Si lo universal es, al fin y al cabo, cuerpo sin órganos y producción deseante, en las condiciones determinadas por el capitalismo aparentemente vencedor, ¿cómo encontrar suficiente inocencia para hacer historia universal? La producción deseante ya está en el principio: hay producción deseante desde el momento que hay producción y reproducción sociales. Sin embargo, las máquinas sociales precapitalistas son inherentes al deseo en un sentido muy preciso: lo codifican, codifican los flujos del deseo. Codificar el deseo —y el miedo, la angustia de los flujos descodificados— es el quehacer del socius. El capitalismo es la única máquina social, como veremos, que se ha construido como tal sobre flujos descodificados, sustituyendo los códigos intrínsecos por una axiomática de las cantidades abstractas en forma de moneda. Por tanto, el capitalismo libera los flujos de deseo, pero en condiciones sociales que definen su límite y la posibilidad de su propia disolución, de tal modo que no cesa de oponerse con todas sus fuerzas exasperadas al movimiento que le empuja hacia ese límite. En el límite del capitalismo, el socius desterritorializado da paso al cuerpo sin órganos, los flujos descodificados se echan en la producción deseante. Luego, es correcto comprender retrospectivamente toda la historia a la luz del capitalismo, con la condición de seguir exactamente las reglas formuladas por Marx: en primer lugar, la historia universal es la de las contingencias y no de la necesidad; cortes y límites, pero no la continuidad. Pues han sido necesarias grandes casualidades, sorprendentes encuentros, que hubieran podido producirse en otro lugar, antes, o hubieran podido no producirse nunca, para que los flujos escaparan a la codificación y, escapando a ella, no dejasen de constituir una nueva máquina determinable como socius capitalista: así, por ejemplo, el encuentro entre la propiedad privada y la producción mercantil que, sin embargo, se presentan como dos formas muy diferentes de descodificación, por privatización y por abstracción. O bien, desde el punto de vista de la propia propiedad privada, el encuentro entre flujos de riquezas convertibles poseídas por capitalistas y un flujo de trabajadores poseedores tan sólo de su fuerza de trabajo (allí también, dos formas muy distintas de desterritorialización). En cierta manera, el capitalismo ha frecuentado todas las formas de sociedad, pero las frecuenta como su pesadilla terrorífica, el miedo pánico que sienten ante un flujo que esquiva sus códigos. Por otra parte, si el capitalismo determina las condiciones y la posibilidad de una historia universal, sólo es cierto en la medida que tiene que ver esencialmente con su propio límite, su propia destrucción: como dice Marx, en la medida que es capaz de criticarse a sí mismo (al menos hasta un cierto punto: el punto donde el límite aparece, incluso en el movimiento que se opone a la tendencia…)[105]. En una palabra, la historia universal no es tan sólo retrospectiva, es contingente, singular, irónica y crítica.
La unidad primitiva, salvaje, del deseo y la producción es la tierra. Pues la tierra no es tan sólo el objeto múltiple y dividido del trabajo, también es la entidad única e indivisible, el cuerpo lleno que se vuelca sobre las fuerzas productivas y se las apropia como presupuesto natural o divino. El suelo puede ser el elemento productivo y el resultado de la apropiación, la Tierra es la gran estasis inengendrada, el elemento superior a la producción que condiciona la apropiación y la utilización comunes del suelo. Es la superficie sobre la que se inscribe todo el proceso de la producción, se registran los objetos, los medios y las fuerzas de trabajo, se distribuyen los agentes y los productos. Aparece aquí como cuasi-causa de la producción y como objeto del deseo (sobre ella se anuda el lazo del deseo y de su propia represión). La máquina territorial es, por tanto, la primera forma de socius, la máquina de inscripción primitiva, «megamáquina» que cubre un campo social. No se confunde con las máquinas técnicas. Bajo sus formas más simples llamadas manuales, la máquina técnica ya implica un elemento no humano, actuante, transmisor o incluso motor, que prolonga la fuerza del hombre y permite que posea una cierta liberación. La máquina social, por el contrario, tiene como piezas a los hombres, incluso si se los considera con sus máquinas, y los integra, los interioriza en un modelo institucional a todos los niveles de la acción, de la transmisión y de la motricidad. También forma una memoria sin la cual no habría sinergia del hombre y de sus máquinas (técnicas). Estas, en efecto, no contienen las condiciones de reproducción de su proceso; remiten a máquinas sociales que las condicionan y las organizan, pero que también limitan o inhiben su desarrollo. Será preciso esperar al capitalismo para encontrar un régimen de producción técnico semi-autónomo, que tienda a apropiarse memoria y reproducción y modifique con ello las formas de explotación del hombre; pero este régimen supone, precisamente, un desmantelamiento de las grandes máquinas sociales precedentes. Una misma máquina puede ser técnica y social, pero no bajo el mismo aspecto: por ejemplo, el reloj como máquina técnica para medir el tiempo uniforme y como máquina social para reproducir las horas canónicas y asegurar el orden de la ciudad. Cuando Lewis Mumford crea la palabra «megamáquina» para designar la máquina social como entidad colectiva, tiene literalmente toda la razón (aunque reserve su aplicación a la institución despótica bárbara): «Si, más o menos de acuerdo con la definición clásica de Reuleaux, podemos considerar una máquina como la combinación de elementos sólidos que poseen cada uno su función especializada y funcionan bajo control humano para transmitir un movimiento y ejecutar un trabajo, entonces la máquina humana sería una verdadera máquina»[106]. La máquina social es literalmente una máquina, independientemente de toda metáfora, en tanto que presenta un motor inmóvil y procede a diversas clases de cortes: extracción de flujo, separación de la cadena, repartición de partes. Codificar los flujos implica todas estas operaciones. Esta es la tarea más importante de la máquina social, por ello las extracciones de producción corresponden a separaciones de cadena, resultando la parte residual de cada miembro, en un sistema global del deseo y del destino que organiza las producciones de producción, las producciones de registro y las producciones de consumo. Flujo de mujeres y de niños, flujo de rebaños y de granos, flujo de esperma, de mierda y de monstruos, nada debe escapar. La máquina territorial primitiva, con su motor inmóvil, la tierra, ya es máquina social o megamáquina, que codifica los flujos de producción, medios de producción, productores y consumidores: el cuerpo lleno de la diosa Tierra reúne sobre sí las especies cultivables, los instrumentos de labranza y los órganos humanos.
Meyer Fortes hace, de paso, una observación feliz y plena de sentido: «El problema no es el de la circulación de las mujeres… Una mujer circula por sí misma. Uno no dispone de ella, pero los derechos jurídicos sobre la progenie son fijados en provecho de una persona determinada»[107]. No tenemos razón cuando aceptamos el postulado subyacente a las concepciones sobre la sociedad basadas en el intercambio; la sociedad no es, en primer lugar, un medio de intercambio en el que lo esencial radicaría en circular o en hacer circular; la sociedad es un socius de inscripción donde lo esencial radica en marcar o ser marcado. Sólo hay circulación si la inscripción lo exige o lo permite. El procedimiento de la máquina social primitiva, en este sentido, es la catexis colectiva de los órganos; pues la codificación de los flujos sólo se realiza en la medida en que los propios órganos capaces respectivamente de producirlos y de cortarlos se encuentran cercados, instituidos a título de objetos parciales, distribuidos y enganchados al socius. Tal institución de órganos es una máscara. Sociedades de iniciación componen los pedazos de un cuerpo, a la vez órganos de los sentidos, piezas anatómicas y coyunturas. Algunas prohibiciones (no ver, no hablar) son aplicadas a los que, en tal estado u ocasión, no poseen el goce de un órgano cargado colectivamente. Las mitologías cantan los órganos-objetos parciales y su relación con un cuerpo lleno que los rechaza o los atrae: vaginas clavadas sobre el cuerpo de las mujeres, pene inmenso compartido por los hombres, ano independiente que se atribuye a un cuerpo sin ano. Un cuento gourmantché empieza del siguiente modo: «Cuando murió la boca, se consultaron a las otras partes del cuerpo para saber quién se encargaría del entierro…» Las unidades nunca se encuentran en las personas, en el sentido propio o «privado», sino en series que determinan las conexiones, disyunciones y conjunciones de órganos. Por eso, los fantasmas son fantasmas de grupo. Es la catexis colectiva de órganos la que conecta el deseo con el socius y reúne en un todo sobre la tierra la producción social y la producción deseante.
Nuestras sociedades modernas, por el contrario, han procedido a una vasta privatización de los órganos, que corresponde a la descodificación de los flujos que se han vuelto abstractos. El primer órgano que fue privatizado, colocado fuera del campo social, fue el ano. Y además sirvió de modelo a la privatización, al mismo tiempo que el dinero expresaba el nuevo estado de abstracción de los flujos. De ahí la verdad relativa de las observaciones psicoanalíticas sobre el carácter anal de la economía monetaria. El orden «lógico» es el siguiente: sustitución de los flujos codificados por la cantidad abstracta; retiro de catexis colectiva de los órganos de que se trata, sobre el modelo del ano; constitución de las personas privadas como centros individuales de órganos y funciones derivadas de la cantidad abstracta. Incluso debemos decir que si el falo tomó en nuestras sociedades la posición de un objeto separado que distribuye la carencia en las personas de los dos sexos y organiza el triángulo edípico, es debido al ano que lo separa de ese modo, pues él es quien toma y sublima el pene en una especie de Aufhebung que constituye el falo. La sublimación está profundamente ligada a la analidad, pero no en el sentido en que ésta proporcionaría una materia para sublimar, a falta de otro uso mejor. La analidad no representa lo más bajo que hay que convertir en más alto. Es el propio ano el que pasa a lo alto, en las condiciones que tendremos que analizar y que no presuponen la sublimación, puesto que la sublimación, por el contrario, se desprende de ellas. Lo anal no se ofrece a la sublimación, sino que la sublimación por ent ero es anal; así, la crítica más simple de la sublimación radica en que ésta no nos saca fuera de la mierda (sólo el espíritu es capaz de cagar). La analidad es mayor si el ano sufre retiro de catexis. La esencia del deseo es la libido; pero cuando la libido se convierte en cantidad abstracta, el ano elevado y con retiro de catexis produce las personas globales y los yo específicos que sirven de unidades de medida a esta misma cantidad. Artaud dice: este «culo de rata muerta colgado del techo del cielo», del que surge el triángulo papá-mamá-yo, «el uterino madre-padre de un anal furioso» cuyo hijo no es más que un ángulo, esta «especie de revestimiento pendiente eternamente de un algo que es el yo». Todo el Edipo es anal e implica una sobre-catexis individual de órgano para compensar el retiro de catexis colectivo. Por ello, los comentadores más favorables a la universalidad de Edipo reconocen, sin embargo, que en las sociedades primitivas no encontramos ninguno de los mecanismos, ninguna de las actitudes, que lo efectúan en nuestra sociedad. Nada de super-yo, nada de culpabilidad. Nada de identificación de un yo específico con personas globales —sino identificaciones siempre parciales y de grupo, según la serie compacta aglutinada de los antepasados, según la serie fragmentada de los camaradas o de los primos. Nada de analidad— aunque haya, o más bien porque hay ano catexizado colectivamente. Entonces, ¿quién queda por hacer el Edipo?[108] ¿La estructura, es decir, una virtualidad no efectuada? ¿Debemos creer que Edipo universal frecuenta todas las sociedades, pero del mismo modo como las frecuenta el capitalismo, es decir, como la pesadilla o el presentimiento angustiado de lo que serían la descodificación de flujos y el retiro de catexis colectivo de órganos, el devenir-abstracto de los flujos de deseo y el devenir-privado de los órganos?
La máquina territorial primitiva codifica los flujos, catexiza los órganos, marca los cuerpos. ¿Hasta qué punto circular, cambiar, es una actividad secundaria con respecto a esta tarea que resume todas las otras: marcar los cuerpos, que son de la tierra? La esencia del socius registrador, inscriptor, en tanto que se atribuye las fuerzas productivas y distribuye los agentes de producción, reside en esto: tatuar, sajar, sacar cortando, cortar, escarificar, mutilar, contornear, iniciar. Nietzsche definía «la moralidad de las costumbres, o el verdadero trabajo del hombre sobre sí mismo durante el mayor período de la especie humana, todo su trabajo prehistórico»: un sistema de evaluaciones que poseen verdadera fuerza en lo relativo a los diversos miembros o partes del cuerpo. No sólo el criminal está privado de órganos según un orden de catexis colectivas, no sólo el que debe ser comido lo está según reglas sociales tan precisas como las que cortan y reparten un buey; sino que el hombre que goza plenamente de sus derechos y de sus deberes tiene todo el cuerpo marcado bajo un régimen que relaciona sus órganos y su ejercicio con la colectividad (la privatización de los órganos comenzará con «la vergüenza que el hombre siente ante la vista del hombre»). Pues es un acto de fundación, mediante el cual el hombre deja de ser un organismo biológico y se convierte en un cuerpo lleno, una tierra, sobre la que sus órganos se enganchan, atraídos, rechazados, milagroseados, según las exigencias de un socius. Que los órganos estén tallados en el socius y que los flujos corran sobre él. Nietzsche dice: se trata de dar al hombre una memoria; y el hombre, que se ha constituido por una facultad activa de olvido, por una represión de la memoria biológica, debe hacerse otra memoria, que sea colectiva, una memoria de las palabras y no de las cosas, una memoria de los signos y no de los efectos. Sistema de la crueldad, terrible alfabeto, esta organización que traza signos en el mismo cuerpo: «Tal vez no haya nada más terrible y más inquietante en la prehistoria del hombre que su mnemotecnia… Esta nunca ocurría sin suplicios, sin mártires y sacrificios sangrientos cuando el hombre juzgaba necesario crearse una memoria; los más temibles holocaustos y los compromisos más horribles, las mutilaciones más repugnantes, los rituales más crueles de todos los cultos religiosos… ¡Nos daremos cuenta de las dificultades que se dan sobre la tierra para criar un pueblo de pensadores!»[109]. La crueldad no tiene nada que ver con una violencia natural o de cualquier tipo que se encargaría de explicar la historia del hombre. La crueldad es el movimiento de la cultura que se opera en los cuerpos y se inscribe sobre ellos, labrándolos. Esto es lo que significa crueldad. Esta cultura no es el movimiento de la ideología: por el contrario, introduce a la fuerza la producción en el deseo y, a la inversa, inserta a la fuerza el deseo en la producción y la reproducción sociales. Pues incluso la muerte, el castigo, los suplicios son deseados, y son producciones (cf. la historia del fatalismo). A los hombres o a sus órganos, los convierte en las piezas y engranajes de la máquina social. El signo es posición de deseo; pero los primeros signos son los signos territoriales que clavan sus banderas en los cuerpos. Y si queremos llamar «escritura» a esta inscripción en plena carne, entonces es preciso decir, en efecto, que el habla supone la escritura, y que es este sistema cruel de signos inscritos lo que hace al hombre capaz de lenguaje y le proporciona una memoria de las palabras.
