CAPITULO IV
INTRODUCCIÓN AL ESQUIZOANÁLISIS

El campo social

¿Quién es primero, la gallina o el huevo? O ¿el padre y madre o el hijo? Para el psicoanálisis parece que sea el hijo (el padre no está enfermo más que de su propia infancia), pero al mismo tiempo se ve obligado a postular una preexistencia parental (no se es hijo más que con respecto a un padre y una madre). Ello se ve claramente en la posición original de un padre de la horda. El propio Edipo no sería nada sin las identificaciones de los padres en los hijos; y no se puede ocultar que todo empieza en la cabeza del padre: ¿esto es lo que tú quieres, matarme, acostarte con tu madre?… Primero es una idea del padre: Layo. El padre arma un jaleo de espanto y enarbola la ley (la madre está más bien complaciente: no hay que hacer de ello una historia, es un sueño, una territorialidad…). Lévi-Strauss dice con acierto: «El motivo inicial del mito de referencia consiste en un incesto con la madre del que se hace culpable al héroe. Sin embargo, esta culpabilidad parece que existe sobre todo en la mente del padre, que desea la muerte del hijo y se las ingenia para provocarla… A fin de cuentas el padre es considerado como culpable: culpable de haber querido vengarse. Y él es el que será muerto. Esta curiosa indiferencia frente al incesto aparece en otros mitos»[219]. Edipo es primero una idea de paranoico adulto, antes de ser un sentimiento infantil de neurótico. Así el psicoanálisis sale mal parado de una regresión infinita: el padre ha tenido que ser hijo, pero no ha podido serlo más que con respecto a un padre, que asimismo fue hijo, con respecto a otro padre.

¿Cómo empieza un delirio? Es posible que el cine pueda captar el movimiento de la locura, precisamente porque no es analítico ni regresivo: explora un campo global de coexistencia. Un film de Nicolas Ray, que se considera que representa un delirio a la cortisona: un padre con pluriempleo, profesor de colegio, que hace horas extras en una estación de radio-taxi, tratado por desórdenes cardíacos. Empieza a delirar sobre el sistema de educación en general, la necesidad de restaurar una raza pura, la salvación del orden moral, luego pasa a la religión, la conveniencia de un retorno a la Biblia, Abraham… Pero ¿qué ha hecho Abraham? Toma, precisamente mató o quiso matar a su hijo, y tal vez la única equivocación de Dios fue la de detener su brazo. ¿Pero él, el protagonista del film, no tiene también un hijo? Vaya, vaya… Lo que el film muestra tan claramente, para vergüenza de los psiquiatras, es que todo delirio es primero catexis de un campo social, económico, político, cultural, racial y racista, pedagógico, religioso: el delirante aplica a su familia y a su hijo un delirio que les desborda por todos lados. Joseph Gabel al presentar un delirio paranoico con un fuerte contenido político-erótico y de reforma social, cree posible decir que tal caso es raro y que, por otra parte, sus orígenes no son reconstituíbles[220]. Sin embargo, es evidente que no hay un solo delirio que no posea eminentemente esta característica y que no sea originalmente económico, político, etc., antes de ser aplastado en el molinillo psiquiátrico y psicoanalítico. No es Schreber quien lo desmentirá (ni su padre, inventor del Pangymnasticon y de un sistema general pedagógico). Entonces, todo cambia: la regresión infinita nos obliga a postular una primacía del padre, pero una primacía siempre relativa e hipotética que nos hacía ir hasta el infinito, a menos que saltásemos a la posición de un padre absolutamente primero; sin embargo, está bastante claro que el punto de vista de la regresión es el fruto de la abstracción. Cuando decimos: el padre es primero con respecto al hijo, esta proposición en sí misma desprovista de sentido quiere decir concretamente: las catexis sociales son primeras con respecto a las catexis familiares, que nacen tan sólo de la aplicación o de la proyección de aquellas. Decir que el padre es primero con respecto al hijo es decir, en verdad, que la catexis de deseo es en primer lugar la de un campo social en el que el padre y el hijo están sumergidos, simultáneamente sumergidos. Volvamos a tomar el ejemplo de los habitantes de las islas Marquesas, analizado por Kardiner: éste distingue entre una ansiedad alimenticia adulta ligada a una carestía endémica y una ansiedad alimenticia infantil ligada a la deficiencia de cuidados maternos[221]. No sólo no podemos derivar la primera de la segunda, sino que ni siquiera podemos considerar, como hace Kardiner, que la catexis social correspondiente a la primera venga después de la catexis infantil de la segunda. Pues lo cargado en la segunda ya es una determinación del campo social, a saber, la rareza de las mujeres que explica que los adultos no menos que los niños «desconfíen de ellas». En una palabra, lo que el niño carga a través de la experiencia infantil, el seno materno y la estructura familiar, ya es un estado de los cortes y de los flujos del campo social en su conjunto, flujo de mujeres y de alimentos, registros y distribuciones. Nunca el adulto es un «después» del niño: ambos apuntan en la familia a las determinaciones del campo en el que ella y ellos se bañan simultáneamente.

