nosotros? ¿La creencia sería un efecto sobre el material consciente que la representación inconsciente ejerce a distancia? Pero, a la inversa, ¿quién ha reducido el inconsciente a este estado de representación, sino un sistema de creencias colocado en el lugar de las producciones? En verdad, es a un mismo tiempo que la producción social se halla alienada en creencias supuestamente autónomas y que la producción deseante se halla encubierta en representaciones supuestamente inconscientes. La misma instancia, como hemos visto, la familia, efectúa esta doble operación, desnaturalizando, desfigurando, llevando a un atolladero la producción deseante social. Además, el vínculo de la representación-creencia con la familia no es accidental, pertenece a la esencia de la representación el ser representación familiar. Sin embargo, la producción no es suprimida, continúa rugiendo, zumbando bajo la instancia representativa que la ahoga y que puede hacer resonar, en cambio, hasta el límite de ruptura. Es preciso entonces que la representación se hinche con todo el poder del mito y de la tragedia, es preciso que dé de la familia una presentación mítica y trágica (y del mito y de la tragedia, una presentación familiar), para que entre efectivamente en las zonas de producción. ¿El mito y la tragedia no son también, sin embargo, producciones, formas de producción? Seguramente no; no lo son más que relacionados con la producción social real, con la producción deseante real. De lo contrario son formas ideológicas que han tomado el lugar de las unidades de producción. Edipo, la castración, etc., ¿quién cree en ellos? ¿Los griegos? ¿Mas los griegos no producían como creían? ¿Son los helenistas los que creen que los griegos producían como creían? ¿Son los helenistas los que creen que los griegos producían de ese modo? Al menos los helenistas del siglo XIX, aquellos sobre los que Engels decía: se diría que creen en el mito, la tragedia… ¿Es el inconsciente el qué se representa a Edipo, la castración? ¿o es el psicoanalista, el psicoanalista en nosotros, quién representa así al inconsciente? Nunca las palabras de Engels han tomado tanto sentido: se diría que los psicoanalistas creen en el mito, en la tragedia… (Continúan creyendo en ello, cuando los helenistas ya hace tiempo que dejaron de creer).
Siempre el caso Schreber: el padre de Schreber inventaba y fabricaba sorprendentes maquinitas, sádico-paranoicas, para uso coactivo de los niños para que se mantuviesen bien rectos, por ejemplo, cascos de varilla metálica y correas de cuero[234]. Estas máquinas no desempeñan ningún papel en el análisis freudiano. Tal vez hubiese sido más difícil aplastar todo el contenido social-político del delirio de Schreber si se hubiesen tenido en cuenta estas máquinas deseantes del padre y de su evidente participación en una máquina social pedagógica en general. Pues todo el problema esta ahí: por supuesto, el padre actúa sobre el inconsciente del niño — pero, ¿actúa como padre de familia en una transmisión familiar expresiva, o bien como agente de máquina, en una información o comunicación maquínicas? Las máquinas deseantes del presidente comunican con las de su padre; mas por eso, precisamente, son desde la infancia catexis libidinal de un campo social. El padre no tiene más papel que como agente de producción y de antiproducción. Freud, por el contrario, escoge la primera vía: no es el padre el que remite a las máquinas, sino justo al contrario; desde ese momento ni siquiera hay motivo para considerar las máquinas, ni como máquinas deseantes, ni como máquinas sociales. En cambio, se hinchará al padre con todos los «poderes del mito y de la religión» y de la filogénesis, para que la pequeña representación familiar tenga el aspecto de ser coextensiva al campo del delirio. La pareja de producción, máquinas deseantes y campo social, cede el sitio a una pareja representativa de una naturaleza por completo distinta, familia-mito. Una vez más, ¿hemos visto jugar a un niño: cómo puebla las máquinas sociales técnicas con sus máquinas deseantes ¡sexualidad! — el padre y la madre están en segundo plano, el niño toma de ellos según su necesidad piezas y engranajes, y están ahí como agentes emisores, receptores o de intercepción, agentes condescendientes de producción o sospechosos agentes de antiproducción?
¿Por qué se ha concedido a la representación mítica y trágica ese privilegio insensato? ¿Por qué se han instalado formas expresivas y todo un teatro allí donde había campos, talleres, fábricas, unidades de producción? El psicoanalista planta su circo en el inconsciente estupefacto, todo un Barnum en los campos y en la fábrica. Esto es lo que Miller, y ya Lawrence, tienen contra el psicoanálisis (los vivientes no son creyentes, los videntes no creen en el mito, en la tragedia): «Al remontar a los tiempos heroicos de la vida, se destruyen los principios mismos del heroísmo, pues el héroe, del mismo modo que no duda de su fuerza, nunca mira hacia atrás. Hamlet se tomaba sin duda alguna por un héroe, y para todo Hamlet-nacido, la única vía a seguir es la vía que Shakespeare le trazó. Pero se trataría de saber sí nosotros somos Hamlets-nacidos. ¿Ha nacido usted Hamlet? ¿No ha hecho más bien nacer a Hamlet en usted? Sin embargo, la cuestión que creo más importante es ésta: ¿por qué volver al mito?… Esta baratija ideológica que el mundo utiliza para construir su edificio cultural está perdiendo su valor poético, su carácter mítico, ya que a través de una serie de escritos que tratan de la enfermedad, y por consiguiente de las posibilidades para escapar de ella, el terreno se halla despejado y pueden elevarse nuevos edificios (esta idea de nuevos edificios me resulta odiosa, pero no es más que la conciencia de un proceso, y no el propio proceso). Por el momento, mi proceso, en este caso todas las líneas que escribo, consiste únicamente en limpiar enérgicamente el útero, en hacerle sufrir un raspado por decirlo así. Lo que me lleva a la idea, no de un nuevo edificio, de nuevas superestructuras que significan cultura, luego mentira, sino de un nacimiento perpetuo, de una regeneración, de la vida… No hay vida posible en el mito. No hay más que el mito que puede vivir en el mito… Esta facultad de dar nacimiento al mito nos viene de la conciencia, la conciencia que se desarrolla sin cesar. Por ello, al hablar del carácter esquilo frénico, decía: en tanto que no se acabe el proceso, el vientre del mundo será el tercer ojo. ¿Qué quería decir con ello? ¿Qué de este mundo de ideas en el que chapoteamos debe surgir un nuevo mundo? Pero ese mundo no puede aparecer más que en la medida en que es concebido, y, para concebir, primero hay que desear… El deseo es instintivo y sagrado, sólo por el deseo efectuamos la inmaculada concepción»[235]. En estas páginas de Miller hay de todo: la ida de Edipo (o de Hamlet) hasta el punto de autocrítica, la denuncia de las formas expresivas, mito y tragedia, como creencias o ilusiones de la conciencia, nada más que ideas, la necesidad de una limpieza del inconsciente, el esquizoanálisis como raspado del inconsciente, la oposición de la hendidura matricial a la línea de castración, la espléndida afirmación de un inconsciente huérfano y productor, la exaltación del proceso como proceso esquizofrénico de desterritorialización que debe producir una nueva tierra y, en el límite, el funcionamiento de las máquinas deseantes contra la tragedia, contra «el funesto drama de la personalidad», contra «la inevitable confusión de la máscara y el actor». Es evidente que Michael Fraenkel, el que se escribe con Miller, no entiende. Habla como un psicoanalista, o como un helenista del siglo XIX: sí, el mito, la tragedia, Edipo, Hamlet son buenas expresiones, formas que se imponen; expresan el verdadero drama permanente del deseo y del conocimiento… Fraenkel apela a todos los lugares comunes, Schopenhauer, y el Nietzsche del Origen de la tragedia. Cree que Miller ignora todo esto y no se pregunta ni un solo momento por qué el propio Nietzsche rompió con El origen de la tragedia, por qué dejó de creer en la representación trágica…
Michel Foucault ha mostrado de un modo profundo el corte que la irrupción de la producción introducía en el mundo de la representación. La producción puede ser del trabajo o del deseo, puede ser social o deseante, apela a fuerzas que ya no se dejan contener en la representación, a flujos y cortes que la agujerean, la atraviesan por todas partes: «un inmenso mantel de sombra» extendido debajo de la representación[236]. Foucault asigna una fecha a esta quiebra o a esta pérdida del mundo clásico de la representación: a finales del siglo XVIII y en el siglo XIX. Parece, pues, que la situación es mucho más compleja de lo que decíamos; puesto que el psicoanál isis participa en gran medida en este descubrimiento de las unidades de producción, que se someten todas las representaciones posibles en lugar de subordinarse a ellas. Del mismo modo que Ricardo funda la economía política o social al descubrir el trabajo cuantitativo como principio de todo valor representable, Freud funda la economía deseante al descubrir la libido cuantitativa como principio de toda representación de los objetos y de los fines del deseo. Freud descubre la naturaleza subjetiva o la esencia abstracta del deseo, Ricardo, la naturaleza subjetiva o la esencia abstracta del trabajo, más allá de toda representación que las vincularía a objetos, fines o incluso fuentes en particular. Freud es, por tanto, el primero en despejar el deseo a secas, como Ricardo «el trabajo a secas», y con ello la esfera de la producción que desborda efectivamente a la representación. Y, al igual que el trabajo subjetivo abstracto, el deseo subjetivo abstracto es inseparable de un movimiento de desterritoriaiización, que descubre el juego de las máquinas y de los agentes bajo todas las determinaciones particulares que todavía vinculaban el deseo o el trabajo a tal o cual persona, a tal o cual objeto en el marco de la representación. Máquinas y producción deseantes, aparatos psíquicos y máquinas del deseo, máquinas deseantes y montaje de una máquina analítica apta para descodificarlas: el dominio de las síntesis libres donde todo es posible, las conexiones parciales, las disyunciones inclusas, las conjunciones nómadas, los flujos y las cadenas polívocas, los cortes transductivos — y la relación de las máquinas deseantes como formaciones del inconsciente con las formaciones molares que ellas constituyen estadísticamente en las muchedumbres organizadas, el aparato de represión general-represión que ahí se origina… Esa es la constitución del campo analítico; además, ese campo sub-representativo continuará sobreviviendo y funcionando, incluso a través de Edipo, incluso a través del mito y la tragedia que, sin embargo, señalan la reconciliación del psicoanálisis con la representación. Falta que un conflicto atraviese todo el psicoanálisis, entre la representación familiar mítica y trágica y la producción deseante y social. Pues el mito y la tragedia son sistemas de representaciones simbólicas que todavía llevan el deseo a condiciones exteriores determinadas o a códigos objetivos particulares — el cuerpo de la tierra, el cuerpo despótico — y de ese modo se oponen al descubrimiento de la esencia abstracta o subjetiva. En este sentido, se ha podido señalar que cada vez que Freud pone en primer plano la consideración de los aparatos psíquicos, de las máquinas deseantes y sociales, de los mecanismos pulsionales e institucionales, su interés por el mito y la tragedia tiende a decrecer, al mismo tiempo que denuncia en Jung, luego en Rank, la restauración de una representación exterior de la esencia del deseo en tanto que objetivada, alienada en el mito o la tragedia[237].
¿Cómo explicar esta compleja ambivalencia del psicoanálisis? Debemos distinguir varias cosas. En primer lugar, la representación simbólica capta bien la esencia del deseo, pero refiriéndola a grandes objetidades y a elementos particulares que le fijan objetos, fines, fuentes. De ese modo, el mito relaciona el deseo con el elemento de la tierra como cuerpo lleno y con el código territorial que distribuye las prohibiciones y prescripciones, y la tragedia lo relaciona con el cuerpo lleno del déspota y con el código imperial correspondiente. Desde ese momento, la comprensión de las representaciones simbólicas puede consistir en una fenomenología sistemática de estos elementos y objetividades (a la manera de los viejos helenistas o incluso de Jung); o bien en un estudio histórico que las relaciona con sus condiciones sociales objetivas y reales (a la manera de los recientes helenistas). Desde este último punto de vista, la representación implica un cierto desfase y expresa menos un elemento estable que el paso condicionado de un elemento a otro: la representación mítica no expresa el elemento de la tierra, sino más bien las condiciones bajo las que este elemento desaparece ante el elemento despótico; y la representación trágica no expresa el elemento despótico propiamente hablando, sino las condiciones bajo las que, por ejemplo en la Grecia del siglo V, este elemento desaparece en provecho del nuevo orden de la ciudad[238]. Ahora bien, es evidente que ninguno de estos tratamientos del mito o de la tragedia conviene al psicoanálisis. El método psicoanalítico es distinto: en lugar de relacionar la representación simbólica con objetividades determinadas y con condiciones sociales objetivas, la relaciona con la esencia subjetiva y universal del deseo como libido. De ese modo, la operación de descodificación en el psicoanálisis ya no puede significar lo que significa en las ciencias del hombre, a saber, descubrir el secreto de tal o cual código, sino deshacer los códigos para lograr flujos cuantitativos y cualitativos del sueño que atraviesen el sueño, el fantasma, las formaciones patológicas tanto como el mito, la tragedia y las formaciones sociales. La interpretación psicoanalítica no consiste en competir en cuestión de código, en añadir un código a los códigos ya conocidos, sino en descodificar de un modo absoluto, en desprender algo incodificable en virtud de su polimorfismo y de su polivocidad[239]. Entonces sucede que el interés del psicoanálisis por el mito (o la tragedia) es un interés esencialmente crítico, puesto que la especificidad del mito, comprendido de un modo objetivo, debe fundirse bajo el sol subjetivo de la libido: el mundo de la representación se desmorona, o tiende a desmoronarse.
Es decir, en segundo lugar, que el vínculo del psicoanálisis con el capitalismo es tan profundo como el de la economía política. Este descubrimiento
de los flujos descodificados y desterritorializados es el mismo que el realizado por la economía política y en la producción social, bajo la forma del trabajo abstracto subjetivo, y el realizado por el psicoanálisis y en la producción deseante, bajo la forma de libido abstracta subjetiva. Como dijo Marx, es en el capitalismo que la esencia se vuelve subjetiva, actividad de producción en general, y que el trabajo abstracto se vuelve algo real a partir del cual se pueden volver a interpretar todas las formaciones sociales precedentes desde el punto de vista de una descodificación o de un proceso de desterritorialización generalizados: «Así la abstracción más simple, que la economía moderna coloca en primera fila, y que expresa un fenómeno ancestral válido para todas las formas de sociedad, no aparece, sin embargo, como prácticamente verdadero en esta abstracción, más que en tanto que categoría de la sociedad más moderna.» Lo mismo ocurre con el deseo abstracto como libido, como esencia subjetiva. No es que se deba establecer un simple paralelismo entre la producción social capitalista y la producción deseante, o bien entre los flujos de capital-dinero y los flujos de mierda del deseo. La relación es mucho más estrecha: las máquinas deseantes no están más que en las máquinas sociales, de tal modo que la conjunción de los flujos descodificados en la máquina capitalista tiende a liberar las figuras libres de una libido subjetiva universal. En una palabra, el descubrimiento de una actividad de producción en general y sin distinción, tal como aparece en el capitalismo, es inseparablemente la del descubrimiento de la economía política y del psicoanálisis, más allá de los sistemas determinados de representación.
Lo cual no quiere decir, evidentemente, que hombre capitalista, o en el capitalismo, desee trabajar ni trabaje siguiendo su deseo. La identidad entre deseo y trabajo no es un mito, sino más bien la utopía activa por excelencia que designa el límite a franquear del capitalismo en la producción deseante. Más, ¿por qué, precisamente, la producción deseante está siempre en el límite opuesto del capitalismo? ¿Por qué el capitalismo, al mismo tiempo que descubre la esencia subjetiva del deseo y del trabaj o —esencia común en tanto que actividad de producción en general— no cesa de alienarla de nuevo, y al punto, en una máquina represiva que separa la esencia en dos y la mantiene separada, trabajo abstracto por un lado, deseo abstracto por el otro: economía política y psicoanálisis, economía política y economía libidinal? Ahí podemos apreciar toda la extensión de la pertenencia del psicoanálisis al capitalismo. Pues, como hemos visto, el capitalismo tiene por límite los flujos descodificados de la producción deseante, pero no cesa de rechazarlos ligándolos en una axiomática que ocupa el lugar de los códigos. El capitalismo es inseparable del movimiento de desterritorialización, pero conjura ese movimiento a través de re-territorializaciones facticias y artificiales. Se construye sobre las ruinas de las representaciones territorial y despótica, mítica y trágica, pero las restaura a su servicio y bajo otra forma, en calidad de imágenes del capital. Marx resume esto diciendo que la esencia subjetiva abstracta no es descubierta por el capitalismo más que para ser de nuevo encadenada, alienada, ya no, es cierto, en un elemento exterior e independiente como objetividad, sino en el mismo elemento subjetivo de la propiedad privada: «Antaño, el hombre era exterior a sí mismo, su estado era el de la alienación real; ahora, este estado se ha cambiado en acto de alienación, de desposesión.» En efecto, la forma de la propiedad privada condiciona la conjunción de los flujos descodificados, es decir, su axiomatización en un sistema en el que el flujo de los medios de producción, como propiedad de los capitalistas, se relaciona con el flujo de trabajo llamado libre, como «propiedad» de los trabajadores (de tal modo que las restricciones estatales sobre la materia o el contenido de la propiedad privada no afectan para nada esta forma). Todavía la forma de la propiedad privada constituye el centro de re-territorializaciones facticias del capitalismo. Ella es, por último, la que produce las imágenes que llenan el campo de inmanencia del capitalismo, «el» capitalista, «el» trabajador, etc. En otros términos, el capitalismo implica el desmoronamiento de las grandes representaciones objetivas determinadas, en provecho de la producción como esencia interior universal, pero no sale del mundo de la representación, tan sólo efectúa una vasta conversión de ese mundo confiriéndole la nueva forma de una representación subjetiva infinita[240].
Parece que nos alejamos de las preocupaciones del psicoanálisis y, sin embargo, nunca hemos estado tan cerca. Pues, también ahí, como hemos visto anteriormente, es en la interioridad de su movimiento que el capitalismo exige e instituye no sólo una axiomática social, sino una aplicación de esta axiomática a la familia privatizada. La representación nunca asegurará su propia conversión sin esta aplicación que la surca, la parte y la vuelca sobre sí misma. Entonces, el trabajo subjetivo abstracto tal como es representado en la propiedad privada tiene por correlato al Deseo subjetivo abstracto, tal como es representado en la familia privatizada. El psicoanálisis se encarga de este segundo término, y la economía política del primero. El psicoanálisis es la técnica de aplicación, cuya axiomática es la economía política. En una palabra, el psicoanálisis retira el segundo polo en el movimiento propio al capitalismo, que sustituye las grandes representaciones objetivas determinadas por la representación subjetiva infinita. Es preciso, en efecto, que el límite de los flujos descodificados de la producción deseante sea conjurado, desplazado, dos veces, una vez por la posición de límites inmanentes que el capitalismo no cesa de reproducir a una escala cada vez más amplia, la otra por el trazado de un límite interior que vuelca esta reproducción social en la reproducción familiar restringida. La ambigüedad del psicoanálisis con respecto al mito o a la tragedia se explica desde ese momento por lo siguiente: los deshace como representaciones objetivas y descubre en ellos las figuras de una libido subjetiva universal; pero los recobra y los promueve como representaciones subjetivas que elevan al infinito los contenidos míticos y trágicos. El psicoanálisis trata el mito y la tragedia, pero los trata como los sueños y fantasmas del hombre privado, Homo familia — en efecto, el sueño y el fantasma son al mito y a la tragedia lo que la propiedad privada es a la propiedad común. Lo que en el mito y la tragedia desempeña el papel de elemento objetivo es retomado, por tanto, y elevado por el psicoanálisis, pero como dimensión inconsciente de la representación subjetiva (el mito como sueño de la humanidad). Lo que estaba en calidad de elemento objetivo y público —la Tierra, el Déspota— ahora es recogido, pero como la expresión de una re-territorialización subjetiva y privada: Edipo es el déspota caído, desterrado, desterritorializado, pero se re-territorializa en el complejo de Edipo concebido como el papá-mamá-yo de cualquier hombre de hoy. El psicoanálisis y el complejo de Edipo recogen todas las creencias, todo lo que ha sido creído en todos los tiempos por la humanidad, pero para llevarlo al estado de una denegación que conserva la creencia sin creer en ella (no es más que un sueño…: la más severa piedad, hoy, ya no pregunta…). De ahí la doble impresión de que el psicoanálisis se opone a la mitología tanto como a los mitólogos y de que, al mismo tiempo, lleva el mito y la tragedia a las dimensiones de lo universal subjetivo: si Edipo mismo está «sin complejo», el complejo de Edipo está sin Edipo, al igual que el narcisismo sin Narciso[241]. Tal es la ambivalencia que atraviesa al psicoanálisis y que desborda el problema particular del mito y de la tragedia: con una mano deshace el sistema de las representaciones objetivas (el mito, la tragedia) en provecho de la esencia subjetiva concebida como producción deseante, y con la otra mano vierte esta producción en un sistema de representaciones subjetivas (el sueño, el fantasma, de los que el mito y la tragedia son presentados como desarrollos o proyecciones). Imágenes, nada más que imágenes. Lo que queda al final es un teatro íntimo y familiar, el teatro del hombre privado, que ya no es ni producción deseante ni representación objetiva. El inconsciente como escena. Todo un teatro colocado en lugar de la producción, y que la desfigura mucho más de lo que podían hacerlo la tragedia y el mito reducidos a sus únicos recursos antiguos.
Mito, tragedia, sueño, fantasma —y el mito y la tragedia reinterpretados en función del sueño y del fantasma—, ésa es la serie representativa que el psicoanálisis coloca en lugar de la línea de producción, producción social y deseante. Serie de teatro en lugar de la serie de producción. Pero, precisamente, ¿por qué la representación devenida subjetiva toma esta forma teatral («Entre el psicoanálisis y el teatro hay un vínculo misterioso…»)? Conocemos la respuesta eminentemente moderna de algunos recientes autores: el teatro extrae la estructura finita de la representación subjetiva infinita. Lo que significa extraer es algo complejo, puesto que la estructura no puede presentar más que su propia ausencia o representar algo no representado en la representación: pero se dice que es privilegio del teatro poner en escena esta causalidad metafórica y metonimica que señala a la vez la presencia y la ausencia de la estructura en sus efectos. André Green, en el mismo momento en que pone en duda la suficiencia de la estructura, no lo hace más que en nombre de un teatro necesario para la actualización de ésta, desempeñando un papel de revelador, lugar por el que se vuelve visible[242]. Octave Mannoni, en su bello análisis del fenómeno de la creencia, toma igualmente el modelo del teatro para mostrar cómo la negación de creencia implica de hecho una transformación de la creencia, bajo el efecto de una estructura que el teatro encarna o pone en escena[243]. Debemos comprender que la representación, cuando deja de ser objetiva, cuando se vuelve subjetiva infinita, es decir, imaginaria, pierde efectivamente toda consistencia, a menos que remita a una estructura que determine además el lugar y las funciones del sujeto de la representación, de los objetos representados como imágenes, y las relaciones formales entre ellos. Simbólico ya no designa, entonces, la relación de la representación con una objetividad como elemento, sino los elementos últimos de la representación subjetiva, puros significantes, puros representantes no representados en que a la vez se originan los sujetos, los objetos y sus relaciones. La estructura designa así el inconsciente de la representación subjetiva. La serie de esta representación se presenta ahora: representación subjetiva infinita (imaginaria) —representación teatral— representación estructural. Precisamente porque se supone que el teatro pone en escena la estructura latente, como encarnando sus elementos y relaciones, es apto para revelar la universalidad de esta estructura, incluso en las representaciones objetivas que recupera y reinterpreta en función de los representantes ocultos, de sus migraciones y relaciones variables. Se reúnen, se recogen todas las creencias en nombre de una estructura del inconsciente: todavía somos piadosos. En todas partes, el gran juego del significante simbólico que se encarna en los significados de lo imaginario — Edipo como metáfora universal.
¿Por qué el teatro? ¡Qué extraño es este inconsciente de teatro y cartón piedra! El teatro tomado como modelo de la producción. Incluso en Althusser asistimos a la siguiente operación: el descubrimiento de la producción social como «máquina» o «maquinaria», irreductible al mundo de la representación objetiva (Vorstellung); pero en seguida la reducción de la máquina a la estructura, la identificación de la producción con una repres entación estructural y teatral (Darstellung)[244]. Ahora bien, lo mismo es en la producción deseante como en la producción social: cada vez que la producción, en lugar de ser captada en su originalidad, en su realidad, se halla así volcada, proyectada, en un espacio de representación, ya no puede tener valor más que para su propia ausencia y aparece como una carencia en ese espacio. En busca de la estructura en psicoanálisis, Mustafa Safuan puede presentarla como una «contribución a una teoría de la carencia». Es en la estructura que se realiza la soldadura del deseo con lo imposible, y que la carencia define como castración. Desde la estructura se eleva el canto más austero en honor de la castración: sí, sí, por la castración entramos en el orden del deseo — desde que la producción deseante se ha instalado en el espacio de una representación que no la deja subsistir más que como ausencia y carencia de sí misma. Se impone a las máquinas deseantes una unidad estructural que las reúne en un conjunto molar; se refieren los objetos parciales a una totalidad que no puede aparecer más que como eso de lo que aquellos carecen, y lo que carece a sí mismo careciéndoles a ellos (el gran Significante «simbolizable por la inherencia de un — 1 al conjunto de los significantes») ¿Hasta dónde llegaremos en el desarrollo de una carencia de la carencia que atraviesa la estructura? Eso es la operación estructural: dispone la carencia en el conjunto molar. Entonces, el límite de la producción deseante — el límite que separa los conjuntos molares y sus elementos moleculares, las representaciones objetivas y las máquinas del deseo — está ahora por completo desplazado. Ya no pasa más que por el conjunto molar mismo en tanto que lo abre el surco de la castración. Las operaciones formales de la estructura son las de la extrapolación, de la aplicación, de la biunivocización que proyectan el conj unto social de partida en un conjunto familiar de llegada, la relación familiar convertida en «metafórica de todas las demás» e impidiendo a los elementos productivos moleculares seguir su propia línea de fuga. Cuando Green busca las razones que fundamentan la afinidad del psicoanálisis con la representación teatral y la estructura que vuelve visible, asigna dos particularmente sorprendentes: que el teatro eleva la relación familiar al estado de relación estructural metafórica universal, de donde se originan el juego y el lugar imaginarios de las personas; y, a la inversa, rechaza a los bastidores el juego y el funcionamiento de las máquinas, detrás de un límite vuelto infranqueable (exactamente igual que en el fantasma, las máquinas están ahí, pero detrás del muro). En una palabra, el límite desplazado ya no pasa entre la representación objetiva y la producción deseante, sino entre los dos polos de la representación subjetiva, como representación imaginaria infinita y representación estructural finita. Desde ese momento se pueden oponer esos dos aspectos, las variaciones imaginarias que tienden hacia la noche de lo indeterminado o de lo indiferenciado y el invariante simbólico que traza la vía de las diferenciaciones: encontramos lo mismo tanto en una parte como en otra, según una regla de relación inversa, o de double bind. Toda la producción conducida al doble atolladero de la representación subjetiva. Siempre podemos volver a enviar a Edipo a lo imaginario, lo recobramos más fuerte y más entero, más faltante y triunfante por el hecho de que falta, lo recobramos todo entero en la castración simbólica. Y, por supuesto, la estructura no nos proporciona ningún medio para escapar al familiarismo; por el contrario, agarrota, da a la familia un valor metafórico universal en el mismo instante en que pierde sus valores literales objetivos. El psicoanálisis confiesa su ambición: tomar el relevo de la familia desfalleciente, reemplazar el lecho familiar hecho migajas por el diván psicoanalítico, hacer que la «situación analítica» sea incestuosa en su esencia, que sea prueba o garantía de sí misma y valga por la Realidad[245]. A fin de cuentas se trata de esto, como nos lo muestra Octave Mannoni: ¿cómo puede continuar la creencia después del repudio, cómo podemos continuar siendo piadosos? Hemos repudiado y perdido todas nuestras creencias que pasaban por las representaciones objetivas. La tierra está muerta, el desierto crece: el viejo padre está muerto, el padre territorial, también el hijo, el Edipo déspota. Estamos solos con nuestra mala conciencia y nuestro aburrimiento, nuestra vida en la que nada sucede; nada más que imágenes que giran en la representación subj etiva infinita. Sin embargo, recobramos la fuerza de creer en esas imágenes, desde el fondo de una estructura que regula nuestras relaciones con ellas y nuestras identificaciones como otros tantos efectos de un significante simbólico. La «buena identificación»… Todos nosotros somos Cheri-Bibi en el teatro gritando ante Edipo: ¡ése es un tipo de mi clase, ése es un tipo de mi clase! Todo es retomado, el mito de la tierra, la tragedia del déspota, en calidad de sombras proyectadas en un teatro. Las grandes territorialidades se han desmoronado, pero la estructura produce todas las re-territorializaciones subjetivas y privadas. ¡Qué perversa operación, el psicoanálisis, en el que culmina este neo-idealismo, este culto restaurado de la castración, esta ideología de la carencia: la representación antropomórfico del sexo! En verdad, no saben lo que hacen, ni a qué mecanismo de represión sirven, pues sus intenciones a menudo son progresistas. Pero nadie en la actualidad puede entrar en el despacho de un analista sin saber al menos que de antemano todo se ha representado: Edipo y la castración, lo imaginario y lo simbólico, la gran lección de la insuficiencia de ser o de desasimiento… El psicoanálisis como gadget, Edipo como re-territorialización, como repoblación del hombre moderno en el «peñasco» de la castración.