La noción de territorialidad sólo en apariencia es ambigua. Pues si entendemos por ello un principio de residencia o de repartición geográfica, es evidente que la máquina social primitiva no es territorial. Sólo lo será el aparato de Estado que, según la formulación de Engels, «no subdivide el pueblo, sino el territorio» y sustituye una organización gentilicia por una organización geográfica. No obstante, allí mismo donde el parentesco parece tener prelación sobre la tierra no es difícil mostrar la importancia de los vínculos locales. Ocurre que la máquina primitiva subdivide el pueblo, pero lo hace sobre una tierra indivisible en la que se inscriben las relaciones conectivas, disyuntivas y conjuntivas de cada segmento con los otros (así, por ejemplo, la coexistencia o la complementariedad del jefe de segmento y del guardián de la tierra). Cuando la división llega a la propia tierra, en virtud de una organización administrativa, territorial y residencial, no podemos ver en ello una promoción de la territorialidad, sino, todo lo contrario, el efecto del primer gran movimiento de desterritorialización sobre las comunidades primitivas. La unidad inmanente de la tierra como motor inmóvil da lugar a una unidad trascendente de una naturaleza por completo distinta, unidad de Estado; el cuerpo lleno ya no es el de la tierra, sino el del Déspota, el Inengendrado, que ahora se encarga tanto de la fertilidad del suelo como de la lluvia del cielo, y de la apropiación general de las fuerzas productivas. El socius primitivo salvaje era, pues, la única máquina territorial en sentido estricto. Y el funcionamiento de una máquina tal consiste en esto: declinar alianza y filiación, declinar los linajes sobre el cuerpo de la tierra, antes de que haya un Estado.
Si la máquina es de declinación se debe a que es imposible deducir simplemente la alianza de la filiación, las alianzas de las líneas filiativas. Nos equivocaríamos si prestásemos a la alianza sólo un poder de individualización sobre las personas de un linaje; más bien produce una discernibilidad generalizada. Leach cita casos de regímenes matrimoniales muy diversos sin que podamos inferir de ello una diferencia en la filiación de los grupos correspondientes. En muchos análisis, «el acento se coloca sobre los lazos internos al grupo solidario unilineal o sobre los lazos existentes entre diferentes grupos que poseen una filiación común. Los lazos estructurales que provienen del matrimonio entre miembros de grupos diferentes han sido, en su mayor parte, ignorados, o incluso asimilados al concepto universal de filiación. Así Fortes, aunque reconociendo en los lazos de alianza una importancia comparable a la de los lazos de filiación, disfraza los primeros bajo la expresión de descendencia complementaria. Este concepto, que recuerda la distinción romana entre agnación y cognación, implica esencialmente que todo individuo está vinculado a los parientes de su padre y de su madre en tanto que descendiente de uno y otro, y no por el hecho de que están casados… (Sin embargo) los lazos perpendiculares que unen lateralmente los diferentes patrilinajes no son concebidos por los propios indígenas como lazos de filiación. La continuidad en el tiempo de la estructura vertical se expresa adecuadamente por la transmisión agnaticia de un nombre del patrilinaje. Pero la continuidad de la estructura lateral no se expresa de esa misma forma. Más bien es mantenida por una cadena de relaciones económicas entre deudores y acreedores… La existencia de estas deudas pendientes manifiesta la continuidad de la relación de alianza»[110]. La filiación es administrativa y jerárquica, pero la alianza es política y económica y expresa el poder en tanto que no se confunde con la jerarquía ni se deduce de ella, y la economía en tanto que no se confunde con la administración. Filiación y alianza son como las dos formas de un capital primitivo, capital fijo o stock filiativo, capital circulante o bloques móviles de deudas. Les corresponden dos memorias, una biofiliativa, otra, de alianza y de palabras. Si la producción es registrada en la red de las disyunciones filiativas sobre el socius, todavía es preciso que las conexiones del trabajo se separen del proceso productivo y pasen a este elemento de registro que se las apropia como cuasi-causa. Pero no puede hacerlo más que volviendo a tomar por su cuenta el régimen conectivo, bajo la forma de un lazo de alianza o de una conjugación de personas compatible con las disyunciones de filiación. Es en este sentido que la economía pasa por la alianza. En la producción de hijos, el hijo está inscrito con relación a las líneas disyuntivas de su padre o de su madre, pero, inversamente, éstas no lo inscriben más que a través de una conexión representada por el matrimonio del padre y la madre. Por tanto, no existe ningún momento en el que la alianza derivaría de la filiación. Ambas componen un ciclo esencialmente abierto en el que el socius actúa sobre la producción, pero en el que también la producción reacciona sobre el socius.
Los marxistas tienen razón al recordar que si el parentesco es dominante en la sociedad primitiva, está determinado a serlo por factores económicos y políticos. Y si la filiación expresa lo que es dominante aunque estando determinado, la alianza expresa lo que es determinante, o más bien el retorno del determinante en el sistema determinado de dominancia. Por ello es esencial considerar cómo se componen concretamente las alianzas con las filiaciones sobre una superficie territorial dada. Leach ha separado, precisamente, la instancia de las líneas locales, en tanto que se distinguen de las líneas de filiación y operan al nivel de pequeños segmentos: son esos grupos de hombres que residen en un mismo lugar, o en lugares vecinos, quienes maquinan los matrimonios y forman la realidad concreta, mucho más que los sistemas de filiación y las clases matrimoniales abstractas. Un sistema de parentesco no es una estructura, sino una práctica, una praxis, un procedimiento e incluso una estrategia. Louis Berthe, al analizar una relación de alianza y jerarquía, muestra cómo una aldea interviene como tercero para permitir conexiones matrimoniales entre elementos que la disyunción de dos mitades prohibiría desde el estricto punto de vista de la estructura: «el tercer término debe interpretarse más bien como un procedimiento que como un verdadero elemento estructural»[111]. Cada vez que interpretamos las relaciones de parentesco en la comunidad primitiva en función de una estructura que se desplegaría en la mente, caemos en una ideología de los grandes segmentos que hace depender la alianza de las filiaciones mayores, pero que se encuentra desmentida por la práctica. «Hay que preguntarse si, en los sistemas de alianza asimétrica, existe una tendencia fundamental al intercambio generalizado, es decir, al cierre del ciclo. No he podido encontrar nada parecido entre los Mru… Cada cual se comporta como si ignorase la compensación que resultará del cierre del ciclo, acentúa la relación de asimetría, insistiendo sobre el comportamiento acreedor-deudor»[112]. Un sistema de parentesco no aparece cerrado más que en la medida en que se le separa de las referencias económicas y políticas que lo mantienen abierto y que convierten a la alianza en algo más que un arreglo de clases matrimoniales y de líneas filiativas.
En ello va toda la empresa de codificación de los flujos. ¿Cómo asegurar la adaptación recíproca, el abrazo respectivo de una cadena significante y del flujo de producción? El gran cazador nómada sigue los flujos, los agota al momento y se desplaza con ellos. Reproduce de forma acelerada toda su filiación, la contra en un punto que lo mantiene en una relación directa con el antepasado o con el dios. Pierre Clastres describe al cazador solitario que forma una unidad con su fuerza y su destino y lanza su canto en un lenguaje cada vez más rápido y deformado: Yo, yo, yo, «yo soy una naturaleza poderosa, una naturaleza irritada y agresiva»[113]. Estas son las dos características del cazador, el gran paranoico de la selva o del bosque: desplazamiento real con los flujos, filiación directa con el dios. Ocurre que en el espacio nómada el cuerpo lleno del socius es algo así como adyacente a la producción, todavía no se ha volcado sobre ella. El espacio del campamento permanece adyacente al del bosque, es constantemente reproducido en el proceso de producción, pero todavía no se ha apropiado de ese proceso. El movimiento objetivo aparente de la inscripción no ha suprimido el movimiento real del nomadismo. Sin embargo, no existe el nómada puro, siempre existe un campamento en el que hay que acumular, por poco que sea, inscribir y repartir, casarse y alimentarse (Clastres muestra cómo entre los Guayaki a la conexión entre cazadores y animales vivos sucede en el campamento una disyunción entre los animales muertos y los cazadores, disyunción semejante a una prohibición del incesto, puesto que el cazador no puede consumir sus propias presas). En una palabra, como veremos en otras ocasiones, siempre hay un perverso que sucede al paranoico, o lo acompaña —a veces el mismo hombre en dos situaciones: el paranoico de selva y el perverso de aldea. Pues desde el momento en que el socius se fija y se vuelca sobre las fuerzas productivas, se las atribuye, el problema de la codificación ya no puede resolverse por la simultaneidad de un desplazamiento desde el punto de vista de los flujos y de una reproducción acelerada desde el punto de vista de la cadena. Es preciso que los flujos sean objeto de extracciones que constituyen un mínimo de stock y que la cadena significante sea objeto de separaciones que constituyen un mínimo de mediaciones. Un flujo está codificado en tanto que separaciones de cadena y extracciones de flujo se efectúan en correspondencia, se abrazan y se desposan. Ya la actividad altamente perversa de los grupos locales maquina los matrimonios sobre la territorialidad primitiva: una perversidad normal o no patológica, como decía Henry Ey para otros casos en los que se manifiesta «un trabajo psíquico de selección, de refinamiento y de cálculo». Y así se da desde el principio, puesto que no hay nómada puro que pueda contentarse con cabalgar los flujos y cantar la filiación directa: siempre un socius espera para volcarse, extrayendo y separando.
Las extracciones de flujo constituyen un stock filiativo en la cadena significante; pero inversamente, las separaciones de cadena constituyen deudas móviles de alianza que orientan y dirigen los flujos. Sobre la cobertura como stock familiar se hacen circular las piedras de alianza o cauris. Hay como un ciclo vasto de los flujos de producción y de las cadenas de inscripción, y un círculo más restringido entre los stocks de filiación que encadenan o empotran los flujos y los bloques de alianza que hacen fluir las cadenas. La descendencia es a la vez flujo de producción y cadena de inscripción, stock de filiación y fluxión de alianza. Todo ocurre como si el stock constituyese una energía superficial de inscripción o de registro, la energía potencial del movimiento aparente; pero la deuda es la dirección actual de este movimiento, energía cinética determinada por el camino respectivo de las donaciones y contradonaciones sobre esta superficie. En el Kula, la circulación de los collares y de los brazaletes se detiene en ciertos lugares, en ciertas ocasiones, para volver a formar un stock. No existen conexiones productivas sin disyunciones de filiación que se las apropien, pero no hay disyunciones de filiación que no reconstituyan conexiones laterales a través de las alianzas y las conjugaciones de personas. No sólo los flujos y las cadenas, sino los stocks fijos y los bloques móviles, en tanto que implican a su vez relaciones entre cadenas y flujos en ambos sentidos, están en un estado de relatividad perpetua: sus elementos varían, mujeres, bienes de consumo, objetos rituales, derechos, prestigios y estatutos. Si postulamos que debe de haber en algún lugar una especie de equilibrio de los pagos, nos vemos obligados a ver en el evidente desequilibrio de las relaciones una consecuencia patológica, que se explica diciendo que el sistema supuesto cerrado se extiende en una dirección y se abre a medida que las prestaciones son más amplias y más complejas. Pero tal concepción está en contradicción con la «economía fría» primitiva, sin inversión neta, sin moneda ni mercado, sin relación mercantil de intercambio. El resorte de una economía de este tipo consiste, por el contrario, en una verdadera plusvalía de código: cada separación de cadena produce, de un lado u otro en los flujos de producción, fenómenos de exceso y de defecto, de carencia y de acumulación, que se encuentran compensados por elementos no intercambiables de tipo prestigio adquirido o consumo distribuido («El jefe convierte los valores perecederos en un prestigio imperecedero por medio de festividades espectaculares; de esa manera los consumidores de los bienes son al fin y al cabo los productores del principio»)[114]. La plusvalía de código es la forma primitiva de la plusvalía en tanto que responde a la célebre fórmula de Mauss: el espíritu de la cosa dada, o la fuerza de las cosas que hace que las donaciones deban ser devueltas de manera usuraria, siendo signos territoriales de deseo y de poder, principios de abundancia y de fructificación de los bienes. En vez de ser una consecuencia patológica, el desequilibrio es funcional y principal. En vez de ser la extensión de un sistema en primer lugar cerrado, la obertura es primera, basada en la heterogeneidad de los elementos que componen las prestaciones y compensan el desequilibrio desplazándolo. En una palabra, las separaciones de cadena significante según las relaciones de alianza engendran plusvalías de código al nivel de los flujos, de donde se desprenden diferencias de estatuto para las líneas filiativas (por ejemplo, el rango superior o inferior de los donadores o tomadores de mujeres). La plusvalía de código efectúa las diversas operaciones de la máquina territorial primitiva: separar segmentos de cadena, organizar las extracciones de flujo, repartir las partes que vuelven a cada uno.