De ahí la necesidad de mantener tres conclusiones: — 1.° Desde el punto de vista de la regresión, que no tiene más sentido que el hipotético, el padre es primero con respecto al hijo. Es el padre paranoico el que edipiza al hijo. La culpabilidad es una idea proyectada por el padre antes de ser un sentimiento interior sentido por el hijo. La primera equivocación del psicoanálisis radica en actuar como si las cosas empezasen con el niño. Ello empuja al psicoanálisis a desarrollar una absurda teoría del fantasma, según la cual el padre, la madre, sus acciones y pasiones reales, deben ser comprendidos primero como «fantasmas» del niño (abandono freudiano del tema de la seducción). — 2.° Si la regresión tomada absolutamente se revela inadecuada es debido a que nos encierra en la simple reproducción o generación. Y aun, con los cuerpos orgánicos y las personas organizadas, no alcanza más que el objeto de la reproducción. Sólo el punto de vista del ciclo es categórico y absoluto, ya que llega a la producción como sujeto de la reproducción, es decir, al proceso de auto-producción del inconsciente (unidad de la historia y de la Naturaleza, del Homo natura y del Homo historia). No es, desde luego, la sexualidad la que está al servicio de la generación, es la generación progresiva o regresiva la que está al servicio de la sexualidad como movimiento cíclico mediante el cual el inconsciente, permaneciendo siempre «sujeto», se reproduce a sí mismo. No hay motiva, entonces, para preguntarse quién es primero, si el padre o el hijo, ya que tal cuestión no se plantea más que en el marco del familiarismo. Lo primero es el padre con respecto al hijo, pero tan sólo porque primero es la catexis social con respecto a la catexis familiar, lo primero es la catexis del campo social en el que el padre, el niño, la familia como subconjunto, están al mismo tiempo sumergidos. La primacía del campo social como término de la catexis de deseo define el ciclo y los estados por los que pasa un sujeto. La segunda equivocación del psicoanálisis, en el mismo momento en que acababa la separación entre sexualidad y reproducción, es la de haber quedado prisionero de un familiarismo impenitente que lo condenaba a evolucionar en el único movimiento de la regresión o de la progresión (incluso la concepción psicoanalítica de la repetición permanecía prisionera de tal movimiento). — 3.° Por último, el punto de vista de la comunidad, que es disyuntivo o da cuenta de las disyunciones en el ciclo. No es sólo la generación secundaria con respecto al ciclo: la transmisión es secundaria con respecto a una información o comunicación. La revolución genética se realizó cuando se descubrió que no hay transmisión de flujo propiamente hablando, sino comunicación de un código o de una axiomática, de una combinatoria que informa los flujos. Lo mismo ocurre en el campo social: su codificación o su axiomática definen primero una comunicación de los inconscientes. Este fenómeno de la comunicación que Freud encontró de forma marginal, en sus observaciones sobre el ocultismo, constituye de hecho la norma y rechaza a un segundo plano los problemas de transmisión hereditaria que agitaban la polémica Freud-Jung[222]. Sucede que, en el campo social común, la primera cosa que el hijo reprime, o ha de reprimir, o intenta reprimir, es el inconsciente del padre y de la madre. El fracaso de esa represión es la base de las neurosis. Pero esta comunicación de los inconscientes no tiene a la familia por principio, tiene por principio a la comunidad del campo social en tanto que objeto de la catexis de deseo. En todos los aspectos, la familia nunca es determinante, sino determinada, primero como estímulo de partida, a continuación como conjunto de llegada, por último como intermediaria o intercepción de comunicación.

Si la catexis familiar es tan sólo una dependencia o una aplicación de las catexis inconscientes del campo social — y si es cierto respecto al niño tanto como al adulto; si es cierto que el niño, a través de la territorialidad-mamá y la ley-papá, tiende ya a las esquizias y a los flujos codificados o axiomatizados del campo social —, debemos hacer pasar la diferencia esencial por el seno de ese campo. El delirio es la matriz general de toda catexis social inconsciente. Toda catexis inconsciente moviliza un juego de retiros de catexis, de contracatexis, de sobrecatexis. Sin embargo, hemos visto que en ese sentido había dos grandes tipos de catexis social, segregativo y nómada, como dos polos del delirio: un tipo o polo paranoico fascista, que carga la formación de soberanía central, la sobrecarga al convertirla en la causa final eterna de todas las otras formas sociales de la historia, contracarga los enclaves y la periferia, descarga toda libre figura del deseo — sí, soy de los vuestros, de la clase y raza superior. Y un tipo o polo esquizo-revolucionario que sigue las líneas de fuga del deseo, pasa el muro y hace pasar los flujos, monta sus máquinas y sus grupos en fusión, en los enclaves o en la periferia, procediendo a la inversa del precedente: no soy de los vuestros, desde la eternidad soy de la raza inferior, soy una bestia, un negro. La gente honesta me dice que no hay que huir, que no está bien, que es ineficaz, que hay que trabajar para lograr reformas. Mas el revolucionario sabe que la huida es revolucionaria, with-drawal, freaks, con la condición de arrancar el mantel o de hacer huir un cabo del sistema. Pasar el muro, aunque uno tenga que hacerse negro a la manera de John Brown. George Jackson: «Es posible que yo huya, pero a lo largo de toda mi huida busco un arma». Sin duda, hay sorprendentes oscilaciones del inconsciente, de uno a otro de los polos del delirio: la manera como se desprende una potencia revolucionaria inesperada, a veces incluso en el seno de los peores arcaísmos; a la inversa, el modo como cambia o se vuelve fascista, como se convierte de nuevo en arcaísmo. Sigamos con ejemplos literarios: el caso Céline, el gran delirante que evoluciona comunicando cada vez más con la paranoia del padre. El caso Kerouac, el artista de los medios más sobrios, el que realizó una «huida» revolucionaria y se halla en pleno sueño de la gran América, y luego en busca de sus antepasados bretones de raza superior. ¿No será destino de la literatura americana el franquear límites y fronteras, el hacer pasar los flujos desterritorializados del deseo, pero acarreando siempre territorialidades moralizantes, fascistas, puritanas y familiaristas? Estas oscilaciones del inconsciente, estos pasos subterráneos de un tipo a otro en la catexis libidinal, a menudo la coexistencia de ambos, forman uno de los objetos principales del esquizo-análisis. Los dos polos unidos por Artaud en la fórmula mágica: Heliogábalo-anarquista, «la imagen de todas las contradicciones humanas y de la contradicción en el principio.» Pero ningún paso impide o suprime la diferencia de naturaleza existente entre ambos, nomadismo y segregación. Si podemos definir esta diferencia como la que separa paranoia y esquizofrenia es porque, por una parte, hemos distinguido el proceso esquizofrénico («la abertura») de los accidentes y recaídas que lo traban o lo interrumpen («el hundimiento»), por otra parte, porque hemos colocado a la paranoia no menos que a la esquizofrenia como independientes de toda seudoetiología familiar, para hacerlas recaer directamente en el campo social: los nombres de la historia y no el nombre del padre. Es la naturaleza de las catexis familiares, al contrario, la que depende de los cortes y los flujos del campo social tal como están cargados bajo un tipo u otro, de un polo al otro. Y el niño no espera a ser adulto para captar bajo el padre-madre los problemas económicos, financieros, sociales, culturales que atraviesa una familia: su pertenencia o su deseo de pertenecer a una «raza» superior o inferior, el tenor reaccionario o revolucionario de un grupo familiar con el que ya prepara sus rupturas y sus conformidades. Qué fajina, la familia, agitada por remolinos, llevada de un sentido a otro, de tal modo que el bacilo edípico prende o no prende, impone su molde o no logra imponerlo según las direcciones de distinta naturaleza que lo atraviesan desde el exterior. Queremos decir que Edipo nace de una aplicación o de una proyección sobre imágenes personalizadas y supone una catexis social de tipo paranoico (por ello Freud descubre la novela familiar, y Edipo, primero a propósito de la paranoia). Edipo es una dependencia de la paranoia. Mient ras que la catexis esquizofrénica domina una determinación distinta de la familia, jadeante, dividida según las dimensiones de un campo social que no se cierra ni se proyecta: familia-matriz para objetos parciales despersonalizados que se hunden y vuelven a hundirse en los flujos torrenciales o enrarecidos de un cosmos histórico, de un caos histórico. Hendidura matricial de la esquizofrenia contra la castración paranoica; y la línea de fuga contra la «línea azul».