Totalmente distinta era la vía trazada por Lacan. No se contenta, como ardilla analítica, con girar en la rueda de lo imaginario y lo simbólico, de lo imaginario edípico y la estructura edipizante, de la identidad imaginaria de las personas y la unidad estructural de las máquinas, chocando en todas partes con los atolladeros de una representación molar que la familia cierra sobre sí misma. ¿Para qué sirve pasar de lo dual imaginario al tercero (o cuarto) simbólico, sí éste es bi-univocizante mientras que aquél es bi-univocizado? Las máquinas deseantes en tanto que objetos parciales sufren dos totalizaciones, una cuando el socius les confiere una unidad estructural bajo un significante simbólico que actúa como ausencia y carencia en un conjunto de partida, la otra cuando la familia les impone una unidad personal con significados imaginarios que distribuyen, que «vacuolizan» la carencia en un conjunto de llegada: dos raptos de máquinas, en tanto que la estructura introduce su articulación, en tanto que los padres introducen sus dedos. Remontarse de las imágenes a la estructura tendría poca importancia y no nos permitiría salir de la representación, si la estructura no tuviese un reverso que es como la producción real del deseo. Este reverso es la «inorganización real» de los elementos moleculares: objetos parciales que entran en síntesis o interacciones indirectas, puesto que no son parciales en el sentido de partes extensivas, sino más bien «parciales»[246] como las intensidades bajo las que una materia llena siempre el espacio en diversos grados (el ojo, la boca, el ano como grados de materia); puras multiplicidades positivas en las que todo es posible, sin exclusiva ni negación, síntesis operando sin plan, en las que las conexiones son transversales, las disyunciones inclusas, las conjunciones polívocas, indiferentes a su soporte, puesto que esa materia que precisamente les sirve de soporte no está especificada bajo ninguna unidad estructural ni personal, sino que aparece como el cuerpo sin órganos que llena el espacio cada vez que una intensidad lo llena; signos del deseo que componen una cadena significante, pero que ellos mismos no son significantes, no responden a las reglas de un juego de ajedrez lingüístico, sino a los sorteos de un juego de lotería en los que saldrían ora una palabra, ora un dibujo, ora una cosa o un fragmento de algo, dependiendo unos de otros tan sólo por el orden de los sorteos al azar y manteniéndose juntos tan sólo por la ausencia de lazos (enlaces no localizables), no poseyendo más estatuto que ser elementos dispersos de máquinas deseantes asimismo dispersas[247]. Lacan descubre todo este reverso de la estructura, con el «a» como máquina y el «A» como sexo no humano: esquizofrenizar el campo analítico en lugar de edipizar el campo psicótico.
La estructura sale ahí según planos de consistencia o de estructuración, líneas de selección, que corresponden a los grandes conjuntos estadísticos o formaciones molares, que determinan enlaces y vuelcan la producción en la representación: las disyunciones se vuelven exclusivas (y las conexiones, globales, y las conjunciones bi-unívocas), al mismo tiempo que el soporte se halla especificado bajo una unidad estructural y los signos se vuelven ellos mismos significantes bajo la acción de un símbolo despótico que los totaliza en nombre de su propia ausencia o de su propia retirada. Pues-ahí-sí-en efecto: la producción de deseo no puede ser representada más que en función de un signo extrapolado que reúne todos sus elementos en un conjunto y él mismo no forma parte de ese conjunto. Ahí, la ausencia de lazo aparece necesariamente como una ausencia y ya no como una fuerza positiva. El deseo se ve necesariamente relacionado con un término que falta, cuya misma esencia radica en faltar. Los signos del deseo, al no ser significantes, no lo devienen en la representación más que en función de un significante de la ausencia o de la carencia. La estructura no se forma y no aparece más que en función del término simbólico definido como carencia. El gran Otro como sexo no humano da lugar, en la representación, a un significante del gran Otro como término siempre careciente, sexo demasiado humano, falo de la castración molar[248]. Pero ahí también el planteamiento de Lacan adquiere toda su complejidad: pues, con toda seguridad, no cierra en el inconsciente una estructura edípica. Muestra, el contrario, que Edipo es imaginario, nada más que una imagen, un mito; y que esta o estas imágenes son producidas por una estructura edipizante; y que esta estructura sólo actúa en tanto que reproduce el elemento de la castración que no es imaginario, sino simbólico. Estos son los tres grandes planos de estructuración que corresponden a los conjuntos molares: Edipo como re-territorialización imaginaria del hombre privado, producida en las condiciones estructurales del capitalismo, en tanto que éste reproduce y resucita el arcaísmo del símbolo imperial o del déspota desaparecido. Los tres son necesarios a la vez: precisamente para conducir a Edipo al punto de su autocrítica. Conducir a Edipo a ese punto es la tarea emprendida por Lacan. (Igualmente, Elisabeth Roudinesco ha visto claramente que, en Lacan, la hipótesis de un inconsciente-lenguaje no encierra al inconsciente en una estructura lingüística, sino que lleva la lingüística a su punto de autocrítica, mostrando cómo la organización estructural de los significantes depende aún de un gran Significante despótico que actúa como arcaísmo)[249]. ¿Qué es el punto de autocrítica? Es aquél donde la estructura, más allá de las imágenes que la llenan y de lo simbólico que la condiciona en la representación, descubre su reverso como un principio positivo de no-consistencia que la disuelve: donde el deseo es vertido en el orden de la producción, referido a sus elementos moleculares y donde no carece de nada, ya que se define como ser objeto natural y sensible, al mismo tiempo que lo real se define como ser objetivo del deseo. Pues el inconsciente del esquizoanálisis ignora las personas, los conjuntos y las leyes; las imágenes, las estructuras y los símbolos. Es huérfano, al igual que anarquista y ateo. No es huérfano en el sentido en que el nombre del padre designaría una ausencia, sino en el sentido en que se produce a sí mismo en todo lugar donde los nombres de la historia designan intensidades presentes («el mar de los nombres propios»). No es figurativo, pues su figural es abstracto, la figura-esquizia. No es estructural ni simbólico, pues su realidad es la de lo Real en su producción, en su inorganización misma. No es representativo, sino tan sólo maquínico y productivo.
Destruir, destruir: la tarea del esquizoanálisis pasa por la destrucción, toda una limpieza, todo un raspado del inconsciente. Destruir Edipo, la ilusión del yo, el fantoche del super-yo, la culpabilidad, la ley, la castración… No se trata de piadosas destrucciones tal como las efectúa el psicoanálisis bajo la benevolente neutralidad del analista. Pues ésas serían destrucciones al modo de Hegel: maneras de conservar. ¿Cómo no hará reír la famosa neutralidad? ¿Y lo que el psicoanálisis llama, se atreve a llamar, desaparición o disolución de Edipo? Se nos dice que Edipo es indispensable, fuente de toda diferenciación posible, y que nos salva de la madre terrible indiferenciada. Pero esta madre terrible, la esfinge, también forma parte de Edipo: su indiferenciación no es más que el reverso de las diferenciaciones exclusivas que Edipo crea, ella misma es creada por Edipo: Edipo funciona necesariamente bajo la forma de este doble atolladero. Se nos dice que Edipo a su vez debe ser superado y que lo es por la castración, la latencia, la desexualización y la sublimación. Pero la castración ¿qué es, sino Edipo elevado a la n potencia, Edipo vuelto simbólico y mucho más virulento? Y la latencia, esta pura fábula, ¿qué es, sino el silencio impuesto a las máquinas deseantes para que Edipo pueda desarrollarse, fortificarse en nosotros, acumular su esperma venenoso, el tiempo para volverse capaz de propagarse, de pasar a nuestros hijos futuros? Y, a su vez, la eliminación de la angustia de castración, la desexualización y la sublimación, ¿qué son, sino la divina aceptación, la resignación infinita de la mala conciencia, que para la mujer consiste en «cambiar su deseo de pene en deseo del hombre y del hijo» y para el hombre en asumir su actitud pasiva y en «inclinarse ante un sustituto del padre»?[250] Hemos «salido» tanto de Edipo que nos convertimos en su ejemplo viviente, un cartel, un teorema en acto, para así hacer entrar en él a nuestros hijos: hemos evolucionado en Edipo, nos hemos estructurado en Edipo, bajo el ojo neutro y benevolente del sustituto, hemos aprendido la canción de la castración, la carencia-de-ser-que-es-la-vida, «sí, por la castración / accedemos / al Deeeeeseo…». Lo que se llama la desaparición de Edipo, es Edipo convertido en una idea. Sólo hay la idea para inyectar el veneno. Edipo debe convertirse en una idea para que, cada vez, broten sus brazos y sus piernas, sus labios y su bigote: «Al revivir a los muertos reminiscentes, tu yo se convierte en una especie de teorema mineral que constantemente demuestra la vanidad de la vida»[251]. Hemos sido triangulados en Edipo y triangularemos en él. De la familia a la pareja, de la pareja a la familia. En verdad, la neutralidad condescendiente del analista es muy limitada: cesa desde el momento que dejamos de responderle papá-mamá. Cesa desde que introducimos una maquinita deseante, el magnetófono en la consulta del analista, cesa desde el momento en que se hace pasar un flujo que no se deja marcar con el tampón de Edipo, la marca del triángulo (se nos dice que tenemos la libido demasiado viscosa, o demasiado líquida, contraindicaciones para el análisis). Cuando Fromm denuncia la existencia de una burocracia psicoanalítica, todavía no va suficientemente lejos, ya que no ve cual es el tampón de esta burocracia, y además no basta con una apelación a lo preedípico para escapar de él: lo preedípico, al igual que lo postedípico, todavía es un modo de llevar a Edipo toda la producción deseante — lo anedípico. Cuando Reich denuncia el modo como el psicoanálisis se pone al servicio de la represión social, todavía no va suficientemente lejos, ya que no ve que el vínculo del psicoanálisis con el capitalismo no es tan sólo ideológico, sino mucho más estrecho, más íntimo; ya que el psicoanálisis depende directamente de un mecanismo económico (de donde sus relaciones con el dinero) por el que los flujos descodificados del deseo, tal como están presos en la axiomática del capitalismo, necesariamente deben ser volcados en un campo familiar en el que se efectúa la aplicación de esta axiomática: Edipo como última palabra del consumo capitalista, chupetear papá-mamá, hacerse triangular y marcar por el tampón en el diván, «luego es…». No menos que el aparato militar o burocrático, el psicoanálisis es un mecanismo de absorción de la plusvalía, y no lo es desde fuera, ya que su forma y su finalidad misma están marcadas por esta función social. No es el perverso, ni siquiera el autista, el que escapa al psicoanálisis, más bien podemos decir que todo el psicoanálisis es una gigantesca perversión, una droga, un corte radical con la realidad, empezando por la realidad del deseo, un narcisismo, un autismo monstruoso: el autismo propio y la perversión intrínseca de la máquina del capital. En el límite, el psicoanálisis ya no se mide con ninguna realidad, ya no se abre a ningún exterior, se convierte él mismo en la prueba de la realidad y en la garantía de su propia prueba, la realidad como carencia a la que se lleva lo exterior y lo interior, la partida y la llegada: el psicoanálisis index sui, sin más referencia que él mismo o la «situación analítica».
El psicoanálisis dice que la representación inconsciente nunca puede ser captada independientemente de las deformaciones, disfraces o desplazamientos que sufre. Por tanto, la representación inconsciente comprende esencialmente, en virtud de su ley, un representado desplazado con respecto a una instancia en perpetuo desplazamiento. Pero de ello se extraen dos conclusiones ilegítimas: que se pueda descubrir esa instancia a partir del representado desplazado; y, ello, porque esta instancia pertenezca a la representación, en calidad de representante no representado, o de carencia «que mana en lo demasiado-lleno de una representación». Ocurre que el desplazamiento remite a movimientos muy diferentes: ora se trata del movimiento por el que la producción deseante no cesa de franquear el límite, de desterritorializarse, de hacer huir sus flujos, de pasar el umbral de la representación; ora se trata, al contrario, del movimiento por el que el límite mismo es desplazado y pasa, ahora, al interior de la representación que opera las re-territorializaciones artificiales del deseo. Ahora bien, si podemos deducir del desplazado el desplazante, es tan sólo en el segundo sentido, en el que la representación molar se organiza alrededor de un representante que desplaza al representado. Pero no, en verdad, en el primer sentido, en el que los elementos no cesan de pasar a través de las mallas. Hemos visto en esta perspectiva cómo la ley de la representación desnaturalizaba las fuerzas productivas del inconsciente y en su estructura misma inducía una falsa imagen que cogía al deseo en su trampa (imposibilidad de deducir de lo prohibido lo que está realmente prohibido). Sí, Edipo es el representado desplazado; sí, la castración es el representante, el desplazante, el significante —pero nada de todo esto constituye un material inconsciente, ni concierne a las producciones del inconsciente. Todo ello está más bien en el cruzamiento de dos operaciones de captura, aquélla en que la producción social represiva se hace reemplazar por creencias, aquélla en la que la producción deseante reprimida se halla reemplazada por representaciones. En verdad, no es el psicoanálisis quien nos hace creer: preguntamos, volvemos a preguntar por Edipo y la castración, y estas demandas vienen de otra parte, más profunda. Pero el psicoanálisis ha encontrado el medio siguiente, y cumple la siguiente función: hacer sobrevivir las creencias incluso después del repudio, hacer creer a los que ya no creen en nada…, rehacerles una territorialidad privada, un Urstaat privado, un capital privado (el sueño como capital, decía Freud…). Por ello, el esquizoanálisis debe entregarse con todas sus fuerzas a las destrucciones necesarias. Destruir creencias y representaciones, escenas de teatro. Nunca habrá para esta tarea actividad demasiado malévola. Hacer estallar a Edipo y la castración, intervenir brutalmente, cada vez que un sujeto entona el canto del mito o los versos de la tragedia, llevarlo siempre a la fábrica. Como dice Charlus, «¡pero te importa un bledo tu abuela, eh, golfilla!». Edipo y la castración no son más que formaciones reactivas, resistencias, bloqueos y corazas, cuya destrucción llega demasido lentamente. Reich presiente un principio fundamental del esquizoanálisis cuando dice que la destrucción de las resistencias no debe esperar al descubrimiento del material[252]. Pero es por una razón mucho más radical que la que él pensaba: ocurre que no hay material inconsciente, de tal modo que el esquizoanálisis no tiene que interpretar nada. No hay más que resistencias, y además máquinas, máquinas deseantes. Edipo es un resistencia; si hemos podido hablar del carácter intrínsecamente perverso del psicoanálisis es a causa de que la perversión en general es la re-territorialización de los flujos de deseo, cuyas máquinas, al contrario, son los índices de producción desterritorializada. El psicoanálisis re-territorializa en el diván, en la representación de Edipo y de la castración. El esquizoanálisis, por el contrario, debe desgajar los flujos desterritorializados del deseo, en los elementos moleculares de la producción deseante. Recordemos la regla práctica enunciada por Leclaire, la regla del derecho al sinsentido como a la ausencia de lazo… (Pero, ¿por qué no ver, a continuación, en esta extrema dispersión, máquinas dispersas en toda máquina, una pura «ficción» que debe dar lugar a la Realidad definida como carencia, Edipo o castración llegados de nuevo al galope, al mismo tiempo que se vuelca la ausencia de lazo en un «significante» de la ausencia encargado de representarla, de ligarla a ella misma y de hacernos volver a pasar de un polo a otro del desplazamiento? Se vuelve a caer en el agujero molar pretendiendo desenmascarar lo real).
Lo que lo complica todo es que la producción deseante necesita ser inducida a partir de la representación, necesita ser descubierta a lo largo de sus puntos de fuga. Los flujos descodificados del deseo forman la energía libre (libido) de las máquinas deseantes. Las máquinas deseantes se dibujan y despuntan en una tangente de desterritorialización que atraviesa los medios representativos y se extiende a lo largo del cuerpo sin órganos. Partir, huir, pero haciendo huir… Las propias máquinas deseantes son los flujos-esquizias o los cortes-flujos que cortan y corren a la vez sobre el cuerpo sin órganos: no la gran herida representada en la castración, sino las mil pequeñas conexiones, disyunciones, conjunciones, por las que cada máquina produce un flujo con respecto a otra que lo corta, y corta un flujo que otra produce. Más, ¿cómo podrían dejar de ser volcados estos flujos descodificados y desterritorializados de la producción deseante en una territorialidad representativa cualquiera, cómo dejarían de formarla aún, aunque fuese en el cuerpo sin órganos como soporte indiferente de una última representación? Incluso los que saben «partir», los que hacen del partir algo tan natural como nacer y morir, los que se sumergen en busca del sexo no humano, Lawrence, Miller, levantan a lo lejos en algún lugar una territorialidad que todavía forma una representación antropomórfica y fálica, el Oriente, Méjico o el Perú. Incluso el paseo o el viaje del esquizo no efectúan grandes desterritorializaciones sin tomar circuitos territoriales: el andar a trompicones de Molloy y de su bicicleta conserva la habitación de la madre como residuo de fin; las espirales vacilantes del Innombrable mantienen como centro incierto a la torre familiar en la que continúa girando y pisoteando a los suyos; la serie infinita de los parques yuxtapuestos e ilocalizables de Watt todavía tienen una referencia de la casa de Monsieur Knott, única capaz de «empujar el alma afuera», pero también de recordarla en su lugar. Todos nosotros somos perritos, necesitamos circuitos y ser paseados. Incluso los que mejor saben desconectarse, desengancharse, entran en conexiones de máquinas deseantes que reforman pequeñas tierras. Incluso los grandes desterritorializados de Gisela Pankow se ven llevados a descubrir, bajo las raíces del árbol fuera de la tierra que atraviesa su cuerpo sin órganos, la imagen de un castillo de la familia[253]. Anteriormente distinguíamos dos polos del delirio, la línea de fuga molecular esquizofrénica y la catexis molar paranoica; pero también el polo perverso se opone al polo esquizofrénico, del mismo modo que la reconstitución de territorialidades se opone al movimiento de desterritorialización. Y si la perversión en el sentido más estricto efectúa un determinado tipo muy particular de re-territorialización en el artificio, la perversión en el sentido amplio comprende todos sus tipos, no sólo los artificiales, sino los exóticos, los arcaicos, los residuales, los privados, etc.: así Edipo y el psicoanálisis como perversión. Incluso las máquinas esquizofrénicas de Raymond Roussel se convierten en máquinas perversas de un teatro que representa África. En una palabra, no hay desterritorialización de los flujos de deseo esquizofrénico que no venga acompañada de re-territorializaciones globales o locales, que siempre reforman playas de representación. Además, no podemos evaluar la fuerza y la obstinación de una desterrit orialización más que a través de los tipos de re-territorialización que la representan; una es el reverso de la otra. Nuestros amores son complejos de desterritorialización y de re-territorialización. Lo que amamos siempre es un cierto mulato, una cierta mulata. Nunca podemos captar a la desterritorialización en sí misma, no captamos más que sus índices con respecto a las representaciones territoriales. Sea el ejemplo del sueño: sí, el sueño es edípico, no debemos sorprendernos, ya que es una re-territorialización perversa con respecto a la desterritorialización de la pesadilla del dormir. Pero, ¿por qué volver al sueño, por qué convertirlo en el camino real del deseo y del inconsciente, cuando, en verdad, es la manifestación de un super-yo, de un yo superpoderoso y superarcaizado (¿la Urszene del Urstaat?)? Y sin embargo, en el seno del mismo sueño, como del fantasma y del delirio, funcionan máquinas en tanto que índices de desterritorialización. En el sueño siempre hay máquinas dotadas de la extraña propiedad de pasar de mano en mano, de huir y de hacer correr, de llevar y de ser llevadas. El avión del coito parental, el coche del padre, la máquina de coser de la abuela, la bicicleta del hermanito, todos los objetos de vuelo y robo…, la máquina siempre es infernal en el sueño de familia. Introduce cortes y flujos que impiden que el sueño se encierre en su escena y se sistematice en su representación. Hace valer un factor irreductible de sinsentido que se desarrollará en otra parte y en el exterior, en las conjunciones de lo real en tanto que tal. El psicoanálisis no da buena cuenta de ello, por su obstinación edípica; ocurre que se re-territorializa en las personas y los medios, pero se desterritorializa en las máquinas. ¿Es el padre de Schreber el que actúa por mediación de las máquinas, o bien, al contrario, las máquinas funcionan por mediación del padre? El psicoanálisis se fija en los representantes imaginarios y estructurales de re-territorialización, mientras que el esquizoanálisis sigue los índices maquínicos de desterritorialización. Siempre la oposición entre el neurótico en el diván, como tierra última y estéril, última colonia agotada, con el esquizo de paseo en un circuito desterritorializado.
Extracto de Michel Cournot sobre Chaplin que nos permite comprender claramente lo que es la risa esquizofrénica, la línea de fuga o de penetración esquizofrénicas y el proceso como desterritorialización, con sus índices maquínicos: «En el momento que hace que caiga por segunda vez la plancha sobre su cabeza —gesto psicótico—, Charles Chaplin provoca la risa del espectador. Sí, ¿pero de qué risa se trata? ¿De qué espectador? Por ejemplo, ya no se plantea la cuestión de saber, en ese momento del film, si el espectador debe ver venir el accidente o si debe sorprenderle. Todo ocurre como si el espectador, en aquel momento, ya no estuviese en su butaca, ya no estuviese en la situación de observar las cosas. Una especie de gimnasia perceptiva lo ha llevado, poco a poco, no a identificarse con el personaje de Tiempos modernos, sino a experimentar de forma inmediata la resistencia de los acontecimientos que acompañan a este personaje, a las mismas sorpresas, los mismos presentimientos, las mismas costumbres de aquél. De ese modo, la célebre máquina de comer, que en cierto sentido, por su desmesura, es extraña al film (Chaplin la había inventado veintidós años antes que el film), no es más que el ejercicio formal, absoluto, que prepara la conducta, también psicótica, del obrero aprisionado en la máquina, del que sólo la cabeza invertida sobresale y que se hace servir el almuerzo por Chaplin, puesto que es la hora. Si la risa es una reacción que toma ciertos circuitos, podemos decir que Charles Chaplin, a medida que avanzan las secuencias, desplaza progresivamente las reacciones, las hace retroceder, nivel por nivel, hasta el momento en que el espectador ya no es dueño de sus circuitos y tiende a tomar espontáneamente o bien un camino más corto, que no es practicable, que está obstruido, o bien un camino explícitamente anunciado que no lleva a ninguna parte. Después de haber suprimido al espectador en tanto que tal, Chaplin desnaturaliza la risa, y ésta se convierte en otros tantos cortocircuitos de una mecánica desconectada. A veces se habla del pesimismo de Tiempos modernos y del optimismo de la imagen final. Ninguno de estos términos es adecuado a este film. Charles Chaplin, en Tiempos modernos, dibuja más bien, a una escala más pequeña, con un simple trazo, el diseño de varias manifes taciones opresivas. Fundamentales. El personaje principal, papel desempeñado por Chaplin, no tiene por qué ser activo o pasivo, consentidor o refractario, ya que es la punta del lápiz que traza el dibujo, es el trazo mismo… Por ello, la imagen final está desprovista de optimismo. Después de esa constatación no sabemos qué puede pintar ahí el optimismo. Ese hombre y esa mujer vistos de espaldas, completamente negros, cuyas sombras no son proyectadas por ningún sol, no avanzan hacia nada. Los postes sin hilos que bordean la carretera por la izquierda, los árboles sin hojas que la bordean por la derecha no se juntan en el horizonte. No hay horizonte. Las colinas peladas del fondo no forman más que una raya confundida con el vacío que las domina. Ese hombre y esa mujer ya no están vivos, eso salta a la vista. Tampoco es pesimista. Lo que debía suceder ha sucedido. No se han matado. No han sido abatidos por la policía. No hay por qué ir a buscar la excusa de un accidente. Charles Chaplin no insistió. Fue aprisa, como de costumbre. Trazó el dibujo»[254].
En su tarea destructiva, el esquizoanálisis debe proceder del modo más rápido posible, pero además no puede proceder más que con gran paciencia, gran prudencia, deshaciendo sucesivamente las territorialidades y re-territorializaciones representativas por las que un sujeto pasa en su historia individual. Pues hay varias capas, varios planos de resistencia llegados de dentro o impuestos desde fuera. La esquizofrenia como proceso, la desterritorialización como proceso es inseparable de las estasis que la interrumpen, o bien la exasperan, o bien la hacen girar en redondo, y la re-territorializan en neurosis, en perversión, en psicosis. Hasta el punto que el proceso no puede liberarse, proseguir y realizarse más que en la medida en que es capaz de crear — ¿qué, pues? una tierra nueva. Es preciso en cada caso volver a pasar por las tierras viejas, estudiar su naturaleza, su densidad, buscar cómo se agrupan en cada una los índices maquínicos que permiten sobrepasarla. Tierras familiares edípicas de la neurosis, tierras artificiales de la perversión, tierras asilares de la psicosis, ¿cómo volver a conquistar en ellas cada vez el proceso, volver a empezar constantemente el viaje? La Recherche du tempsperdu como gran empresa del esquizoanál isis: todos los planos están atravesados hasta su línea de fuga molecular, penetración esquizofrénica; así en el beso durante el cual el rostro de Albertine salta de un plano de consistencia a otro para deshacerse, por último, en una nebulosa de moléculas. El lector siempre corre el riesgo de detenerse en determinado plano y decir sí, aquí es donde Proust se explica. Sin embargo, el narrador-araña no cesa de deshacer telas y planos, de volver a iniciar el viaje, de espiar los signos o los índices que funcionan como máquinas y le permitirán ir más lejos. Este movimiento es el humor, el humor negro. El narrador no se instala en las tierras familiares y neuróticas de Edipo, allí donde se establecen las conexiones globales y personales, no permanece en ellas, las atraviesa, las profana, las perfora, incluso liquida a su abuela con una máquina de atar los zapatos. Las tierras perversas de la homosexualidad allí donde se establecen las disyunciones exclusivas de las mujeres con las mujeres, de los hombres con los hombres, estallan igualmente en función de los índices maquínicos que las minan. Las tierras psicóticas, con sus conjunciones sobre el propio terreno (¡Charlus está, pues, ciertamente loco, Albertine tal vez lo estaba!), están atravesadas a su vez hasta el punto en que el problema ya no se plantea, ya no se plantea de ese modo. El narrador continúa su propio asunto, hasta la patria desconocida, la tierra desconocida que, sola, crea su propia obra en marcha, la Recherche du tempsperdu «in progress», funcionando como máquina deseante capaz de recoger y de tratar todos los índices. Se encamina hacia esas nuevas regiones donde las conexiones siempre son parciales y no personales, las conjunciones, nómadas y polívocas, las disyunciones inclusas, donde la homosexualidad y la heterosexualidad ya no pueden distinguirse: mundo de las comunicaciones transversales, donde el sexo no humano por fin conquistado se confunde con las flores, tierra nueva donde el deseo funciona según sus elementos y sus flujos moleculares. Tal viaje no implica necesariamente grandes movimientos en extensión, se hace inmóvil, en una habitación y sobre un cuerpo sin órganos, viaje intensivo que deshace todas las tierras en provecho de la que crea.