La idea de que las sociedades primitivas no tienen historia y están dominadas por algunos arquetipos y su repetición es particularmente débil e inadecuada. Esta idea no nació entre los etnólogos, sino más bien en los ideólogos vinculados a una conciencia trágica judeo-cristiana a la que querían abonar la «invención» de la historia. Si llamamos historia a una real idad dinámica y abierta de las sociedades, en estado de desequilibrio funcional o de equilibrio oscilante, inestable y siempre compensado, que implica no sólo conflictos institucionalizados, sino conflictos generadores de cambios, rebeliones, rupturas y escisiones, entonces las sociedades primitivas están plenamente en la historia y muy alejadas de la estabilidad o incluso de la armonía que se les quiere prestar en nombre de una primacía de un grupo unánime. La presencia de la historia en toda máquina social aparece en las discordancias en las que, como dice Lévi-Strauss, «se descubre la señal, imposible de ignorar, del acontecimiento»[115]. En verdad, hay varias maneras de interpretar tales discordancias: idealmente, por la separación entre la institución real y su modelo ideal supuesto; moralmente, invocando un lazo estructural entre la ley y la transgresión; físicamente, como si se tratase de un fenómeno de desgaste que hace que la máquina social ya no sea apta para tratar sus materiales. Pero, incluso ahí, parece que la interpretación adecuada sea ante todo actual y funcional: es para funcionar que una máquina social no debe funcionar bien. Precisamente a propósito del sistema segmentario, siempre llamado a reconstituirse sobre sus propias ruinas, ha podido ser esto demostrado; lo mismo para la organización de la función política en estos sistemas, que no se ejerce efectivamente más que indicando su propia impotencia[116]. Los etnólogos no cesan de decir que las reglas de parentesco no son aplicadas ni aplicables a los matrimonios reales: no porque estas reglas sean ideales, sino al contrario, porque determinan puntos críticos en los que el dispositivo se vuelve a poner en marcha con la condición de estar bloqueado, y se sitúa necesariamente en una relación negativa con el grupo. Es ahí que aparece la identidad de la máquina social con la máquina deseante: no tiene por límite el desgaste, sino el fallo, no funciona más que chirriando, estropeándose, estallando en pequeñas explosiones —los disfuncionamientos forman parte de su propio funcionamiento, y éste no es el aspecto menor del sistema de la crueldad. Nunca una discordancia o un disfuncionamiento anunciaron la muerte de una máquina social que, por el contrario, tiene la costumbre de alimentarse de las contradicciones que levanta, de las crisis que suscita, de las angustias que engendra, y de operaciones infernales que la revigorizan: el capitalismo lo ha aprendido y ha dejado de dudar de sí mismo, mientras que incluso los socialistas renuncian a creer en la posibilidad de su muerte natural por desgaste. Nunca se ha muerto nadie de contradicciones. Y cuanto más ello se estropea, más esquizofreniza, mejor marcha, a la americana.
Pero ya es desde este punto de vista, aunque no sea de la misma manera, que hay que considerar al socius primitivo, la máquina territorial, para declinar alianzas y filiaciones. Esta máquina es la Segmentaria, porque a través de su doble aparato tribal y de linaje suministra segmentos de longitud variable: unidades filiativas genealógicas de linajes mayores, menores y mínimos, con su jerarquía y sus jefes respectivos, antepasados guardianes de stock y organizadores de matrimonios; unidades territorial es tribales de secciones primarias, secundarias y terciarias, con sus dominancias y sus alianzas. «El punto de separación entre las secciones tribales se convierte en el punto de divergencia de la estructura clánica de los linajes asociados a cada una de las secciones; los clanes y sus linajes no son grupos coherentes distintos, sino que están incorporados en comunidades locales en el interior de las cuales funcionan estructuralmente»[117]. Los dos sistemas se cortan, estando cada segmento asociado a los flujos y a las cadenas, a stocks de flujos y a flujos de paso, a extracciones de flujo y a separaciones de cadenas (algunos trabajos de producción se realizan en el marco del sistema tribal, otros, en el marco del sistema de sucesión o de linaje). Entre lo inalienable de filiación y el móvil de alianza se dan toda clase de penetraciones que provienen de la variabilidad y de la relatividad de los segmentos. Ocurre que cada segmento no mide su longitud y no existe como tal más que por oposición con otros segmentos en una serie de escalones ordenados unos con respecto a otros: la máquina segmentaria trama competiciones, conflictos y rupturas, a través de las variaciones de filiación y las fluctuaciones de alianza. Todo el sistema evoluciona entre dos polos, el de la fusión por oposición a otros grupos, el de la escisión por formación constante de nuevos linajes aspirantes a la independencia, con capitalización de alianzas y filiaciones. De un polo a otro, todos los fallos, todos los fracasos se producen en el sistema que no cesa de renacer de sus propias discordancias. ¿Qué quiere decir Jeanne Fabret cuando muestra, con otros etnólogos, que la «persistencia de una organización segmentaria exige paradójicamente que sus mecanismos sean suficientemente ineficaces para que el temor sea el motor del conjunto»? ¿Y qué temor? Se diría que las formaciones sociales presienten, con un presentimiento mortífero y melancólico, lo que les va a ocurrir, aunque lo que les ocurra siempre provenga del exterior y se hunda en su abertura. Tal vez incluso por esta razón ello les ocurre desde el exterior; las formaciones sociales ahogan su potencialidad interior al precio de estos disfuncionamientos que desde entonces forman parte integrante del funcionamiento de su sistema.
La máquina territorial segmentaria conjura la fusión con la escisión e impide la concentración de poder al mantener los órganos de jefatura en una relación de impotencia con el grupo: como si los propios salvajes presintiesen la ascensión del Bárbaro imperial que, sin embargo, llegará de fuera y sobrecodificará todos sus códigos. Pero el mayor peligro radicaría en una dispersión, una escisión tal que todas las posibilidades de código fuesen suprimidas: flujos descodificados corriendo sobre un socius ciego y mudo, desterritorializado, ésta es la pesadilla que la máquina primitiva conjura con todas sus fuerzas y con todas sus articulaciones segmentarias. La máquina primitiva no ignora el intercambio, el comercio y la industria, los conjura, los localiza, los cuadricula, los encastra, mantiene al mercader y al herrero en una posición subordinada, para que flujos de intercambio y de producción no vengan a romper los códigos en provecho de sus cantidades abstractas o ficticias. ¿Y no es también Edipo el miedo al incesto: temor de un flujo descodificador? Si el capitalismo es la verdad universal, lo es en el sentido en que es el negativo de todas las formaciones sociales: es la cosa, lo innombrable, la descodificación generalizada de los flujos que permite comprender a contrario el secreto de todas estas formaciones, codificar los flujos, e incluso sobrecodificarlos antes de que algo escape a la codificación. Las sociedades primitivas no están fuera de la historia, es el capitalismo el que está en el fin de la historia: es el resultado de una larga historia de contingencias y accidentes y provoca el advenimiento de este fin. No podemos decir que las formaciones anteriores no lo hayan previsto, esta Cosa que no ha llegado de fuera más que a fuerza de subir desde dentro, y a la que se le impide subir. De donde la posibilidad de una lectura retrospectiva de toda la historia en función del capitalismo. Ya podemos buscar el signo de las clases en las sociedades precapitalistas. Sin embargo, los etnólogos señalan lo difícil que es realizar la partición de estas proto-clases, de las castas organizadas por la máquina territorial y de los rangos distribuidos por la máquina primitiva segmentaria. Los criterios que distinguen clases, castas y rangos no deben ser buscados en el lado de lo fijo o de la permeabilidad, del cierre o de la abertura relativas; estos criterios se revelan siempre como decepcionantes, eminentemente engañosos. Pero los rangos son inseparables de la codificación territorial primitiva, como las castas de la sobrecodificación estática imperial; mientras que las clases dependen del proceso de una producción industrial y mercantil descodificada en las condiciones del capitalismo. Por tanto, podemos leer toda la historia bajo el signo de las clases, pero observando las reglas indicadas por Marx y en la medida en que las clases son el «negativo» de las castas y de los rangos. Pues con certeza el régimen de la descodificación no significa ausencia de organización, sino la más sombría organización, la más dura contabilidad, la axiomática reemplazando a los códigos y comprendiéndolos siempre a contrario.
El cuerpo lleno de la tierra posee distinciones. Sufriente y peligroso, único, universal, se vuelca sobre la producción, sobre los agentes y las conexiones de producción. Pero también sobre él todo se engancha y se inscribe, todo es atraído, milagreado. Es el elemento de la síntesis disyuntiva y de su reproducción: fuerza pura de la filiación o genealogía, Numen. El cuerpo lleno es lo inengendrado, pero la filiación es el primer carácter de inscripción marcado sobre este cuerpo. Y ya sabemos lo que es esta filiación intensiva, esta disyunción inclusiva donde todo se divide, pero en sí mismo, y donde el mismo ser está en todo lugar, en todos los lados, en todos los niveles, aproximadamente en la diferencia de intensidad. El mismo ser incluso recorre sobre el cuerpo lleno distancias indivisibles y pasa por todas las singularidades, todas las intensidades de una síntesis que se desliza y se reproduce. No sirve para nada recordar que la filiación genealógica es social y no biológica, es necesariamente biosocial, en tanto que se inscribe sobre el huevo cósmico del cuerpo Heno de la tierra. Tiene un origen mítico que es el Uno, o más bien el uno-dos primitivo. ¿Es preciso decir los gemelos o el gemelo que se divide y se une en sí mismo, el Nommo o los Nommo? La síntesis disyuntiva distribuye los antepasados primordiales, pero cada uno es un cuerpo lleno completo, macho y hembra, que aglutina sobre sí todos los objetos parciales, con variaciones tan sólo intensivas que corresponden al zig-zag interno del huevo dogon. Cada uno repite intensivamente por su cuenta toda la genealogía. Y en todo lugar lo mismo, en los dos cabos de la distancia indivisible y en todos los lados, letanía de gemelos, filiación intensa. Marcel Griaule y Germain Dieterlen, al principio del Renard pâle, esbozan una espléndida teoría del signo: los signos de filiación, signos-guías y signos-señores, signos del deseo en primer lugar intensivos, que caen en espiral y atraviesan una serie de explosiones antes de tomar una extensión en las imágenes, las figuras y los dibujos.
Si el cuerpo lleno se vuelca sobre las conexiones productivas y las inscribe en una red de disyunciones intensivas e inclusivas, aún es preciso que recobre o reanime conexiones laterales en esa misma red, que se las atribuya como si fuese su causa. Son los dos aspectos del cuerpo lleno: superficie encantada de inscripción, ley fantástica o movimiento objetivo aparente; pero también agente mágico o fetiche, cuasi-causa. No le basta con inscribir todas las cosas, debe de hacer como si las produjese. Es preciso que las conexiones reaparezcan bajo una forma compatible con las disyunciones inscritas, incluso si a su vez reaccionan sobre la forma de estas disyunciones. Tal es la alianza como segundo carácter de inscripción: la alianza impone a las conexiones productivas la forma extensiva de una conjugación de personas, compatible con las disyunciones de la inscripción, pero reacciona inversamente sobre la inscripción determinando un uso exclusivo y limitativo de estas mismas disyunciones. Por tanto, es forzoso que la alianza esté representada míticamente como si llegase en un determinado momento a las líneas filiativas (aunque, en otro sentido, esté allí desde siempre). Griaule relata cómo, entre los Dogon, algo se produce en un determinado momento, al nivel y del lado del octavo antepasado: un descarrilamiento de las disyunciones que dejan de ser inclusivas, que se convierten en exclusivas; desde ese momento se produce un desmembramiento del cuerpo lleno, una anulación de la gemelitud, una separación de los sexos marcada por la circuncisión; pero también una recomposición del cuerpo sobre un nuevo modelo de conexión o de conjugación, una articulación de los cuerpos por sí mismos y entre ellos, una inscripción lateral con piedras de alianza articulatorias, en resumen, toda un arca de la alianza[118]. Nunca las alianzas derivan de las filiaciones, ni se deducen de ellas. Pero, planteado este principio, debemos distinguir dos puntos de vista: uno económico y político, en el que la alianza está ahí desde siempre, combinándose con líneas filiativas extensas que no preexisten a ella en un sistema dado supuesto en extensión. El otro, mítico, que muestra cómo la extensión del sistema se forma y se delimita a partir de líneas filiativas intensas y primordiales que necesariamente pierden su uso inclusivo o ilimitativo. Desde este punto de vista, el sistema extenso o amplio es como una memoria de alianzas y de palabras, que implica una represión activa de la memoria intensa de filiación. Pues si la genealogía y las filiaciones son objeto de una memoria siempre vigilante, es en la medida en que ya están tomadas en un sentido extensivo que ciertamente no poseían antes de la determinación de las alianzas que se les confieren; en tanto que filiaciones intensivas, por el contrario, son objeto de una memoria particular, nocturna y bio-cósmica, la que precisamente debe sufrir la represión para que se instaure la nueva memoria extensa.