¡Oh! madre

adiós

con un largo zapato negro

adiós

con el partido comunista y una media hilada…

con tu grueso vientre abatido

con tu temor a Hitler

con tu boca de chistes malos…

con tu vientre de huelgas y de chimeneas de fábricas

con tu mentón de Trotsky y de guerra de España

con tu voz que canta para los obreros agotados y putrefactos…

con tus ojos

con tus ojos de Rusia

con tus ojos de estar sin un céntimo…

con tus ojos de india famélica…

con tus ojos de Checoslovaquia atacada por los robots…

con tus ojos llevados por los polizontes en una ambulancia

con tus ojos maniatados a una mesa de operaciones

con tus ojos de páncreas amputado

con tus ojos de abortos

con tus ojos de electrochocs

con tus ojos de lobotomía

con tus ojos de divorciada…[223]

¿Por qué estas palabras, paranoia y esquizofrenia, como pájaros parlantes y nombres de muchachas? ¿Por qué las catexis sociales siguen esta línea de partición que les proporciona un contenido propiamente delirante (delirar la historia)? ¿En qué consiste esta línea, cómo definir sobre ella la esquizofrenia y la paranoia? Suponemos que todo pasa sobre el cuerpo sin órganos, pero éste tiene como dos caras. Elias Canetti ha mostrado claramente de qué modo el paranoico organizaba masas y «bandas». El paranoico las combina, las opone, las maneja[224]. El paranoico maquina masas, es el artista de los grandes conjuntos molares, formaciones estadísticas o conjuntos gregarios, fenómenos de masas organizadas. Lo carga todo bajo la especie de los grandes números. En el atardecer de la batalla el coronel Lawrence alinea los jóvenes cadáveres desnudos sobre el cuerpo lleno del desierto. El presidente Schreber aglutina sobre su cuerpo a los pequeños hombres por millares. Se diría que, de las dos direcciones de la física, la dirección molar que va hacia los grandes números y los fenómenos de masa, y la dirección molecular que, al contrario, se hunde en las singularidades, sus interacciones y sus vinculaciones a distancia o de diferentes órdenes, el paranoico ha escogido la primera: hace la macrofísica. El esquizo, al contrario, va en la otra dirección, la de la microfísica, de las moléculas en tanto que ya no obedecen a las leyes estadísticas; ondas y corpúsculos, flujos y objetos parciales que ya no son tributarios de los grandes números, líneas de fuga infinitesimales en lugar de las perspectivas de grandes conjuntos. Sin duda caeríamos en un error si opusiésemos estas dos dimensiones como lo colectivo y lo individual. Por una parte, el microinconsciente no presenta menos arreglos, conexiones e interacciones, aunque estos arreglos sean de un tipo original; por otra parte, la forma de las personas individualizadas no le pertenece, puesto que no conoce más que objetos parciales y flujos, pero al contrario pertenece a las leyes de distribución estadística del inconsciente molar o macroinconsciente. Freud era darwiniano, neodarwiniano cuando decía que en el inconsciente todo era problema de población (del mismo modo, veía un signo de la psicosis en la consideración de multiplicidades)[225]. Por tanto, se trata más bien de la diferencia entre clases de colecciones o de poblaciones: los grandes conjuntos y las micromultiplicidades. En ambos casos, la catexis es colectiva, la de un campo colectivo; incluso una sola partícula tiene una onda asociada como flujo que define el espacio coexistente de sus presencias. Toda catexis es colectiva, todo fantasma es de grupo y, en este sentido, posición de realidad. Pero los dos tipos de catexis se distinguen radicalmente, según que una se realice sobre las estructuras molares que se subordinan las moléculas y la otra, al contrario, sobre las multiplicidades moleculares que se subordinan los fenómenos estructurados de masa. Una es catexis de grupo sometido, tanto en la forma de soberanía como en las formaciones coloniales del conjunto gregario, que suprime y reprime el deseo de las personas; la otra, una catexis de grupo-sujeto en las multiplicidades transversales que llevan el deseo como fenómeno molecular, es decir, objetos parciales y flujos, por oposición a los conjuntos y las personas.

También es verdad que las catexis sociales se forman sobre el propio socius en tanto que cuerpo lleno y que sus polos respectivos se adaptan necesariamente al carácter o al «mapa» de ese socius, tierra, déspota o capital-dinero (en cada máquina social, los dos polos, paranoico y esquizofrénico, se reparten de manera variable). Mientras que el paranoico o el esquizofrénico propiamente hablando no operan sobre el socius, sino sobre el cuerpo sin órganos en estado puro. Entonces podríamos decir que el paranoico, en el sentido clínico de la palabra, nos hace asistir al nacimiento imaginario del fenómeno de masas, y ello a un nivel todavía microscópico. El cuerpo sin órganos es como el huevo cósmico, la molécula gigante en la que bullen gusanos, bacilos, figuras liliputienses, animálculos y homúnculos, con su organización y sus máquinas, minúsculos bramantes, jarcias, dientes, uñas, palancas y poleas, catapultas: así, por ejemplo, en Schreber los millones de espermatozoides en los rayos del cielo, o las almas que llevan sobre su cuerpo una breve existencia de pequeños hombres. Artaud dijo: este mundo de microbios no es más que la nada coagulada. Las dos caras del cuerpo sin órganos son, pues, aquella en la que se organizan, a una escala microscópica, el fenómeno de masas y la catexis paranoica correspondiente, y aquella otra, escala submicroscópica, en la que se disponen los fenómenos moleculares y su catexis esquizofrénica. Sobre el cuerpo sin órganos, en tanto que bisagra, frontera entre los molar y lo molecular, se realiza la separación paranoia-esquizofrenia. ¿Debemos creer, entonces, que las catexis sociales son proyecciones secundarias, como si un gran esquizonoico de dos caras, padre de la horda primitiva, estuviese en la base del socius en general? Hemos visto que no era nada de esto. El socius no es una proyección del cuerpo sin órganos, sino que más bien el cuerpo sin órganos es el límite del socius, su tangente de desterritorialización, el último residuo de un socius desterritorializado. El socius: la tierra, el cuerpo del déspota, el capital-dinero, son cuerpos llenos vestidos, mientras que el cuerpo sin órganos es un cuerpo lleno desnudo; mas éste está al final, en el límite, no en el origen. No hay duda de que el cuerpo sin órganos frecuenta todas las formas del socius. Pero incluso en ese sentido, si las catexis sociales pueden ser llamadas paranoicas o esquizofrénicas, es en la medida en que tienen la paranoia y la esquizofrenia como últimos productos en las condiciones determinadas del capitalismo. Desde el punto de vista de una clínica universal, podemos presentar la paranoia y la esquizofrenia como los dos bordes de amplitud de un péndulo que oscila alrededor de la posición de un socius como cuerpo lleno y, en el límite, de un cuerpo sin órganos del cual una cara está ocupada por los conjuntos molares y la otra poblada de elementos moleculares. Sin embargo, también podemos presentar una línea única sobre la que se enhebran los diferentes socius, su plano y sus grandes conjuntos; en cada uno de esos planos, una dimensión paranoica, otra perversa, un tipo de posición familiar y una línea de fuga punteada o de abertura esquizoide. La gran línea llega al cuerpo sin órganos y allí, o bien pasa el muro, desemboca en los elementos moleculares y se convierte en verdad en lo que era desde el principio, proceso esquizofrénico, puro proceso esquizofrénico de desterritorialización; o bien tropieza, rebota, recae sobre las territorialidades habilitadas más miserables del mundo moderno en tanto que simulacros de los planes precedentes, se envisca en el conjunto asilar de la paranoia y de la esquizofrenia como entidades clínicas, en los conjuntos o sociedades artificiales instauradas por la perversión, en el conjunto familiar de las neurosis edípicas.