La paciente reanudación del proceso o, al contrario, su interrupción están tan estrechamente mezcladas que no pueden ser evaluadas más que una en otra. ¿Cómo podría ser posible el viaje del esquizo independientemente de ciertos circuitos, cómo podría arreglárselas sin una tierra? Pero, a la inversa, ¿cómo estar seguros de que estos circuitos no reforman las tierras demasiado conocidas del asilo, del artificio de la familia? Siempre volvemos a la misma cuestión: ¿de qué sufre el esquizo, ése cuyos sufrimientos son indecibles? ¿Sufre del proceso mismo, o bien de sus interrupciones, cuando se le neurotiza en familia en la tierra del Edipo, cuando se psicotiza en tierra de asilo aquél que no se deja edipizar, cuando se pervierte en un medio artificial aquél que escapa al asilo y a la familia? Quizás no haya más que una enfermedad, la neurosis, la podredumbre edípica con la que se miden todas las interrupciones patógenas del proceso. La mayoría de las tentativas modernas — hospital de día, de noche, club de enfermos, hospitalización a domicilio, institución e incluso antipsiquiatría — permanecen amenazadas por un peligro que Jean Oury ha analizado con profundidad: ¿cómo evitar que la institución no reforme una estructura asilar, o no constituya sociedades artificiales perversas y reformistas, o seudo-familias maternas y paternalistas residuales? No pensamos en las tentativas de la psiquiatría llamada comunitaria, cuyo fin declarado consiste en triangular, edipizar a todo el mundo, gente, animales y cosas, hasta el punto que se verá a una nueva raza de enfermos suplicar por reacción que se les devuelva el asilo o una pequeña tierra beckettiana, un cubo de basura para catatonizarse en un rincón. Pero, en un género menos abiertamente represivo, ¿quién dice que la familia es un buen lugar, un buen circuito para el esquizo desterritorializado? Sin embargo, sería sorprendente, «las potencialidades terapéuticas del medio familiar»… Entonces, ¿el pueblo entero, el barrio? ¿Qué unidad molar formará un circuito suficientemente nómada? ¿Cómo impedir que la unidad escogida, aunque sea una institución específica, no constituya una sociedad perversa de tolerancia, un grupo de ayuda mutua que oculta los verdaderos problemas? ¿Es la estructura de la institución la que la salvará? Pero, ¿cómo romperá la estructura su relación con la castración neurotizante, pervertizante, psicotizante? ¿Cómo producirá algo distinto a un grupo sometido? ¿Cómo dará libre curso al proceso, teniendo en cuenta que toda su organización molar tiene por función ligar el proceso molecular? E incluso la antipsiquiatría, particularmente sensible a la penetración esquizofrénica y al viaje intenso, se agota al proponer la imagen de un grupo sujeto que se vuelve a pervertir al punto, con antiguos esquizos encargados de guiar a los más recientes y, por postas, pequeñas capillas o, mejor, un convento en Ceylán.
Sólo puede salvarnos de estos atolladeros una efectiva politización de la psiquiatría. Sin duda la antipsiquiatría ha ido bastante lejos en ese sentido, con Laing y Cooper. Sin embargo, creemos que todavía piensan esta politización en términos de estructura y de resultado, más bien que en términos del proceso mismo. Por otra parte, localizan en una misma línea la alienación social y la alienación mental y tienden a identificarlas al mostrar cómo la instancia familiar prolonga una en otra[255]. Entre ambas, sin embargo, la relación es más bien la de una disyunción inclusa. Ocurre que la descodificación y la desterritorialización de los flujos define el proceso mismo del capitalismo, es decir, su esencia, su tendencia y su límite externo. Pero, nosotros sabemos que el proceso continuamente es interrumpido, o la tendencia opuesta o el límite desplazado por re-territorializaciones y representaciones subjetivas que operan tanto al nivel del capital como sujeto (la axiomática) como al nivel de las personas que lo efectúan (aplicación de la axiomática). Ahora bien, inútilmente intentaremos asignar la alienación social y la alienación mental a un lado u otro, en tanto establezcamos entre ambos una relación de exclusión. Sin embargo, la desterritorialización de los flujos en general se confunde con la alienación mental, ya que incluye las re-territorializaciones que no la dejan subsistir más que como el estado de un flujo particular, flujo de locura que se define así porque se le encarga de representar todo lo que escapa en los otros flujos a las axiomáticas y a las aplicaciones de re-territorialización. A la inversa, en todas las re-territorializaciones del capitalismo, se podrá hallar la forma de la alienación social en acto, ya que impiden a los flujos que huyan y mantienen el trabajo en el marco axiomático de la propiedad y el deseo en el marco aplicado de la familia; pero esta alienación social incluye a su vez la alienación mental que se halla representada o re-territorializada en neurosis, perversión, psicosis (enfermedades mentales).
Una verdadera política de la psiquiatría, o de la antipsiquiatría, deberá consistir, por tanto, 1.°) en deshacer todas las re-territorializaciones que transforman la locura en enfermedad mental, 2.°) en liberar en todos los flujos el movimiento esquizoide de su desterritorialización, de tal modo que este carácter ya no pueda calificar un residuo particular como flujo de locura, sino que afecte además a los flujos de trabajo y de deseo, de producción, de conocimiento y de creación en su tendencia más profunda. La locura ya no existiría en tanto que locura, no porque habría sido transformada en «enfermedad mental», sino al contrario, porque recibiría el complemento de todos los demás flujos, comprendidos la ciencia y el arte — teniendo en cuenta, por descontado, que es llamada locura, y aparece como tal, sólo porque está privada de este complemento y se halla reducida a mostrarse ella sola para la desterritorialización como proceso universal. Es tan sólo su privilegio indebido, y por encima de sus fuerzas, lo que la vuelve loca. Foucault, en este sentido, anunciaba una edad en la que la locura desaparecería, no sólo porque sería vertida en el espacio controlado de las enfermedades mentales («grandes acuarios tibios»), sino al contrario, porque el límite exterior que designa sería franqueado por otros flujos que escaparían por todos lados al control y nos arrastrarían[256].
Por tanto, debemos decir que nunca se irá bastante lejos en el sentido de la desterritorialización: todavía no has visto nada, proceso irreversible. Y cuando consideramos lo que es profundamente artificial en las re-territorializaciones psicóticas hospitalarias, o bien neuróticas familiares, exclamamos: ¡aún más perversión! ¡aún más artificio! hasta que la tierra se vuelve tan artificial que el movimiento de desterritorialización crea necesariamente por sí mismo una nueva tierra. En este aspecto, el psicoanálisis es particularmente satisfactorio: toda su cura perversa consiste en transformar la neurosis familiar en neurosis artificial (de transferencia) y en erigir el diván, pequeño islote con su comandante, el psicoanalista, en territorialidad autónoma y de artificio último. Entonces basta apenas con un esfuerzo suplementario para que todo caiga y nos arrastre al fin a otras lejanías. El papirotazo del esquizoanálisis, que reactiva el movimiento, reanuda con la tendencia, y empuja los simulacros hasta el punto en que dejan de ser imágenes artificiales para convertirse en índices de la nueva tierra. Eso es la realización del proceso: no una tierra prometida y preexistente, sino una tierra que se crea a medida que avanza su tendencia, su despegue, su propia desterritorialización. Movimiento del teatro de la crueldad; pues, es el único teatro de producción, allí donde los flujos franquean el umbral de la desterritorialización y producen la tierra nueva (no una esperanza, sino una simple «acta», un «diseño», donde el que huye hace huir y traza la tierra al desterritorializarse). Punto de fuga activa en el que la máquina revolucionaria, la máquina artística, la máquina científica, la máquina (esquizo) analítica se convierten en piezas y trozos unas de otras.
Sin embargo, la tarea negativa o destructiva del esquizoanálisis no es separable en modo alguno de sus tareas positivas (todas se realizan necesariamente a un mismo tiempo). La primera tarea positiva consiste en descubrir en un sujeto la naturaleza, la formación o el funcionamiento de sus máquinas deseantes, independientemente de cualquier interpretación. ¿Qué son tus máquinas deseantes, qué haces entrar en tus máquinas, y salir, cómo marcha todo ello, cuáles son tus sexos no humanos? El esquizoanalista es un mecánico y el esquizoanálisis es tan sólo funcional. A este respecto, todavía no puede permanecer en el examen aún interpretativo (desde el punto de vista del inconsciente) de las máquinas sociales en las que el sujeto está preso como engranaje o como usuario, ni de las máquinas técnicas que están en su posesión favorita, o que perfecciona o incluso fabrica, ni del empleo que hace de las máquinas en sus sueños y sus fantasmas. Todavía son demasiado representativas y representan unidades demasiado grandes —incluso las máquinas perversas del sádico o del masoquista, las máquinas para influenciar del paranoico… Hemos visto, en general, que los seudo-análisis del «objeto» eran, verdaderamente, el grado más bajo de la actividad analítica, incluso y sobre todo cuando pretenden doblar el objeto real con un objeto imaginario; y más vale la clave de los sueños que un psicoanálisis de mercado. No obstante, la consideración de todas estas máquinas, tanto si son reales, simbólicas o imaginarias, debe intervenir de un modo por completo determinado: pero como índices funcionales para ponernos en la vía de las máquinas deseantes, de las que están más o menos cerca o afines. Las máquinas deseantes, en efecto, no son logradas más que a partir de determinado umbral de dispersión que no deja subsistir ni su identidad imaginaria ni su unidad estructural (estas instancias todavía pertenecen al orden de la interpretación, es decir, al orden del significado o del significante). Las máquinas deseantes tienen por piezas a los objetos parciales; los objetos parciales definen la working machine o las piezas trabajadoras, pero en un estado de dispersión tal que una pieza no cesa de remitir a otra de otra máquina, como el trébol rojo y la abeja, la avispa y la flor de orquídea, la bocina de bicicleta y el culo de rata muerta. No nos apresuremos a introducir un término que sería como un falo estructurando el conjunto y personificando las partes, unificando y totalizando. En todas partes hay libido como energía de máquina, y ni la bocina ni la abeja tienen el privilegio de ser un falo: éste no interviene más que en la organización estructural y las relaciones personales que se originan de ella, en donde cada cual, como el obrero convocado a la guerra, abandona sus máquinas y se pone a luchar por un trofeo como gran ausente, con una misma sanción, una misma herida irrisoria para todos, la castración. Toda esa lucha por el falo, voluntad de poder mal entendida, representación antropomórfica del sexo, toda esa concepción de la sexualidad que horrorizaba a Lawrence, precisamente porque no es más que una concepción, porque es una idea que la «razón» impone al inconsciente y que introduce en la esfera pulsional, y no una formación de esa esfera. Ahí el deseo se halla atrapado, especificado al sexo humano, en el conjunto molar unificado e identificado. Pero las máquinas deseantes viven, al contrario, bajo el régimen de dispersión de los elementos moleculares. Y no puede comprenderse lo que son los objetos parciales si no se ve en ellos a esos elementos, en lugar de las partes de un todo incluso parcelado. Como decía Lawrence, el análisis no tiene que ocuparse de que aquello se parezca a un concepto o a una persona, «las relaciones llamadas humanas no entran en liza»[257]. Tan sólo debe ocuparse (salvo en su tarea negativa) de las disposiciones maquínicas tomadas en el elemento de su dispersión molecular.
Volvamos, pues, una vez más, a la regla que Serge Leclaire tan bien supo enunciar, incluso si en ella no se ve más que una ficción en lugar de lo real-deseo: las piezas o elementos de máquinas deseantes se reconocen en su independencia mutua, en que nada en una de ellas debe depender o depende de algo en otra. No deben ser determinaciones opuestas de una misma entidad, ni las diferenciaciones de un ser único, como lo masculino y lo femenino en el sexo humano, sino diferentes o realmente distintas, «seres» distintos, como los encontramos en la dispersión del sexo no humano (el trébol y la abeja). En tanto que el psicoanálisis no llegue a estos dispars, todavía no habrá encontrado los objetos parciales como elementos últimos del inconsciente. Es en este sentido que Leclaire denominaba «cuerpo erógeno» no a un organismo despedazado, sino a una emisión de singularidades preindividuales y prepersonales, una pura multiplicidad dispersa y anárquica, sin unidad ni totalidad, y cuyos element os están soldados, pegados por la distinción real o la ausencia misma de lazo. Como las secuencias esquizoides becketianas: guijarros, bolsillos, boca; un zapato, una cazoleta de pipa, un paquetito blando no determinado, una tapa de timbre de bicicleta, media muleta… («si uno descansa indefinidamente sobre el mismo conjunto de puras singularidades, puede pensar que se ha acercado a la singularidad del deseo del sujeto»)[258]. En verdad, siempre se puede instaurar o restaurar un lazo cualquiera entre esos elementos: lazos orgánicos entre los órganos o fragmentos de órganos que eventualmente forman parte de la multiplicidad; lazos psicológicos y axiológicos —bueno, malo— que remiten finalmente a las personas y a las escenas de las que se toman esos elementos; lazos estructurales entre las ideas o los conceptos que pueden corresponderles. Pero no es bajo este aspecto que los objetos parciales son los elementos del inconsciente y ni siquiera podemos seguir la imagen que nos propone de ellos su inventora, Melanie Klein. Ocurre que órganos o fragmentos de órganos no remiten en modo alguno a un organismo que funcionaría fantasmáticamente como unidad perdida o totalidad por venir. Su dispersión no tiene nada que ver con una carencia y constituye su modo de presencia en la multiplicidad que forman sin unificación ni totalización. Toda estructura depuesta, toda memoria abolida, todo organismo anulado, todo lazo deshecho, valen como objetos parciales brutos, piezas trabajadoras dispersas de una máquina asimismo dispersa. En una palabra, los objetos parciales son las funciones moleculares del inconsciente. Por ello, cuando hace un rato insistíamos en la diferencia entre las máquinas deseantes y todas las figuras de máquinas molares, pensábamos que unas estaban en las otras y no existían sin ellas, mas debíamos señalar la diferencia de régimen y de escala entre las dos clases.
Cierto es que más bien nos preguntaremos cómo esas condiciones de dispersión, de distinción real y de ausencia de lazo permiten un régimen maquínico de cualquier tipo — cómo los objetos parciales así definidos pueden formar máquinas y disposiciones de máquinas. La respuesta está en el carácter pasivo de las síntesis o, lo que viene a ser lo mismo, en el carácter indirecto de las interacciones consideradas. Si es cierto que todo objeto parcial emite un flujo, este flujo está igualmente asociado a otro objetó parcial para el que define un campo de presencia potencial múltiple (una multiplicidad de anos para el flujo de mierda). La síntesis de conexión de los objetos parciales es indirecta puesto que uno, en cada punto de su presencia en el campo, siempre corta un flujo que el otro emite o produce relativamente, libre para emitir él mismo un flujo que otros cortan. Los flujos tienen como dos cabezas y por ellas se opera toda conexión productiva tal como hemos intentado dar cuenta de ello con la noción de flujo-esquizia o de corte-flujo. De tal modo que las verdaderas actividades del inconsciente, hacer manar y cortar, consisten en la síntesis pasiva misma en tanto que asegura la coexistencia y el desplazamiento relativos de dos funcionamientos diferentes. Supongamos ahora que los flujos respectivos asociados a dos objetos parciales se cubren al menos parcialmente: su producción permanece distinta con respecto a los objetos x ey que los emiten, pero no los campos de presencia con respecto a los objetos a y b que los pueblan y los cortan, de tal modo que el parcial a y el parcial b se vuelven en este aspecto indiscernibles (así la boca y el ano, la boca-ano del anoréxico). Y no son tan sólo indiscernibles en la región mixta, puesto que siempre se puede suponer que, habiendo cambiado su función en esta región, ya no pueden ser distinguidos por exclusión allí donde ambos flujos no se cubren: nos encontramos, entonces, ante una nueva síntesis pasiva en la que a y b están en una relación paradójica de disyunción inclusa. Queda, por último, la posibilidad, no de un recubrimiento de los flujos, sino de una permutación de los objetos que los emiten: se descubren franjas de interferencia en la orilla de cada campo de presencia, que dan prueba por lo demás de un flujo en otro, y forman síntesis conjuntivas residuales que guían el paso o el devenir claro de uno a otro. Permutación de 2, 3, n órganos; polígonos abstractos deformables que se ventilan el triángulo edípico figurativo y no cesan de deshacerlo. Todas estas síntesis pasivas indirectas, por binariedad, recubrimiento o permutación, son una sola y misma maquinaria del deseo. Pero, ¿quién dirá las máquinas deseantes de cada uno? ¿qué análisis será suficientemente minucioso? ¿La máquina deseante de Mozart? «Dirija su culo hacia su boca… , ah, mi culo arde como fuego, ¿qué querrá decir esto? ¿Tal vez quiera salir una cagarruta? Sí, sí, cagarruta, te conozco, te veo y te siento. ¿Qué es eso, es posible?»[259]
Estas síntesis implican necesariamente la posición de un cuerpo sin órganos. Ocurre que el cuerpo sin órganos no es en modo alguno lo contrario de los órganos-objetos parciales. Él mismo es producido en la primera síntesis pasiva de conexión, como lo que va a neutralizar, o, al contrario, poner en marcha las dos actividades, las dos cabezas del deseo. Pues, como hemos visto, tanto puede ser producido como el fluido amorfo de la antiproducción que como el soporte que se apropia de la producción de flujo. Tanto puede rechazar los órganos-objeto como atraerlos, apropiárselos. Pero en la repulsión tanto como en la atracción, no se opone a ellos, asegura tan sólo su propia oposición y su oposición a un organismo. El cuerpo sin órganos y los órganos-objetos parciales se oponen conjuntamente al organismo. El cuerpo sin órganos es producido como un todo, pero un todo al lado de las partes, y no las unifica ni las totaliza, se añade a ellas como una nueva parte realmente distinta. Cuando rechaza los órganos, así por ejemplo, en el montaje de la máquina paranoica, señala el límite externo de la pura multiplicidad que ellos mismos forman en tanto que multiplicidad no orgánica y no organizada. Y cuando los atrae y se vuelca sobre ellos, en el proceso de una máquina milagroseante fetichista, no los totaliza, ni los unifica al modo de un organismo: los órganos-objetos parciales se le enganchan y entran en él en las nuevas síntesis de disyunción inclusa y de conjunción nómada, de recubrimiento y de permutación que continúan repudiando el organismo y su organización. Es por el cuerpo y por los órganos que pasa el deseo, pero no por el organismo. Por ello, los objetos parciales no son la expresión de un organismo despedazado, reventado, que supondría una totalidad deshecha o las partes liberadas de un todo; el cuerpo sin órganos no es la expresión de un organismo encolado o «desdiferenciado» que sobrepasaría sus propias partes. En el fondo, los órganos-parciales y el cuerpo sin órganos son una sola y misma cosa, una sola y misma multiplicidad que debe ser pensada como tal por el esquizoanálisis. Los objetos parciales son las potencias directas del cuerpo sin órganos y el cuerpo sin órganos la materia bruta de los objetos parciales[260]. El cuerpo sin órganos es la materia que siempre llena el espacio a tal o cual grado de intensidad y los objetos parciales son esos grados, esas partes intensivas que producen lo real en el espacio a partir de la materia como intensidad = 0. El cuerpo sin órganos es la sustancia inmanente, en el sentido más espinozista de la palabra; y los objetos parciales son como sus atributos últimos, que le pertenecen precisamente en tanto que son realmente distintos y no pueden en este concepto excluirse u oponerse. Los objetos parciales y el cuerpo sin órganos son los dos elementos materiales de las máquinas deseantes esquizofrénicas: unos como piezas trabajadoras, el otro como motor móvil; unos como micromoléculas, el otro como molécula gigante — ambos juntos en una relación de continuidad en los dos cabos de la cadena molecular del deseo.
La cadena es como el aparato de transmisión o de reproducción en la máquina deseante. En tanto que reúne (sin unirlos, sin unificarlos) el cuerpo sin órganos y los objetos parciales, se confunde a la vez con la distribución de éstos sobre aquél, con la proyección de aquél sobre éstos, de donde se origina la apropiación. Además, la cadena implica otro tipo de síntesis que los flujos: ya no son las líneas de conexión las que atraviesan las piezas productivas de la máquina, sino toda una red de disyunción sobre la superficie de registro del cuerpo sin órganos. Sin duda hemos podido presentar las cosas en un orden lógico en el que la síntesis disyuntiva de registro parecía suceder a la síntesis conectiva de producción, una parte de la energía de producción (libido) se convertía en energía de registro (numen). Pero de hecho, no hay ninguna sucesión desde el punto de vista de la máquina misma que asegura la estricta coexistencia de las cadenas y de los flujos, como del cuerpo sin órganos y de los objetos parciales; la conversión de una parte de la energía no se realiza en tal o cual momento, es una condición previa y constante del sistema. La cadena es la red de las disyunciones inclusas sobre el cuerpo sin órganos, en tanto que recortan las conexiones productivas; las hace pasar al cuerpo sin órganos misino y así canaliza o «codifica» los flujos. No obstante, toda la cuestión radica en saber si se puede hablar de un código al nivel de esta cadena molecular del deseo. Hemos visto que un código implicaba dos cosas — una u otra, o las dos juntas: por una parte, una especificación del cuerpo lleno como territorialidad de soporte, por otra, la erección de un significante despótico del que depende toda la cadena. En este aspecto, por más que oponga la axiomática a los códigos, puesto que trabaja con flujos descodificados, no puede proceder más que efectuando re-territorializaciones y resucitando la unidad significante. Las mismas nociones de código y de axiomática no parece que valgan, pues, más que para los conjuntos molares, allí donde la cadena significante forma tal o cual configuración determinada sobre un soporte él mismo especificado y en función de un significante separado. Estas condiciones no se cumplen sin que se formen y aparezcan exclusiones en la red disyuntiva (al mismo tiempo que las líneas conectivas toman un sentido global y específico). Sin embargo, es de un modo completamente distinto en la cadena propiamente molecular: en tanto que el cuerpo sin órganos es un soporte no especificado y no específico que señala el límite molecular de los conjuntos molares, la cadena no tiene más función que desterritorializar los flujos y hacerles pasar el muro del significante. Es decir, deshacer los códigos. La función de la cadena ya no radica en codificar los flujos sobre un cuerpo lleno de la tierra, del déspota o del capital, sino, al contrario, en descodificarlos sobre el cuerpo lleno sin órganos. Es una cadena de fuga y no de código. La cadena significante se ha convertido en una cadena de descodificación y de desterritorialización, que debe ser captada y no puede serlo más que como el reverso de los códigos y de las territorialidades. Esta cadena molecular todavía es significante porque está hecha con signos del deseo; pero estos signos ya no son por completo significantes, en tanto están bajo el régimen de las disyunciones inclusas en las que todo es posible. Estos signos son puntos de cualquier naturaleza, figuras maquínicas abstractas que se dan libremente en el cuerpo sin órganos y todavía no forman ninguna configuración estructurada (o más bien ya no la forman). Como dice Monod, debemos concebir una máquina que es tal por sus propiedades funcionales, pero no por su estructura, «en la que no se discierne más que el juego de combinaciones ciegas»[261]. Precisamente, la ambigüedad de lo que los biólogos llaman código genético permite que podamos comprender una situación semejante: pues si la cadena correspondiente forma efectivamente códigos, en cuanto se enrolla en configuraciones molares exclusivas, deshace los códigos al desenrollarse según una fibra molecular que incluye todas las figuras posibles. Del mismo modo, en Lacan, la organización simbólica de la estructura, con sus exclusiones que provienen de la función del significante, tiene como reverso la inorganización real del deseo. Se podría decir que el código genético remite a una descodificación génica: basta con captar las funciones de descodificación y de desterritorialización en su positividad propia, en tanto que implican un estado de cadena particular, distinto a la vez de toda axiomática y de todo código. La cadena molecular es la forma bajo la que el inconsciente génico, permaneciendo siempre sujeto, se reproduce a sí mismo. Y eso es, como hemos visto, la inspiración primera del psicoanálisis: no añade un código a todos los que ya son conocidos. La cadena significante del inconsciente, Numen, no sirve para descubrir ni para descifrar códigos del deseo, sino al contrario, para hacer pasar flujos de deseo absolutamente descodificados, Libido, y para hallar en el deseo lo que mezcla todos los códigos y deshace todas las tierras. Cierto es que Edipo elevará el psicoanálisis al rango de un simple código, con la territorialidad familiar y el significante de la castración. Peor aún, el psicoanálisis querrá por sí mismo valer por una axiomática: es el famoso viraje en el que ya ni siquiera se relaciona con la escena familiar, sino tan sólo con la escena psicoanalítica que se supone garantiza su propia verdad y con la operación psicoanalítica que se supone garantiza su propio triunfo — ¡el diván como tierra axiomatizada, la axiomática de la «cura» como castración lograda! Sin embargo, al recodificar o axiomatizar de ese modo los flujos de deseo, el psicoanálisis realiza un uso molar de la cadena significante, implicando un olvido o desconocimiento de todas las síntesis del inconsciente.
El cuerpo sin órganos es el modelo de la muerte. Como ya comprendieron los autores de terror, no es la muerte la que sirve de modelo a la catatonia: es la esquizofrenia catatónica la que sirve de modelo para la muerte. Intensidad-cero. El modelo de la muerte aparece cuando el cuerpo sin órganos rechaza y depone los órganos — nada de boca, nada de lengua, nada de dientes… hasta la automutilación, hasta el suicidio. Sin embargo, no hay oposición real entre el cuerpo sin órganos y los órganos en tanto que objetos parciales; la única oposición real se da con el organismo molar que es su enemigo común.
Vemos en la máquina deseante al mismo catatónico inspirado por el motor inmóvil que le obliga a deponer sus órganos, a inmovilizarlos, a hacerlos callar, pero también, empujado por las piezas trabajadoras, que funcionan entonces de manera estereotipada o autónoma, a reactivarlos, a volverlas a insufrar movimientos locales. Se trata de piezas diferentes de la máquina, diferentes y coexistentes, diferentes en su coexistencia misma. Además, es absurdo hablar de un deseo de muerte que se opondría cualitativamente a los deseos de vida. La muerte no es deseada, tan sólo la muerte desea, en concepto de cuerpo sin órganos o de motor inmóvil, y también la vida desea, en concepto de órganos de trabajo. No hay ahí dos deseos, sino dos piezas, dos clases de piezas de la máquina deseante, en la dispersión de la máquina misma. Sin embargo, el problema subsiste; ¿cómo puede funcionar todo junto? Pues todavía no es un funcionamiento, sino tan sólo la condición (no estructural) de un funcionamiento molecular. El funcionamiento aparece cuando el motor, bajo las condiciones precedentes, es decir, sin dejar de ser inmóvil y sin formar un organismo, atrae los órganos sobre el cuerpo sin órganos y se los apropia en el movimiento objetivo aparente. La repulsión es la condición del funcionamiento de la máquina, pero la atracción es el movimiento mismo. Que el funcionamiento depende de la condición, lo vemos claramente en la medida que ello no marcha más que estropeándose. Podemos decir, entonces, en qué consisten esta marcha y este funcionamiento: se trata, en el ciclo de la máquina deseante, de traducir constantemente, de convertir constantemente el modelo de la muerte en otra cosa distinta que es la experiencia de la muerte. Se trata de convertir la muerte que sube de dentro (en el cuerpo sin órganos) en muerte que llega de fuera (sobre el cuerpo sin órganos).