Podemos comprender mejor por qué el problema no consiste en ir de las filiaciones a las alianzas, o de concluir éstas de aquéllas. El problema radica en pasar de un orden intensivo energético a un sistema extensivo, que comprenda a la vez las alianzas cualitativas y las filiaciones extensas. Que la energía primera del orden intensivo —el Numen— sea una energía de filiación, no cambia para nada la cuestión pues esta filiación intensa todavía no es extensa o amplia, todavía no implica ninguna distinción de personas ni siquiera de sexo, sino tan sólo variaciones pre-personales en intensidad, que afectan una misma gemelitud o bisexualidad tomada en grados diversos. Los signos de este orden son, pues, fundamentalmente neutros o ambiguos (según una expresión que Leibniz utilizaba para designar un signo que puede ser tanto + como —). Se trata de saber cómo, a partir de esta intensidad primera, pasaremos a un sistema en extensión en el que 1.°) las filiaciones serán filiaciones extensas bajo la forma de linajes, implicando distinciones de personas y de denominaciones parentales; 2.°) las alianzas serán al mismo tiempo relaciones cualitativas, que las filiaciones extensas suponen al igual que a la inversa; 3.°) en resumen, los signos intensos ambiguos cesarán de serlo y se volverán negativos o positivos. Lo vemos claramente en algunas páginas de Lévi-Strauss, cuando explica para formas simples de matrimonio la prohibición de los primos paralelos y la recomendación de los primos cruzados: cada matrimonio entre dos linajes A y B afecta a la pareja con un signo (+) o (—), según que esta pareja resulte para A o para B una adquisición o una pérdida. Poco importa a este respecto que el régimen de filiación sea patrilineal o matrilineal. En un régimen patrilineal y patrilocal, por ejemplo, «las mujeres parientes son mujeres perdidas, las mujeres parientes por afinidad son mujeres ganadas. Cada familia surgida de esos matrimonios se encuentra, por lo tanto, afectada con un signo, determinado por el grupo inicial según que la madre de los hijos sea una hija o una nuera… Cambiamos de signo al pasar del hermano a la hermana, puesto que el hermano adquiere una esposa mientras que la hermana es perdida por su propia familia». Pero, observa Lévi-Strauus, no dejamos de cambiar de signo al cambiar de generación: «Según que, desde el punto de vista del grupo inicial, el padre haya recibido una esposa o la madre haya sido transferida al exterior, los hijos tienen derecho a una mujer o deben una hermana. Sin duda esta diferencia no se traduce, en la realidad, con una condena al celibato para la mitad de los primos machos: pero expresa, en cualquier caso, la ley de que un hombre no puede recibir una esposa más que del grupo del que es exigible una mujer, porque en la generación superior fue ganada una mujer… En lo que concierne a la pareja pivote, formada por un hombre a casado con una mujer b, evidentemente posee los dos signos según que se considere desde el punto de vista de A o de B, y lo mismo es cierto para sus hijos. A continuación basta con considerar la generación de los primos para constatar que todos los que están en la relación (+ +) o (- -) son paralelos, mientras que todos los que están en la relación (+ -) o (- +) son cruzados»[119]. Pero planteado de este modo, se trata menos del ejercicio de una combinatoria lógica que regula un juego de intercambios, como querría Lévi-Strauus, que de la instauración de un sistema físico que naturalmente se expresará en términos de deudas. Nos parece muy importante que el propio Lévi-Strauss invoque las coordenadas de un sistema físico, aunque no vea en ello más que una metáfora. En el sistema físico en extensión, algo ocurre del orden de un flujo de energía (+ - o - +), algo no ocurre o permanece bloqueado (+ + o - -), algo bloquea o, al contrarío, hace pasar. Algo o alguien. Y en este sistema en extensión no existe filiación primera, ni primera generación o intercambio inicial, sino siempre alianzas, al mismo tiempo que las filiaciones son extensas, expresando a la vez lo que debe quedar bloqueado en la filiación y lo que debe pasar en la alianza.
Lo esencial no es que los signos cambien según los sexos y las generaciones, sino que se pase de lo intensivo a lo extensivo, es decir, de un orden de signos ambiguos a un régimen de signos cambiantes pero determinados. Ahí, el recurso al mito es indispensable, no porque sea una representación transpuesta e incluso invertida de las relaciones reales en extensión, sino porque sólo él determina de acuerdo con el pensamiento y la práctica indígenas las condiciones intensivas del sistema (comprendido el sistema de la producción). Por ello, un texto de Marcel Griaule que busca en el mito un principio de explicación del avunculado nos parece decisivo, y escapa al reproche de idealismo que habitualmente se hace a este tipo de tentativas; lo mismo para el reciente artículo de Adler y Cartry donde vuelven a plantear la cuestión[120]. Estos autores tienen razón al observar que el átomo de parentesco de Lévi-Strauus (con sus cuatro relaciones hermano-hermana, marido-esposa, padre-hijo, tío materno-hijo de hermana) se presenta en un conjunto ya acabado, en el que la madre en tanto que tal es extrañamente excluida, aunque pueda ser según el caso más o menos «pariente» o «a fin» con respecto a sus hijos. Ahora bien, es ahí donde se arraiga el mito, que no es expresivo sino condicionante. Como cuenta Griaule, el Yurugu, que penetra en el trozo de placenta que ha hurtado, es como el hermano de su madre a la que se une por esa razón: «Este personaje, en efecto, surge en el espacio llevándose una parte de placenta alimenticia, es decir, una parte de su propia madre. Consideraba que este órgano también le pertenecía y formaba parte de su propia persona, de tal manera que se identificaba con su genitora, en la especie la matriz del mundo, y se estimaba colocado en el mismo plano que ella, desde el punto de vista de las generaciones… Siente inconscientemente su pertenencia simbólica a la generación de su madre y su separación de la generación real de la que es miembro… Siendo, según él, de la misma sustancia y generación que su madre, se asimila a un gemelo macho de su genitora, y la regla mítica de la unión de los dos miembros apareados lo propone como esposo ideal. Por tanto, en calidad de seudo-hermano de su genitora, debería estar en la situación de su tío uterino, esposo designado de esta mujer.» Sin duda ya encontramos en este nivel todos los personajes en juego, madre, padre, hijo, hermano de la madre, hermana del hijo. Pero es evidente y sorprendente que no sean personas: sus nombres no designan personas, sino las variaciones intensivas de un «movimiento en espiral vibratorio», disyunciones inclusivas, estados necesariamente gemelos y bisexuados por los que un sujeto pasa en el huevo cósmico. Debemos interpretarlo todo en intensidad. El huevo, y la misma placenta, recorrido por una energía vital inconsciente «susceptible de aumento y de disminución». El padre no está en modo alguno ausente. Pero Amma, padre y genitor, es una alta parte intensiva, inmanente a la placenta, inseparable de la gemelitud que lo rel aciona con su parte femenina. Y si el hijo yurugu se lleva a su vez una parte de placenta, lo hace en una relación intensiva con otra parte que contiene a su propia hermana o gemela. Pero, apuntando más alto, la parte que se lleva lo convierte en hermano de su madre, que reemplaza eminentemente a la hermana y a la que se une reemplazando él mismo a Amma. En una palabra, todo un mundo de signos ambiguos, divisiones inclusivas y estados bisexuados. Soy el hijo y también el hermano de mi madre, y el esposo de mi hermana, y mi propio padre. Todo reposa en la placenta que se ha vuelto tierra, lo inengendrable, cuerpo lleno de antiproducción en el que se enganchan los órganos-objetos parciales de un Nommo sacrificado. La placenta, en tanto que sustancia común a la madre y al hijo, parte común de su cuerpo, hace que estos cuerpos no sean como una causa y un efecto, sino que sean ambos productos derivados de esta misma sustancia con respecto a la cual el hijo es gemelo de su madre: éste es el eje del mito dogon relatado por Griaule. Sí, he sido mi madre y he sido mi hijo. Rara vez hemos visto al mito y la ciencia decir lo mismo a una distancia tan grande: el relato dogon desarrolla un weismannismo mítico donde el plasma germinativo forma una línea inmortal y continua que no depende de los cuerpos, sino de la que dependen, al contrario, tanto los cuerpos de los padres como los de los hijos. De ahí la distinción entre dos líneas, una continua y germinal, la otra, somática y discontinua, sometida tan sólo a la sucesión de las generaciones. (Lyssenko encontraba un cariz naturalmente dogon para volverlo contra Weismann y reprocharle el que convirtiese al hijo en el hermano genético o germinal de la madre: «los morganistas-mendelianos, siguiendo a Weismann, parten de la idea de que los padres no son genéticamente los padres de sus hijos; si creyésemos en su doctrina, padres e hijos serían hermanos y hermanas…»[121].)
Pero el hijo no es somáticamente el hermano y el gemelo de su madre. Por ello no puede casarse con ella (sin perjuicio de que a continuación expliquemos el sentido de este «por ello»). El que debería haberse casado con la madre es, pues, el tío uterino. Primera consecuencia: el incesto con la hermana no es un sustituto del incesto con la madre, sino al contrario, es el modelo intensivo del incesto como manifestación de la línea germinal. Además, Hamlet no es una extensión de Edipo, un Edipo en segundo grado: al contrario, un Hamlet negativo o invertido es primero con respecto a Edipo. El sujeto no reprocha al tío el haber hecho lo que él deseaba hacer; le reprocha no haber hecho lo que él, el hijo, no podía hacer. ¿Por qué el tío no se ha casado con la madre, su hermana somática? Porque no debía hacerlo más que en nombre de esta filiación germinal, marcada con los signos ambiguos de la gemelitud y la bisexualidad, según la cual el hijo también hubiera podido hacerlo, y ser asimismo este tío en relación intensa con la madre-gemela. Se cierra el círculo vicioso de la línea germinal (el double bind primitivo): el tío no puede casarse con su hermana, la madre; ni el sujeto, desde entonces, puede casarse con su propia hermana —la gemela del Yurugu será devuelta a los Nommo como una pariente afín potencial. El orden del soma hace caer abajo toda la escala intensiva. Pero si a causa de esto el hijo no puede casarse con la madre, no es porque sománticamente pertenezca a otra generación. Contra Malinowski, Lévi-Strauss demostró claramente que la mezcla de las generaciones no era en modo alguno temida como tal y que la prohibición del incesto no se explicaba de ese modo[122]. Ocurre que la mezcla de generaciones en el caso hijo-madre tiene el mismo efecto que su correspondencia en el caso tío-hermana, es decir, manifiesta una única y misma filiación germinal que en ambos casos hay que reprimir. En una palabra, un sistema somático en extensión sólo puede constituirse en la medida en que las filiaciones se vuelvan extensas, correlativamente a las alianzas laterales que se instauran. Por la prohibición del incesto con la hermana se anuda la alianza lateral, por la prohibición del incesto con la madre la filiación se vuelve extensa. No hay ahí ninguna represión del padre, ningún repudio del nombre del padre; la posición respectiva del padre o de la madre como pariente o aliado, el carácter patrilineal o matrilineal de la filiación, el carácter patrilateral o matrilateral del matrimonio son elementos activos de la represión y no objetos sobre los que se realiza. Ni siquiera la memoria de filiación en general se halla reprimida por una memoria de alianza. Es la gran memoria nocturna de la filiación germinal intensiva la que está reprimida en provecho de una memoria somática extensiva, hecha a base de las filiaciones que se han vuelto extensas (patrilineales o matrilineales) y de las alianzas que implican. Todo el mito dogon es una versión patrilineal de la oposición entre las dos genealogías, las dos filiaciones; en intensidad y en extensión, el orden germinal intenso y el régimen extensivo de las generaciones somáticas.
El sistema en extensión nace de las condiciones intensivas que lo hacen posible, pero reacciona ante ellas, las anula, las reprime y no les permite más expresión que la mítica. A la vez, los signos dejan de ser ambiguos y se determinan en relación con las filiaciones extensas y las alianzas laterales; las disyunciones se vuelven exclusivas, limitativas (el o bien reemplaza al «ya… ya» intenso); los nombres, las denominaciones no designan ya estados intensivos, sino personas discernibles. La discernibilidad se posa sobre la hermana, la madre, como esposas prohibidas. Las personas, con los nombres que ahora las designan, no preexisten a las prohibiciones que las constituyen como tales. Madre y hermana no preexisten a su prohibición como esposas. Robert Jaulin dice correctamente: «El discurso mítico tiene como tema el paso de la indiferencia ante el incesto a su prohibición: implícito o explícito, este tema es subyacente a todos los mitos; es, pues, una propiedad formal de este lenguaje»[123]. Del incesto hay que sacar la conclusión, a la letra, de que no existe, no puede existir. Siempre estamos más acá del incesto, en una serie de intensidades que ignora las personas discernibles; o bien más allá, en una extensión que las reconoce, que las constituye, pero que las constituye volviéndolas imposibles como compañeras sexuales. No podemos realizar el incesto más que después de una serie de sustituciones que nos aleja siempre de él, es decir, con una persona que no vale por la madre o por la hermana más que a fuerza de no serlo: la que es discernible como posible esposa. Este es el sentido del matrimonio preferencial: el primer incesto permitido; pero no es una casualidad el que rara vez sea efectuado, como si todavía estuviese demasiado cerca del imposible inexistente (por ejemplo, el matrimonio preferencial dogon con la hija del tío, ésta valiendo por la tía, que vale asimismo por la madre). El artículo de Griaule es sin duda, en toda la etnología, el texto que está más profundamente inspirado por el psicoanálisis. Y sin embargo, implica conclusiones que hacen estallar todo Edipo, ya que no se contenta con plantear el problema en extensión, y con ello suponerlo resuelto. Son estas conclusiones las que Adler y Cartry han sabido extraer: «Se acostumbra a considerar las relaciones incestuosas en el mito ya como expresión del deseo o de la nostalgia de un mundo en el que tales relaciones serían posibles o indiferentes, ya como expresión de una función estructural de inversión de la regla social, función destinada a fundamentar la prohibición y su transgresión… En ambos casos ya se da como constituido lo que es precisamente la emergencia de un orden que el mito cuenta y explica. En otros términos, se razona como si el mito pusiese en escena personas definidas como padre, madre, hijo y hermana, mientras que estos papeles parentales pertenecen al orden constituido por la prohibición…: el incesto no existe»[124]. El incesto es un puro límite. Con la condición de evitar dos falsas creencias relativas al límite: una convierte al límite en una matriz o un origen, como si lo prohibido probase que la cosa «primero» era deseada como tal; la otra convierte al límite en una función estructural, como si una relación supuesta «fundamental» entre el deseo y la ley se ejerciese en la transgresión. Una vez más hay que recordar que la ley no prueba nada sobre una realidad original del deseo, ya que desfigura esencialmente lo deseado, y que la transgresión no prueba nada sobre una realidad funcional de la ley, ya que, antes de ser una irrisión de la ley, es ella misma irrisoria con respecto a lo que la ley prohíbe realmente (es por esto que las revoluciones no tienen nada que ver con las transgresiones). En resumen, el límite no es ni un más acá ni un más allá: es límite entre ambos, Peu profond ruisseau calomnié l’inceste, siempre ya franqueado o todavía no franqueado. Pues el incesto es como el movimiento, es imposible. No es imposible en el sentido en que lo sería lo real, sino, al contrario, en el sentido en que lo es lo simbólico.