El inconsciente molecular

¿Qué significa esta distinción de dos regiones, una molecular y la otra molar, una microscópica o micrológica y la otra estadística y gregaria? ¿Hay ahí algo más que una metáfora que refiere al inconsciente una distinción basada en la física, cuando se oponen los fenómenos intra-atómicos y los fenómenos de multitud por acumulación estadística, obedeciendo a leyes de conjunto? Sin embargo, en verdad, el inconsciente pertenece a la física; y no es del todo por metáfora que el cuerpo sin órganos y sus intensidades son la propia materia. Tampoco pretendemos resucitar la cuestión de una psicología individual y de una psicología colectiva, y de la anterioridad de una u otra; esta distinción tal como aparece en Psicología de masas y análisis del yo permanece por completo presa en Edipo. En el inconsciente no hay más que poblaciones, grupos y máquinas. Cuando colocamos en un caso un involutario de las máquinas sociales y técnicas y en el otro caso un inconsciente de las máquinas deseantes, se trata de una relación necesaria entre fuerzas inextricablemente ligadas: unas son fuerzas elementales por las que el inconsciente se produce, las otras son fuerzas resultantes que reaccionan sobre las primeras, conjuntos estadísticos a través de los cuales el inconsciente se representa y sufre represión y supresión de sus fuerzas elementales productivas.

¿Pero cómo hablar de máquinas en esta región microfísica o micropsíquica, allí donde hay deseo, es decir, no sólo funcionamiento, sino formación y autoproducción? Una máquina funciona según las ligazones previas de su estructura y el orden de posición de sus piezas, pero no se coloca a sí misma como tampoco se forma o se produce. Eso es lo que anima la polémica común entre el vitalismo y el mecanicismo: la aptitud de la máquina para dar cuenta de los funcionamientos del organismo, pero su inaptitud fundamental para dar cuenta de sus formaciones. El mecanicismo abstrae de las máquinas una unidad estructural según la cual explica el funcionamiento del organismo. El vitalismo invoca una unidad individual y específica de lo vivo, que toda máquina supone en tanto que se subordina a la persistencia orgánica y prolonga en el exterior sus formaciones autónomas. Pero se observará que, de un modo u otro, la máquina y el deseo permanecen así en una relación extrínseca, ya porque el deseo aparezca como un efecto determinado por un sistema de causas mecánicas, ya porque la propia máquina sea un sistema de medios en función de los fines del deseo. La vinculación entre ambos permanece secundaria o indirecta, tanto en los nuevos medios que el deseo se apropia como en los deseos derivados que suscitan las máquinas. Un profundo texto de Samuel Butler, El libro de las máquinas, permite, sin embargo, sobrepasar estos puntos de vista[226]. También es cierto que ese texto parece oponer primero tan sólo las dos tesis ordinarias, una según la cual los organismos no son por el momento más que máquinas más perfectas («Las cosas mismas que creemos puramente espirituales no son más que rupturas de equilibrio en una serie de palancas, empezando por aquellas palancas que son demasiado pequeñas para ser apreciadas por el microscopio»), la otra según la cual las máquinas nunca son más que prolongamientos del organismo («Los animales inferiores guardan sobre sí sus miembros, en su propio cuerpo, mientras que la mayoría de los miembros del hombre están libres y yacen separados ora aquí ora allá en diferentes lugares del mundo»). Mas existe una forma butleriana de llevar cada una de las tesis a un punto extremo en el que ya no pueden oponerse, un punto de indiferencia o de dispersión. Por una parte, Butler no se contenta con decir que las máquinas prolongan el organismo, sino que son realmente miembros y órganos yaciendo sobre el cuerpo sin órganos de la sociedad, que los hombres se apropian según su poder y su riqueza, y de los que la pobreza les priva como si fuesen organismos mutilados. Por otra parte, no se contenta con decir que los organismos son máquinas, sino que contienen tal abundancia de partes que deben ser comparadas a piezas muy diferentes de distintas máquinas que remiten unas a otras, maquinadas sobre otras. Ahí radica lo esencial, un doble paso al límite efectuado por Butler. Hace estallar la tesis vitalista al poner en tela de juicio la unidad específica o personal del organismo, y más aún la tesis mecanicista, al poner en tela de juicio la unidad estructural de la máquina. Se suele decir que las máquinas no se reproducen, o que sólo se reproducen por mediación del hombre, pero «¿dice nadie acaso que el trébol rojo carece de aparato reproductor porque la humilde abeja, y sólo la abeja, debe servir de intermediaria para que pueda reproducirse? La abeja forma parte del sistema reproductor del trébol. Cada uno de nosotros ha brotado de animalitos ínfimos cuya identidad era enteramente distinta de la nuestra, y forman parte de nuestro propio sistema reproductor; ¿por qué no habríamos de formar parte nosotros de tal sistema de las máquinas?… Nos engañamos cuando consideramos una máquina complicada como si fuera una cosa única. En realidad es una ciudad o una sociedad donde cada uno de sus miembros ha sido engendrado de acuerdo con su clase o tipo. Miramos a una máquina como a un todo, la llamamos por un nombre que la individualiza. Como al mirar a nuestros propios miembros, sabemos que la combinación forma un individuo que surge de un único centro de acción reproductora, damos, en consecuencia, por sentado que no puede existir una acción reproductora que no brote de un único centro. Pero esta premisa es anticientífica y el mero hecho de que ninguna máquina de vapor haya sido construida enteramente por otra, o por otras dos de su propio tipo, no es suficiente para autorizarnos a decir que las máquinas de vapor no tienen un aparato reproductor. La verdad es que cada parte de una máquina de vapor es engendrada por sus propios procreadores especiales, cuya función es procrear esa parte y solamente esa parte, mientras que la combinación de las partes en un todo forma otro departamento del aparato reproductor mecánico… » De paso, Butler encuentra el fenómeno de la plusvalía de código, cuando una parte de máquina capta en su propio código un fragmento de código de otra máquina: el trébol rojo y la abeja; o bien la orquídea y la avispa macho a la que atrae e intercepta al tener sobre su flor la imagen y el olor de la avispa hembra.