Sin embargo, parece que la oscuridad se acumula, pues, ¿qué es la experiencia de la muerte distinta del modelo? ¿Es todavía en este caso un deseo de muerte? ¿Un ser para la muerte? ¿O bien una catexis de la muerte, aunque sea especulativa? Nada de todo esto. La experiencia de la muerte es la cosa más corriente del inconsciente, precisamente porque se realiza en la vida y para la vida, en todo paso o todo devenir, en toda intensidad como paso y devenir. Es propio de cada intensidad cargar en sí misma la intensidad-cero a partir de la cual es producida en un momento como lo que crece o disminuye en una infinidad de grados (como decía Klossowski, «un aflujo es necesario tan sólo para significar la ausencia de intensidad»). Hemos intentado mostrar, en ese sentido, cómo las relaciones de atracción o de repulsión producían tales destellos, sensaciones, emociones, que implican una nueva conversión energética y forman la tercera clase de síntesis, las síntesis de conjunción. Podríamos decir que el inconsciente como sujeto real ha dispersado por todo el contorno de su ciclo un sujeto aparente, residual y nómada, que pasa por todos los devenires correspondientes a las disyunciones inclusas: última pieza de la máquina deseante, la pieza adyacente. Son estos devenires y sentimientos intensos, estas emociones intensivas que alimentan delirios y alucinaciones. Mas, en sí mismas, son lo más próximo a la materia de la que cargan en sí el grado cero. Ellas realizan la experiencia inconsciente de la muerte, en tanto que la muerte es lo sentido en todo sentimiento, lo que no cesa y no acaba de llegar en todo devenir — en el devinir-otro sexo, el devenir-raza, el devenir-dios, etc., formando las zonas de intensidad sobre el cuerpo sin órganos. Toda intensidad lleva en su propia vida la experiencia de la muerte y la envuelve. Y sin duda toda intensidad se apaga al final, ¡todo devenir deviene él mismo un devenir-muerte! Entonces la muerte llega efectivamente. Blanchot distingue claramente este carácter doble, estos dos aspectos irreductibles de la muerte, uno bajo el cual el sujeto aparente no cesa de vivir y de viajar como Se[262], «no se cesa y no se acaba de morir», y el otro bajo el cual este mismo sujeto, fijado como Yo, muere efectivamente, es decir, cesa por fin de morir pues acaba por morir, en la realidad de un último instante que lo fija así como Yo aunque deshaciendo la intensidad, llevándola al cero que la envuelve[263]. De un aspecto a otro no hay del todo profundización personológica, sino algo distinto: hay retorno de la experiencia de la muerte al modelo de la muerte, en el ciclo de las máquinas deseantes. El ciclo está cerrado. Para una nueva partida, pues, ¿Yo es otro? Es preciso que la experiencia de la muerte nos haya proporcionado bastante experiencia amplia para vivir y saber que las máquinas deseantes no mueren. Y que el sujeto como pieza adyacente siempre es un «se» que realiza la experiencia, no un Yo que recibe el modelo. Pues el propio modelo no es más el Yo, sino el cuerpo sin órganos. Y Yo no se une al modelo sin que el modelo, de nuevo, no vuelva a partir hacia la experiencia. Siempre ir del modelo a la experiencia y volver a partir, volver del modelo a la experiencia, eso es esquizofrenizar la muerte, el ejercicio de las máquinas deseantes (su secreto, bien comprendido por los autores terroríficos). Las máquinas dicen esto y nos lo hacen vivir, sentir, más profundo que el delirio y más lejos que la alucinación: sí, el retorno a la repulsión condicionará otras atracciones, otros funcionamientos, la puesta en marcha de otras piezas trabajadoras sobre el cuerpo sin órganos, la puesta en marcha de otras piezas adyacentes al contorno y que tienen tanto derecho de decir Se como nosotros mismos. «Que reviente en su estremecimiento por las cosas inauditas e innombrables: otros terribles trabajadores vendrán; empezarán por los horizontes donde el otro ha sucumbido». El eterno retorno como experiencia y circuito desterritorializado de todos los ciclos del deseo.
La aventura del psicoanálisis es realmente curiosa. Debería ser un canto de vida, so pena de no valer nada. Prácticamente, debería enseñarnos a cantar la vida. Y hete ahí que de él emana el más triste canto de muerte, el más deshecho: eiapopeia. Freud, desde un principio, por su dualismo obstinado de las pulsiones, no dejó de querer limitar el descubrimiento de una esencia subjetiva o vital del deseo como libido. Pero cuando el dualismo se convirtió en un instinto de muerte contra Eros, ya no fue una simple limitación, fue una liquidación de la libido. Reich no se engañó, fue tal vez el único en mantener que el producto del análisis debía ser un hombre libre y alegre, portador de flujo de vida, capaz de llevarlos hasta el desierto y descodificarlos — incluso si esta idea tomaba necesariamente la apariencia de una idea loca, en razón de eso en que se había convertido el análisis. Mostraba como Freud había repudiado la posición sexual tanto como Jung y Adler: en efecto, la asignación del instinto de muerte priva a la sexualidad de su papel motor, al menos en el punto esencial de la génesis de la angustia, puesto que ésta se convierte en causa autónoma de la represión sexual en lugar de resultado; de ahí se desprende que la sexualidad como deseo ya no anime una crítica social de la civilización, sino que la civilización, al contrario, se halle santificada como la única instancia capaz de oponerse al instinto de muerte — ¿cómo? pues, girando en principio la muerte contra la muerte, convirtiendo a la muerte girada en una fuerza de deseo, poniéndola al servicio de una seudo vida por toda una cultura del sentimiento de culpabilidad… No hay por qué volver a comenzar esta historia en la que el psicoanálisis culmina en una teoría de la cultura que vuelve a tomar la vieja tarea del ideal ascético, Nirvana, burbuja de cultura, juzgar la vida, despreciar la vida, medirla con la muerte, y guardar de ella sólo lo que quiere dejamos su muerte de la muerte, sublime resignación. Como dice Reich, cuando el psicoanálisis se puso a hablar de Eros, todo el mundo suspiró de gozo, se sabía lo que eso quería decir y que todo iba a suceder en una vida mortificada, puesto que Thanatos era ahora el compañero de Eros, para lo peor, pero también para lo mejor[264]. El psicoanálisis se convierte en la formación de un nuevo tipo de sacerdotes, animadores de la mala conciencia: es de ella que se está enfermo, ¡pero también es ella la que nos curará! Freud no ocultaba la verdadera cuestión con respecto al instinto de muerte: no es cuestión de ningún hecho, sino tan sólo de un principio, cuestión de principio. El instinto de muerte es puro silencio, pura trascendencia no dable y no dada en la experiencia. Este punto mismo es por completo relevante: porque la muerte, según Freud, no tiene modelo ni experiencia, Freud la convierte en un principio trascendente[265]. De tal modo que los psicoanalistas que rechazaron el instinto de muerte lo hicieron por las mismas razones que los que lo aceptaron: unos decían que no había instinto de muerte puesto que no tenía modelo ni experiencia en el inconsciente, los otros, que había un instinto de muerte precisamente porque no había ni su modelo ni su experiencia. Nosotros, al contrario, decimos: no hay instinto de muerte porque hay modelo y experiencia de la muerte en el inconsciente. La muerte es, entonces, una pieza de máquina deseante, que debe ser juzgada, evaluada en el funcionamiento de la máquina y el sistema de sus conversiones energéticas, y no como principio abstracto.
Si Freud lo necesita como principio es en virtud de las exigencias del dualismo que reclama una oposición cualitativa entre las pulsiones (no saldrás del conflicto): cuando el dualismo de las pulsiones sexuales y de las pulsiones del yo no tiene más que un alcance tópico, el dualismo cualitativo o dinámico pasa entre Eros y Thanatos. Pero la misma empresa continúa y se fortifica: eliminar el elemento maquínico del deseo, las máquinas deseantes. Se trata de eliminar la libido, en tanto que ésta implica la posibilidad de conversiones energéticas en la máquina (Libido-Numen-Voluptas). Se trata de imponer la idea de una dualidad energética que vuelve imposibles las transformaciones maquínicas, todo debe pasar por una energía neutra indiferente, la que emana de Edipo, capaz de añadirse a una u otra de las dos formas irreductibles — neutralizar, mortificar la vida[266]. Las dualidades tópica y dinámica tienen como finalidad apartar el punto de vista de la multiplicidad funcional, que sólo es económico. (Szondi planteará claramente el problema: ¿por qué dos clases de cuestiones calificadas molares, funcionando misteriosamente, es decir, edípicamente, en vez de n genes de pulsiones, ocho genes moleculares, por ejemplo, funcionando maquínicamente?) Si se busca en esa dirección la última razón por la que Freud erige un instinto de muerte trascendente como principio, la hallaremos en la práctica misma. Pues si el principio no tiene nada que ver con los hechos, tiene mucho que ver con la concepción que se tiene de la práctica y que se quiere imponer. Freud efectuó el descubrimiento más profundo de la esencia subjetiva abstracta del deseo, Libido. Pero como volvió a alienar esta esencia, la volvió a cargar en un sistema subjetivo de representación del yo, como la volvió a codificar sobre la territorialidad residual de Edipo y bajo el significante despótico de la castración—, entonces ya no podía concebir la esencia de la vida más que una forma vuelta contra sí, bajo la forma de la muerte misma. Y esta neutralización, esta vuelta contra la vida, todavía es la última manera como una libido depresiva y agotada puede continuar sobreviviendo y soñar que sobrevive: «El ideal ascético es un expediente del arte de conservar la vida… Sí, incluso cuando se yerre, ese señor destructor, destructor de sí mismo, es encima la herida lo que le obliga a vivir…»[267] Edipo, tierra cenagosa, desprende un profundo olor de podredumbre y de muerte; y la castración, la piadosa herida ascética, el significante, convierte a esta muerte en un conservatorio para la vida edípica. El deseo es en sí mismo, no deseo de amar, sino fuerza de amar, virtud que da y produce, que maquina (pues, ¿cómo lo que está en la vida podría además desear la vida? ¿quién puede llamar a esto un deseo?) Pero es preciso, en nombre de una horrible Ananké, la Ananké de los débiles y de los deprimidos, la Ananké neurótica contagiosa, que el deseo se vuelva contra sí, que produzca su sombra o su simio y halle una extraña fuerza artificial en vegetar en el vacío, en el seno de su propia carencia. ¿Para días mejores? Es preciso —pero, ¿quién habla de ese modo? ¿qué abyección?— que se vuelva deseo de ser amado y, aún peor, deseo llorón de haber sido amado, deseo que renace de su propia frustración: no, papá-mamá no me ha amado bastante… El deseo enfermo se acuesta en el diván, ciénaga artificial, tierrecita, madrecita. «Mira: ya no puedes andar, tropiezas, ya no sabes utilizar tus piernas… y la única causa está en tu deseo de ser amado, un deseo sentimental y llorón que quita toda firmeza a tus rodillas»[268]. Pues, del mismo modo que hay dos estómagos para el rumiante, debe haber dos abortos, dos castraciones para el deseo enfermo: una vez en familia, en la escena familiar, con la máquina de tricotar; la otra, en clínica de lujo aséptica, en la escena psico-analítica, con artistas especialistas que saben manejar el instinto de muerte y «lograr» la castración, «lograr» la frustración. En verdad, ¿es éste el medio conveniente para los días mejores? ¿Todas las destrucciones efectuadas por el esquizoanálisis no valen más que ese conservatorio psicoanalítico, no forman parte de una tarea afirmativa? «Extiéndase en el sofá mullido que le ofrece el analista y trate de concebir algo distinto… Si se da cuenta de que el analista es un ser humano como usted, aburrimientos, defectos, ambiciones, debilidades y todo lo demás, que no es depositario de una sabiduria universal (= código), sino un vagabundo como usted mismo (desterritorializado), tal vez cesará de vomitar sus aguas de alcantarilla, por melodioso que sea su eco en sus orejas; tal vez usted se erguirá sobre sus dos piernas y se pondrá a cantar con toda la voz que le dio el Señor (numen). Confesarse, fingir, quejarse, lamentarse, cuesta demasiado. Cantar es gratis. Y no sólo gratis, se enriquece a los otros (en vez de infectarlos)… El mundo de los fantasmas es el que no hemos acabado de conquistar. Es un mundo del pasado, no del futuro. Ir hacia adelante aferrándose al pasado es arrastrar consigo las cadenas del presidiario… No hay uno solo de nosotros que no sea culpable de un crimen: el, enorme, de no vivir plenamente la vida»[269]. No has nacido Edipo, has activado a Edipo en ti; y cuentas que lo podrás sacar mediante el fantasma, la castración, pero esto es a su vez lo que has hecho estimular en Edipo, a saber, tú mismo, el horrible círculo. Mierda para todo tu teatro mortífero, imaginario o simbólico. ¿Qué pide el esquizoanálisis? Nada más que algo de verdadera relación con el exterior, algo de realidad real. Además, reclamamos el derecho a una ligereza y a una incompetencia radicales, el de entrar en el despacho del analista y decir que eso sienta mal en ti. Se huele la gran muerte y el pequeño yo.
El propio Freud manifestó la vinculación de su «descubrimiento» del instinto de muerte con la guerra del 14-18, modelo de la guerra capitalista. De un modo más general, el instinto de muerte celebra las bodas del psicoanálisis con el capitalismo; antes era un noviazgo aún indeciso. Lo que hemos intentado mostrar a propósito del capitalismo es de qué modo heredaba una instancia trascendente mortífera, el significante despótico, y lo efusionaba por toda la inmanencia de su propio sistema: el cuerpo lleno convertido en el del capital-dinero suprime la distinción entre la antiproducción y la producción; mezcla por todas partes la antiproducción con las fuerzas productivas, en la reproducción inmanente de sus propios límites siempre ampliados (axiomática). La empresa de muerte es una de las formas principales y específicas de la absorción de la plusvalía en el capitalismo. Es ese mismo camino el que el psicoanálisis recobra y rehace con el instinto de muerte: éste ya no es más que puro silencio en su distinción trascendente con la vida, pero no efusiona más que a través de todas las combinaciones inmanentes que forma con esta vida misma. La muerte inmanente, difusa, absorbida, ése es el estado que toma el significante en el capitalismo, la caja vacía que se desplaza por todas partes para taponar los escapes esquizofrénicos y agarrotar las huidas. El único mito moderno es el de los zombis — esquizos mortificados, buenos para el trabajo, conducidos a la razón. En este sentido, el salvaje y el bárbaro, con sus maneras de codificar la muerte, son niños con respecto al hombre moderno y su axiomática (se precisan tantos parados, tantos muertos, la guerra de Argelia ya no mata tantos como los accidentes de automóvil durante el fin de semana, la muerte planificada de Bengala, etc.). El hombre moderno «det ira mucho más. Su delirio es un standard con trece teléfonos. Da órdenes al mundo. No le gustan las damas. También es valiente. Se le condecora con todas las fuerzas. En el juego del hombre, el instinto de muerte, el instinto silencioso está bien situado, tal vez al lado del egoísmo. Mantiene el lugar del cero en la ruleta. El casino siempre gana. La muerte también. La ley de los grandes números trabaja para ello…»[270]. Este es el momento para que volvamos a tomar un problema que habíamos dejado en suspenso. Una vez dicho que el capitalismo trabaja sobre flujos descodificados en tanto que tales, ¿cómo es posible que esté mucho más alejado de la producción deseante que los sistemas primitivos o bárbaros que, sin embargo, codifican o sobrecodifican los flujos? Una vez dicho que la producción deseante es una producción descodificada y desterritorializada, ¿cómo explicar que el capitalismo, con su axiomática, su estadística, efectúe una represión mucho más vasta de esta producción que los regímenes precedentes, que, sin embargo, no carecían de medios represivos? Hemos visto que los conjuntos estadísticos molares de producción social estaban en una relación de afinidad variable con las formaciones moleculares de producción deseante. Lo que debemos explicar es que el conjunto capitalista sea el menos afín, en el mismo momento que descodifica y desterritorializa con todas sus fuerzas.
La respuesta es instinto de muerte, llamando instinto en general a las condiciones de vida histórica y socialmente determinadas por las relaciones de producción y de antiproducción en un sistema. Sabemos que la producción molar social y la producción molecular deseante deben ser juzgadas a la vez desde el punto de vista de su identidad de naturaleza y desde el punto de vista de su diferencia de régimen. Sin embargo, es posible que estos dos aspectos, la naturaleza y el régimen, sean en cierta manera potenciales y no se actualicen más que en razón inversa. Es decir, allí donde los regímenes están más cercanos, la identidad de naturaleza está, al contrario en el mínimo; y allí donde la identidad de naturaleza aparece al máximo, los regímenes difieren en el grado más alto. Si consideramos los conjuntos primitivos o bárbaros, vemos que la esencia subjetiva del deseo como producción se halla referida a grandes objetividades, cuerpo territorial o despótico, que actúan como presupuestos naturales o divinos y aseguran, por tanto, la codificación o la sobrecodificación de los flujos de deseo introduciéndolos en sistemas objetivos de representación. Podemos decir, pues, que la identidad de naturaleza entre las dos producciones está por completo oculta: tanto por la diferencia entre el socius objetivo y el cuerpo lleno subjetivo de la producción deseante, como por la diferencia entre los códigos y sobrecodificaciones cualificadas de la producción social y las cadenas de descodificación o de desterritorialización de la producción deseante, y por todo el aparato represivo representado en las prohibiciones salvajes, la ley bárbara y los derechos de la antiproducción. Y sin embargo, en vez de que la diferencia de régimen se acuse y se ahonde, es al contrario reducida al mínimo, ya que la producción deseante como límite absoluto permanece siendo un límite exterior, o bien permanece inocupado como límite interiorizado y desplazado, de tal modo que las máquinas del deseo funcionan más acá de su límite en el marco del socius y de sus códigos. Por ello, los códigos primitivos e incluso las sobrecodificaciones despóticas manifiestan una polivicidad que los acercan funcionalmente a una cadena de descodificación del deseo: las piezas de máquinas deseantes funcionan en los engranajes mismos de la máquina social, los flujos de deseo entran y salen por los códigos que no cesan a la vez de informar el modelo y la experiencia de la muerte elaborados en la unidad del aparato social-deseante. Hay tanto menos instinto de muerte en cuanto el modelo y la experiencia están mejor codificados en un circuito que no cesa de injertar las máquinas deseantes en la máquina social y de implantar la máquina social en las máquinas deseantes. La muerte viene tanto más de fuera cuanto está codificada dentro. Lo cual es cierto sobre todo del sistema de crueldad, en el que la muerte se inscribe en el mecanismo primitivo de la plusvalía como en el movimiento de los bloques finitos de deuda. Pero, incluso en el sistema del terror despótico, en el cual la tierra se vuelve infinita y la muerte conoce un agotamiento que tiende a convertirla en un instinto latente, un modelo no deja de subsistir en la ley sobrecodificante, y una experiencia para los sujetos sobrecodificados, al mismo tiempo que la antiproducción permanece separada como la parte del señor.
Ocurre de un modo muy diferente en el capitalismo. Precisamente porque los flujos del capital son flujos descodificados y desterritorializados —precisamente porque la esencia subjetiva de la producción se descubre en el capitalismo—, precisamente porque el límite se vuelve interior al capitalismo y no cesa de reproducirlo además de ocuparlo como límite interiorizado y desplazado — la identidad natural debe aparecer por sí misma entre la producción social y la producción deseante. Pero a su vez: en lugar de que esta identidad de la naturaleza favorezca una afinidad de régimen entre ambas producciones, acrecienta la diferencia de régimen de un modo catastrófico, monta un aparato de represión que ni siquiera podían insinuar el salvajismo ni la barbarie. Ocurre que, sobre el fondo de desmoronamiento de las grandes objetividades, los flujos descodificados y desterritorializados no son recogidos o recuperados, sino captados de un modo inmediato en una axiomática sin código que los relaciona con el universo de la representación subjetiva. Ahora bien, este universo tiene como función escindir la esencia subjetiva (identidad de naturaleza) en dos funciones, la del trabajo abstracto alienado en la propiedad privada que reproduce los límites interiores siempre ampliados y la del deseo abstracto alienado en la familia privatizada que desplaza límites interiorizados siempre más pequeños. La doble alienación trabajo-deseo no cesa de crecer y surcar la diferencia de régimen en el seno de la identidad de natural eza. Al mismo tiempo que la muerte es descodificada, pierde su relación con un modelo y una experiencia y se vuelve instinto, es decir, efusiona en el sistema inmanente en el que cada acto de producción se halla inextrincablemente mezclado con la instancia de antiproducción como capital. Allí donde los códigos están deshechos, el instinto de muerte se apropia del aparato represivo y se pone a dirigir la circulación de la libido. Axiomática mortuoria. Podemos pensar, entonces, en deseos liberados, pero que, como cadáveres, se alimentan de imágenes. No se desea la muerte, pero lo que se desea está muerto, ya muerto: imágenes. Todo trabaja en la muerte, todo desea para la muerte. En verdad, el capitalismo no tiene nada por recuperar; o más bien, sus poderes de recuperación coexisten muy a menudo con lo que está por recuperar e incluso lo adelantan. (¿Cuántos grupos revolucionarios en tanto que tales están ya situados para una recuperación que no se realizará más que en el futuro y forman un aparato para la absorción de una plusvalía que todavía ni siquiera se ha producido: lo cual les proporciona, precisamente, una posición revolucionaria aparente?) En semejante mundo no hay un solo deseo viviente que no baste para hacer saltar por los aires al sistema o que no lo hiciese huir por un cabo por el que todo acabaría por seguir y sepultarse — cuestión de régimen.
Esas son las máquinas deseantes — con sus tres piezas: las piezas trabajadoras, el motor inmóvil, la pieza adyacente — sus tres energías: Libido, Numen y Voluptas — sus tres síntesis: las síntesis conectivas de objetos parciales y flujos, las síntesis disyuntivas de singularidades y cadenas, las síntesis conjuntivas de intensidades y devenires. El esquizoanalista no es un intérprete, menos aún un director de escena, es un mecánico, micromecánico. No hay excavaciones o arqueología en el inconsciente, no hay estatuas; sólo piedras para succionar, a lo Beckett, y otros elementos maquínicos de conjuntos desterritorializados. Se trata de hallar cuáles son las máquinas deseantes de alguien, cómo marchan, con qué síntesis, qué devenires en cada caso. Además, esta tarea positiva no puede separarse de las destrucciones indispensables, de la destrucción de los conjuntos molares, estructuras y representaciones que impiden que la máquina funcione. No es fácil volver a encontrar las moléculas, incluso la molécula gigante, sus caminos, sus zonas de presencia y sus síntesis propias, a través de los grandes montones que llenan el preconsciente y delegan sus representantes en el mismo inconsciente, inmovilizando las máquinas, haciéndolas callar, engulléndolas, saboteándolas, atascándolas, inmovilizándolas. No son las líneas de presión del inconsciente las que cuentan, son, al contrario, sus líneas de fuga. No es el inconsciente el que presiona a la conciencia; es la conciencia la que presiona y agarrota, para impedir que huya. En cuanto al inconsciente, es como el contrario platónico al acercarse a su contrario: huye o perece. Desde el principio hemos intentado mostrar cómo las producciones y formaciones del inconsciente eran no sólo rechazadas por una instancia de represión que establecería compromisos con ellas, sino verdaderamente recubiertas por antiformaciones que desnaturalizan el inconsciente en sí mismo y le imponen causas, comprensiones, expresiones que no tienen nada que ver con su funcionamiento real: así todas las estatuas, las imágenes edípicas, las escenografías fantasmáticas, lo simbólico de la castración, la efusión del instinto de muerte, las re-territorializaciones perversas. De tal modo que nunca podemos, como en una interpretación, leer lo reprimido a través de y en la represión, puesto que ésta no cesa de inducir una falsa imagen de lo que reprime: usos ilegítimos y trascendentes de síntesis según los cuales el inconsciente ya no puede funcionar de acuerdo con sus propias máquinas constituyentes, sino tan sólo «representar» lo que un aparato represivo le da a representar. La forma misma de la interpretación se manifiesta incapaz de alcanzar el inconsciente, puesto que ella misma suscita las ilusiones inevitables (incluyendo la estructura y el significante) por las que la conciencia se hace del inconsciente una imagen adecuada a sus deseos — todavía somos piadosos, el psicoanálisis permanece en la edad precrítica.
Sin duda, estas ilusiones nunca prenderían, si no se beneficiasen de una coincidencia y de un sostén en el inconsciente mismo, que aseguran la «presa». Hemos visto cuál era ese sostén: se trata de la represión originaria, tal como la ejerce el cuerpo sin órganos en el momento de la repulsión, en el seno de la producción deseante molecular. Sin esta represión originaria, nunca una represión propiamente dicha podría estar delegada en el inconsciente por las fuerzas molares y aplastar la producción deseante. La represión propiamente dicha se aprovecha de una oportunidad sin la cual no podría inmiscuirse en la maquinaria del deseo[271]. Al contrario del psicoanálisis, que cae en la trampa haciendo caer al inconsciente en su trampa, el esquizoanálisis sigue las líneas de fuga y los índices maquínicos hasta las máquinas deseantes. Si lo esencial de la tarea destructiva radicaba en deshacer la trampa edípica de la represión propiamente dicha, y todas sus dependencias, de un modo cada vez adaptado al «caso», lo esencial de la primera tarea positiva radica en asegurar la conversión maquínica de la represión originaria, ahí también de un modo variable y adaptado. Es decir, deshacer el bloqueo o la coincidencia sobre la que descansa la represión propiamente dicha, transformar la oposición aparente de la repulsión (cuerpo sin órganos-máquinas objetos parciales) en condición de funcionamiento real, asegurar este funcionamiento en las formas de la atracción y de la producción de intensidades, integrar desde ese momento los fallos en el funcionamiento atractivo y envolver el grado cero en las intensidades producidas, y con ello repartir las máquinas deseantes. Ese es el punto focal y delicado, que vale por la transferencia en el esquizoanálisis (dispersar, esquizofrenizar la transferencia perversa del psicoanálisis).