Pero, ¿qué quiere decir que el incesto es imposible? ¿No es posible acostarse con la hermana o con la madre? ¿Cómo renunciar al viejo argumento: es preciso que sea posible ya que está prohibido? Sin embargo, el problema es otro. La posibilidad del incesto exigiría las personas y los nombres, hijo, hermana, madre, hermano, padre. Ahora bien, en el acto de incesto podemos disponer de las personas, pero pierden su nombre en tanto que estos nombres son inseparables de la prohibición que los prohíbe como compañeros sexuales; o bien los nombres subsisten y ya no designan más que estados intensivos prepersonales que también podrían «extenderse» a otras personas, como cuando se llama mamá a la mujer legítima, o hermana a la esposa. Es en este sentido que decíamos: siempre estamos más acá o más allá. Nuestras madres, nuestras hermanas se fundamentan entre nuestros brazos; su nombre se desliza sobre su persona como un sello demasiado mojado. Nunca podemos gozar a la vez de la persona y del nombre —lo que, sin embargo, sería la condición del incesto. Sea, el incesto es una añagaza, es imposible. Pero tan sólo hemos echado hacia atrás el problema. ¿No es propio del deseo el desear lo imposible? Al menos en este caso, esta simpleza ni siquiera es verdadera. Recordemos que es ilegítimo concluir de la prohibición la naturaleza de lo que está prohibido; pues la prohibición procede deshonrando al culpable, es decir, induciendo una imagen desfigurada y desplazada de lo que es realmente prohibido o deseado. Es incluso de esta manera que la represión general se prolonga en una represión (refoulement) sin la cual no incidiría sobre el deseo. Lo deseado es el flujo germinal o germinativo intenso, en el cual en vano buscaremos personas o incluso funciones discernibles como padre, madre, hijo, hermana, etc., puesto que estos nombres no designan más que variaciones intensivas sobre el cuerpo lleno de la tierra determinado como germen. Podemos llamar siempre incesto, así como indiferencia ante el incesto, a este régimen de un solo y mismo ser o flujo variante en intensidad según disyunciones inclusivas. Pero precisamente por ello no podemos confundir el incesto tal como sería en este régimen intensivo no personal que lo instituiría, con el incesto tal como es representado en extensión en el estado que lo prohíbe y que lo define como transgresión sobre las personas. Jung, por tanto, tiene razón al decir que el complejo de Edipo es algo más que lo simple y que la madre es además la tierra, el incesto, un renacimiento infinito (su equivocación radica tan sólo en creer que así «supera» la sexualidad). El complejo somático remite a un implejo germinal. El incesto remite a un más acá que no puede ser representado como tal en el complejo, puesto que el complejo es un elemento derivado de la represión de este más acá. El incesto tal como es prohibido (forma de las personas discernibilizadas) sirve para reprimir el incesto tal como es deseado (el fondo de la tierra intensa). El flujo germinal intensivo es el representante del deseo y sobre él se realiza la represión; la figura edípica extensiva es su representado desplazado, el cebo o la imagen trucada que viene a recubrir el deseo, suscitada por la represión. Poco importa que esta imagen sea «imposible»: realiza su oficio desde el momento que el deseo se deja prender ahí como en lo propio imposible. Ves, ¡esto es lo que tú querías!… Sin embargo, es esta conclusión, que va directamente de la represión a lo reprimido, y de la prohibición a lo prohibido, la que implica ya todo el paralogismo de la represión general.
Pero, ¿por qué el implejo o el influjo germinal es reprimido, él que sin embargo es el representante territorial del deseo? Es debido… a que remite, en concepto de representante, a un flujo que no sería codificable, que no se dejaría codificar —precisamente el terror del socius primitivo. Ninguna cadena podría separarse, nada podría ser extraído; nada pasaría de la filiación a la descendencia, sino que, al contrario, la descendencia será perpetuamente volcada sobre la filiación en el acto de reengendrarse a sí misma; la cadena significante no formaría ningún código, sólo emitiría signos ambiguos y sería roída perpetuamente por su soporte energético; lo que corriera sobre el cuerpo lleno de la tierra estaría tan desencadenado como los flujos no codificados que se deslizan sobre el desierto de un cuerpo sin órganos. Pues la cuestión es menos la de la abundancia o la escasez, la de la fuente o del agotamiento (incluso agotar es un flujo), que la de lo codificable y lo no codificable. El flujo germinal es tal que viene a ser lo mismo decir que todo pasaría o correría con él o, al contrario, que todo estaría bloqueado. Para que los flujos sean codificables es preciso que su energía se deje cuantificar o cualificar— es preciso que se realicen extracciones de flujo en relación con separaciones de cadena —es preciso que algo pase, pero también que algo sea bloqueado, y que algo bloquee o haga pasar. Ahora bien, esto no es posible más que en el sistema en extensión que discernibiliza las personas y realiza un uso determinado de los signos, un uso exclusivo de las síntesis disyuntivas, un uso conyugal de las síntesis conectivas. Tal es el sentido de la prohibición del incesto concebida como la instauración de un sistema físico en extensión: debemos buscar en cada caso lo que pasa del flujo de intensidad, lo que no pasa, lo que hace pasar o impide pasar, según el carácter patrilateral o matrilateral de los matrimonios, según el carácter matrilineal o patrilineal de los linajes, según el régimen general de las filiaciones extensas o las alianzas laterales. Volvamos al matrimonio preferencial dogon tal como es analizado por Griaule: lo bloqueado es la relación con la tía como sustituto de la madre; lo que pasa es la relación con la hija de la tía, como sustituto de la tía, como primer incesto posible o permitido; lo que bloquea o hace pasar es el tío uterino. Lo que pasa implica, en compensación de lo que está bloqueado, una verdadera plusvalía de código que vuelve al tío en tanto que hace pasar, mientras que sufre una especie de «minusvalía» en la medida en que bloquea (así, por ejemplo, los robos rituales realizados por los sobrinos en la casa del tío, pero también, como dice Griaule, «el aumento y la fructificación» de los bienes del tío cuando el sobrino mayor va a habitar a su casa). El problema fundamental: ¿a quién van las prestaciones matrimoniales en tal o cual sistema?, no puede ser resuelto independientemente de la complejidad de las líneas de paso y de las líneas de bloqueo —como si lo que estuviese bloqueado o prohibido reapareciese «en las bodas como un fantasma» que viene a reclamar lo que se le debe[125]. Loffler escribe sobre un caso determinado: «Entre los Mru, el modelo patrilineal prevalece sobre la tradición matrilineal: la relación, hermano-hermana, que es trasmitida de padre a hijo y de madre a hija, puede serlo indefinidamente en la relación padre-hijo, pero no en la relación madre-hija que se termina con el matrimonio de la hija. Una hija casada transmite a su propia hija una nueva relación, a saber, la que le une a su propio hermano. Al mismo tiempo, una hija que se casa no se separa del linaje de su hermano, sino únicamente del linaje del hermano de su madre. La significación de los pagos al hermano de la madre cuando el matrimonio de su sobrina sólo se comprende de este modo: la joven abandona el antiguo grupo familiar de su madre. La sobrina se convierte en madre y en punto de partida de una nueva relación hermano-hermana, sobre la cual se funda una nueva alianza»[126]. Lo que se prolonga, lo que se detiene, lo que se separa, y las diferentes relaciones según las que se distribuyen estas acciones y pasiones, permiten comprender el mecanismo de formación de la plusvalía de código en tanto que pieza indispensable a toda codificación de los flujos.
Desde ese momento podemos esbozar las diversas instancias de la representación territorial en el socius primitivo. En primer lugar, en influjo germinal de intensidad condiciona toda la representación: es el representante del deseo. Sin embargo, si es llamado representante es porque vale para los flujos no codificables, no codificados o descodificados. En ese sentido, implica a su manera el límite del socius, el límite y el negativo de todo socius. Además la represión general de este límite sólo es posible en tanto que el representante mismo sufra una represión. Esta represión determina lo que pasará y lo que no pasará del influjo en el sistema en extensión, lo que permanecerá bloqueado o en stock en las filiaciones extensas, lo que al contrario se moverá y correrá según las relaciones de alianza, de tal manera que se efectúe la codificación sistemática de los flujos. Llamamos alianza a esta segunda instancia, la propia representación reprimente, puesto que las filiaciones no se vuelven extensas más que en función de las alianzas laterales que miden sus segmentos variables. De ahí la importancia de estas «líneas locales» que Leach ha identificado y que, dos a dos, organizan las alianzas y maquinan los matrimonios. Cuando les asignábamos una actividad perversa-normal, queríamos decir que estos grupos locales eran los agentes de la represión, los grandes codificadores. En todo lugar donde los hombres se encuentran y se reúnen para tomar mujeres, negociarlas, repartirlas, etc., reconocemos el vínculo perverso de una homosexualidad primaria entre grupos locales, entre yernos, co-maridos, compañeros de infancia. Señalando el hecho universal de que el matrimonio no es una alianza entre un hombre y una mujer, sino «una alianza entre dos familias», «una transacción entre hombres a propósito de mujeres», Georges Devereux sacaba la acertada conclusión de una motivación homosexual básica y de grupo[127]. A través de las mujeres los hombres establecen sus propias conexiones: a través de la disyunción hombre-mujer, que a cada instante es la conclusión de la filiación, la alianza conecta hombres de filiación diferente. La cuestión: ¿por qué una homosexualidad femenina no ha dado lugar a grupos de amazonas capaces de negociar los hombres? Tal vez encuentra la respuesta en la afinidad de las mujeres con el influjo germinal, y entonces en su posición cerrada en el seno de las filiaciones extensas (histeria de filiación, por oposición a la paranoia de alianza). La homosexualidad masculina es, por tanto la representación de alianza que reprime los signos ambiguos de la filiación intensa bisexuada. No obstante, creemos que Devereux se equivoca dos veces: cuando declara que durante bastante tiempo retrocedió ante este descubrimiento demasiado grave, dice, de una representación homosexual (no hay ahí más que una versión primitiva de la fórmula «Todos los hombres son pederastas», y ciertamente nunca lo son tanto como cuando maquinan matrimonios). Por otra parte y sobre todo, cuando quiere convertir esta homosexualidad de alianza en un producto del complejo de Edipo en tanto que reprimido. Nunca la alianza se deduce de las líneas de filiación por intermedio de Edipo, sino al contrario las articula, bajo la acción de las líneas locales y de su homosexualidad primaria no edípica. Y es cierto que existe una homosexualidad edípica o filiativa, es preciso ver en ello tan sólo una reacción secundaria ante esta homosexualidad de grupo, en primer lugar no edípica. En cuanto a Edipo en general, no es lo reprimido, es decir, el representante del deseo, que está más acá e ignora por completo el papá-mamá. No es la representación reprimente, que está más allá y no discierne las personas más que sometiéndolas a las reglas homosexuales de la alianza. El incesto es tan sólo el efecto retroactivo de la representación reprimente sobre el representante reprimido: ésta desfigura o desplaza a este representante sobre el que actúa, proyecta sobre él categorías discernidas que ella misma ha instaurado, le aplica términos que no existían antes de que la alianza, precisamente, no hubiese organizado lo positivo y lo negativo en el sistema en extensión —la representación lo vuelca sobre lo que está bloqueado en ese sistema. Edipo es, por tanto, el límite, pero el límite desplazado que ahora pasa al interior del socius. Edipo es la imagen-señuelo en la que el deseo se deja coger (¡Esto es lo que tú querías! ¡los flujos descodificados! ¡esto era el incesto!). Entonces empieza una larga historia, la de la edipización. Pero precisamente todo empieza en la cabeza de Layo, el viejo homosexual de grupo, el perverso, que tiende una trampa al deseo. Pues el deseo también es eso, una trampa. La representación territorial implica estas tres instancias, el representante reprimido, la representación reprimente, el representado desplazado[128].