En este punto de dispersión de las dos tesis se vuelve indiferente decir que las máquinas son órganos, o los órganos máquinas. Las dos definiciones se equivalen: el hombre como «animal vertebro-maquinado» o como «parásito afidio de las máquinas». Lo esencial no radica en el paso al infinito mismo, la infinidad compuesta de las piezas de máquina o la infinidad temporal de los animálculos, sino más bien en lo que aflora aprovechando ese paso. Una vez deshecha la unidad estructural de la máquina, una vez depuesta la unidad personal y específica de lo vivo, un vínculo directo aparece entre la máquina y el deseo, la máquina pasa al corazón del deseo, la máquina es deseante y el deseo maquinado. El deseo no está en el sujeto, sino que la máquina está en el deseo; y el sujeto residual está en el otro lado, al lado de la máquina, en todo el contorno, parásito de las máquinas, accesorio del deseo vertebro-maquinado. En una palabra, la verdadera diferencia no está entre la máquina y lo vivo, el vitalismo y el mecanicismo, sino entre dos estados de la máquina que son asimismo dos estados de lo vivo. La máquina presa en su unidad estructural, lo vivo preso en su unidad específica e incluso personal, son fenómenos de masa o conjuntos molares; es en ese concepto que remiten desde fuera uno al otro. E incluso cuando se distinguen y se oponen lo hacen tan sólo como dos sentidos en una misma dirección estadística. Mas, en la otra dirección más profunda o intrínseca de las multiplicidades, hay compenetración, comunicación directa entre los fenómenos mol eculares y las singularidades de lo vivo, es decir, entre las pequeñas máquinas dispersas en toda máquina y las pequeñas máquinas insertas en todo organismo: dominio de indiferencia de lo microfísico y de lo biológico que hace que haya tantos vivientes en la máquina como máquinas en lo viviente. ¿Por qué hablar de máquinas en ese campo cuando no las hay, parece ser, propiamente hablando (ni unidad estructural ni ligazones mecánicas preformadas)? «Mas es posible la formación de tales máquinas, en relevos indefinidamente superpuestos, en ciclos de funcionamiento engranados unos en otros, que obedecerán una vez montados a las leyes de la termodinámica, pero que, en su montaje, no dependen de esas leyes, puesto que la cadena de montaje empieza en un campo donde por definición todavía no hay leyes estadísticas… A este nivel, funcionamiento y formación todavía están confundidos como en la molécula; y a partir de ese nivel se abren las dos vías divergentes que conducirán, una a los montones más o menos regulares de individuos, la otra a los perfeccionamientos de la organización individual cuyo esquema más simple es la formación de un tubo…» [227] La verdadera diferencia radica, por tanto, entre las máquinas molares por una parte, tanto si son sociales, técnicas u orgánicas, y las máquinas deseantes, que pertenecen al orden molecular, por otra parte. Eso son las máquinas deseantes: máquinas formativas, cuyos propios fallos son funcionales y cuyo funcionamiento es indiscernible de la formación; máquinas cronógenas confundidas con su propio montaje, que operan por ligazones no localizables y localizaciones dispersas y hacen intervenir procesos de temporalización, formaciones en fragmentos y piezas separadas, con plusvalía de código, y donde el todo es él mismo producido al lado de las partes, como una parte o, según las palabras de Butler, «en otro departamento» que lo vuelca en las otras partes; máquinas propiamente hablando, porque proceden por cortes y flujos, ondas asociadas y partículas, flujos asociativos y objetos parciales, induciendo siempre a distancia conexiones transversales, disyunciones inclusivas, conjunciones polívocas, produciendo de ese modo extracciones, separaciones y restos, con transferencia de individualidad, en una esquizogénesis generalizada cuyos elementos son los flujos-esquizias.

Cuando a continuación, o más bien de otra parte, las máquinas se hallan unificadas en el plano estructural de las técnicas y las instituciones que les proporcionan una existencia visible como una armadura de acero, cuando los vivientes se hallan ellos también estructurados por las unidades estadísticas de sus personas, de sus especies, variedades y medios — cuando una máquina aparece como un objeto único y un viviente como un único sujeto—, cuando las conexiones se vuelven globales y específicas, las disyunciones, exclusivas, las conjunciones, bívocas, el deseo no tiene ninguna necesidad de proyectarse en esas formas que se han vuelto opacas. Estas son inmediatamente las manifestaciones molares, las determinaciones estadísticas del deseo y de sus propias máquinas. Son las mismas máquinas (no hay diferencia innata): aquí como máquinas orgánicas, técnicas o sociales aprehendidas en su fenómeno de masas al que se subordinan; allá como máquinas deseantes aprehendidas en sus singularidades submicroscópicas que se subordinan los fenómenos de masas. Por eso hemos rechazado desde el principio la idea de que las máquinas deseantes pertenezcan al campo del sueño o de lo imaginario y vengan a doblar a las otras máquinas. No hay más que deseo, medios, campos, formas de gregariedad. Es decir: las máquinas deseantes moleculares son en sí mismas catexis de las grandes máquinas molares o configuraciones que ellas forman bajo las leyes de los grandes números, en un sentido o en el otro de la subordinación, en un sentido y en el otro de la subordinación. Máquinas deseantes por una parte, y máquinas orgánicas, técnicas o sociales, por la otra: son las mismas máquinas en condiciones determinadas. Por condiciones determinadas entendemos esas formas estadísticas en las que entran como otras tantas formas estables, unificando, estructurando y procediendo por grandes conjuntos pesados; las presiones selectivas que agrupan a las piezas retienen algunas, excluyen otras, organizando las muchedumbres. Son, por tanto, las mismas máquinas, pero no es el mismo régimen, las mismas relaciones de tamaño, ni los mismos usos de síntesis. Sólo hay funcionalismo al nivel submicroscópico de las máquinas deseantes, disposiciones maquínicas, maquinaria del deseo (ingeniería); pues, sólo allí, funcionamiento y formación, uso y montaje, producto y producción se confunden. Todo funcionalismo molar es falso, puesto que las máquinas orgánicas o sociales no se forman de la misma manera que funcionan y las máquinas técnicas no se montan como se utilizan, sino que implican precisamente condiciones determinadas que separan su propia producción de su producto distinto. Sólo tiene un sentido, y también un fin, una intención, lo que no se produce como funciona. Las máquinas deseantes, al contrario, no representan nada, no significan nada, no quieren decir nada, y son exactamente lo que se ha hecho de ellas, lo que se ha hecho con ellas, lo que ellas hacen en sí mismas.