Sin embargo, debemos cuidar que la diferencia de régimen no nos haga olvidar la identidad de naturaleza. Hay fundamentalmente dos polos; pero, si debemos presentarlos como la dualidad de las formaciones molares y de las formaciones moleculares, no podemos contentarnos con presentarlos de ese modo, puesto que no hay formación molecular que no sea por sí misma catexis de formación molar. No hay máquinas deseantes que existan fuera de las máquinas sociales que forman a gran escala; y no hay máquinas sociales sin las deseantes que las pueblan a pequeña escala. Además, no hay cadena molecular que no intercepte y no reproduzca bloques enteros de código o de axiomática molares y que esos bloques no contengan o no sellen fragmentos de cadena molecular. Una secuencia de deseo se halla prolongada por una serie social, o bien una máquina social tiene en sus engranajes piezas de máquinas deseantes. Las micromultiplicidades deseantes no son menos colectivas que los grandes conjuntos sociales, propiamente separables y constituyentes de una sola y misma producción. Desde este punto de vista, la dualidad de los polos pasa menos entre lo molar y lo molecular que por el interior de las catexis sociales molares, puesto que de cualquier manera las formaciones moleculares son tales catexis. Por ello, nuestra teoría concerniente a los dos polos ha variado forzosamente. Ora oponíamos lo molar lo molecular como líneas de integración paranoicas, significantes y estructurales, y líneas de fuga esquizofrénicas, maquínicas y dispersadas; o incluso como el trazado de las re-territorializaciones perversas y el movimiento de las desterritorializaciones esquizofrénicas. Ora, al contrario, los oponíamos como dos grandes tipos de catexis igualmente sociales, uno sedentario y bi-univocizante, de tendencia reaccionaria o fascista, el otro nómada y polívoco, de tendencia revolucionaria. En efecto, en la declaración esquizoide «Soy eternamente de raza inferior», «Soy una bestia, un negro», «Todos nosotros somos judíos alemanes», el campo histórico-social no está menos cargado que en la fórmula paranoica «Soy de los vuestros, y muy de nuestra casa, soy un ario puro, por siempre de raza superior»… Y de una fórmula a otra todas las oscilaciones posibles, desde el punto de vista de la catexis libidinal inconsciente. ¿Cómo es posible? ¿Cómo la fuga esquizofrénica, con su dispersión molecular, puede formar una catexis tan fuerte y determinada como la otra? ¿Por qué hay dos tipos de catexis social, que corresponden a los dos polos? Porque en todo lugar hay lo molar y lo molecular: su disyunción es una relación de disyunción inclusa, que varía tan sólo según los dos sentidos de la subordinación, según que los fenómenos moleculares se subordinen a los grandes conjuntos, o que, al contrario, se los subordinen. En uno de los polos, los grandes conjuntos, las grandes formas de gregarismo no impiden la fuga que los vence y no oponen la catexis paranoica más que como una «fuga ante la fuga». Pero, en el otro polo, la fuga esquizofrénica no consiste tan sólo en alejarse de lo social, en vivir al margen: hace huir lo social por la multiplicidad de agujeros que lo atraviesan y lo roen, siempre apresándolo, disponiendo por todas partes las cargas moleculares que harán estallar lo que debe estallar, caer lo que debe caer, huir lo que debe huir, asegurando en cada punto la conversión de la esquizofrenia como proceso en fuerza efectivamente revolucionaria. Pues, ¿qué es el esquizo sino el que, en primer lugar, ya no puede soportar «todo eso», el dinero, la bolsa, las fuerzas de muerte, decía Nijinsky — valores morales, patrias, religiones y certezas privadas? Del esquizo al revolucionario tan sólo hay la diferencia entre el que huye y el saber hacer huir lo que huye, reventando un tubo inmundo, haciendo pasar un diluvio, liberando un flujo, recortando una esquizia. El esquizo no es revolucionario, pero el proceso esquizofrénico (del que el esquizo no es más que la interrupción, o la continuación en el vacío) es el potencial de la revolución. A los que dicen que huir no es valeroso, respondemos: ¿quién no es fuga y catexis social al mismo tiempo? La elección no está más que entre dos polos, la contrafuga paranoica que anima todas las catexis conformistas, reaccionarias, fascistas, la fuga esquizofrénica convertible en catexis revolucionaria. Blanchot, de un modo admirable, dice de esta fuga revolucionaria, de esta caída, que debe ser pensada y manejada como lo más positivo: «¿Qué es esta fuga? La palabra está mal escogida para poder complacer. El valor radica, sin embargo, en aceptar el huir antes que vivir quieta e hipócritamente en falsos refugios. Los valores, las morales, las patrias, las religiones y esas certezas privadas que nuestra vanidad y nuestra complacencia nos otorgan generosamente, son otras tantas estancias engañosas que el mundo habilita para los que piensan mantenerse así de pie y en descanso, entre las cosas estables. No saben nada de ese inmenso fracaso en el que van, ignorantes de sí mismos, en el zumbido monótono de sus pasos siempre rápidos que los llevan impersonalmente por un gran movimiento inmóvil. Huida ante la huida. (Sea uno de esos hombres) que habiendo tenido la revelación de la deriva misteriosa, ya no soportan vivir en los falsos pretextos de la estancia. Primero intenta tomar ese movimiento por su cuenta. Querría alejarse personalmente. Vive al margen… (Pero) tal vez esto, la caída, ya no pueda ser un destino personal, sino el destino de cada uno en todos»[272]. A este respecto, la primera tesis del esquizoanálisis es: toda catexis es social y de cualquier modo conduce a un campo social histórico.
Recordemos los grandes rasgos de una formación molar o de una forma de gregarismo. Efectúan una unificación, una totalización de las fuerzas moleculares por acumulación estadística, obedeciendo a leyes de los grandes números. Esta unidad puede ser la unidad biológica de una species o la unidad estructural de un socius: un organismo, social o viviente, se halla compuesto como un todo, como un objeto global o completo. Es con respecto a ese nuevo orden que los objetos parciales de orden molecular aparecen como una carencia, al mismo tiempo que el propio todo se dice que carece a los objetos parciales. De ese modo, el deseo será soldado a la carencia. Los mil cortes-flujos que definen la dispersión positiva en una multiplicidad molecular son volcados en vacuolas de carencia que efectúan esta soldadura en un conjunto estadístico de orden molar. Freud mostraba, en ese sentido, cómo se pasaba de las multiplicidades psicóticas de dispersión, basadas en los cortes o esquizias, a grandes vacuolas determinadas globalmente, del tipo neurótico y castración: el neurótico necesita un objeto global con respecto al cual los objetos parciales pueden ser determinados como carencia y a la inversa[273]. Pero, de un modo más general, la transformación estadística de la multiplicidad molecular en conjunto molar organiza la carencia a gran escala. Semejante organización pertenece esencialmente al organismo biológico o social, species o socius. No hay sociedad que no habilite la carencia en su seno, por medios variables y propios (estos medios no son los mismos, por ejemplo, en una sociedad de tipo despótico o en una sociedad capitalista en la que la economía de mercado les proporciona un grado de perfección desconocido hasta entonces). Esta soldadura del deseo con la carencia proporciona, precisamente, al deseo fines, finalidades o intenciones colectivas y personales — en lugar del deseo preso en el orden real de su producción que se comporta como fenómeno molecular desprovisto de fin e intención. Además no hay que creer que la acumulación estadística sea un resultado del azar, un resultado al azar. Al contrario, es el fruto de una selección que se ejerce sobre los elementos del azar. Cuando Nietzsche dice que la selección se ejerce por lo general en favor del gran número, lanza una intuición fundamental que inspirará al pensamiento moderno. Pues quiere decir que los grandes números o los grandes conjuntos no preexisten a una presión selectiva que originaría líneas singulares, sino que, al contrario, nacen de esta presión selectiva que aplasta, elimina o regulariza las singularidades. No es la selección la que supone un gregarismo primario, sino la gregariedad la que supone la selección y nace de ella. La «cultura» como proceso selectivo de marcaje o de inscripción inventa los grandes números en favor de los cuales se ejerce. Por ello, la estadística no es funcional, sino estructural, y conduce a cadenas de fenómenos que la selección ha puesto ya en un estado de dependencia parcial (cadenas de Markoff). Lo vemos incluso en el código genético. En otros términos, las gregariedades nunca son cualesquiera, remiten a formas cualificadas que las producen por selección creadora. El orden no es: gregariedad-selección, sino al contrario, multiplicidad molecular-formas de gregariedad ejerciendo la selección-conjuntos molares o gregarios que se derivan de ellas.
¿Qué son estas formas cualificadas, «formaciones de soberanía» decía Nietzsche, que desempeñan el papel de objetividades totalizantes, unificantes, significantes, fijando las organizaciones, las carencias y los fines? Son los cuerpos llenos los que determinan los diferentes modos del socius, verdaderos conjuntos pesados de la tierra, del déspota, del capital. Cuerpos llenos o materias vestidas que se distinguen del cuerpo lleno sin órganos o de la materia desnuda de la producción deseante molecular. Si uno se pregunta de donde provienen esas formas de poder, es evidente que no se explican por ningún fin, ninguna finalidad, puesto que ellas fijan los fines y las finalidades. La forma o cualidad de tal o cual socius, cuerpo de la tierra, cuerpo del déspota, cuerpo del capital-dinero, depende de un estado o de un grado de desarrollo intensivo de las fuerzas productivas en tanto que éstas definen un hombre-naturaleza independiente de todas las formaciones sociales, o más bien común a todas (lo que los marxistas llaman «la situación del trabajo útil»). La forma o cualidad del socius, por tanto, es producida por sí misma, pero como lo inengendrado, es decir, como el presupuesto natural o divino de la producción correspondiente a tal o cual grado, a la que proporciona una unidad estructural y finalidades aparentes, sobre la que se vuelca y de cuyas fuerzas se apropia, determinando las selecciones, las acumulaciones, las atracciones sin las que éstas no tomarían un carácter social. Es en ese sentido que la producción social es la producción deseante misma en condiciones determinadas. Estas condiciones determinadas son, pues, las formas de gregariedad como socius o cuerpo lleno, bajo las cuales las formaciones moleculares constituyen conjuntos molares.
Podemos precisar, entonces, la segunda tesis del esquizoanálisis: se deberá distinguir en las catexis sociales la catexis libidinal inconsciente de grupo o de deseo y la catexis preconsciente de clase o de interés. Esta última pasa por los grandes fines sociales y concierne al organismo y a los órganos colectivos, incluidas las vacuolas de carencia acondicionadas. Una clase se define por un régimen de síntesis, un estado de conexiones globales, de disyunciones exclusivas, de conjunciones residuales que caracterizan al conjunto considerado. La pertenencia a una clase remite al papel en la producción o la antiproducción, al lugar en la inscripción, a la parte que vuelve a los sujetos. El interés preconsciente de clase remite, pues, a las tomas de flujos, a las separaciones de códigos, a los restos o rentas subjetivos. Desde este punto de vista, es por completo cierto que un conjunto no comporta prácticamente más que una sola clase, la que tiene interés en tal régimen. La otra clase no puede constituirse más que por una contracatexis que crea su propio interés en función de nuevos fines sociales, de nuevos órganos y medios, de un nuevo posible estado de las síntesis sociales. De ahí la necesidad para la otra clase de ser representada por un aparato de partido que fije esos fines y esos medios y efectúe en el campo de lo preconsciente un corte revolucionario (por ejemplo, el corte leninista). En este campo de las catexis preconscientes de clase o de interés resulta fácil distinguir lo que es reaccionario, o reformista, o lo que es revolucionario. Pero los que tienen interés, en ese sentido, siempre forman un número más restringido que aquéllos cuyo interés, en alguna manera, «es tenido» o representado: la clase desde el punto de vista de la praxis es mucho menos numerosa o menos amplia que la clase tomada en su determinación teórica. De ahí las contradicciones subsistentes en el seno de la clase dominante, es decir de la clase nada más. Es evidente en el régimen capitalista en el que, por ejemplo, la acumulación primitiva no puede realizarse más que en provecho de una fracción restringido del conjunto de la clase dominante[274]. Pero no es menos evidente para la revolución rusa con su formación de un aparato de partido.
Esta situación, sin embargo, no basta en modo alguno para resolver el siguiente problema: ¿por qué muchos de los que tienen o deberían tener interés objetivo revolucionario mantienen una catexis preconsciente de tipo reaccionario? y en menos ocasiones ¿cómo algunos cuyo interés es objetivamente reaccionario llegan a efectuar un catexis preconsciente revolucionaria? ¿Es preciso invocar en un caso una sed de justicia, una posición ideológica justa, o una buena y adecuada opinión; y en el otro caso, una ceguera, fruto de un engaño o de una mixtificación ideológicas? Los revolucionarios a menudo olvidan, o no les gusta reconocer, que se quiere y hace la revolución por deseo, no por deber. Aquí como en todas partes el concepto de ideología es un concepto execrable que oculta los verdaderos problemas, siempre de naturaleza organizativa. Si Reich, cuando planteaba la cuestión más profunda, «¿Por qué las masas han deseado el fascismo?», se contentó con responder invocando lo ideológico, lo subjetivo, lo irracional, lo negativo y lo inhibido, se debe a que permanecía prisionero de conceptos derivados que hicieron que no consiguiese la psiquiatría materialista que soñaba, le impidieron ver cómo el deseo formaba parte de la infraestructura y le encerraron en la dualidad de lo objetivo y lo subjetivo (desde ese momento, el psicoanálisis era enviado al análisis de lo subjetivo definido por la ideología). Pero todo es objetivo o subjetivo según se desee. La distinción no radica ahí; la distinción por hacer pasa por la infraestructura económica misma y sus catexis. La economía libidinal no es menos objetiva que la economía-política, y la política, no menos subjetiva que la libidinal, aunque ambas correspondan a dos modos de catexis diferentes de la misma realidad como realidad social. Hay una catexis libidinal inconsciente de deseo que no coincide necesariamente con las catexis preconscientes de interés y que explica cómo éstas pueden estar perturbadas, pervertidas en «la más sombría organización», por debajo de cualquier ideología.
La catexis libidinal no se dirige al régimen de las síntesis sociales, sino al grado de desarrollo de las fuerzas o energías de las que dependen estas síntesis. No se dirige a las extracciones, separaciones y restos efectuados por esas síntesis, sino a la naturaleza de los flujos y de los códigos que las condicionan. No se dirige a los fines y medios sociales, sino al cuerpo lleno como socius, a la formación de soberanía o la forma de poder para sí misma, que está desprovista de sentido y de finalidad, puesto que los sentidos y las finalidades se originan en ella y no a la inversa. Sin duda, los intereses nos predisponen a tal o cual catexis libidinal, pero no se confunden con ella. Además, la catexis libidinal inconsciente nos determina a buscar nuestro interés por un lado antes que por el otro, a fijar nuestros fines en determinada vía, persuadidos de que en ella están todas nuestras posibilidades — puesto que el amor nos empuja a ello. Las síntesis manifiestas son tan sólo los gradímetros preconscientes de un grado de desarrollo, los intereses y los fines aparentes son tan sólo los exponentes preconscientes de un cuerpo lleno social. Como dice Klossowski en su profundo comentario de Nietzsche, una forma de poder se confunde con la violencia que ejerce por su propio carácter absurdo, pero no puede ejercer esa violencia más que asignándose fines y sentidos en los que incluso participan los elementos más sometidos: «Las formaciones soberanas no tienen más propósito que enmascarar la ausencia de fin y de sentido de su soberanía por el fin orgánico de su creación» y convertir, de ese modo, lo absurdo en espiritualidad[275]. Por ello, resulta en vano intentar distinguir lo que es racional y lo que es irracional en una sociedad. En verdad, el papel, el lugar, la parte que se tiene en una sociedad y que se hereda en función de las leyes de la reproducción social, empujan a la libido a cargar tal socius en tanto que cuerpo lleno, tal poder absurdo en el que participamos o tenemos posibilidades de participar bajo el abrigo de los fines y los intereses. Falta que haya un amor desinteresado de la máquina social, de la forma de poder y del grado de desarrollo para sí mismos. Incluso en el que tiene interés — y que los ama con otro amor aparte del de su interés. Incluso en el que no tiene en ello interés y sustituye ese contra-interés por la fuerza de un extraño amor. Flujos que manan sobre el cuerpo lleno poroso de un socius, ése es el objeto del deseo, más alto que todos los fines. Ello nunca manará bastante, no cortará nunca bastante — ¡y de aquella manera! ¡Qué bella es la máquina! El oficial de la Colonia penitenciaria muestra lo que puede ser la catexis libidinal intensa de una máquina que no es tan sólo técnica, sino social, a través de la cual el deseo desea su propia represión. Hemos visto cómo la máquina capitalista constituía un sistema de inmanencia bordeado por un gran flujo mutante, no posesivo y no poseído, que mana sobre el cuerpo lleno del capital y forma un poder absurdo. Cada uno en su clase y su persona recibe algo de ese poder, o es excluido de él, en tanto que el gran flujo se convierte en rentas, rentas de salarios o de empresas, que definen fines o esferas de interés, extracciones, separaciones, partes. Pero la catexis (o la inversión) del propio flujo y de su axiomática, que en verdad no exige ningún conocimiento preciso de economía política, es asunto de la libido inconsciente en tanto que presupuesta por los fines. Vemos a los más desfavorecidos, a los más excluidos, que cargan con pasión (o invierten en) el sistema que les oprime y en el que siempre encuentran un interés, puesto que eso es lo que buscan y valoran. Siempre sigue el interés. La antiproducción efusiona en el sistema: por ella se amará a la antiproducción y la manera como el deseo se reprime a sí mismo en el gran conjunto capitalista. Reprimir el deseo, no sólo para los otros, sino en sí mismo, ser el polizonte de los otros y de uno mismo, eso es lo que pone en tensión, y ello no es ideología, sino economía. El capitalismo recoge y posee la potencia del fin y del interés (el poder), pero siente un amor desinteresado por la potencia absurda y no poseída de la máquina. ¡Oh! en verdad, no es para él ni para sus hijos que el capitalista trabaja, sino para la inmortalidad del sistema. Violencia sin finalidad, alegría, pura alegría de sentirse un engranaje de la máquina, atravesado por los flujos, cortado por las esquizias. Colocarse en la posición en la que de ese modo se es atravesado, cortado, dado por el culo por el socius, buscar el buen sitio en el que, según los fines y los intereses que nos son asignados, uno siente pasar algo que no tiene interés ni fin. Una especie de arte por el arte en la libido, un gusto por el trabajo bien hecho, cada uno en su sitio, el banquero, el polizonte, el soldado, el tecnócrata, el burócrata y, por qué no, el obrero, el sindicalista… El deseo está abierto.
Ahora bien, la catexis libidinal del campo social puede perturbar la catexis de interés y coaccionar a los más desfavorecidos, los más explotados, a buscar sus fines en una máquina opresiva, pero además lo que es reaccionario o revolucionario en la catexis preconsciente de interés no coincide necesariamente con lo que es reaccionario o revolucionario en la catexis libidinal inconsciente. Una catexis preconsciente revolucionaria se dirige a nuevos fines, nuevas síntesis sociales, a un nuevo poder. Sin embargo, es posible que al menos una parte de la libido inconsciente continúe cargando el antiguo cuerpo, la antigua forma de poder, sus códigos y sus flujos. Ello es mucho más fácil y la contradicción está mucho mejor enmascarada cuando un estado de fuerzas no predomina sobre el antiguo sin conservar o resucitar el viejo cuerpo lleno como territorialidad subordinada y residual (así por ejemplo, la manera como la máquina capitalista resucita el Urstaat despótico o como la máquina socialista conserva un capitalismo monopolista de Estado y de mercado). Pero aún puede ser más grave: incluso cuando la libido abraza al nuevo cuerpo, el nuevo poder que corresponde a los fines y a las síntesis efectivamente revolucionarias desde el punto de vista del preconsciente, no es seguro que la propia catexis libidinal inconsciente sea revolucionaria. Pues los mismos cortes no pasan al nivel de los deseos inconscientes y de los intereses preconscientes. El corte revolucionario preconsciente está suficientemente definido por la promoción de un socius como cuerpos lleno portador de nuevos fines, como forma de poder o formación de soberanía que se subordina la producción deseante bajo nuevas condiciones. Sin embargo, aunque la libido inconsciente esté encargada de cargar ese socius, su catexis no es necesariamente revolucionaria en el mismo sentido que la catexis preconsciente. En efecto, el corte revolucionario inconsciente implica por su cuenta al cuerpo sin órganos como límite del socius que la producción deseante a su vez se subordina, bajo la condición de un poder invertido, de una subordinación invertida. La revolución preconsciente remite a un nuevo régimen de producción social que crea, distribuye y satisface nuevos intereses y fines; pero la revolución inconsciente no remite tan sólo al socius que condiciona este cambio como forma de poder, remite en ese socius al régimen de la producción deseante como poder invertido sobre el cuerpo sin órganos. No es el mismo estado de los flujos y de las esquizias: en un caso, el corte está entre dos socius, evaluándose el segundo por su capacidad de introducir los flujos de deseo en un nuevo código o una nueva axiomática de interés; en el otro caso, el corte está en el propio socius, en tanto es capaz de hacer pasar los flujos de deseo según sus líneas de fuga positivas y volverlas a cortar siguiendo cortes de cortes productivos. El principio más general del esquizoanálisis dice, siempre, que el deseo es constitutivo de un campo social. De cualquier modo, es infraestructura, no ideología: el deseo está en la producción como producción social, del mismo modo que la producción está en el deseo como producción deseante. Pero estas formulaciones pueden entenderse de dos maneras, según el deseo se esclavice a un conjunto molar estructurado que constituye bajo determinada forma de poder y de gregariedad, o según que esclavice el gran conjunto a las multiplicidades funcionales que él mismo forma a escala molecular (tanto en un caso como en otro ya no se trata de personas o de individuos). Ahora bien, si el corte revolucionario preconsciente aparece en el primer nivel y se define por las características de un nuevo conjunto, el corte inconsciente o libidinal pertenece al segundo nivel y se define por el papel motor de la producción deseante y la posición de sus multiplicidades. Podemos concebir, pues, que un grupo pueda ser revolucionario desde el punto de vista del interés de clase y de sus catexis preconscientes, pero que no lo sea y que incluso siga siendo fascista y policíaco desde el punto de vista de sus catexis libidinales. Intereses preconscientes realmente revolucionarios no implican necesariamente catexis inconscientes de la misma naturaleza; nunca un aparato de interés vale por una máquina de deseo.
Un grupo revolucionario en cuanto a lo preconsciente sigue siendo un grupo sometido, incluso al conquistar el poder, en tanto que este mismo poder remite a una forma de poder que continúa esclavizándose y aplastando la producción deseante. En el momento en que es revolucionario preconsciente, tal grupo ya presenta todas las características inconscientes de un grupo sometido: la subordinación a un socius como soporte fijo que se atribuye las fuerzas productivas, y extrae y absorbe su plusvalía; la efusión de la antiproducción y de los elementos mortíferos en el sistema que se quiere y se siente tanto más inmortal; los fenómenos de «super-yoización», de narcisismo y de jerarquía de grupo, los mecanismos de represión del deseo. Un grupo sujeto, al contrario, es aquél cuyas propias catexis libidinosas son revolucionarias; hace penetrar el deseo en el campo social y subordina el socius o la forma de poder a la producción deseante; productor de deseo y deseo que produce, inventa formaciones siempre mortales que conjuran en él la efusión de un instinto de muerte; a las determinaciones simbólicas de servidumbre opone coeficientes reales de transversalidad, sin jerarquía ni super-yo de grupo. Lo que lo complica todo, en verdad, es que los mismos hombres pueden participar de las dos clases de grupos bajo diversas relaciones (Saint-Just, Lenin). O bien que un mismo grupo puede presentar las dos características a la vez, en situaciones diversas, pero coexistentes. Un grupo revolucionario puede haber recobrado ya la forma de un grupo sometido y, sin embargo, estar determinado bajo ciertas condiciones a desempeñar todavía el papel de un grupo-sujeto. No dejamos de pasar de un grupo a otro. Los grupos-sujetos no cesan de derivar por ruptura de los grupos sometidos: hacen pasar el deseo y lo vuelven a cortar siempre más lejos, franqueando el límite, relacionando las máquinas sociales con las fuerzas elementales del deseo que las forman[276]. Pero, a la inversa, tampoco cesan de volverse a encerrar, de remodelarse a imagen de los grupos sometidos: restableciendo límites inter iores, reformando un gran corte que los flujos no pasarán, no franquearán, subordinando las máquinas deseantes al conjunto represivo que ellas constituyen a gran escala. Hay una velocidad de servidumbre o sometimiento que se opone a los coeficientes de transversalidad; ¿qué revolución no tiene la tentación de volverse contra sus grupos-sujetos, calificados de anarquistas y responsables, y liquidarlos? ¿Cómo conjurar la funesta inclinación que hace pasar un grupo, de sus catexis libidinales revolucionarias a catexis revolucionarias que ya no son más que preconscientes o de interés, luego a catexis preconscientes que ya sólo son reformistas? E incluso, ¿dónde situar a tal o cual grupo? ¿hubo alguna vez catexis inconscientes revolucionarias? ¿El grupo surrealista, con su fantástico sometimiento o servidumbre, su narcisismo y su super-yo? (Sucede que un hombre sólo funciona como flujo-esquizia, como grupo-sujeto, por ruptura con el grupo sometido del que se excluye o es excluido: Artaud el esquizo). ¿Dónde situar el grupo psicoanalítico en esta complejidad de las catexis sociales? Cada vez que nos preguntamos cuándo ello empieza a andar mal, siempre es preciso remontarse más arriba. Freud como super-yo de grupo, abuelo edipizante, instaurando a Edipo como límite interior, con toda clase de pequeños Narcisos alrededor, y Reich el marginal, trazando una tangente de desterritorialización, haciendo pasar flujos de deseo, rompiendo el límite, franqueando el muro. Pero no se trata tan sólo de literatura o incluso de psicoanálisis. Se trata de política, aunque no sea cuestión, como veremos, de programa.
La tarea del esquizoanálisis radica, pues, en llegar a las catexis de deseo inconsciente del campo social, en tanto que se distinguen de las catexis preconscientes de interés y pueden no sólo oponerse a ellas, sino coexistir con ellas en modos opuestos. En el conflicto de las generaciones, se oye a los viejos reprochar a los jóvenes, de forma muy maliciosa, el que sus deseos (auto, crédito, préstamos, relaciones chicas-chicos) predominen sobre su interés (trabajo, ahorro, buen matrimonio). Pero en lo que a otros parece deseo bruto todavía hay complejos de deseo y de interés y una mezcla de formas precisamente reaccionarias y vagamente revolucionarias tanto en uno como en otro. La situación está por completo embrollada. Parece que el esquizoanálisis no pueda disponer más que de índices — los índices maquínicos — para desembrollar, al nivel de los grupos o de los individuos, las catexis libidinales del campo social. Ahora bien, en ese aspecto, la sexualidad constituye los índices. No es que la capacidad revol ucionaria se juzgue por los objetos, los fines, y las fuentes de las pulsiones sexuales que animan a un individuo o un grupo; de seguro, las perversiones e incluso la emancipación sexual no proporcionan ningún privilegio, en tanto que la sexualidad permanece encerrada en el marco del «sucio secretito». Por más que se publique el secreto, que se exija su derecho a la publicidad, incluso podemos desinfectarlo, tratarlo de manera científica y psicoanalítica, corremos siempre el riesgo de matar el deseo o de inventar para él formas de liberación más sombrías que la prisión más represiva — en tanto no se haya arrancado la sexualidad de la categoría del secreto incluso público, desinfectado, es decir, del origen edípico-narcisista que se le impone como la mentira bajo la que no puede volverse más que cínica, vergonzosa o mortificada. Es mentira pretender liberar la sexualidad y reclamar para ella derechos sobre el objeto, el fin y la fuente, si se mantienen los flujos correspondientes en los límites de un código edípico (conflicto, regresión, solución, sublimación de Edipo…) y se continúa imponiéndole una forma o motivación familiarista y masturbatoria que vuelve vana de antemano toda perspectiva de liberación. Por ejemplo, ningún «frente homosexual» es posible en tanto que la homos exualidad es captada en una relación de disyunción exclusiva con la heterosexualidad, que las refiere a ambas a un origen edípico y castrador común, encargada de asegurar tan sólo su diferenciación en dos series no comunicantes, en lugar de hacer aparecer su inclusión recíproca y su comunicación transversal en los flujos descodificados del deseo (disyunciones inclusas, conexiones locales, conjunciones nómadas). En una palabra, la represión sexual, más vivaz que nunca, sobrevivirá a todas las publicaciones, manifestaciones, emancipaciones protestas en cuanto a la libertad de los objetos, de las fuentes y de los fines, en tanto la sexualidad sea mantenida conscientemente o no en las coordenadas narcisistas, edípicas y castradoras, que bastan para asegurar el triunfo de los más rigurosos censores, los tipos grises de que hablaba Lawrence.