Vamos demasiado aprisa, actuamos como si Edipo ya estuviese instalado en la máquina territorial salvaje. Sin embargo, como dice Nietzsche a propósito de la mala conciencia, no es sobre ese terreno que crece una planta semejante. Las condiciones de Edipo como «complejo familiar», comprendido en el marco del familiarismo propio a la psiquiatría y al psicoanálisis, todavía no se dan. Las familias salvajes forman una praxis, una política, una estrategia de alianzas y de filiaciones; son formalmente los elementos motores de la reproducción social; no tienen nada que ver con un microcosmos expresivo; el padre, la madre, la hermana siempre funcionan en ella como algo más que padre, madre o hermana. Y más que el padre, la madre, etc., está el aliado, el pariente por afinidad, que constituye la realidad concreta activa y hace que las relaciones entre familias sean coextensivas al campo social. Ni siquiera sería exacto decir que las determinaciones familiares estallan en todos los rincones de ese campo y permanecen vinculadas a determinaciones propiamente sociales, puesto que unas y otras forman una sola y misma pieza en la máquina territorial. Al no ser todavía la reproducción familiar un simple medio o una materia al servicio de una reproducción social de otra naturaleza, no existe ninguna posibilidad de volcar ésta sobre aquélla, de establecer entre ambas relaciones bi-unívocas que concederían a un complejo familiar cualquiera un valor expresivo y una forma autónoma aparente. Por el contrario, es evidente que el individuo en la familia, incluso de pequeño, carga o catexiza directamente un campo social, histórico, económico y político, irreductible a toda estructura mental no menos que a toda constel ación afectiva. Por ello, cuando consideramos casos patológicos y procesos de cura en las sociedades primitivas, consideramos por completo insuficiente el compararlos al proceso psicoanalítico al relacionarlos con crit erios que están tomados de éste: por ejemplo, un complejo familiar, incluso diferente del nuestro, o contenidos culturales incluso referidos a un inconsciente étnico —como podemos verlo en los paralelismos intentados entre la cura psicoanalítica y la cura chamánica (Devereux, Lévi-Strauss). Definíamos el esquizoanálisis por dos aspectos: la destrucción de las seudo-formas expresivas del inconsciente, el descubrimiento de las catexis inconscientes del campo social por el deseo. Es desde este punto de vista que hay que considerar muchas de las curas primitivas; son esquizoanálisis en acto.
Victor Turner nos da un ejemplo notable de una curación de este tipo entre los Ndembu[129]. El ejemplo es tanto más sorprendente en cuanto todo, a nuestros ojos pervertidos, parece en primer lugar edípico. Afeminado, insoportable, vanidoso, fracasando en todas sus empresas, el enfermo K es presa de la sombra de su abuelo materno que le hace duros reproches. Aunque los Ndembu sean matrilineales y deban habitar en casa de sus parientes maternos, K pasó una temporada excepcionalmente larga en el matrilinaje de su padre, del que era el favorito, y se casó con primas paternas. Pero, a la muerte de su padre, es expulsado y vuelve a la aldea materna. Allí su casa expresa perfectamente su situación, encajonada entre dos sectores, las casas de miembros del grupo paterno y las de su propio matrilinaje. Ahora bien, ¿cómo proceden la adivinación, encargada de indicar la causa del mal, y la cura médica, encargada de tratarlo? La causa radica en el diente, los dos incisivos superiores del antepasado cazador, mantenidos en un saco sagrado, pero que pueden escaparse para penetrar en el cuerpo del enfermo. Sin embargo, para diagnosticar, para conjurar los efectos del incisivo, el adivino y el médico se entregan a un análisis social que concierne al territorio y su vecindad, la jefatura y las subjefaturas, los linajes y sus segmentos, las alianzas y las filiaciones: no cesan de sacar a luz al deseo en sus relaciones con unidades políticas y económicas —y es en ese punto, por otra parte, que los testigos intentan engañarlos. «La adivinación se convierte en una forma de análisis social durante la cual salen a la luz luchas ocultas entre individuos y facciones, de tal modo que puedan ser tratadas por procedimientos rituales tradicionales…, el carácter vago de las creencias místicas permite que sean manipuladas en relación con un gran número de situaciones sociales». Resulta que el incisivo patógeno es el del abuelo materno. Pero éste fue un gran jefe; su sucesor, el «jefe real» debió renunciar por temor a ser embrujado; y su presunto heredero, inteligente y emprendedor, no tiene el poder; el jefe actual no es el bueno; en cuanto al enfermo K, no ha sido desempeñar el papel de mediador que hubiera podido convertirle en un candidato a jefe. Todo se complica a causa de las relaciones colonizadores-colonizados, al no haber reconocido los ingleses la jefatura, la aldea empobrece cayendo en la decrepitud (los dos sectores de la aldea provienen de una fusión de dos grupos que habían huido de los ingleses; los viejos gimen por la decadencia actual). El médico no organiza un sociodrama, sino un verdadero análisis de grupo centrado en el enfermo. Dándole pociones, atándole cuernos al cuerpo para que aspiren el incisivo, haciendo sonar los tambores, el médico procede a una ceremonia entrecortada de paradas y partidas, flujos de todas clases, flujo de palabras y cortes: los miembros de la aldea vienen a hablar, el enfermo habla, la sombra es invocada, se paran, el médico explica, se vuelve a empezar, tambores, cantos, trances. No se trata solamente de descubrir las catexis preconscientes del campo social por los intereses, sino, más profundamente, sus catexis inconscientes por el deseo, tal como pasan en los matrimonios del enfermo, su posición en la aldea, y todas las posiciones del jefe vividas con intensidad en el grupo.
Decíamos que el punto de partida parecía edípico. Era tan sólo el punto de partida para nosotros, criados para decir Edipo cada vez que se nos habla del padre, madre o abuelo. En verdad, el análisis Ndembu nunca fue edípico: estaba directamente ligado a la organización y la desorganización sociales; la misma sexualidad, a través de las mujeres y los matrimonios, era una catexis de deseo; los padres desempeñaban en él el papel de estímulos, y no el de organizador (o desorganizador) de grupo, mantenido por el jefe y sus símbolos. En lugar de que todo fuese volcado sobre el nombre del padre, o del abuelo materno, éste se abría a todos los nombres de la historia. En lugar de que todo fuese proyectado sobre un grotesco corte de la castración, todo se dispersaba en los mil cortes-flujos de las jefaturas, de los linajes, de las relaciones de colonización. Todo el juego de las razas, de los clanes, de las alianzas y de las filiaciones, toda esta deriva histórica y colectiva es justo lo contrario del análisis edípico, cuando obstinadamente aplasta el contenido de un delirio, cuando lo forma con todas sus fuerzas con el «vacío simbólico del padre». O más bien, si es cierto que el análisis ni siquiera al principio es edípico, salvo para nosotros, sin embargo, ¿no se vuelve edípico en cierta medida, y en qué medida? Sí, se vuelve así en parte bajo el efecto de la colonización. El colonizador, por ejemplo, abolesce la antigua jurisdicción del jefe, o la utiliza para sus propios fines (o bien podemos decir que la jefatura todavía no es nada). El colonizador dice: tu padre es tu padre y nada más que esto, o el abuelo materno, no vayas a tomarlos por jefes… puedes hacerte triangular en tu rincón y colocar tu casa entre las de los paternos y las de los maternos… tu familia es tu familia y nada más, la reproducción social ya no pasa por ella, aunque se tenga necesidad de tu familia para proporcionar un material que será sometido al nuevo régimen de la producción… Entonces sí, un marco edípico se esboza para los salvajes desposeídos: Edipo de chabolas. Hemos visto, no obstante, que los colonizados eran un ejemplo típico de resistencia a Edipo: en efecto, ahí la estructura edípica no llega a cerrarse y los términos permanecen pegados a los agentes de la reproducción social opresiva, ya en una lucha, ya en una complicidad (el blanco, el misionero, el recaudador de impuestos, el exportador de bienes, el notable de la aldea que se ha convertido en agente de la administración, los viejos que maldicen al blanco, los jóvenes que entran en una lucha política, etc.). Las dos aserciones son ciertas: el colonizado se resiste a la edipización y la edipización tiende a encerrarlo en ella. En la medida en que existe edipización, ésta es el hecho de la colonización y es preciso unirla a todos los procedimientos que Jaulin supo describir en La Paix blanche. «El estado de colonizado puede conducir a una reducción de la humanización del universo, de tal modo que toda solución buscada lo será a la medida del individuo o de la familia restringida con, por consiguiente, una anarquía o un desorden extremos al nivel de lo colectivo: anarquía de la que el individuo siempre será víctima, a excepción de los que poseen la clave de tal sistema, en este caso, los colonizadores, que, al mismo tiempo en que el colonizado reducirá el universo, ellos tenderán a extenderlo»[130]. Edipo es algo así como la eutanasia en el etnocidio. Cuanto más la reproducción social escapa a los miembros del grupo, en naturaleza y en extensión, más se vuelca sobre ellos o los vuelca a ellos en una reproducción familiar restringida y neurotizada de la cual Edipo es el agente.
¿Cómo comprender, pues, a los que dicen que encuentran un Edipo indio o africano? Ellos son los primeros en reconocer que no encuentran ninguno de los mecanismos ni de las actitudes que constituyen nuestro Edipo (nuestro supuesto Edipo). Ello no tiene importancia, dicen que la estructura está ahí, aunque no posea ninguna existencia «accesible a la clínica»; o dicen que el problema, el punto de partida, es edípico, aunque los desarrollos y las soluciones sean por completo diferentes de las nuestras (Parin, Ortigues). Dicen que es un Edipo «que no acaba de existir», cuando ni siquiera posee (fuera de la colonización) las condiciones necesarias para empezar a existir. Si es cierto que el pensamiento se evalúa por el grado de edipización, entonces sí, los blancos piensan demasiado. La competencia, la honestidad y el talento de estos autores, psicoanalistas africanos, están fuera de duda. Pero ocurre con ellos lo mismo que con algunos de nuestros psicoterapeutas: se diría que no saben lo que hacen. Tenemos psicoterapeutas que creen sinceramente que son progresistas al aplicar de nuevas maneras la triangulación del niño —¡cuidado! un Edipo de estructura ¡no imaginario! Del mismo modo, estos psicoanalistas de África que manejan el yugo de un Edipo estructural o «problemático», al servicio de sus intenciones progresistas. Allá abajo o aquí es lo mismo: Edipo siempre es la colonización realizada por otros medios, es la colonia interior y veremos que, incluso entre nosotros, europeos, es nuestra formación colonial íntima. ¿Cómo entender las frases con las que M. C. y E. Ortigues terminan su libro? «La enfermedad es considerada como signo de una elección, de una atención especial de las potencias sobrenaturales, o como signo de una agresión de carácter mágico: esa idea no se deja profanar fácilmente. La psicoterapia analítica no puede intervenir más que a partir del momento en que una demanda puede ser formulada por el sujeto. Toda nuestra investigación estaba condicionada, por tanto, por la posibilidad de instaurar un campo psicoanalítico. Cuando un sujeto se adhería plenamente a las normas tradicionales y no tenía nada que decir en su propio nombre, se dejaba prender por los terapeutas tradicionales y el grupo familiar o por la medicina de los “medicamentos”. En ocasiones, el hecho de que desee hablarnos de los tratamientos tradicionales correspondía a un principio de psicoterapia y se convertía para él en un medio para situarse personalmente en su propia sociedad… Otras veces, el diálogo analítico podía desplegarse más y en este caso el problema edípico tendía a tomar su dimensión diacrónica haciendo aparecer el conflicto de las generaciones»[131]. ¿Por qué pensar que los poderes sobrenaturales y las agresiones mágicas forman un mito peor que Edipo? ¿No determinan, por el contrario, el deseo a catexis más intensas y más adecuadas del campo social, en su organización tanto como en su desorganización? Meyer Fortes al menos mostraba el lugar de Job al lado de Edipo. ¿Y con qué derecho juzgar que el sujeto no tiene nada que decir en su propio nombre en tanto que se adhiere a las normas tradicionales? ¿No muestra la cura Ndembu todo lo contrario? ¿No será también Edipo una norma tradicional, la nuestra? ¿Cómo podemos decir que nos hace hablar en nuestro propio nombre, cuando precisamos por otra parte que su solución nos enseña «la incurable insuficiencia de ser» y la universal castración? ¿Y cuál es esta «demanda» que se invoca para justificar Edipo? Oimos, el sujeto pide y vuelve a pedir el papá-mamá: pero ¿qué sujeto? ¿y en qué estado? ¿Es éste el medio «para situarse personalmente en su propia sociedad»? ¿Qué sociedad? ¿La sociedad neocolonizada que se le construye y que por fin logra lo que la colonización sólo había sabido esbozar, una efectiva proyección de las fuerzas del deseo sobre Edipo, sobre un nombre del padre, en el grotesco triángulo?