Funcionan según regímenes de síntesis que no tienen equivalente en los grandes conjuntos. Jacques Monod ha definido la originalidad de esas síntesis, desde el punto de vista de una biología molecular o de una «cibernética microscópica» indiferente a la oposición tradicional entre el mecanicismo y el vitalismo. Los rasgos fundamentales de la síntesis son aquí la naturaleza cualquiera de las señales químicas, la indiferencia ante el substrato, el carácter indirecto de las interacciones. Tales formulaciones sólo en apariencia son negativas, y con respecto a las leyes de conjunto, pero deben entenderse positivamente en términos de poder. «Entre el substrato de una enzima alostérica y los ligandos que activan o inhiben su actividad, no existe ninguna relación químicamente necesaria de estructura o de reactividad… Una proteína alostérica debe ser considerada como un producto especializado de ingeniería molecular, permitiendo a una interacción positiva o negativa establecerse entre cuerpos desprovistos de afinidad química y así subordinar una reacción cualquiera a la intervención de compuestos químicamente extraños e indiferentes a esta reacción. El principio operatorio de las interacciones alostéricas (indirectas) autoriza pues una entera libertad en la elección de los subordinados que, escapando a todo apremio químico, podrán obedecer exclusivamente a los apremios fisiológicos en virtud de los que serán seleccionados según el aumento de coherencia y de eficacia que confieren a la célula o al organismo. Es en definitiva la gratuidad misma de estos sistemas lo que, abriendo a la evolución molecular un campo prácticamente infinito de exploración y de experiencias, le ha permitido construir la inmensa red de interconexiones cibernéticas…»[228]. Cómo, a partir de ese dominio del azar o de la inorganización real, se organizan grandes configuraciones que reproducen necesariamente una estructura, bajo la acción del A. D. N. y de sus segmentos, los genes, efectuando verdaderos sorteos, formando sistemas de agujas como líneas de selección o de evolución, es lo que muestran todas las etapas del paso de lo molecular a lo molar, tal como aparece en las máquinas orgánicas, al igual que en las máquinas sociales con otras leyes y otras figuras. En este sentido se ha podido insistir en una característica común de las culturas humanas y de las especies vivas, como «cadenas de Markoff» (fenómenos aleatorios parcialmente dependientes). Pues, en el código genético al igual que en los códigos sociales, lo que se llama cadena significante es una jerga más que un lenguaje, hecha a base de elementos no significantes que no toman un sentido más que en los grandes conjuntos que forman por sorteo encadenado, dependencia parcial y superposición de relevos[229]. No se trata de biologizar la historia humana, ni de antropologizar la historia natural, sino de mostrar la común participación de las máquinas sociales y de las máquinas orgánicas en las máquinas deseantes. En el fondo del hombre, el Ello: la célula esquizofrénica, las moléculas esquizo, sus cadenas y sus jergas. Hay toda una biología de la esquizofrenia, la biología molecular es ella misma esquizofrénica (como la microfísica). Pero, a la inversa, la esquizofrenia, la teoría de la esquizofrenia es biológica, biocultural, en tanto que considera las conexiones maquínicas de orden molecular, su repartición en mapas de intensidad sobre la molécula gigante del cuerpo sin órganos y las acumulaciones estadísticas que forman y seleccionan los grandes conjuntos.

En esta vía molecular se introdujo Szondi, descubriendo un inconsciente génico que oponía tanto al inconsciente individual de Freud como al inconsciente colectivo de Jung[230]. Este inconsciente génico o genealógico a menudo lo llama familiar; el propio Szondi procedió al estudio de la esquizofrenia por unidades de medida con conjuntos familiares. Sin embargo, el inconsciente génico es poco familiar, mucho menos que el de Freud, puesto que el diagnóstico se realiza relacionando el deseo con fotos de hermafroditas, de asesinos, etc., en lugar de volcarlo como habitualmente en imágenes del papá-mamá. Por último, algo de relación con el exterior… Todo un alfabeto, toda una axiomática con fotos de locos; tes tar «la necesidad de sentimiento paterno» en una escala de retratos de asesinos, hay que hacerlo, por más que se diga que permanecemos en el Edipo, en verdad lo abrimos singularmente… Los genes hereditarios de pulsiones desempeñan, pues, el papel de simples estímulos que entran en combinaciones variables según vectores que cuadriculan todo un campo social histórico —análisis del destino. De hecho, el inconsciente verdaderamente molecular no puede atenerse a genes como unidades de reproducción; éstos todavía son expresivos y conducen a las formaciones molares. La biología molecular nos enseña que tan sólo el A.D.N. se reproduce, no las proteínas. Las proteínas son a la vez productos y unidades de producción: constituyen el inconsciente como ciclo o la autoproducción del inconsciente, últimos elementos moleculares en la disposición de las máquinas deseantes y de las síntesis del deseo. Hemos visto que, a través de la reproducción y sus objetos (determinados familiarmente o genéticamente), el inconsciente siempre se produce a sí mismo en un movimiento cíclico huérfano, ciclo de destino al que siempre permanece sujeto. Es precisamente en ese punto donde descansa la independencia de la sexualidad con respecto a la generación. Ahora bien, Szondi siente de tal modo esta dirección según la cual hay que sobrepasar lo molar hacia lo molecular que rechaza toda interpretación estadística de lo que equivocadamente se llama su «test». Además, reclama una superación de los contenidos hacia las funciones. Pero esta superación tan sólo la realiza esta dirección, la sigue tan sólo yendo de los conjuntos o de las clases a las «categorías», de las que establece una lista sistemáticamente cerrada, y que todavía no son más que formas expresivas de existencia que un sujeto debe escoger y combinar libremente. Por ahí pierde los elementos internos o moleculares del deseo, la naturaleza de sus elecciones, disposiciones y combinaciones maquínicas —y la verdadera cuestión del esquizoanálisis: ¿qué son para ti tus máquinas deseantes pulsionales? ¿qué funcionamiento, en qué síntesis entran, operan? ¿qué uso haces de ellas, en todas las transiciones que van de lo molecular a lo molar e inversamente, y que constituyen el ciclo donde el inconsciente, permaneciendo sujeto, se produce él mismo?