Lawrence muestra claramente que la sexualidad, incluida la castidad, es asunto de los flujos, «una infinidad de flujos diferentes e incluso opuestos». Todo depende de la manera cómo esos flujos, cualquiera que sea su objeto, fuente y fin, están codificados y cortados según figuras constantes, o, al contrario, están presos en cadenas de significación que los recortan según puntos móviles y no figurativos (los flujos-esquizias). Lawrence echa la culpa a la pobreza de las imágenes idénticas inmutables, papeles figurativos que son otros tantos torniquetes de los flujos de sexualidad: «novia, querida, mujer, madre» —se podría decir además «homosexuales, heterosexuales», etc.—, todos estos papeles son distribuidos por el triángulo edípico, padre-madre-yo, un yo representativo que se supone que se define en función de las representaciones padre-madre, por fijación, regresión, asunción, sublimación, y todo ello ¿bajo qué regla? La regla del gran Falo que nadie posee, significante despótico que anima la más miserable lucha, común ausencia para todas las exclusiones recíprocas donde todos los flujos se agotan, secados por la mala conciencia y el resentimiento. «Colocar a la mujer en un pedestal, por ejemplo, o al contrario volverla indigna de toda importancia: convertirla en un ama de casa modelo, una madre o una esposa modelo, son simples medios para eludir cualquier contacto con ella. Una mujer no representa algo, no es una personalidad distinta y definida… Una mujer es una extraña y dulce vibración del aire que avanza, inconsciente e ignorada, en busca de una vibración que le responda. O bien es una vibración pesada, discordante y dura para el oído que avanza hiriendo a todos los que se hallan a su alcance. Lo mismo ocurre en el hombre»[277]. Que no se ría nadie demasiado rápido del panteísmo de los flujos presente en semejantes textos: no es fácil desedipizar incluso la naturaleza, incluso los paisajes, hasta el punto en que supo hacerlo Lawrence. La diferencia fundamental entre el psicoanálisis y el esquizoanálisis es la siguiente: el esquizoanálisis llega a un inconsciente no figurativo y no simbólico, mero figural abstracto en el sentido en que se habla de pintura abstracta, flujos-esquizias o real-deseo, preso por debajo de las condiciones mínimas de identidad.
¿Qué hace el psicoanálisis, y en primer lugar qué hace Freud, si no mantener la sexualidad bajo el yugo mortífero del secretito, a pesar de encontrar un medio médico para volverlo público, de convertirlo en el secreto de Polichinela, el Edipo analítico? Se nos dice: veamos, es muy normal, todo el mundo es de ese modo, pero se continúa teniendo de la sexualidad la misma concepción humillante y envilecedora, la misma concepción figurativa que la de los censores. A buen seguro, el psicoanálisis no ha hecho su revolución pictórica. Hay una tesis en la que Freud se tiene muy en cuenta: la libido no carga el campo social en tanto que tal más que con la condición de desexualizarse y sublimarse. Si se mantiene de tal modo es porque, en primer lugar, quiere mantener la sexualidad en el estrecho marco de Narciso y de Edipo, del yo y de la familia. Desde ese momento, toda catexis libidinal sexual de dimensión social le parece que manifiesta un estado patógeno, «fijación» al narcisismo o «regresión» a Edipo y a las fases preedípicas, por las que se explicarán tanto la homosexualidad como pulsión como la paranoia como medio de defensa[278]. Hemos visto, por el contrario, que lo que la libido cargaba, a través de los amores y la sexualidad, era el propio campo social en sus determinaciones económicas, políticas, históricas, raciales, culturales etc.: la libido no cesa de delirar la historia, los continentes, los reinos, las razas, las culturas. No es que convenga colocar representaciones históricas en el lugar de las representaciones familiares del inconsciente freudiano, o incluso arquetipos de un inconsciente colectivo. Se trata tan sólo de constatar que nuestras elecciones amorosas están en el cruce de «vibraciones», es decir, expresan conexiones, disyunciones, conjunciones de flujos que atraviesan una sociedad, entran y salen de ella, la enlazan a otras sociedades, antiguas o contemporáneas, lejanas o desaparecidas, muertas o por nacer, Áfricas y Orientes, siempre por el hilo subterráneo de la libido. No son figuras o estatuas geo-históricas, aunque nuestro aprendizaje se realice más fácilmente con ellas, con libros, historias, reproducciones, que con nuestra mamá. Sino flujos y códigos de socius que no representan nada, que designan solamente zonas de intensidad libidinal sobre el cuerpo sin órganos y que se hallan emitidos, captados, interceptados por el ser que entonces estamos determinados a amar, como un punto-signo, un punto singular en toda la red del cuerpo intensivo que responde a la Historia, que vibra con ella. La Gravida, nunca Freud llegó tan lejos… En una palabra, nuestras catexis libidinales del campo social, reaccionarias o revolucionarias, están tan bien ocultas, tan inconscientes, tan bien recubiertas por las catexis preconscientes que no aparecen más que en nuestras elecciones sexuales amorosas. Un amor no es reaccionario o revolucionario, es el índice del carácter reaccionario o revolucionario de las catexis sociales de la libido. Las relaciones sexuales deseantes del hombre y la mujer (o del hombre y el hombre, o de la mujer y la mujer) son el índice de relaciones sociales entre los hombres. Los amores y la sexualidad son los gradímetros o los exponentes, esta vez inconscientes, de las catexis libidinales del campo social. Todo ser amado o deseado vale por un agente colectivo de enunciación. Y no es, en verdad, como creía Freud, la libido la que debe desexualizarse y sublimarse para cargar la sociedad y sus flujos, es al contrario el amor, el deseo y sus flujos los que manifiestan el carácter inmediatamente social de la libido no sublimada y de sus catexis sexuales.
A los que buscan un tema de tesis sobre el psicoanálisis, no se les debería aconsejar vastas consideraciones sobre la epistemología analítica, sino temas rigurosos y modestos como: la teoría de las criadas o sirvientes domésticos en el pensamiento de Freud. Esos son los verdaderos índices. Pues, sobre el tema de las criadas, por todas partes presente en los casos estudiados por Freud, se produce una vacilación ejemplar en el pensamiento freudiano, resuelta demasiado de prisa en provecho de lo que iba a convertirse en un dogma del psicoanálisis. Philippe Girard, en observaciones inéditas que creemos tienen gran importancia, plantea el problema a varios niveles. En primer lugar, Freud descubre «su propio» Edipo en un contexto social complejo que pone en juego al hermanastro de más edad de la rama familiar rica y a la criada ladrona en tanto que mujer pobre. En segundo lugar, la novela familiar y la actividad fantasmática en general serán presentadas por Freud como una verdadera desviación del campo social, en la que le sustituyen los parientes de las personas de un rango más elevado o menos elevado (hijo de princesa raptado por gitanos o hijo de pobre recogido por burgueses); Edipo ya actuaba así cuando apelaba a un pobre nacimiento y a padres sirvientes. En tercer lugar, el hombre de las ratas no instala tan sólo su neurosis en un campo social determinado de un cabo a otro como militar, no la hace girar tan sólo alrededor de un suplicio oriental, sino que incluso en este mismo campo la hace ir de un polo a otro constituidos por la mujer rica y la mujer pobre, bajo una extraña comunicación inconsciente con el inconsciente del padre. Lacan fue el primero en subrayar estos temas que bastan para poner en duda todo el Edipo; y muestra la existencia de un «complejo social» en el que el sujeto, ora tiende a asumir su propio papel, pero al precio de un desdoblamiento del objeto sexual en mujer rica y mujer pobre, ora asegura la unidad del objeto, pero esta vez al precio de un desdoblamiento de «su propia función social», en el otro cabo de la cadena. En cuarto lugar, el hombre de los lobos manifiesta un gusto decisivo por la mujer pobre, la campesina a gatas lavando la ropa o la criada fregando el suelo[279]. Ahora bien, el problema fundamental a propósito de estos textos es el siguiente: ¿hay que ver, en todas estas catexis sexuales-sociales de la libido y estas elecciones de objeto, simples dependencias de un Edipo familiar? ¿hay que salvar a cualquier precio el Edipo interpretándolas como defensas contra el incesto (así la novela familiar o el deseo del propio Edipo de haber nacido de padres pobres con lo que se reconocería su inocencia)? ¿hay que comprenderlas como compromisos y sustitutos del incesto (así por ejemplo, en el Hombre de los lobos, la campesina como sustituta de la hermana, teniendo el mismo nombre que ella, o la persona a gatas, trabajando, como sustituta de la madre sorprendida en el coito; y en el Hombre de las ratas, la repetición disfrazada de la situación paterna, con el riesgo de enriquecer o embarazar al Edipo con un cuarto término «simbólico» encargado de dar cuenta de los desdoblamientos por los que la libido carga el campo social)? Freud escogió firmemente esta dirección; tanto más firmemente que, según sus propias palabras, quiso arreglar sus cuentas con Jung y Adler. Y, después de haber constatado en el caso del hombre de los lobos la existencia de una «tendencia a rebajar» a la mujer como objeto de amor, saca en conclusión que se trata tan sólo de una «racionalización» y que «la determinación real y profunda» siempre nos conduce a la hermana, a la madre, consideradas como ¡únicos «móviles puramente eróticos»! Y, volviendo a tomar la eterna cantinela de Edipo, la eterna nana, escribe: «El niño se coloca por encima de las diferencias sociales que para él no significan gran cosa y clasifica a las personas de condición inferior en la serie de los padres cuando estas personas lo aman como lo aman sus padres»[280].
Siempre volvemos a caer en la falsa alternativa a la que Freud fue conducido por Edipo, luego confirmada por su polémica con Adler y Jung: o bien, dice, se abandona la posición sexual de la libido en provecho de una voluntad de poder individual y social, o de un inconsciente colectivo prehistórico — o bien se deberá reconocer a Edipo, convirtiéndolo en la morada sexual de la libido, y convirtiendo al papá-mamá en el «móvil puramente erótico». Edipo, piedra de toque del psicoanalista puro para afilar en ella el cuchillo sagrado de la castración lograda. ¿Cuál era, sin embargo, la otra dirección, percibida por un instante por Freud a propósito de la novela familiar, antes de que se cierre la trampa edípica? La que Philippe Girard recobra, al menos hipotéticamente: no hay familia en la que no estén dispuestas vacuolas y no pasen cortes extra-familiares, por los que la libido se precipita para cargar sexualmente lo nofamiliar, es decir, la otra clase determinada bajo las especies empíricas del «más rico o del más pobre» y a veces de ambos a la vez. El gran Otro, indispensable para la posición de deseo, ¿no será el Otro social, la diferencia social aprehendida y catexizada como no-familia en el seno de la misma familia? La otra clase no está en modo alguno prendida por la libido como una imagen magnificada o miserabilizada de la madre, sino como lo ajeno, no-madre, no-padre, no-familia, índice de lo que hay de no-humano en el sexo, y sin lo cual la libido no subiría por sus máquinas deseantes. La lucha de clases pasa por el meollo de la prueba del deseo. La novela familiar no se deriva de Edipo: Edipo se deriva de la novela familiar y, por ello, del campo social. No es cuestión de negar la importancia del coito parental y de la posición de la madre; pero, cuando esta posición hace que se parezca a una fregona o a un animal, ¿qué autoriza a Freud a decir que el animal o la criada equivalen a la madre, independientemente de las diferencias sociales o genéricas, en lugar de concluir que la madre funciona también como cualquier otra cosa además de madre y suscita en la libido del niño toda una catexis social diferenciada al mismo tiempo que una relación con el sexo no-humano? Pues, si la madre trabaja o no, si la madre es de origen más rico o más pobre que el padre, etc., eso son cortes que atraviesan la familia, pero que la sobrepasan por todas partes y no son familiares. Desde el principio nos preguntamos si la libido conoce el padre-madre, o si hace funcionar a los padres como cualquier otra cosa, agentes de producción en relación con otros agentes en la producción social deseante. Desde el punto de vista de la catexis libidinal, los padres no están tan sólo abiertos cobre el otro, ellos mismos están recortados y desdoblados por el otro que los desfamiliariza según las leyes de la producción social y de la producción deseante: la propia madre funciona como mujer rica o mujer pobre, criada o princesa, bella jovencita o mujer vieja, animal o santa virgen, y ambas a la vez. Todo pasa en la máquina que hace estallar las determinaciones propiamente familiares. Lo que la libido huérfana carga es un campo de deseo social, un campo de producción y de antiproducción con sus cortes y sus flujos, donde los padres están prendidos en funciones y papeles no parentales enfrentados a otros papeles y otras funciones. ¿Decimos con ello que los padres no tienen un papel inconsciente en tanto que tales? Por supuesto que lo tienen, pero de dos maneras bien determinadas que los destituyen aún más de su supuesta autonomía. De acuerdo con la distinción que realizan los embriólogos a propósito del huevo entre el stimulus y el organizador, los padres son stimuli de cualquier valor que desencadenan el reparto de los gradientes o zonas de intensidad sobre el cuerpo sin órganos: es con respecto a ellos que se situarán en cada caso la riqueza y la pobreza, el más rico y el más pobre relativos, como formas empíricas de la diferencia social — aunque surjan de nuevo en el interior, en el interior de esa diferencia, repartidos en tal o cual zona, pero bajo otra calidad que la de padres. Y el organizador es el campo social del deseo que, solo, designa las zonas de intensidad con los seres que las pueblan y determina su catexis libidinal. En segundo lugar, los padres como padres son términos de aplicación que expresan el doblamiento del campo social, cargado por la libido, en un conjunto finito de llegada, en el que ésta ya no halla más que atolladeros y bloqueos de acuerdo con los mecanismo de represión general-represión que se ejercen en el campo: Edipo, eso es Edipo. En cada uno de estos sentidos, la tercera tesis del esquizoanálisis plantea la primacía de las catexis libidinales del campo social sobre la catexis familiar, tanto desde el punto de vista del hecho como del derecho, estimulus cualquiera a la partida, resultado extrínseco a la llegada. La relación con lo no-familiar siempre es primera, bajo la forma de la sexualidad de campo en la producción social y del sexo no humano en la producción deseante (gigantismo y enanismo).
A menudo se tiene la impresión de que las familias han entendido demasiado bien la lección del psicoanálisis, incluso desde lejos o de manera infusa, en el aire: juegan a Edipo, sublime coartada. Pero, detrás, hay una situación económica, la madre reducida al trabajo de menaje o a un trabajo difícil y sin interés para el exterior, los hijos cuyo estado futuro es incierto, el padre que está harto de alimentar todo ese mundo — en una palabra, una relación fundamental con el exterior, dé la que el psicoanalista se lava las manos, muy preocupado por sus clientes para que jugueteen bien. Ahora bien, la situación económica, la relación con el exterior, es lo que la libido carga o contracarga como libido sexual. Se erecciona según los flujos y sus cortes. Consideremos por un instante las motivaciones por las que alguien se hace psicoanalizar: se trata de una situación de dependencia económica que se ha vuelto insoportable al deseo, o llena de conflictos para la catexis de deseo. El psicoanalista, que dice tantas cosas sobre la necesidad del dinero en la cura, permanece soberanamente indiferente a la cuestión: ¿quién paga? Por ejemplo, el análisis revela los conflictos inconscientes de una mujer con su marido, pero es el marido quien paga el análisis de la mujer. Esa no es la única vez que encontramos la dualidad del dinero, como estructura de financiación externa y como medio de pago interno, con la «disimulación» objetiva que implica, esencial al sistema capitalista. Sin embargo, es interesante hallar esta disimulación esencial, miniaturizada, que reina en el despacho del analista. El analista habla de Edipo, de la castración y del falo, de la necesidad de asumir el sexo, como dice Freud, el sexo humano, y que la mujer renuncie a su deseo de pene, y que el hombre también renuncie a su protesta viril… Nosotros decimos que no hay una mujer, ni un niño, principalmente, que pueda en tanto que tal «asumir» su situación en una sociedad capitalista, precisamente porque esta situación no tiene nada que ver con el falo y la castración, sino que concierne estrictamente a una dependencia económica insoportable. Y las mujeres y los niños que logran «asumir» no lo logran más que por desvíos y determinaciones por completo distintas a su ser-mujer o a su Ser-niño, Pues el falo nunca ha sido el objeto ni la causa del deseo. El es el aparto de castración, la máquina que mete la carencia en el deseo, que agota todos los flujos y que realiza con todos los cortes del exterior y de lo real un solo y mismo corte con el exterior, con lo real. El exterior siempre penetra demasiado, para el gusto del analista, en el despacho del analista. Incluso la escena familiar cerrada todavía le parece un exterior excesivo. Promueve la escena analítica pura, Edipo y castración de despacho, que debe ser por sí misma su propia realidad, su propia prueba, y, al contrario del movimiento, sólo se prueba no andando y no acabando. El psicoanálisis se ha convertido en una droga muy embrutecedora, donde la más extraña dependencia personal permite a los clientes olvidar, el tiempo de las sesiones sobre el diván, las dependencias económicas que les empujan a ello (algo así como la descodificación de los flujos implica un reforzamiento de la servidumbre). ¿Saben lo que hacen esos psicoanalistas que edipizan mujeres, niños, negros, animales? Nos gustaría entrar en su casa, abrir las ventanas, y decir: huele a cerrado, a ver, un poco de relación con el exterior… Pues el deseo no sobrevive, cortado del exterior, cortado de sus catexis y contracatexis económicas y sociales. Y si existe un «móvil puramente erótico», hablando como Freud, no es ciertamente Edipo quien lo recoge, ni el falo quien lo mueve, ni la castración quien lo transmite. El móvil erótico, puramente erótico, recorre las cuatro esquinas del campo social, en todo lugar donde máquinas deseantes se aglutinan o se dispersan en máquinas sociales, y donde elecciones de objeto amoroso se producen en el cruzamiento, siguiendo líneas de fuga o de integración. ¿Aaron partirá con su flauta, que no es falo, sino máquina deseante y proceso de desterritorialización?
Supongamos que se nos concede todo: no se nos lo concede más que después. Sólo después la libido cargará el campo social y «realizará» lo social y lo metafísico. Lo que permite salvar la posición freudiana básica, según la cual la libido debe desexualizarse para efectuar tales catexis, pero empieza por Edipo, yo, padre y madre (relacionándose las fases preedípicas estructural o escatológicamente con la organización edípica). Hemos visto que esta concepción del «después» implicaba un contrasentido radical sobre la naturaleza de los factores actuales. Pues: o bien la libido está presa en la producción deseante molecular e ignora tanto a las personas como al yo, incluso el yo casi indiferenciado del narcisismo, puesto que sus catexis ya están diferenciadas, pero según el régimen prepersonal de los objetos parciales, de las singularidades, de las intensidades, de los engranajes y piezas de máquinas del deseo donde apenas se podrán reconocer ni al padre, ni la madre, ni el yo (hemos visto lo contradictorio que resultaba invocar los objetos parciales y convertirlos en los representantes de personajes paren tales o en los soportes de relaciones familiares). O bien la libido carga personas y un yo, pero ya está presa en una producción social y en máquinas sociales que no los diferencian tan sólo como seres familiares, sino como derivados del conjunto molar al que pertenecen bajo este otro régimen. Es por completo cierto que lo social y lo metafísico llegan al mismo tiempo, de acuerdo con los dos sentidos simultáneos de proceso, como proceso histórico de producción social y proceso metafísico de producción deseante. No llegan después. Siempre el cuadro de Lindner, en el que el grueso muchacho ya ha empalmado una máquina deseante a una máquina social, cortocircuitando a los padres que no pueden intervenir más que como agentes de producción y de antiproducción tanto en un caso como en otro. No hay más que lo social y lo metafísico. Si algo ocurre después, no son en verdad las catexis sociales y metafísicas de la libido, las síntesis del inconsciente; al contrario, es más bien Edipo, el narcisismo y toda la serie de los conceptos psicoanalíticos. Los factores de producción siempre son «actuales», y ello desde la más tierna infancia: actual no significa reciente por oposición a infantil, sino en acto, por oposición a lo que es virtual y a lo por venir bajo ciertas condiciones. Edipo, virtual y reactivo. Consideremos, en efecto, las condiciones bajo las que llega Edipo: un conjunto de partida, transfinito, constituido por todos los objetos, los agentes, las relaciones de la producción social deseante, se halla proyectado sobre un conjunto familiar finito como conjunto de llegada (mínimo, tres términos, que se pueden e incluso se deben aumentar, pero no hasta el infinito). Tal aplicación supone, en efecto, un cuarto término móvil, extrapolado, el falo abstracto simbólico, encargado de efectuar el plegado o el empalme; pero efectivamente opera sobre las tres personas constitutivas del conjunto familiar mínimo o sobre sus sustitutos — padre, madre, hijo. No se detiene ahí, puesto que estos tres términos tienden a reducirse a dos, sea en la escena de castración en la que el padre mata al hijo, sea en la escena de incesto en la que el hijo mata al padre, sea en la escena de la madre terrible en la que la madre mata al hijo o al padre. Luego, de dos pasamos a uno en el narcisismo, que no precede en modo alguno a Edipo, sino que es su producto. Por ello, hablamos de una máquina edípica-narcisista, al final de la cual el yo encuentra su propia muerte, como el término cero de una pura abolición que frecuentaba desde el principio el deseo edipizado y que ahora se identifica, al final, como Thanatos. 4, 3, 2, 1, 0, Edipo es una carrera hacia la muerte.
Desde el siglo XIX el estudio de las enfermedades mentales está prisionero del postulado familiarista y de sus correlatos, el postulado personológico y el postulado yoico. Como hemos visto, siguiendo a Foucault, la psiquiatría del siglo XIX concibió la familia a la vez como la causa y el juez de la enfermedad, y el asilo cerrado como una familia artificial encargada de interiorizar la culpabilidad y de provocar el advenimiento de la responsabilidad, envolviendo la locura tanto como su cura en una relación padre-hijo presente en todo lugar. A este respecto, en vez de romper con la psiquiatría, el psicoanálisis ha transportado sus exigencias fuera del asilo y ha impuesto en primer lugar un cierto uso «libre», interior, intensivo, fantasmático, de la familia, que parecía que convenía particularmente a lo que se aislaba como neurosis. Pero, por una parte, la resistencia de las psicosis, por otra parte, la necesidad de tener en cuenta una etiología social, ha arrastrado a psiquiatras y psicoanalistas a volver a desplegar en condiciones abiertas el orden de una familia extensa, siempre considerada como detentadora del secreto de la enfermedad así como de la cura. Después de haber interiorizado la familia en Edipo, se exterioriza a Edipo en el orden simbólico, en el orden institucional, en el orden comunitario, sectorial, etc. Nos encontramos con una constante de todas las tentativas modernas. Y si esta tendencia aparece lo más ingenuamente en la psiquiatría comunitaria de adaptación — «retorno terapéutico a la familia», a la identidad de las personas y a la integridad del yo, estando todo bendecido por la castración lograda en una santa forma triangular —, la misma tendencia bajo formas más ocultas actúa en otras corrientes. No es por casualidad que el orden simbólico de Lacan haya sido desviado, utilizado para asentar un Edipo de estructura aplicable a la psicosis y para extender las coordenadas familiaristas fuera de su dominio real e incluso imaginario. No es por casualidad que el análisis institucional apenas haya podido mantenerse cont ra la reconstitución de familias artificiales, en las que el orden simbólico, encarnado en la institución, reforma Edipos de grupo, con todas las características letales de los grupos sometidos. Incluso la antipsiquiatría ha buscado en las familias redesplegadas el secreto de una causalidad a la vez social y esquizógena. Tal vez ahí es donde la mixtificación aparece mejor, porque la antipsiquiatría era la más apta por algunos de sus aspectos para romper la referencia familiar tradicional. ¿Qué vemos, en efecto, en los estudios familiaristas americanos, tal como son retomados y proseguidos por los antipsiquiatras? Se bautiza como esquizógenos de las familias por completo ordinarias, mecanismos familiares por completo ordinarios, una lógica habitual ordinaria, es decir, apenas neurotizante. En las monografías familiares llamadas esquizofrénicas cada cual reconoce fácilmente su propio papá, su propia mamá. Por ejemplo, en el «doble atolladero» o «doble toma» de Bateson: ¿qué padre no emite simultáneamente las dos conminaciones contradictorias — «Seamos amigos, hijo mío, yo soy tu mejor amigo» y «Cuidado, hijo, no me trates como un compañero»? No hay con qué hacer un esquizofrénico. Hemos visto, en este sentido, que el doble atolladero no definía en modo alguno un mecanismo esquizógeno específico, tan sólo caracterizaba a Edipo en el conjunto de su extensión. Si existe un verdadero atolladero, una verdadera contradicción, es aquél en el que el propio investigador cae, cuando pretende asignar mecanismos sociales esquizógenos y al mismo tiempo descubrirlos en el orden de la familia a la que escapan tanto la producción social como el proceso esquizofrénico. Tal vez esta contradicción es particularmente sensible en Laing, porque es el antipsiquiatra más revolucionario. Pero, en el momento mismo en que rompe con la práctica psiquiátrica, que emprende el asignar una verdadera génesis social de la psicosis y reclama como condición de la cura la necesidad de una continuación del «viaje» en tanto que proceso y de una disolución del «ego normal», vuelve a caer en los peores postulados familiaristas, personológico y yoico, de tal modo que los remedios invocados ya no son más que «una confirmación sincera entre parientes», un «reconocimiento de las personas», un descubrimiento del verdadero yo o sí mismo a lo Martin Buber[281]. Además de la hostilidad de las autoridades tradicionales, tal vez ésa sea la fuente del fracaso actual de las tentativas de la antipsiquiatría, de su recuperación en provecho de las formas adaptativas de psicoterapia familiar y de psiquiatría de sector y del retiro del propio Laing a Oriente. ¿No es una contradicción en otro plano, pero análoga, donde se intenta precipitar la enseñanza de Lacan, cuando se la vuelve a colocar en un eje familiar y personológico — mientras que Lacan asigna la causa del deseo a un «objeto» no humano, heterogéneo a la persona, por debajo de las condiciones de identidad mínima, que escapa a las coordenadas intersubjetivas así como al mundo de las significaciones?
Según el relato detallado del etnólogo Turner, sólo el médico ndembu ha sabido tratar Edipo como una apariencia, un decorado, y llegar hasta las catexis libidinales inconscientes del campo social. El familiarismo edípico, incluso y sobre todo bajo sus formas más modernas, hace imposible el descubrimiento de lo que, sin embargo, se pretende buscar hoy día, a saber, la producción social esquizógena. En primer lugar, por más que afirmemos que la familia expresa contradicciones sociales más profundas, se le confiere un valor de microcosmos, se le da el papel de una posta necesaria para la transformación de la alienación social en alienación mental; además, actuamos como si la libido no cargase directamente las contradicciones sociales en tanto que tales y necesitase para despertarse que fuesen traducidas según el código de la familia. De ese modo, se sustituye la producción social por una causa o expresión familiares y nos volvemos a hallar en las categorías de la psiquiatría idealista. Hágase lo que se haga, de ese modo se declara la inocencia de la sociedad: para acusarla ya no quedan más que vagas consideraciones sobre el carácter enfermo de la familia o incluso de un modo más general sobre el modo de vida moderno. Hemos dejado de lado, pues, lo esencial: que la sociedad es esquizofrenizante a nivel de su infraestructura, de su modo de producción, de sus circuitos económicos capitalistas más precisos; y que la libido carga este campo social, no bajo una forma en la que éste estaría expresado y traducido por una familia-microcosmos, sino bajo la forma en la que hace pasar la familia sus cortes y sus flujos no familiares, cargados como tales; luego, que las catexis familiares siempre son un resultado de las catexis libidinales social-deseantes, únicas primarias; por último, que la alienación mental remite directamente a estas catexis y no es menos social que la alienación social, que remite por su cuenta a las catexis preconscientes de interés.