Volvamos a la célebre discusión inacabable entre los culturalistas y los psicoanalistas ortodoxos: ¿Es Edipo universal? ¿Es el gran símbolo paterno católico, la reunión de todas las iglesias? La discusión empezó entre Malinowski y Jones, continuó entre Kardiner, Fromm, por una parte, y Roheim por la otra. Prosiguió aún entre ciertos etnólogos y ciertos discípulos de Lacan (los cuales no sólo dieron una interpretación edipizante de la doctrina de Lacan, sino una extensión etnográfica a esta interpretación). Por parte de lo universal existen dos polos: el pasado de moda, parece ser, que convierte a Edipo en una constelación afectiva original y, en el límite, en un acontecimiento real cuyos efectos serían transmitidos por herencia filogenética. Y el que convierte a Edipo en una estructura que hay que descubrir, en el límite, en el fantasma, en relación con la premaduración o la neotenia biológicas. Dos concepciones muy diferentes del límite, una como matriz original, la otra como función estructural. Pero en estos dos sentidos de lo universal se nos invita a «interpretar», puesto que la presencia latente de Edipo sólo aparece a través de su ausencia patente, comprendida como un efecto de la represión, o mejor todavía, puesto que el invariante estructural sólo se descubre a través de las variaciones imaginarias, manifestando la necesidad de un repudio simbólico (el padre como lugar vacío). Lo universal de Edipo vuelve a empezar la vieja operación metafísica que consiste en interpretar la negación como una privación, como una carencia: la carencia simbólica del padre muerto, o el gran Significante. Interpretar es nuestra moderna manera de creer y de ser piadoso. Roheim ya proponía organizar a los salvajes en una serie de variables que convergiesen hacia el invariante estructural neoténico[132]. Él era quien decía que el complejo de Edipo no se encontraba si no se buscaba. Y que no se buscaba si uno no se había hecho analizar a sí mismo. He ahí por qué vuestra hija es muda, es decir, las tribus, hijas del etnólogo, no dicen el Edipo que, sin embargo, les permite hablar. Roheim añadía que era ridículo creer que la teoría freudiana de la censura dependía del régimen de represión general existente en el imperio de Francisco José. No parecía ver que Francisco José no era un corte histórico pertinente, sino que las civilizaciones orales, escritas o incluso «capitalistas» eran tal vez tales cortes con los que variarían la naturaleza de la represión general, el sentido y el alcance de la represión.
Esta historia de la represión es bastante complicada. Las cosas serían más sencillas si la libido o el afecto estuviese reprimido en el sentido más amplio de la palabra (suprimido, inhibido o transformado) —al mismo tiempo que la representación pretendidamente edípica. Pero nada de esto ocurre: la mayoría de los etnólogos han señalado el carácter sexual de los afectos en los símbolos públicos de la sociedad primitiva; y este carácter es vivido íntegramente por los miembros de esta sociedad, aunque no hayan sido psicoanalizados y a pesar del desplazamiento de la representación. Como dice Leach a propósito de la relación sexo-cabellera, «el desplazamiento simbólico del falo es habitual, pero el origen fálico no es en modo alguno reprimido»[133]. ¿Es preciso añadir que los salvajes reprimen la representación y mantienen intacto el afecto? ¿Será al contrario entre nosotros, en la organización patriarcal en la que la representación permanece clara, pero con afectos suprimidos, inhibidos o transformados? Sin embargo, no: el psicoanálisis nos dice que también nosotros reprimimos la representación. Y todo nos dice que también nosotros a menudo mantenemos la plena sexualidad del afecto; sabemos perfectamente de qué se trata, sin haber sido psicoanalizados. Pero, ¿con qué derecho hablar de una representación edípica sobre la que actuaría la represión? ¿Es a causa de que el incesto está prohibido? Siempre volvemos a este débil argumento: el incesto es deseado ya que está prohibido. La prohibición del incesto implicaría una representación edípica, de cuya represión y retorno nacería. Ahora bien, lo contrario es evidente; no sólo la representación edípica supone la prohibición del incesto, sino que ni siquiera podemos decir que nazca o resulte de ella. Reich, partidario de las tesis de Malinowski, añadía una observación profunda: el deseo es tanto más edípico cuanto más pesan las prohibiciones, no sólo sobre el incesto, sino «sobre las relaciones sexuales de cualquier tipo», cerrando las otras vías[134]. La represión general del incesto, en una palabra, no nace de una representación edípica reprimida que provoca asimismo esta represión. Sino al contrario, el sistema represión general-represión provoca el nacimiento de una imagen edípica como desfiguración de lo reprimido. Que esta imagen a su vez acabe por sufrir una represión, que venga a ocupar el lugar de lo reprimido o de lo efectivamente deseado, en la misma medida que la represión sexual se realiza sobre otra cosa que el incesto, es la larga historia de nuestra sociedad. Pero lo reprimido no es en primer lugar la representación edípica. Lo reprimido es la producción deseante. Es lo que, de esta producción, no pasa en la producción o la reproducción sociales. Es lo que introduciría desorden y revolución, los flujos no codificados del deseo. Lo que pasa, al contrarío, de la producción deseante a la producción social forma una catexis sexual directa de esta producción social, sin ninguna represión del carácter sexual del simbolismo y de los afectos correspondientes, y sobre todo sin referencias a una representación edípica que se supondría originalmente reprimida o estructuralmente repudiada. El animal no es tan sólo el objeto de una catexis preconsciente de interés, sino el de una catexis libidinal de deseo que sólo secundariamente saca una imagen del padre. Igualmente ocurre con la catexis libidinal del alimento, en todo lugar donde se manifiestan un miedo a tener hambre, un placer de no tener hambre, y que sólo secundariamente se relaciona con una imagen de la madre[135]. Anteriormente hemos visto cómo la prohibición del incesto no remitía a Edipo, sino a los flujos no codificados constitutivos del deseo y a su representante, el flujo pre-personal intenso. En cuanto a Edipo, todavía es una manera de codificar lo incodificable, de codificar lo que escapa a los códigos, o de desplazar al deseo y su objeto, de tenderles trampas.
Culturalistas y etnólogos muestran claramente cómo las instituciones son anteriores con respecto a los afectos y a las estructuras. Pues las estructuras no son mentales, están en las cosas, en las formas de producción y reproducción sociales. Incluso un autor como Marcuse, poco sospechoso de complacencia, reconoce que el culturalismo partía de un buen punto: introducir el deseo en la producción, anudar el vínculo «entre la estructura instintiva y la estructura económica y al mismo tiempo indicar las posibilidades de progresar que hay más allá de una cultura patricentrista y explotadora»[136]. Luego, ¿qué es lo que hace andar mal al culturalismo? e incluso ahí no hay contradicción entre lo que parte bien al principio y anda mal desde el principio. Quizás sea el postulado común al relativismo y al absolutismo edípicos, es decir, el mantenimiento obstinado de una perspectiva familiarista, que en todas partes ejerce sus estragos. Pues si la institución es comprendida en primer lugar como institución familiar, importa muy poco decir que el complejo familiar varía con las instituciones o que Edipo, al contrario, es un invariante nuclear alrededor del cual giran las familias y las instituciones. Los culturalistas invocan otros triángulos, por ejemplo, tío uterino-tía-sobrino; pero los edipistas fácilmente demuestran que son variaciones imaginarias para un mismo invariante estructural, figuras diferentes para una misma triangulación simbólica, que no se confunde ni con los personajes que vienen a efectuarlo, ni con las actitudes que vienen a relacionar estos personajes. Pero, a la inversa, la invocación de un simbolismo transcendente de este tipo no saca a los estructuralistas del punto de vista familiar más estricto. Lo mismo ocurre con las distinciones sin fin sobre: ¿es papá? ¿es mamá? (¡usted descuida a la madre! ¡No, es usted quien no ve al padre, al lado, como lugar vacío!) El conflicto entre los culturalistas y los psicoanalistas ortodoxos a menudo se ha reducido a esas evaluaciones sobre el papel respectivo de la madre y del padre, de los preedípico y de lo edípico, sin salir con ello ni de la familia ni de Edipo, oscilando siempre entre los dos famosos polos, el polo materno preedípico de lo imaginario, el polo paterno edípico de lo estructural, ambos en el mismo eje, ambos hablando el mismo lenguaje de un social familiarizado, del que uno designa los dialectos maternos habituales, y el otro, la fuerte ley de la lengua del padre. Se ha visto claramente la ambigüedad de lo que Kardiner llamaba «institución primaria». Pues puede tratarse en algunos casos de la manera como el deseo catexiza el campo social, desde la infancia y bajo estímulos familiares provenientes del adulto: entonces se darían todas las condiciones para una comprensión adecuada «extrafamiliar» de la libido. Pero, más a menudo, sólo se trata de la organización familiar en sí misma, que se supone vivida por el niño como un microcosmos, y después proyectada en el devenir adulto y social[137]. Desde este punto de vista, la discusión no puede girar más que entre sostenedores de una interpretación cultural y sostenedores de una interpretación simbólica o estructural de esta misma organización.
Añadamos un segundo postulado común a los culturalistas y a los simbolistas. Todos admiten, al menos entre nosotros, en nuestra sociedad patriarcal y capitalista, que Edipo es algo cierto (incluso si señalan, como Fromm, los elementos de un nuevo matriarcado). Todos admiten que nuestra sociedad es el punto fuerte de Edipo: punto a partir del cual se encontrará en todo lugar una estructura edípica, o bien, al contrario, se deberán variar los términos y las relaciones en complejos no edípicos, pero no por ello menos «familiares». Por esta razón, toda nuestra crítica precedente se dirigió contra Edipo tal como se considera que funciona y prevalece entre nosotros: no hay que atacar a Edipo en el punto más débil (los salvajes), sino en el punto más fuerte, al nivel del eslabón más fuerte, mostrando la desfiguración que implica y realiza en la producción deseante, las síntesis del inconsciente, las catexis libidinales en nuestro medio cultural y social. No es que Edipo no sea nada entre nosotros: no hemos cesado de decir que continuamente se pedía por él; e incluso una tentativa tan profunda como la de Lacan para sacudir el yugo de Edipo ha sido interpretada como un medio inesperado para recargarlo y encerrarlo en el bebé y el esquizo. Ciertamente, no es sólo legítimo, sino indispensable, que la explicación etnológica o histórica no esté en contradicción con nuestra organización actual o que ésta contenga a su manera los elementos básicos de la hipótesis etnológica. Es lo que Marx decía recordando las exigencias de una historia universal; pero, añadía, con la condición de que la organización actual sea capaz de criticarse a sí misma. Ahora bien, apenas vemos la autocrítica de Edipo en nuestra organización, de la que forma parte el psicoanálisis. Es justo, en ciertos aspectos, cuestionar todas las formaciones sociales a partir de Edipo. Pero no porque Edipo sea una verdad del inconsciente particularmente descubrible en nosotros; al contrario, porque es una mixtificación del inconsciente que no ha triunfado entre nosotros más que a fuerza de subir sus piezas y engranajes a través de las formaciones anteriores. En este sentido es universal. Por tanto, en la sociedad capitalista, al nivel más fuerte, la crítica de Edipo siempre debe retomar su punto de partida y recobrar su punto de llegada.
Edipo es un límite. Pero límite tiene muchas acepciones, puesto que puede estar al principio como acontecimiento inaugural, poseyendo el papel de una matriz, o bien en medio, como función estructural que asegura la mediación de los personajes y el fundamento de sus relaciones, o bien al final, como determinación escatológica. Ahora bien, como hemos visto, sólo en esta última acepción Edipo es un límite. La producción deseante también. Pero, justamente, esta misma acepción posee muchos y diversos sentidos. En primer lugar, la producción deseante está en el límite de la producción social; los flujos descodificados en el límite de los códigos y de las territorialidades; el cuerpo sin órganos en el límite del socius. Se hablará de límite absoluto cada vez que los esquizo-flujos pasen a través del muro, mezclen todos los códigos y desterritorialicen el socius: el cuerpo sin órganos es el socius desterritorializado, desierto por el que corren los flujos descodificados del deseo, fin del mundo, apocalipsis. En segundo lugar, sin embargo, el límite relativo no es más que la formación social capitalista, ya que maquina y hace correr flujos efectivamente descodificados, pero sustituyendo los códigos por una axiomática contable aun más opresiva. De tal modo que el capitalismo, de acuerdo con el movimiento por el que se opone a su propia tendencia, no cesa de aproximarse al muro al mismo tiempo que lo echa hacia atrás. La esquizofrenia es el límite absoluto, pero el capitalismo es el límite relativo. En tercer lugar, no hay formación social que no presente o prevea la forma real bajo la que corre el riesgo de que le llegue el límite y que con todas sus fuerzas conjura. De ahí la obstinación con que las formaciones anteriores al capitalismo encierran al mercader y al técnico, impidiendo que flujos de dinero y flujos de producción tomen una autonomía que destruiría sus códigos. Tal es el límite real. Y cuando tales sociedades chocan con este límite real, reprimido desde dentro, pero que vuelve desde fuera, ven en ello con melancolía el signo de su próxima muerte. Por ejemplo, Bohannan describe la economía de los Tiv que codifica tres clases de flujos, bienes de consumo, bienes de prestigio, mujeres y niños. Cuando llega el dinero no puede ser codificado más que como un bien de prestigio y, sin embargo, los comerciantes lo utilizan para apropiarse de los sectores de bienes de consumo tradicionalmente retenidos por las mujeres: todos los códigos vacilan. Lo más seguro, empezar con dinero y acabar con dinero es una operación que no puede expresarse en términos de código; viendo los camiones que parten hacia la exportación, «los más ancianos de los Tiv deploran esta situación y saben lo que ocurre, pero no saben hacia dónde dirigir su queja»[138], la dura realidad. Pero, en cuarto lugar, este límite inhibido del interior ya estaba proyectado en un principio primordial, una matriz mítica como límite imaginario. ¿Cómo imaginar esa pesadilla, la invasión del socius por flujos no codificados, que se deslizan como la lava? Una ola de mierda irreprimible como en el mito del Fourbe, o bien el influjo germinal intenso, el más acá del incesto como en el mito del Yurugu, que introduce el desorden en el mundo actuando como representante del deseo. De donde, por último y en quinto lugar, la importancia de la tarea que consiste en desplazar el límite: hacerlo pasar al interior del socius, en medio, entre un más allá de alianza y el más acá filiativo, entre una representación de alianza y el representante de filiación, del mismo modo como se conjuran las temidas fuerzas de un río socavándole un lecho artificial o desviándolo en mil pequeños arroyos poco profundos. Edipo es este límite desplazado. Sí, Edipo es universal. Pero la equivocación radica en haber creído en la siguiente alternativa: o bien es un producto del sistema represión general-represión y entonces no es universal, o bien es universal y es posición de deseo. En verdad, es universal porque es el desplazamiento del límite que frecuenta todas las sociedades, lo representado desplazado que desfigura lo que todas las sociedades temen absolutamente como su más profundo negativo, a saber, los flujos decodificados del deseo.