Llamamos Libido a la energía propia de las máquinas deseantes; y las transformaciones de esta energía (Numen y Voluptas) nunca son desexualizaciones ni sublimaciones. Mas, precisamente, esta terminología parece extremadamente arbitraria. Según las dos maneras como debemos considerar las máquinas deseantes, no vemos bien qué tienen que ver con una energía propiamente sexual: ya sea relacionándolas con el orden molecular que es el suyo, ya sea relacionándolas con el orden molar en el que forman máquinas orgánicas o sociales y cargan medios orgánicos o sociales. Es difícil, en efecto, presentar la energía sexual como directamente cósmica e intra-atómica, y también como directamente social histórica. Por más que digamos que el amor tiene que ver con las proteínas y con la sociedad… ¿No volvemos a empezar una vez más la vieja liquidación del freudismo, sustituyendo la libido por una vaga energía cósmica capaz de todas las metamorfosis o una especie de energía socializada capaz de todas las catexis? ¿O bien la tentativa final de Reich en lo concerniente a una «biogénesis» que no sin razón es calificada de esquizo-paranoica? Recordemos que Reich concluía en la existencia de una energía cósmica intraatómica, el orgón, generadora de un flujo eléctrico y portadora de partículas submicroscópicas, los biones. Esta energía producía diferencias de potencial o intensidades repartidas sobre el cuerpo considerado desde un punto de vista molecular y se asociaba a una mecánica de los fluidos en ese mismo cuerpo considerado desde el punto de vista molar. Lo que definía a la libido como sexualidad era, pues, la asociación de los dos funcionamientos, mecánico y eléctrico, en una secuencia de dos polos, molar y molecular (tensión mecánica, carga eléctrica, descarga eléctrica, distensión mecánica). Por ahí, Reich pensaba superar la alternativa del mecanicismo y del vitalismo, puesto que estas funciones, mecánica y eléctrica, existían en la materia en general, pero se combinaban en una secuencia particular en el seno de lo vivo. Y sobre todo mantenía la verdad psicoanalítica básica, cuya negación suprema podía denunciar en Freud: la independencia de la sexualidad con respecto a la reproducción, la subordinación de la reproducción progresiva o regresiva a la sexualidad como ciclo[231]. Aunque consideremos el pormenor de la teoría final de Reich, confesamos que su carácter a la vez esquizofrénico y paranoico no presenta para nosotros ningún inconveniente, al contrario. Confesamos que todo acercamiento de la sexualidad a fenómenos cósmicos del tipo «tempestad eléctrica», «bruma azulada y cielo azul», el azul del orgón, «fuego de San Telmo y manchas solares», fluidos y flujos, materias y partículas, nos parece finalmente más adecuada que la reducción de la sexualidad al lamentable secretito familiarista. Creemos que Lawrence y Miller han evaluado mejor la sexualidad que Freud, incluso desde el punto de vista de la famosa cientificidad. No es el neurótico acostado en el diván el que nos habla del amor, de su poder y de sus desesperaciones, sino el mudo paseo del esquizo, la carrera de Lenz por las montañas y bajo las estrellas, el inmóvil viaje en intensidad sobre el cuerpo sin órganos. En cuanto al conjunto de la teoría reichista, tiene la incomparable ventaja de mostrar el doble polo de la libido, como formación molecular a la escala submicroscópica, como catexis de las formaciones molares a la escala de los conjuntos orgánicos y sociales. Faltan tan sólo las confirmaciones del sentido común: ¿por qué, en qué es esto la sexualidad?

Sobre el amor, el cinismo lo ha dicho todo, o ha pretendido decirlo: a saber, que se trata de una copulación de máquinas orgánicas y sociales a gran escala (en el fondo del amor los órganos, en el fondo del amor las determinaciones económicas, el dinero). Pero lo propio del cinismo radica en pretender el escándalo allí donde no lo hay y en pasar por audaz sin audacia. Antes que su simpleza, el delirio del sentido común. Pues la primera evidencia es que el deseo no tiene por objeto a personas o cosas, sino medios enteros que recorre, vibraciones y flujos de todo tipo que desposa, introduciendo cortes, capturas, deseo siempre nómada y emigrante cuya característica primera es el «gigantismo»: nadie mejor que Charles Fourier lo ha mostrado. En resumen, los medios sociales tanto como los biológicos son objeto de catexis del inconsciente que necesariamente son deseantes o libidinales, por oposición a las catexis preconscientes de necesidad e interés. La libido como energía sexual es directamente catexis de masas, de grandes conjuntos y de campos orgánicos y sociales. Comprendemos mal sobre qué principios apoya el psicoanálisis su concepción del deseo, cuando supone que la libido debe desexualizarse o incluso sublimarse para proceder a catexis sociales, e inversamente no re-sexualiza a éstas más que durante el proceso de regresión patológica[232]. A menos que el postulado de tal concepción no sea todavía el familiarismo, que mantiene que la sexualidad no opera más que en familia, y debe transformarse para cargar conjuntos más amplios. En verdad, la sexualidad está en todas partes: en el modo como un burócrata acaricia sus dossiers, como un juez hace justicia, como un hombre de negocios hace correr el dinero, como la burguesía da por el culo al proletariado, etc. No hay necesidad de pasar por metáforas, no más que la libido de pasar por metamorfosis. Hitler ponía en tensión a los fascistas. Las banderas, las naciones, los ejércitos, los bancos ponen en tensión a mucha gente. Una máquina revolucionaria no es nada si no adquiere al menos tanto poder de corte y de flujo como esas máquinas coercitivas. No es por extensión desexualizante que la libido carga los grandes conjuntos, es al contrario por restricción, bloqueo y plegado, que se ve determinada a reprimir sus flujos para contenerlos en estrictas células del tipo «pareja», «familia», «personas», «objetos». Sin duda, tal bloqueo está necesariamente fundamentado: la libido no pasa a la conciencia más que en relación con determinado cuerpo, determinada persona, que toma por objeto. Pero nuestra «elección de objeto» remite a una conjunción de flujo de vida y de sociedad, que ese cuerpo, esa persona, interceptan, reciben y emiten, siempre en un campo biológico, social, histórico, en el que estamos igualmente sumergidos o con el que nos comunicamos. Las personas a las que se dedican nuestros amores, comprendidas las personas parentales, no intervienen más que como puntos de conexión, de disyunción, de conjunción de flujos cuyo tenor libidinal de catexis propiamente inconsciente traducen. Desde ese momento, por fundado que esté el bloqueo amoroso, cambia singularmente de función, según que empeñe al deseo en los atolladeros edípicos de la pareja y de la familia al servicio de las máquinas represivas o que condense, al contrario, una energía libre capaz de alimentar una máquina revolucionaria (incluso ahí, Fourier ya lo dijo todo, cuando muestra las dos direcciones opuestas de la «captación» o de la «mecanización» de las pasiones). Mas siempre hacemos el amor con mundos. Y nuestro amor se dirige a esta propiedad libidinal del ser amado, de abrirse o cerrarse a mundos más vastos, masas y grandes conjuntos. Siempre hay algo estadístico en nuestros amores, y leyes de los grandes números. ¿No es así que hay que entender la célebre fórmula de Marx: la relación entre el hombre y la mujer es «la relación inmediata, natural, necesaria del hombre con el hombre»? Es decir, ¿que la relación entre los dos sexos (el hombre con la mujer) es tan sólo la medida de la relación de sexualidad en general en tanto que carga grandes conjuntos (el hombre con el hombre)? De ahí proviene lo que se ha podido llamar la especificación de la sexualidad a los sexos. ¿No es preciso decir también que el falo no es un sexo, sino la sexualidad por entero, es decir, el signo del gran conjunto cargado por la libido, en el que se originan necesariamente los dos sexos tanto en su separación (las dos series homosexuales del hombre con el hombre, de la mujer con la mujer) como en sus relaciones estadísticas en el seno de ese conjunto?