No sólo se escapa así toda evaluación correcta de la producción social en su caracter patógeno, sino que se escapa, en segundo lugar, el proceso esquizofrénico y su relación con el esquizofrénico como enfermo. Pues se intenta neurotizarlo todo. Sin duda, de acuerdo con la misión de la familia, que consiste en producir neuróticos por su edipización, por su sistema de atolladeros, por su represión delegada sin la cual la represión social nunca hallaría sujetos dóciles y resignados y no llegaría a obstruir las líneas de fuga de los flujos. No debemos tener en cuenta que el psicoanálisis pretende curar la neurosis, puesto que curar para él consiste en una conversación infinita, en una resignación infinita, en un acceso al deseo ¡por la castración!… y en el establecimiento de condiciones bajo las que el sujeto puede diseminar, trasmitir el mal a su progenie, antes que reventar célibe, impotente y masturbador. Y mucho más aún: tal vez un día se descubrirá que lo único incurable es la neurosis (de ahí el psicoanálisis interminable). Se felicitan cuando se logra transformar un esquizo en paranoico o en neurótico. Tal vez se den ahí muchos malentendidos. Pues el esquizo es el que escapa a toda referencia edípica, familiar y personológica — ya no diré yo, ya no diré papá-mamá — y cumple su palabra. Ahora bien, la cuestión radica, en primer lugar, en saber si es de esto que está enfermo o si eso es, al contrario, el proceso esquizofrénico, que no es una enfermedad, ni un «hundimiento», sino una «abertura», por angustiosa y aventurera que sea: franquear el muro o el límite que nos separa de la producción deseante, hacer pasar los flujos de deseo. La grandeza de Laing radica en haber sabido señalar, a partir de algunas intuiciones que permanecían ambiguas en Jaspers, el increíble alcance de ese viaje. De tal modo que no hay esquizoanálisis que no mezcle sus tareas positivas con la tarea destructiva constante de disolver el yo llamado normal. Lawrence, Miller, luego Laing, lo supieron mostrar claramente: de buen seguro, ni el hombre ni la mujer son personalidades bien definidas — sino vibraciones, flujos, esquizias y «nudos». El yo remite a coordenadas personológicas de las que resulta, las personas a su vez remiten a coordenadas famil iares, y veremos a qué remite el conjunto familiar para producir a su vez personas. La tarea del esquizoanálisis consiste en deshacer incansablemente los yos y sus presupuestos, en liberar las singularidades prepersonales que encierran y reprimen, en hacer correr los flujos que serían capaces de emitir, en recibir o interceptar, en establecer siempre más lejos y más hábilmente la esquizias y los cortes muy por debajo de las condiciones de identidad, en montar las máquinas deseantes que recortan a cada uno y lo agrupan con otros. Pues cada uno es un grupúsculo y debe vivir de ese modo, o más bien como la caja de té zen rota en mil trozos, cuyas grietas están reparadas con cemento de oro, o como las fisuras de la losa de iglesia señaladas por la pintura o la cal (lo contrario de la castración, unificada, molarizada, oculta, cicatrizada, improductiva). El esquizoanálisis se llama así porque, en todo su procedimiento de cura, esquizofreniza, en lugar de neurotizar como el psicoanálisis.
¿De qué está enfermo el esquizofrénico, puesto que no lo está de la esquizofrenia como proceso? ¿Qué es lo que transforma la abertura en hundimiento? Es la detención coaccionada del proceso o su continuación en el vacío, o la manera como se ve obligado a tomarse por un fin. Hemos visto, en este sentido, cómo la producción social producía el esquizo enfermo: construido sobre flujos descodificados que constituyen su tendencia profunda o su límite absoluto, el capitalismo no cesa de oponerse a esa tendencia, de conjurar ese límite sustituyéndolo por límites relat ivos internos que puede reproducir a una escala siempre mayor o por una axiomática de los flujos que somete la tendencia al despotismo y a la represión más firme. En ese sentido la contradicción se instala no sólo al nivel de los flujos que atraviesan el campo social, sino al nivel de sus catexis libidinales que son sus partes constituyentes — entre la reconstrucción paranoica del Urstaat despótico y las líneas de fuga esquizofrénicas positivas. Desde ese momento se dibujan tres eventualidades: o bien el proceso se halla detenido, el límite de la producción deseante desplazado, disfrazado, y ahora pasa por el subconjunto edípico. Entonces el esquizo está efectivamente neurotizado y es esta neurotización la que constituye su enfermedad; pues, de cualquier modo, la neurotización precede a la neurosis, ésta es su fruto. O bien el esquizo se resiste a la neurotización, la edipización. Incluso la utilización de los recursos modernos, la escena analítica pura, el falo simbólico, el repudio estructural, el nombre del padre, no llegan a prender en él (e incluso hay, en esos recursos modernos, cuán extraña utilización de los descubrimientos de Lacan, él que fue el primero, por el contrario, en esquizofrenizar el campo analítico…). En este segundo caso, el proceso enfrentado a una neurotización a la que se resiste, pero que basta para bloquearlo por todas partes, se ve conducido a tomarse a sí mismo por fin: un psicotico es producido, y no escapa a la represión del egada propiamente dicha más que para refugiarse en la represión originaria, encerrar sobre sí el cuerpo sin órganos y hacer callar las máquinas deseantes. Antes la catatonia que la neurosis, antes la catatonia que Edipo y la castración — pero todavía eso es un efecto de la neurotización, un contraefecto de la sola y misma enfermedad. O bien, tercer caso: el proceso se pone a girar en el vacío. Proceso de desterritorialización, ya no puede buscar y crear su nueva tierra. Enfrentado a la re-territorialización edipica, tierra arcaica, residual, ridículamente restringida, formará tierras más artificiales que se avienen de una forma o de otra, salvo accidente, con el orden establecido: el perverso. Después de todo Edipo ya era una tierra artificial, ¡oh, familia! Y la resistencia ante Edipo, el retorno al cuerpo sin órganos, todavía eran una tierra artificial ¡oh, asilo! De tal modo que todo es perversión. Pero, además, todo es psicosis y paranoia, puesto que todo es desencadenado por la contracatexis del campo social que produce el psicótico. Y también, todo es neurosis, como fruto de la neurotización que se opone al proceso. Por último, todo es proceso, esquizofrenia como proceso, puesto que todo es medido por ella, su propio recorrido, sus paradas neuróticas, sus continuaciones perversas en el vacío, sus finalizaciones psicóticas.
En tanto que Edipo nace de una aplicación de todo el campo social a la figura familiar finita, no implica una catexis cualquiera de ese campo por la libido, sino una catexis muy particular que vuelve posible y necesaria esta aplicación. Por ello, hemos creído que Edipo es una idea de paranoico antes que un sentimiento de neurótico. En efecto, la catexis paranoica consiste en subordinar la producción deseante molecular al conjunto molar que forma sobre una cara del cuerpo lleno sin órganos y por ello mismo esclavizarla a una forma de socius que ejerce la función de cuerpo lleno en condiciones determinadas. El paranoico maquina masas y no cesa de formar grandes conjuntos, de inventar aparatos pesados para el encuadramiento y la represión de las máquinas deseantes. Ciertamente, no le es difícil pasar por razonable, al invocar fines e intereses colectivos, reformas por hacer, a veces incluso revoluciones por realizar. Pero la locura perfora, bajo las catexis reformistas, o las catexis reaccionarias y fascistas, que no toman un aspecto razonable más que bajo el resplandor del preconsciente y animan el extraño discurso de una organización de la sociedad. Incluso su lenguaje es demente. Escuchad a un ministro, un general, un gerente de empresa, un técnico… Escuchad el gran rumor paranoico bajo el dicurso de la razón que habla por los otros, en nombre de los mudos. Ocurre que, bajo los fines y los intereses preconscientes invocados, se levanta una catexis de otro modo inconsciente que se dirige a un cuerpo lleno por sí mismo, independiente de todo fin, a un grado de desarrollo por sí mismo, independientemente de toda razón: aquel grado y no otro, no des un paso más, aquel socius y no otro, no lo toques. Un amor desinteresado de la máquina molar, un verdadero goce, con el odio que implica a los que no se someten a él: toda la libido es su juego. Desde el punto de vista de la catexis libidinal, vemos claramente que hay pocas diferencias entre un reformista, un fascista, e incluso a veces ciertos revolucionarios, que no se distinguen más que de modo preconsciente, pero cuyas catexis inconscientes son del mismo tipo, incluso cuando no desposan el mismo cuerpo. No podemos seguir a Maud Mannoni cuando ve el primer acto histórico de antipsiquiatría en el juicio de 1902 que devolvió al presidente Schreber la libertad y responsabilidad a pesar del mantenimiento reconocido de sus ideas delirantes[282]. Pues podemos dudar de que el juicio hubiera sido el mismo si el presidente hubiese sido esquizofrénico en vez de paranoico, si se hubiese tomado por un negro o por un judío en vez de por un ario puro, si no se hubiese mostrado tan competente en la administración de sus bienes y no hubiese manifestado en su delirio una catexis social para el socius ya fascista. Las máquinas sociales como máquinas de sometimiento suscitan incomparables amores, que no se explican por el interés, ya que por el contrario se originan en ellos. Al fondo de la sociedad, el delirio, pues el delirio es la catexis del socius en tanto que tal más allá de los fines. Y no es tan sólo al cuerpo del déspota que el paranoico aspira con su amor, sino al cuerpo del capital-dinero, o al nuevo cuerpo revolucionario, desde el momento en que es forma de poder y de gregarismo. Ser poseído por él tanto como poseerlo, maquinar los grupos sometidos de los que uno mismo es piezas y engranajes, introducirse a sí mismo en la máquina para conocer, por último, el goce de los mecanismos que muelen el deseo.
Ahora bien, Edipo tiene el aspecto de algo relativamente inocente, de una determinación privada que se trata en la consulta del analista. Sin embargo, nos preguntamos, precisamente, qué tipo de catexis social inconsciente supone Edipo — puesto que el psicoanálisis no inventa a Edipo, se contenta con vivirlo, desarrollarlo, confirmarlo, con proporcionarle una forma médica mercantil. En tanto que la catexis paranoica esclaviza a la producción deseante, le importa en gran medida que el límite de esta producción sea desplazado, que pase al interior del socius, como un límite entre dos conjuntos molares, el conjunto social de partida y el subconjunto familiar de llegada que se considera que le corresponde, de tal modo que el deseo esté preso en la trampa de una represión familiar que viene a doblar la represión social. El paranoico aplica su delirio a la familia, y a su propia familia, pero en primer lugar es un delirio sobre las razas, los rangos, las clases, la historia universal. En una palabra, Edipo implica en el inconsciente mismo toda una catexis reaccionaria y paranoica del campo social, que actúa como factor edipizante y tanto puede alimentar como oponerse a las catexis preconscientes. Desde el punto de vista del esquizoanálisis, el análisis del Edipo consiste, por tanto, en remontarse de los sentimientos embrollados del hijo hasta las ideas delirantes o líneas de catexis de los padres, de sus representantes interiorizados y de sus sustitutos: no consiste en llegar al conjunto de una familia, que nunca es un lugar de aplicación y de reproducción, sino a las unidades sociales y políticas de catexis libidinal. De tal modo que todo el psicoanálisis familiarista, comprendido el psicoanalista en primer lugar, es ajusticiable por un esquizoanálisis. Una sola manera de pasar el tiempo sobre el diván, esquizoanalizar al psicoanalista. Decíamos que, en virtud de su diferencia de naturaleza con respecto a las catexis preconscientes de interés, las catexis inconscientes de deseo en su propio alcance social tenían por índice la sexual idad. No es, en verdad, que bastase con cargar a la mujer pobre, la criada o la puta, para tener amores revolucionarios. No hay amores revolucionarios o reaccionarios, es decir, los amores no se definen por sus objetos, como tampoco por las fuentes y fines de los deseos o de las pulsiones. Sin embargo, hay formas de amor que son los índices del carácter reaccionario o revolucionario de la catexis por la libido de un campo social histórico o geográfico, del que los seres amados y deseados reciben sus determinaciones. Edipo es una de esas formas, índice de catexis reaccionaria. Y las figuras bien definidas, los papeles bien identificados, las personas bien distintas, en una palabra, las imágenes-modelo de que hablaba Lawrence, madre, novia, querida, esposa, santa y puta, princesa y criada, mujer rica y mujer pobre son dependencias de Edipo, hasta en sus inversiones y sus sustituciones. La forma misma de esas imágenes, su desglose y el conjunto de sus relaciones posibles, son el producto de un código o de una axiomática social a la que la libido se dirige a través de ellas. Las personas son los simulacros derivados de un conjunto social cuyo código está inconscientemente cargado por sí mismo. Por ello, el amor, el deseo, presentan índices reaccionarios, o bien revolucionarios; estos últimos surgen al contrario como índices no figurativos, donde las personas hacen sitio a flujos descodificados de deseo, a líneas de vibración, y donde los cortes de imágenes hacen sitio a esquizias que constituyen puntos singulares, puntos-signos de varias dimensiones que hacen pasar los flujos en vez de anularlos. Amores no figurativos, índices de una catexis revolucionaria del campo social, que no son ni edípicos ni preedípicos puesto que es lo mismo, sino inocentemente anedípicos, y que confieren al revolucionario el derecho de decir «Edipo, no conozco». Deshacer la forma de las personas y del yo, no en provecho de un indiferenciado preedípico, sino de las líneas de singularidad anedípicas, las máquinas deseantes. Pues hay una revolución sexual, que no concierne ni a los objetos, ni a los fines, ni a las fuentes, sino tan sólo a la forma o a los índices maquínicos.
La cuarta y última tesis del esquizoanálisis radica, por tanto, en la distinción de dos polos de la catexis libidinal social, el polo paranoico, reaccionario y fascista, y el polo esquizoide revolucionario. Una vez más, no vemos ningún inconveniente en caracterizar las catexis sociales del inconsciente con términos heredados de la psiquiatría, en la misma medida que estos términos cesan de tener una connotación familiar que los convertiría en simples proyecciones y desde el momento en que el delirio es reconocido como poseedor de un contenido social primario inmediatamente adecuado. Los dos polos se definen, uno por la esclavización de la producción y de las máquinas deseantes a los conjuntos gregarios que a gran escala constituyen bajo determinada forma de poder o de soberanía selectiva, el otro por la subordinación inversa y la inversión de poder; uno por estos conjuntos molares y estructurados, que aplastan las singularidades, las seleccionan y regularizan las que retienen en códigos o axiomáticas, el otro por las multiplicidades moleculares de singularidades que tratan, al contrario, los grandes conjuntos como otros tantos materiales propios a su elaboración; uno por las líneas de integración y de territorialización que detienen los flujos, los agarrotan, los hacen retroceder o los recortan según los límites interiores al sistema, de tal modo que produzcan las imágenes que vienen a llenar el campo de inmanencia propio de ese sistema o de ese conjunto, el otro por líneas de fuga que siguen los flujos descodificados y desterritorializados, inventando sus propios cortes o esquizias no figurativas que producen nuevos flujos, franqueando siempre el muro codificado o el límite territorial que los separan de la producción deseante; y resumiendo todas las determinaciones, uno por los grupos sometidos, el otro por los grupos-sujetos. Cierto es que chocamos aún con toda clase de problemas en lo concerniente a estas distinciones. ¿En qué sentido la catexis esquizoide constituye, en tanto que el otro, una catexis real del campo social histórico, y no una simple utopía? ¿en qué sentido las líneas de fuga son colectivas, positivas y creadoras? ¿qué relación tienen los dos polos inconscientes uno con el otro y con las catexis preconscientes de interés?
Hemos visto que la catexis paranoica inconsciente se dirigía al propio socius en tanto que cuerpo lleno sin órganos, más allá de los fines y los intereses preconcientes que asigna y distribuye. Mas tal catexis no soporta el ser sacada a luz: siempre es preciso que se oculte bajo fines o intereses asignables presentados como generales, cuando, sin embargo, no representan más que los de la clase dominante o de su fracción. ¿Cómo soportarían una formación de soberanía, un conjunto gregario fijo y determinado el ser cargados por su poder bruto, su violencia y su carácter absurdo? No sobrevivirían a ello. Incluso el fascismo más declarado habla el lenguaje de los fines, del derecho, del orden y de la razón. Incluso el capitalismo más demente habla en nombre de la racionalidad económica. Y está obligado a ello, puesto que es en la irracionalidad del cuerpo lleno donde el orden de las razones se halla inextricablemente fijado, bajo un código, bajo una axiomática de la que resultan. Además, el sacar a luz la catexis reaccionaria inconsciente bastaría para transformarla completamente y hacerla pasar al otro polo de la libido, es decir, al polo esquizo-revolucionario, puesto que ésta no se realizaría sin trastocar el poder, sin invertir la subordinación, sin devolver la producción misma al deseo; pues sólo el deseo vive sin tener fin. La producción deseante molecular volvería a hallar la libertad de esclavizar a su vez al conjunto molar bajo una forma de poder o de soberanía invertida. Por ello, Klossowski, que ha llevado lo más lejos posible la teoría de los dos polos de catexis, pero siempre en la categoría de una utopía activa, puede escribir: «Toda formación soberana debería prever así el momento querido de su integración… Ninguna formación de soberanía, para que se cristalice, soportará nunca esta toma de conciencia: pues, desde que se vuelve consciente en los individuos que la componen, éstos la descomponen… Por la desviación de la ciencia y del arte el ser humano muchas veces se ha levantado contra esta fijeza; y, no obstante esta capacidad, el impulso gregario en y por la ciencia hacía fracasar esta ruptura. El día que el ser humano sepa portarse como fenómeno desprovisto de intención — pues toda intención al nivel del ser humano obedece siempre a su conservación, a su duración—, ese día, una nueva criatura pronunciará la integridad de la existencia… La ciencia, por su propia actividad, demuestra que los medios que no cesa de elaborar no hacen más que reproducir, en el exterior, un juego de fuerzas por sí mismas sin fin ni finalidad cuyas combinaciones obtienen tal o cual resultado… Sin embargo, ninguna ciencia puede todavía desarrollarse fuera de un agrupamiento social constituido. Para prevenir la puesta en duda de los grupos sociales por la ciencia, éstos la toman en su mano… (la integran) en las diversas planificaciones industriales, su autonomía parece propiamente inconcebible. Una conspiración que conjuga el arte y la ciencia supone una ruptura de todas nuestras instituciones y un trastocamiento total de los medios de producción… Si alguna conspiración, según el deseo de Nietzsche, debía conjurar la ciencia y el arte con fines no menos sospechosos, la sociedad industrial parecería hacerla fracasar de antemano por la índole de puesta en escena que ofrece de ellas, so pena de sufrir efectivamente lo que esta conspiración le reserva: el estallido de las estructuras institucionales que la recubren en una pluralidad de esferas experimentales que revelan por fin el rostro auténtico de la modernidad — fase última a la que Nietzsche veía que se dirigía la evolución de las sociedades. En esta perspectiva, el arte y la ciencia surgirían entonces como estas formaciones soberanas, sobre las que Nietzsche decía que formaban el objeto de su contra-sociología — el arte y la ciencia estableciéndose en tanto que potencias dominantes, sobre las ruinas de las instituciones»[283].
¿Por qué esta invocación del arte y de la ciencia en un mundo en el que los sabios y los técnicos, incluso los artistas, la ciencia y el arte mismos están de un modo tan agudizado al servicio de las soberanías establecidas (aunque sólo sea por las estructuras de financiación)? Ocurre que el arte, desde que alcanza su propia grandeza, su propia genialidad, crea cadenas de descodificación y de desterritorialización que instauran, que hacen funcionar máquinas deseantes. Pongamos, por ejemplo, la escuela veneciana de pintura: al mismo tiempo que Venecia desarrolla el más poderoso capitalismo mercantil en los confines de un Urstaat que le deja una gran autonomía, su pintura se desarrolla aparentemente bajo el código bizantino, en la que incluso los colores y las líneas se subordinan a un significante que determina su jerarquía como un orden vertical. Pero, hacia la mitad del siglo XV, cuando el capitalismo veneciano hace frente a los primeros signos de su decadencia, algo estalla en esta pintura: diríamos que se abre un nuevo mundo, otro arte, en el que las líneas se desterritorializan, los colores se descodifican, ya no remiten más que a las relaciones que mantienen entre sí y unos con otros. Nace una organización horizontal, o transversal, del cuadro con líneas de fuga o de abertura. El cuerpo de Cristo está maquinado por todas partes y de todas las maneras, sacado de todos los lados, desempeñando el papel de cuerpo lleno sin órganos, lugar de enganche para todas las máquinas del deseo, lugar de ejercicios sado-masoquistas donde estalla la alegría del artista. Incluso Cristos maricas. Los órganos son los poderes directos del cuerpo sin órganos y emiten sobre él flujos que las mil heridas, como las flechas de san Sebastián, vienen a cortar y recortar de tal modo que producen otros flujos. Las personas y los órganos dejan de estar codificados según catexis colect ivas jerarquizadas; cada una, cada uno vale por sí y se encarga de su propio asunto: el niño Jesús mira hacia un lado mientras que la Virgen escucha por el otro, Jesús equivale a todos los niños deseantes, la Virgen a todas las mujeres deseantes, una gozosa actividad de profanación se extiende bajo esta privatización generalizada. Un Tintoretto pinta la creación del mundo como carrera de longitud, en la que el propio Dios está en la última fila de la salida de derecha a izquierda. De pronto surge un cuadro de Lotto que muy bien podría ser del siglo XIX. Por supuesto, esta descodificación de los flujos de pintura, estas líneas de fuga esquizoides que en el horizonte forman las máquinas deseantes, se vuelven a tomar en jirones del antiguo código, o son introducidas en nuevos códigos y, en primer lugar, en una axiomática propiamente pictórica que agarrota las fugas, cierra el conjunto en las relaciones transversales entre líneas y colores y lo vuelca en territorialidades arcaicas o nuevas (por ejemplo, la perspectiva). Tan cierto es, que el movimiento de la desterritorialización no puede ser captado más que como el reverso de territorialidades, incluso residuales, artificiales o ficticias. Pero, al menos, algo ha surgido, reventando los códigos, deshaciendo los significantes, pasando bajo las estructuras, haciendo pasar los flujos y efectuando los cortes en el límite del deseo: una abertura No basta con decir que el siglo XIX ya está en pleno siglo XV, pues habría que decir lo mismo a su vez con respecto al siglo XIX, y habríamos tenido que decirlo con respecto al código bizantino bajo el que ya pasaban extraños flujos liberados. Lo hemos visto con respecto al pintor Turner, a sus cuadros más acabados que a veces se les llama «inacabados»: desde el momento en que se da la genialidad, hay algo que ya no pertenece a ninguna escuela, a ningún tiempo, efectuando una abertura — el arte como proceso sin finalidad, pero que se realiza como tal.
Los códigos y sus significantes, las axiomáticas y sus estructuras, las figuras imaginarias que vienen a llenarlos tanto como las relaciones puramente simbólicas que los miden, constituyen conjuntos molares propiamente estéticos caracterizados por finalidades, escuelas y épocas, los relacionan con los conjuntos sociales más vastos que allí hallan una aplicación y por todas partes esclavizan el arte a una gran máquina de soberanía castradora. Pues también para el arte existe un polo de catexis reaccionaria, una sombría organización paranoico-edípica-narcisista. Un uso sucio de la pintura, alrededor del sucio secretito, incluso en la pintura abstracta en la que la axiomática se las arregla sin figuras: una pintura cuya esencia secreta es escatológica, una pintura edipizante, incluso cuando ha roto con la santa Trinidad como imagen edípica, una pintura neurótica y neurotizante que convierte al proceso en una finalidad, o en una detención, una interrupción, o en una continuación en el vacío. Esta pintura que hoy día florece, bajo el usurpado nombre de moderna, flor venenosa, que hacía decir a un héroe de Lawrence: «Es como una especie de mero asesinato… — ¿y quién es asesinado?… — Todas las entrañas que uno siente en sí de misericordia son asesinadas… —Tal vez la estupidez es asesinada, la estupidez sentimental, sonrió sarcásticamente el artista. — ¿Cree usted? Me parece que todos esos tubos y esas vibraciones de chapa ondulada son más estúpidas que cualquier otra cosa, y bastante sentimentales. Me da la sensación de que se tienen mucha lástima y mucha vanidad nerviosa.» Los cortes productores proyectados sobre el gran corte improductivo de la castración, los flujos convertidos en flujos de chapa ondulada, las aberturas realizadas por todas partes. Y tal vez eso sea, como hemos visto, el valor mercantil del arte y de la literatura: una forma de expresión paranoica que ni siquiera tiene necesidad de «significar» sus catexis libidinales reaccionarias, puesto que al contrario le sirven de significante: una forma de contenido edípica que ya ni siquiera necesita representar a Edipo, puesto que la «estructura» basta. Mas, en el otro polo, esquizo-revolucionario, el valor del arte ya no se mide más que por los flujos descodificados y desterritorializados que hace pasar bajo un significante reducido al silencio, por debajo de las condiciones de identidad de los parámetros, a través de una estructura reducida a la impotencia; escritura de los soportes indiferentes neumáticos, electrónicos o gaseosos, y que parece tanto más difícil e intelectual a los intelectuales cuanto más accesible es a los débiles, a los analfabetos, a los esquizos, desposando todo lo que mana y todo lo que recorta, entrañas de misericordia que ignoran sentido y fin (la experiencia Artaud, la experiencia Burroughs). Es ahí donde el arte accede a su modernidad auténtica, que tan sólo consiste en liberar lo que estaba presente en el arte de cualquier época, pero que estaba oculto bajo los fines y los objetos, aunque fuesen estéticos, bajo las recodificaciones o las axiomáticas: el puro proceso que se realiza y que no cesa de ser realizado en tanto que procede, el arte como «experimentación»[284].