No obstante, Marx dice algo aún más misterioso: que la verdadera diferencia no radica entre los dos sexos en el hombre, sino entre el sexo humano y el «sexo no humano»[233]. No se trata, evidentemente, de los animales, de la sexualidad animal. Se trata de otra cosa. Si la sexualidad es la catexis inconsciente de grandes conjuntos molares, se debe a que es bajo su otra cara idéntica al juego de los elementos moleculares que constituyen esos conjuntos bajo condiciones determinadas. El enanismo del deseo como correlato de su gigantismo. La sexualidad forma una unidad con las máquinas deseantes en tanto que están presentes y actuantes en las máquinas sociales, en su campo, su formación, su funcionamiento. Sexo no humano, eso son las máquinas deseantes, los elementos maquínicos moleculares, sus disposiciones y sus síntesis, sin los cuales no habría ni sexo humano especificado en los grandes conjuntos, ni sexualidad humana capaz de cargar estos conjuntos. En algunas frases, Marx, a pesar de ser tan avaro y reticente cuando se trata de sexualidad, derribó eso en lo que Freud y el psicoanálisis siempre permanecerán prisioneros: ¡la representación antropomórfico del sexo! Lo que llamamos representación antropomórfica es tanto la idea de que hay dos sexos como la idea de que sólo hay uno. Sabemos de qué modo el freudismo está atravesado por esa extraña idea de que finalmente no hay más que un sexo, el masculino, con respecto al cual la mujer se define como carencia, el sexo femenino, como ausencia. Podríamos creer en un principio que semejante tesis fundamenta la omnipresencia de una homosexualidad masculina. Sin embargo, no es nada de esto; lo que se fundamenta es más bien el conjunto estadístico de los amores intersexuales. Pues si la mujer se define como carencia con respecto al hombre, el hombre a su vez carece de eso de lo que carece la mujer, es decir: la idea de un solo sexo conduce necesariamente a la erección de un falo como objeto de las alturas, que distribuye la carencia bajo dos caras no superponibles y comunica a los dos sexos en una común ausencia, la castración. Psicoanalistas o psicoanalizadas, las mujeres pueden entonces alegrarse de enseñar al hombre el camino y de recuperar la igualdad en la diferencia. De ahí la irresistible comicidad de las fórmulas en las que se accede al deseo por la castración. Sin embargo, la idea de que realmente hay dos sexos, después de todo, no es mejor. Esta vez se intenta, como Melanie Klein, definir el sexo femenino por caracteres positivos, aunque sean aterradores. Si no del antropomorfismo, salimos al menos del falocentrismo. Pero esta vez, en vez de fundamentar la comunicación entre los dos sexos, se fundamenta más bien su separación en dos series homosexuales aún estadísticas. Y no salimos del todo de la castración. Simplemente, ésta, en lugar de ser el principio del sexo concebido como sexo masculino (el gran Falo cortado sobrevolando), se convierte en el resultado del sexo concebido como sexo femenino (el pequeño pene absorbido y enterrado). Podemos decir, pues, que la castración es el fundamento de la representación antropomórfica y molar de la sexualidad. Es la universal creencia que reúne y dispersa a la vez a los hombres y a las mujeres bajo el yugo de una misma ilusión de la conciencia, y les hace adorar ese yugo. Todo esfuerzo para determinar la naturaleza no humana del sexo, por ejemplo «el gran Otro», conservando el mito de la castración, está perdido de antemano. ¿Qué quiere decir Lyotard en su comentario, no obstante tan profundo, del texto de Marx cuando asigna la obertura de lo no humano como si fuese «la entrada del sujeto en el deseo por la castración»? ¿Vive la castración para que el deseo sea fuerte? ¿No se desean más que fantasmas? ¡Qué idea más perversa, humana, demasiado humana! Idea llegada de la mala conciencia, no del inconsciente. La representación molar antropomórfica culmina en lo que la fundamenta, la ideología de la carencia. Por el contrario, el inconsciente molecular ignora la castración, ya que los objetos parciales no carecen de nada y forman en tanto que tales multiplicidades libres; ya que los múltiples cortes no cesan de producir flujos, en lugar de reprimirlos en un mismo corte único capaz de agotarlos; ya que las síntesis constituyen conexiones local es y no específicas, disyunciones inclusivas, conjunciones nómadas: por todas partes una transexualidad microscópica, que hace que la mujer contenga tantos hombres como el hombre, y el hombre, mujeres, capaces de entrar unos en otros, unos con otros, en relaciones de producción de deseo que trastocan el orden estadístico de los sexos. Hacer el amor no se reduce a hacer uno, ni siquiera dos, sino hacer cien mil. Eso es, las máquinas deseantes o el sexo no humano: no uno ni siquiera dos sexos, sino n… sexos. El esquizoanálisis es el análisis variable de los n… sexos en un sujeto, más allá de la representación antropomorfica que la sociedad le impone y que se da a sí mismo de su propia sexualidad. La fórmula esquizoanalítica de la revolución deseante será primero: a cada uno sus sexos.