Lo mismo se debe decir con respecto a la ciencia: los flujos descodificados de conocimiento están ligados, en primer lugar, en las axiomáticas propiamente científicas, pero éstas expresan una vacilación bipolar. Uno de los polos es la gran axiomática social que retiene de la ciencia lo que debe ser retenido en función de las necesidades de mercado y de las zonas de innovación técnica, el gran conjunto social que convierte a los subconjuntos científicos en otras tantas aplicaciones que le son propias y le corresponden, en una palabra, el conjunto de los procedimientos que no se contentan con conducir a los sabios a la «razón», sino que previenen toda desviación por su parte, les imponen fines, y convierten a la ciencia y a los sabios en una instancia perfectamente sometida a la formación de soberanía (ejemplo, el modo como el indeterminismo no ha sido tolerado más que hasta un punto, luego ordenado a realizar su reconciliación con el determinismo). Pero el otro polo es el polo esquizoide, en cuya vecindad los flujos de conocimiento esquizofrenizan y huyen no sólo a través de la axiomática social, sino que también pasan a través de sus propias axiomát icas, engendrando signos cada vez más desterritorializados, figuras-esquizias que ya no son ni figurativas ni estructuradas y reproducen o producen un juego de fenómenos sin fin ni finalidad: la ciencia como experimentación, en el sentido definido anteriormente. En este campo, como en los otros, ¿no hay un conflicto propiamente libidinal entre un elemento paranoico-edipizante de la ciencia y un elemento esquizo-revolucionario? Este mismo conflicto hace decir a Lacan que existe un drama del sabio («J. R. Mayer, Cantor, no voy a levantar un palmarés de esos dramas que a veces llegan a la locura…, y que no podría incluirse aquí en el Edipo, salvo para ponerlo en duda»: puesto que, en efecto, Edipo ahí no interviene como figura familiar ni siquiera como estructura mental, sino en calidad de una axiomática como factor edipizante, de donde resulta un Edipo específicamente científico)[285]. Y al canto del Lautréamont que se eleva alrededor del polo paranoico-edípico-narcisista, Oh, matemáticas severas… jAritmética!¡álgebra!¡geometría!¡trinidad grandiosa!¡triángulo luminoso!, se opone otro canto, ¡Oh, matemáticas esquizofrénicas, incontrolables y locas máquinas deseantes!…
En la formación de soberanía capitalista (cuerpo lleno del capital-dinero como socius), la gran axiomática social ha reemplazado a los códigos territoriales y a las sobrecodificaciones despóticas que caracterizaban a las formaciones precedentes; además, se ha formado un conjunto gregario, molar, cuyo sometimiento no tiene igual. Hemos visto sobre qué bases funcionaba este conjunto: todo un campo de inmanencia que se reproduce a una escala siempre mayor, que no cesa de multiplicar sus axiomas cuando los necesita y se llena de imágenes y de imágenes de imágenes, a través de las cuales el deseo se ve determinado a desear su propia represión (imperialismo) — una descodificación y una desterritorialización sin precedentes, que instauran una conjugación como sistema de relaciones diferenciales entre los flujos descodificados y desterritorializados, de tal modo que la inscripción y la represión sociales ni siquiera necesitan dirigirse directamente a los cuerpos y a las personas, pues, al contrario, los preceden (axiomática, regulación y aplicación) — una plusvalía determinada como plusvalía de flujo, cuya extorsión no se realiza por simple diferencia aritmética entre dos cantidades homogéneas y del mismo código, sino precisamente por relaciones diferenciales entre tamaños heterogéneos que no tienen el mismo poder: flujo de capital y flujo de trabajo como plusvalía humana en la esencia industrial del capitalismo, flujo de financiación y flujo de pago o de ingresos en la inscripción monetaria del capitalismo, flujo de mercado y flujo de innovación como plusvalía maquínica en el funcionamiento comercial y bancario del capitalismo (plusvalía como primer aspecto de la inmanencia) — una clase dominante tanto más implacable que no pone la máquina a su servicio, sino, al contrario, es la sirviente de la máquina capitalista: clase única en este sentido, contentándose, por su parte, con sacar rentas que, por enormes que sean, no contengan una diferencia aritmética con las rentas-salarios de los trabajadores, mientras que funciona más profundamente como creadora, reguladora y mantenedora del gran flujo no apropiado, no poseído, inconmensurable con los salarios y los beneficios, y señala a cada instante los límites interiores del capitalismo, su desplazamiento perpetuo y su reproducción a una escala ampliada (juego de los límites interiores como segundo aspecto del campo de inmanencia capitalista, definido por la relación circular «gran flujo de financiación-reflujo de las rentas salariales-aflujo del beneficio bruto») — la efusión de la antiproducción en la producción, como realización o absorción de la plusvalía, de tal modo que el aparato militar, burocrático y policíaco se halla basado en la economía misma y produce directamente catexis libidinales de la represión de deseo (antiproducción como tercer aspecto de la inmanencia, expresando la doble naturaleza del capitalismo, producir por producir, pero en las condiciones del capital). No hay uno solo de esos aspectos, ni la menor operación, ni el menor mecanismo industrial o financiero que no manifiesten la demencia de la máquina capitalista y el carácter patológico de su racionalidad (no del todo falsa racionalidad, sino verdadera racionalidad de esta patología, de esta demencia, «pues la máquina funciona, estén seguros de ello»). No corre el riesgo de volverse loca, pues de un cabo a otro ya lo está desde el principio y de ahí surge su racionalidad. El humor negro de Marx, la fuente del Capital, radica en su fascinación por semejante máquina: cómo ha podido montarse eso, sobre qué fondo de descodificación y de desterritorialización, cómo funciona, siempre más descodificado, siempre más desterritorializado, cómo funciona eso siendo tanto más duro por la axiomática, por la conjugación de los flujos, cómo produce la terrible clase única de los buenos hombres grises que mantienen la máquina, cómo no corre el riesgo de morir completamente solo, en vez de hacernos morir, al suscitar hasta el final catexis de deseo que ni siquiera pasan por una ideología engañosa y subjetiva y nos hacen gritar hasta el final ¡Viva el capital en su realidad, en su disimulación objetiva! Nunca ha habido, salvo en la ideología, un capitalismo humano, liberal, paternal, etc. El capitalismo se define por una crueldad incomparable al sistema primitivo de crueldad, por un terror incomparable al régimen despótico de terror. Los aumentos de salarios, la mejora del nivel de vida son realidades, pero realidades que se originan en tal o cual axioma suplementario que el capitalismo siempre tiene la capacidad de añadir a su axiomática en función de un ensanchamiento de sus límites (hagamos el New Deal, queramos y reconozcamos sindicatos fuertes, promovamos la participación, la clase única, demos un paso hacia Rusia que da tantos hacia nosotros, etc.). Sin embargo, en la realidad ensanchada que condiciona esos islotes, la explotación no deja de endurecerse, la carencia es habilitada del modo más sabio, las soluciones finales del tipo «problema judío» son preparadas muy minuciosamente, el tercer mundo es organizado como una parte integrante del capitalismo. La reproducción de los límites interiores del capitalismo a una escala siempre más amplia tiene varias consecuencias: permitir al centro los aumentos y mejoras de nivel, desplazar las formas más duras de explotación del centro a la periferia, pero también multiplicar en el centro mismo los enclaves de sobreexplotación, soportar fácilmente las formaciones llamadas socialistas (no es el socialismo al modo kibbutz lo que molesta al Estado sionista, como tampoco el socialismo ruso molesta al capitalismo mundial). No es a través de una metáfora que lo constatamos: las fábricas son prisiones, no se parecen a prisiones, lo son.
Todo es demente en el sistema: la máquina capitalista se alimenta de flujos descodificados y desterritorializados; los descodifica y los desterritorializa aún más, pero haciéndolos pasar por un aparato axiomático que los conjuga y que, en los puntos de conjugación, produce seudo-códigos y re-territorializaciones artificiales. En este sentido, la axiomática capitalista no puede arreglárselas sin suscitar siempre nuevas territorialidades y resucitar nuevos Urstaat despóticos. El gran flujo mutante del capital es pura desterritorialización, pero efectúa otras tantas re-territorializaciones cuando se convierte en reflujo de medios de pago. El tercer mundo está desterritorializado con respecto al centro del capitalismo, pero pertenece al capitalismo, es de él una mera territorialidad periférica. Las catexis preconscientes de clase y de interés abundan. En primer lugar, los capitalistas tienen interés en el capitalismo. Consideramos una constatación tan simple por algo más: los capitalistas sólo están interesados por la punción de beneficios que sacan de él y que, por enorme que sea, no define al capital ismo. Y para lo que define el capitalismo, para lo que condiciona el beneficio, tienen una catexis de deseo, de naturaleza distinta, libidinal-inconsciente, que no se explica simplemente por los beneficios condicionados, sino, al contrario, explica que un pequeño capitalista, sin grandes beneficios y esperanzas, mantenga íntegramente el conjunto de sus catexis: la libido para el gran flujo no convertible en tanto que tal, «no posesión y no riqueza» — como dice Bernard Schmitt que, entre los economistas modernos, tiene para nosotros la ventaja incomparable de proporcionar una interpretación delirante de un sistema económico exactamente delirante (al menos, va hasta el final). En una palabra, una libido verdaderamente inconsciente, un amor desinteresado: esta máquina es formidable. Desde ese momento, y siempre a partir de la constatación tautológica de hace un rato, comprendemos que hombres cuyas catexis preconscientes de interés no van, o no deberían ir en el sentido del capitalismo, mantengan una catexis libidinal inconsciente adecuada al capitalismo o que apenas le amenaza. Sea que arrinconen, localicen su interés preconsciente en el aumento de salario y en la mejora del nivel de vida; con poderosas organizaciones que los representan y que se vuelven malas desde el momento que se pone en duda la naturaleza de los fines («Vemos claramente que no sois obreros, no tenéis ni idea de las luchas reales, ataquemos los beneficios para una mejor gestión del sistema, vote por un París limpio, Bienvenido Señor Brejnev»). ¿Cómo no hallaríamos su interés en el agujero que se ha cavado él mismo, en el seno del sistema capitalista? Sea el segundo caso: hay verdaderamente catexis de interés nueva, nuevos fines, que suponen un cuerpo distinto que el del capital-dinero, los explotados toman conciencia de su interés preconsciente y éste es verdaderamente revolucionario, gran corte del punto de vista del preconsciente. Pero no basta que la libido cargue un nuevo cuerpo social correspondiente a estos nuevos fines para que efectúe al nivel del inconsciente un corte revolucionario que tenga el mismo modo que el del preconsciente. Precisamente, ambos niveles no tienen el mismo modo. El nuevo socius cargado como cuerpo lleno por la libido puede funcionar muy bien como una territorialidad autónoma, pero presa y enclavada en la máquina capitalista y localizable en el campo de su mercado. Pues el gran flujo del capital mutante empuja sus límites, añade nuevos axiomas, mantiene al deseo en el marco móvil de sus límites ampliados. Puede haber en él un corte revolucionario preconsciente sin corte revolucionario libidinal e inconsciente real. O más bien el orden de cosas es el siguiente: hay primero corte revolucionario libidinal real, luego se escurre en un simple corte revolucionario de los fines y de interés, por último, reforma una territorialidad tan sólo específica, un cuerpo específico sobre el cuerpo lleno del capital. Los grupos sometidos no cesan de derivar de los grupos sujetos revolucionarios. Un axioma más. No es más complicado que para la pintura abstracta. Todo empieza con Marx, prosigue con Lenin y se acaba con «Bienvenido Sr. Brejnev». ¿Se trata aún de los revolucionarios que hablan a un revolucionario, o de una aldea que reclama un nuevo comisario? Y si nos preguntamos cuando ello empezó a ir mal ¿hasta dónde debemos remontar, hasta Lenin, hasta Marx? Las catexis diversas y opuestas pueden coexistir en complejos que no son los de Edipo, pero que conciernen al campo social histórico, sus conflictos y sus contradicciones preconscientes e inconscientes y de los que tan sólo podemos decir que se vuelcan sobre Edipo, Marx-padre, Lenin-padre, Brejnev-padre. Cada vez la gente cree menos en ello, pero eso no tiene importancia, puesto que el capitalismo es como la religión cristiana, vive precisamente de la falta de creencia, no la necesita — pintura abigarrada de todo lo que se ha creído.
Pero también lo inverso es cierto, el capitalismo no cesa de huir por todos los cabos. Sus producciones, su arte, su ciencia forman flujos descodificados y desterritorializados que no se someten solamente a la axiomática correspondiente, pues hacen pasar algunas de sus corrientes a través de las mallas de la axiomática, por debajo de las recodificaciones y de las re-territorializaciones. A su vez grupos sujetos se derivan por ruptura de los grupos sometidos. El capitalismo no cesa de agarrotar los flujos, de cortarlos y de retroceder el corte, pero éstos no cesan de expansionarse y de cortarse a sí mismos según esquizias que se vuelven contra el capital ismo y lo entallan. Siempre preparado para ensanchar sus límites interiores, el capitalismo permanece amenazado por un límite exterior que corre el riesgo de llegarle y hendirle desde dentro cuanto más se ensanchen los límites interiores. Por ello, las líneas de fuga son singularmente creadoras y positivas: constituyen una catexis del campo social, no menos completa, no menos total que la catexis contraria. La catexis paranoica y la catexis esquizoide son como dos polos opuestos de la catexis libidinal inconsciente, uno de los cuales subordina la producción deseante a la formación de soberanía y al conjunto gregario que se desprende, y el otro efectúa la subordinación inversa, invierte el poder y somete el conjunto gregario a las multiplicidades moleculares de las producciones de deseo. Y si es cierto que el delirio es coextensivo al campo social, vemos en todo delirio coexistir los dos polos y vemos coincidir fragmentos de catexis esquizoide revolucionaria con bloques de catexis paranoica reaccionaria. La oscilación entre los dos polos es incluso constitutiva del delirio. Sin embargo, ocurre que la oscilación no es idéntica y que el polo esquizoide es más bien potencial con respecto al polo paranoico actual (¿cómo contar con el arte y la ciencia de otro modo que como potencialidades, ya que su misma actualidad es fácilmente controlada por las formaciones de soberanía?). Los dos polos de catexis libidinal inconsciente no tienen la misma relación, ni la misma forma de relación, con las catexis preconscientes de interés. Por un lado, en efecto, la catexis de interés oculta primordialmente a la catexis paranoica de deseo y la refuerza tanto como la oculta: recubre su carácter irracional bajo un orden existente de intereses, de causas y de medios, de fines y de razones; o bien suscita y crea esos intereses que racionalizan la catexis paranoica; o, aún más, una catexis preconsciente efectivamente revolucionaria mantiene íntegramente una catexis paranoica al nivel de la libido, en tanto que el nuevo socius continúa subordinándose toda la producción de deseo en nombre de los intereses superiores de la revolución y de los encadenamientos inevitables de la causalidad. En el otro caso, es preciso que el interés preconsciente descubra, al contrario, la necesidad de una catexis de otra clase y que efectúe una especie de ruptura de causalidad como un cuestionamiento de los fines e intereses. Ya no estamos ante el mismo problema: no basta con construir un nuevo socius como cuerpo lleno, hay que pasar a la otra cara de este cuerpo lleno social donde se ejercen y se inscriben las formaciones moleculares de deseo que deben dominar al nuevo conjunto molar. Sólo ahí llegamos al corte y a la catexis revolucionarios inconscientes de la libido. Ahora bien, eso no puede realizarse más que al precio y gracias a una ruptura de la causalidad. El deseo es un exilio, el deseo es un desierto que atraviesa el cuerpo sin órganos y nos obliga a pasar de una de sus caras a otra. Nunca un exilio individual, nunca un desierto personal, siempre un exilio y un desierto colectivos. Es demasiado evidente que la suerte de la revolución está ligada únicamente al interés de las masas explotadas y dominadas. Pero el problema radica en la naturaleza de ese lazo, como lazo causal determinado o como vínculo de cualquier otra clase. Se trata de saber cómo se realiza un potencial revolucionario, en su relación misma con las masas explotadas o los «eslabones más débiles» de un sistema dado. ¿Estas o éstos actúan en su lugar, en el orden de las causas y de los fines que promueven un nuevo socius, o, al contrario, son el lugar y el agente de una irrupción súbita e inesperada, irrupción de deseo que rompe con las causas y los fines y vuelve al socius sobre su otra cara? En los grupos sometidos, el deseo aún se define por un orden de causas y fines y él mismo teje todo un sistema de relaciones macroscópicas que determinan a los grandes conjuntos bajo una formación de soberanía. Los grupos sujetos tienen, al contrario, por única causa una ruptura de causalidad, una línea de fuga revolucionaria; y, aunque podamos y debamos asignar en las series causales los factores objetivos que han hecho posible tal ruptura, como los eslabones más frágiles, sólo lo que pertenece al orden del deseo y de su irrupción da cuenta de la realidad que toma en tal momento, en tal lugar[286]. Vemos claramente cómo todo puede coexistir y mezclarse: en el «corte leninista», cuando el grupo bolchevique o al menos una parte de ese grupo se da cuenta de la posibil idad inmediata de una revolución proletaria que no seguiría el orden causal previsto por las relaciones de fuerzas, sino que precipitaría las cosas de un modo singular al hundirse en una brecha (la fuga o el «derrotismo revolucionario»), todo coexiste en verdad: catexis preconscientes aún vacilantes en algunos que no creen en esta posibilidad, catexis preconscientes revolucionarias en los que «ven» la posibilidad de un nuevo socius pero lo mantienen en una causalidad molar que ya convierte al partido en una nueva forma de soberanía, por último, catexis revolucionarias inconscientes que efectúan una verdadera ruptura de causalidad en el orden del deseo. Y en los mismos hombres pueden coexistir en tal o cual momento los tipos de catexis más diversos, los dos tipos de grupos pueden interpenetrarse. Ocurre que los dos grupos son como el determinismo y la libertad en Kant: tienen el mismo «objeto» y nunca la producción social es algo distinto de la producción deseante, y a la inversa, pero no tienen la misma ley o el mismo régimen. La actualización de una potencialidad revolucionaria se explica menos por el estado de causalidad preconsciente, en el que, sin embargo, es comprendida, que por la efectividad de un corte libidinal en un momento preciso, esquizia cuya única causa es el deseo, es decir, la ruptura de causalidad que obliga a volver a escribir la historia en lo real mismo y produce ese momento extrañamente polívoco en el que todo es posible. Por supuesto, la esquizia ha sido preparada por un trabajo subterráneo de las causas, de los fines y de los intereses; por supuesto, este orden de las causas corre el riesgo de encerrarse y de obstruir la brecha en nombre del nuevo socius y de sus intereses. Por supuesto, siempre podemos decir después que la historia nunca ha dejado de regirse por las mismas leyes de conjunto y de los grandes números. Ocurre que la esquizia no ha llegado a la existencia más que por un deseo sin finalidad y sin causa que la trazaba y la desposaba. Imposible sin el orden de las causas, no se vuelve real más que por algo de otro orden: el Deseo, el deseo-desierto, la catexis de deseo revolucionaria. Y eso es lo que mina al capitalismo: ¿de dónde vendrá la revolución y bajo qué forma en las masas explotadas? Es como la muerte: ¿dónde, cuándo? Un flujo descodificado, desterritorializado, que mana demasiado lejos, que corta demasiado fino, escapando a la axiomática del capitalismo. ¿Un Castro, un árabe, un pantera negra, un chino en el horizonte? ¿Un Mayo 68, un maoísta del interior, colocado como el anacoreta sobre una chimenea de una fábrica? Siempre añadir un axioma para obstruir la brecha precedente, los coroneles fascistas leen a Mao, ya no se dejarán coger, Castro se ha vuelto imposible, incluso con respecto a sí mismo, se aíslan las vacuolas, se hacen ghettos, se llama a los sindicatos para que ayuden, se inventan las formas más siniestras de la «disuasión», se refuerza la represión de interés — pero, ¿de dónde vendrá la nueva irrupción de deseo? [287]
Los que hasta aquí nos hayan leído tal vez tengan muchos reproches por hacernos: creer demasiado en las puras potencialidades del arte e incluso de la ciencia; negar o minimizar el papel de las clases y de la lucha de clases; militar por un irracionalismo del deseo; identificar al revolucionario con el esquizo; caer en todas estas conocidas trampas, demasiado conocidas. Sería una mala lectura, y no sabemos qué vale más, si una mala lectura o no leer nada. Seguramente, hay otros reproches más graves en los que no hemos pensado. Mas, en cuanto a los precedentes, decimos, en primer lugar, que el arte y la ciencia tienen una potencialidad revolucionaria, y no otra cosa, y que esta potencialidad aparece tanto más cuanto uno menos se pregunta por lo que quieren decir, desde el punto de vista de los significados o de un significante forzosamente reservado a los especialistas; además, hacen pasar en el socius flujos cada vez más descodificados y desterritorializados, sensibles a todo el mundo, que obligan a la axiomática social a complicarse cada vez más, a saturarse más, hasta el punto que el artista y el sabio pueden estar determinados a ir a dar a una situación objetiva revolucionaria en reacción a las planificaciones autoritarias de un Estado por esencia incompetente y sobre todo castrador (pues el Estado impone un Edipo propiamente artístico, un Edipo propiamente científico). En segundo lugar, no hemos minimizado en modo alguno la importancia de las catexis preconscientes de clase y de interés, que están basadas en la infraestructura misma; pero les concedemos tanta más importancia en cuanto son en la infraestructura el índice de catexis libidinales de otra naturaleza y pueden conciliarse u oponerse a ellas. Lo cual no es más que un modo de plantear la cuestión «¿Cómo puede ser traicionada la revolución?», una vez dicho que las traiciones no esperan, sino que están ahí desde el principio (mantenimiento de catexis paranoicas inconscientes en los grupos revolucionarios). Y si invocamos al deseo como instancia revolucionaria es porque creemos que la sociedad capitalista puede soportar muchas manifestaciones de interés, pero ninguna manifestación de deseo, pues ésta bastaría para hacer estallar sus estructuras básicas, incluso al nivel de la escuela materna. Creemos en el deseo como en lo irracional de toda racionalidad y no porque sea carencia, sed o aspiración, sino porque es producción de deseo y deseo que produce, real-deseo o real en sí mismo. Por último, no pensamos en modo alguno que el revolucionario sea esquizofrénico o a la inversa. Al contrario, nunca hemos dejado de distinguir al esquizofrénico como entidad de la esquizofrenia como proceso; ahora bien, ésta no puede definirse más que con respecto a las detenciones, a las continuaciones en el vacío o a las ilusiones finalistas que la represión impone al propio proceso. Por ello hemos hablado tan sólo de un polo esquizoide en la catexis libidinal del campo social, para evitar en lo posible la confusión del proceso esquizofrénico con la producción de un esquizofrénico. El proceso esquizofrénico (polo esquizoide) es revolucionario, en el mismo sentido en que el procedimiento paranoico es reaccionario y fascista; y, desembarazadas de todo familiarismo, no son estas categorías psiquiátricas las que deben hacernos comprender las determinaciones económico políticas, sino exactamente al contrario.
Además, y sobre todo, no buscamos ninguna escapatoria al decir que el esquizoanálisis en tanto que tal no tiene estrictamente ningún programa político por proponer. Si tuviese uno, sería a la vez grotesco e inquietante. No se toma por un partido, ni siquiera por un grupo, y no pretende hablar en nombre de las masas. No podemos considerar que se elabore un programa político en el marco del esquizoanálisis. Por último, es algo que no pretende hablar en hombre de cualquier cosa, ni siquiera y sobre todo en nombre del psicoanálisis: nada más que impresiones, impresión de que algo anda mal en el psicoanálisis y que anda mal desde el principio. Todavía somos demasiado competentes, querríamos hablar en nombre de una incompetencia absoluta. Alguien nos ha preguntado si habíamos visto alguna vez a un esquizofrénico, y no, nunca lo hemos visto. Si alguien encuentra que en el psicoanálisis algo va bien, no hablamos para él y para él retiramos todo lo que hemos dicho. Entonces, ¿cuál es la relación del esquizoanálisis con la política, por una parte, y con el psicoanálisis, por otra? Todo gira alrededor de las máquinas deseantes y de la producción de deseo. El esquizoanálisis en tanto que tal no plantea el problema de la naturaleza del socius que debe surgir de la revolución; no pretende en modo alguno equivaler a la revolución misma. Dado un socius, tan sólo pregunta qué lugar reserva a la producción deseante, qué papel motor tiene el deseo, bajo qué formas se realiza la conciliación del régimen de la producción deseante con el régimen de la producción social, puesto que de cualquier modo es la misma producción, pero bajo dos regímenes diferentes —si hay, pues, en ese socius como cuerpo lleno, posibilidad de pasar de una cara a otra, es decir, de la cara donde se organizan los conj untos molares de producción social a esta otra cara no menos colectiva donde se forman las multiplicidades moleculares de producción deseante — si tal socius puede, y hasta qué punto, soportar la inversión de poder que hace que la producción deseante se someta la producción social, y sin embargo no la destruya, puesto que es la misma producción bajo la diferencia de régimen — si hay, y cómo, formación de grupos sujetos, etc. Y si se nos responde que reclamamos los famosos derechos a la pereza, o a la improductividad, o a la producción de sueños y fantasmas, una vez más estaremos muy contentos, puesto que no hemos cesado de decir lo contrario: que la producción deseante producía lo real y que el deseo tenía muy poco que ver con el fantasma y el sueño. Al contrario que Reich, el esquizoanálisis no realiza ninguna distinción de naturaleza entre la economía política y la economía libidinal. Tan sólo pregunta cuáles son en un socius los índices maquínicos, sociales y técnicos, que se abren a las máquinas deseantes, que entran en las piezas, engranajes y motores de éstas, en tanto que hacen entrar a éstas en sus propias piezas, engranajes y motores. Cada uno sabe que un esquizo es una máquina; todos los esquizos lo dicen y no sólo el pequeño Joey. La cuestión radica en saber si los esquizofrénicos son las máquinas vivientes de un trabajo muerto, que entonces se opone a las máquinas muertas del trabajo viviente tal como se organiza en el capitalismo. O bien, al contrario, si máquinas deseantes, técnicas y sociales se abrazan en un proceso de producción esquizofrénica que, desde ese momento, ya no tiene que producir esquizofrénicos. Cuando Maud Mannoni en su Lettre aux ministres escribe: «uno de estos adolescentes, declarado inepto en los estudios, sigue una clase de 3.° muy bien con la condición de que haga mecánica. La mecánica le apasiona. El garagista ha sido su mejor cuidador. Si le quitamos la mecánica se volverá esquizofrénico», no tiene la intención de alabar la ergoterapia, ni las virtudes de la adaptación social. Señala el punto donde la máquina social, la máquina técnica, la máquina deseante se abrazan estrechamente y comunican sus regímenes. Pregunta si esta sociedad es capaz de esto, y lo que vale si no es capaz de ello. Y ése es el sentido de las máquinas sociales, técnicas, científicas, artísticas, cuando son revolucionarias: formar máquinas deseantes de las que ya son índice en su propio régimen, al mismo tiempo que las máquinas deseantes las forman, en su régimen y como posición de deseo.
¿Cuál es, por último, la oposición entre el esquizoanálisis y el psicoanálisis, en el conjunto de sus tareas negativas y positivas? No hemos cesado de oponer dos clases de inconsciente o dos interpretaciones del inconsciente: una, esquizoanalítica, la otra, psicoanalítica; una, esquizofrénica, la otra, neurótico-edípica; una abstracta y no figurativa, y la otra imaginaria; pero, también, una realmente concreta y la otra simbólica; una maquínica y la otra estructural; una molecular, micropsíquica y micrológica, la otra molar o estadística; una material y la otra ideológica; una productiva y la otra expresiva. Hemos visto cómo la tarea negativa del esquizoanálisis debía ser violenta, brutal: desfamiliarizar, desedipizar, descastrar, desfalizar, deshacer teatro, sueño y fantasma, descodificar, desterritorializar — un horroroso raspado, una actividad malévola. Pero todo se realiza al mismo tiempo. Pues, al mismo tiempo, el proceso se libera, proceso de la producción deseante siguiendo sus líneas de fuga moleculares que ya definen la tarea mecánica del esquizoanalista. Y, aún así, las líneas de fuga son plenas catexis molares o sociales que muerden todo el campo social: de tal modo que la tarea del esquizoanálisis consiste, en fin, en descubrir en cada caso la naturaleza de las catexis libidinales del campo social, sus posibles conflictos interiores, sus relaciones con las catexis preconscientes del mismo campo, sus posibles conflictos con éstas, en una palabra, todo el juego de las máquinas deseantes y de la represión de deseo. Realizar el proceso, no detenerlo, ni hacerlo girar en el vacío, ni darle una finalidad. Nunca se irá bastante lejos en la desterritorialización, en la descodificación de los flujos. Pues la nueva tierra («En verdad, la tierra se convertirá un día en un lugar de curación») no está en las re-territorializaciones neuróticas o perversas que detienen el proceso o le fijan fines, ya no está ni más atrás ni más adelante, coincide con la realización del proceso de la producción deseante, ese proceso que siempre se halla ya realizado en tanto procede y mientras procede. Nos queda por ver, pues, cómo proceden efectiva, simultáneamente, estas diversas tareas del esquizoanálisis.