Con esto no decimos que este límite universal edípico esté «ocupado», estratégicamente ocupado, en todas las formaciones sociales. Debemos tomar en todo su sentido la observación de Kardiner: un hindú o un esquimal pueden soñar Edipo sin estar por ello sometidos al complejo, sin «tener el complejo»[139]. Para que Edipo sea ocupado son indispensables un cierto número de condiciones: es preciso que el campo de producción y de reproducción sociales se haga independiente de la reproducción familiar, es decir, de la máquina territorial que declina alianzas y filiaciones; es preciso que en favor de esta independencia los fragmentos de cadena separables se conviertan en un objeto separado trascendente que aplaste su polivocidad; es preciso que el objeto separado (falo) realice una especie de pliegue, de aplicación o de proyección, proyección del campo social definido como conjunto de partida sobre el campo familiar, ahora definido como conjunto de llegada, e instaure una red de relaciones bi-unívocas entre ambos. Para que Edipo sea ocupado no basta con que sea un límite o un representado desplazado en el sistema de la representación, es preciso que emigre al seno de este sistema y que él mismo vaya a ocupar el lugar de representante del deseo. Estas condiciones, inseparables de los paralogismos del inconsciente, son realizadas en la formación capitalista —todavía implican algunos arcaísmos tomados de las formaciones imperiales bárbaras, principalmente la posición del objeto trascendente. El estilo capitalista fue perfectamente descrito por Lawrence, «nuestro orden de cosas democrático, industrial, estilo mi-amorcito-querido-quiero-ver-a-mamá». Ahora bien, por una parte, es evidente que las formaciones primitivas no cumplen en modo alguno esas condiciones. Precisamente porque la familia, abierta sobre las alianzas, es coextensiva y adecuada al campo social histórico, porque anima la propia reproducción social, porque moviliza o hace pasar los fragmentos separables sin convertirlos nunca en objeto separado— ninguna proyección, ninguna aplicación es posible que responda a la fórmula edípica 3 + 1 (los cuatro esquinas del campo replegadas en 3, como un mantel, más el término trascendente realizando el plegado). «Hablar, cambiar, bailar y dejar correr, hasta orinar en el seno de la comunidad de los hombres…», dice el propio Parin para expresar la fluidez de los flujos y de los códigos primitivos[140].
En el seno de la sociedad primitiva siempre se permanece en el 4 + n, en el sistema de los antepasados y de los aliados. En vez de pretender que Edipo aquí no acabe de existir, mejor pretender que no llega a empezar; siempre nos detenemos ante el 3 + 1 y, si hay un Edipo primitivo, es un neg-Edipo, en el sentido de una neg-entropía. Edipo es límite o representado desplazado, pero de tal modo que cada miembro del grupo siempre está más acá o más allá, sin ocupar nunca la posición (he ahí lo que Kardiner supo ver en la fórmula que citamos). La colonización proporciona la existencia a Edipo, pero un Edipo resentido por lo que es, pura opresión, en la medida que supone que estos Salvajes están privados del control de su producción social, maduros para ser plegados con lo único que les queda, y, aún, la reproducción familiar que se les impone edipizada no menos que alcohólica o enfermiza.
Por otra parte, cuando en la sociedad capitalista las condiciones se cumplen, no debemos creer por ello que Edipo deja de ser lo que es, simple representado desplazado que viene a ocupar el lugar del representante del deseo, cogiendo al inconsciente en la trampa de sus paralogismos, aplastando toda la producción deseante, sustituyendo en ella un sistema de creencias. Nunca es causa: Edipo depende de una catexis social previa de un determinado tipo, apta para volcarse sobre las determinaciones de familia. Se objetará que tal principio quizás vale para el adulto, pero no para el niño. Pero, precisamente, Edipo empieza en la cabeza del padre. Y no con un comienzo absoluto: no se forma más que a partir de las catexis que el padre efectúa sobre el campo social histórico. Y si pasa al hijo, no es en virtud de una herencia familiar, sino de una relación mucho más compleja que depende de la comunicación de los inconscientes. De tal modo que, incluso en el niño, lo cargado o catexizado a través de los estímulos familiares es aún el campo social y todo un sistema de cortes y de flujos extra-familiares. Que el padre sea primero con respecto al niño sólo puede comprenderse analíticamente en función de esa otra primacía, la de las catexis y contracatexis sociales con respecto a las catexis familiares: más adelante lo veremos al nivel de un análisis de los delirios. Pero si Edipo ya aparece como un efecto es porque forma un conjunto de llegada (la familia que se ha convertido en microcosmos) sobre el que se vuelca la producción y la reproducción capitalistas, cuyos órganos y agentes no pasan del todo por una codificación de los flujos de alianza y filiación, sino por una axiomática de los flujos descodificados. La formación de soberanía capitalista desde ese momento necesita de una formación colonial íntima que le responda, sobre la que se aplica y sin la cual no apresaría las producciones del inconsciente.
¿Qué decir, en esas condiciones, de la relación etnología-psicoanálisis? ¿Hay que contentarse con un paralelismo inseguro en el que ambos se miran con perplejidad, oponiendo dos sectores irreductibles del simbolismo? ¿Un sector social de los símbolos y un sector sexual que constituiría una especie de universal privado, de universal-individual? (entre ambos, transversales, puesto que el simbolismo social puede convertirse en materia sexual y la sexualidad en rito de agregación social). Pero el problema así planteado es demasiado teórico. Prácticamente, el psicoanalista a menudo tiene la pretensión de explicar al etnólogo lo que quiere decir el símbolo: quiere decir el falo, la castración, el Edipo. Pero el etnólogo pregunta otra cosa y se pregunta sinceramente para qué pueden servirle las interpretaciones psicoanalíticas. La dualidad, por tanto, se desplaza, ya no está entre dos sectores, sino entre dos clases de cuestiones: «¿Qué quiere decir eso?» y «¿Para qué sirve?» Para qué sirve no sólo al etnólogo, sino para qué sirve y cómo funciona en la formación misma que utiliza el símbolo[141]. Lo que una cosa quiere decir no es seguro que sirva para lo que es. Por ejemplo, es posible que Edipo no sirva para nada, ni a los psicoanalistas ni al inconsciente. ¿Para qué serviría el falo, inseparable de la castración que nos retira su uso? Se dice, por supuesto, que no hay que confundir el significado con el significante. Pero, ¿el significante nos permite salir de la cuestión «qué quiere decir eso»? ¿es algo más que esta misma cuestión cerrada? Aún estamos en el domino de la representación. Los verdaderos malentendidos, los malentendidos prácticos entre etnólogos (o helenistas) y psicoanalistas, no provienen de un desconocimiento o de un reconocimiento del inconsciente, de la sexualidad, de la naturaleza fálica del simbolismo. Sobre este punto todo el mundo en principio podría estar de acuerdo: todo es sexual y sexuado de un cabo a otro. Todo el mundo lo sabe, empezando por los usuarios. Los malentendidos prácticos provienen más bien de la diferencia profunda entre ambas clases de cuestiones. Sin nunca formularlo claramente, los etnólogos y los helenistas piensan que un símbolo no se define por lo que quiere decir, sino por lo que hace y lo que se hace de él. Eso siempre quiere decir el falo, o algo parecido, sólo que lo que eso quiere decir no dice para qué sirve eso. En una palabra, no hay interpretación etnológica por la simple razón de que no hay material etnográfico: sólo hay usos y funcionamientos. Sobre este punto es posible que los etnólogos tengan muchas cosas que enseñar a los psicoanalistas: sobre la inimportancia del «qué quiere decir eso». Cuando los helenistas se oponen al Edipo freudiano, debemos evitar creer que oponen otras interpretaciones a la interpretación psicoanalítica. Es posible que los etnólogos y los helenistas coaccionen a los psicoanalistas a que por fin descubran algo similar: a saber, que no hay material inconsciente ni interpretación psicoanalítica, sino sólo usos, usos analíticos de las síntesis del inconsciente, que ya no se dejan definir por la asignación de un significante ni por la determinación de significados. Cómo marcha eso es la única cuestión. El esquizoanálisis renuncia a toda interpretación, ya que deliberadamente renuncia a descubrir un material inconsciente: el inconsciente no quiere decir nada. En cambio, el inconsciente construye máquinas, que son las del deseo, y cuyo uso y funcionamiento el esquizoanálisis descubre en la inmanencia con las máquinas sociales. El inconsciente no dice nada, maquina. No es expresivo o representativo, sino productivo. Un símbolo es únicamente una máquina social que funciona como máquina deseante, una máquina deseante que funciona en la máquina social, una catexis de la máquina social por el deseo.
A menudo se ha dicho y demostrado que una institución, no más que un órgano, no se explicaba por su uso. Una formación biológica, una formación social no se forman de la misma manera como funcionan. De ese modo, no hay funcionalismo biológico, sociológico, lingüístico, etc., al nivel de los grandes conjuntos especificados. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las máquinas deseantes en tanto que elementos moleculares: en este caso, el uso, el funcionamiento, la producción, la formación, forman una unidad. Y esta síntesis de deseo explica, bajo tales o cuales condiciones determinadas, los conjuntos molares con su uso específico en un campo biológico, social o lingüístico. Las grandes máquinas molares suponen vínculos preestablecidos que su funcionamiento no explica, puesto que se desprenden de él. Sólo las máquinas deseantes producen los vínculos según los cuales funcionan, y funcionan improvisándolos, inventándolos, formándolos. Un funcionalismo molar, por tanto, es un funcionalismo que no ha ido bastante lejos, que no ha alcanzado esas regiones donde el deseo maquina, independientemente de la naturaleza macroscópica de lo que maquina: elementos orgánicos, sociales, lingüísticos, etc., puestos a cocer todos juntos en una misma marmita. El funcionalismo no debe conocer otras unidades-multiplicidades que las máquinas deseantes mismas y las configuraciones que forman en todos los sectores de un campo de producción (el «hecho total»). Una cadena mágica reúne vegetales, trozos de órganos, un pedazo de vestido, una imagen de papá, fórmulas y palabras: no nos preguntaremos lo que eso quiere decir, sino qué máquina está de ese modo montada, qué flujos y qué cortes, con respecto a otros cortes y otros flujos. Al analizar el simbolismo de la rama bifurcada en los Ndembu, Victor Turner muestra que los nombres que se le dan forman parte de una cadena que asimismo moviliza las especies y propiedades de los árboles de la que es sacada, los nombres de esas especies y los procedimientos técnicos con los que es tratada. Se extrae tanto de los flujos materiales como en las cadenas significantes. El sentido exegético (lo que se dice de la cosa) no es más que un elemento entre otros, y es menos importante que el uso operatorio (lo que se hace de ella) o el funcionamiento posicional (la relación con otras cosas en un mismo complejo), según los cuales el símbolo nunca está en una relación bi-unívoca con lo que querría decir, sino que siempre posee una multiplicidad de referentes, «siempre multivocal y polívoco»[142]. Al analizar el objeto mágico buti de los kukuya del Congo, Pierre Bonafé muestra cómo es inseparable de las síntesis prácticas que lo producen, lo registran y lo consumen: la conexión parcial y no específica que compone fragmentos del cuerpo con los de un animal; la disyunción inclusiva que registra el objeto en el cuerpo del sujeto y lo transforma en hombre-animal; la conjunción residual que hace sufrir al «resto» un largo viaje antes de enterrarlo o sumergirlo[143]. Si los etnólogos en la actualidad vuelven a estar interesados por el concepto hipotético de fetiche se debe, ciertamente, a la influencia del psicoanálisis. Sin embargo, parece que el psicoanálisis les da tantas razones para dudar de la noción como de atraer su atención. El etnólogo tiene la sensación de que hay un problema de poder político, de fuerza económica, de poder religioso inseparable del fetiche, incluso cuando su uso es individual y privado. Por ejemplo, el cabello, los ritos de corte y de peinado: ¿es interesante llevar estos ritos a la entidad falo como si significase la «cosa separada» y encontrar en todas partes al padre como representante simbólico de la separación? ¿No es quedar al nivel de lo que eso quiere decir? El etnólogo se encuentra ante un flujo de cabello, los cortes de ese flujo, lo que pasa de un estado a otro a través del corte. Como dice Leach, el cabello en tanto que objeto parcial o parte separable del cuerpo no representa un falo agresor y separado; es algo en sí mismo, una pieza material en un aparato de agredir, en una máquina de separar.
Una vez más, no se trata de saber si el fondo de un rito es sexual o si hay que tener en cuenta dimensiones políticas, económicas y religiosas que irían más allá de la sexualidad. En tanto que se plantee el problema de ese modo, en tanto que se imponga una elección entre la libido y el numen, se acentuará el malentendido entre etnólogos y psicoanalistas —del mismo modo como no deja de acentuarse entre helenistas y psicoanalistas a propósito de Edipo. Edipo, el déspota del pie deforme, es evidentemente toda una historia política que enfrenta a la máquina despótica con la vieja máquina territorial primitiva (de donde la negación y la persistencia de la autoctonía, señaladas por Lévi-Strauss). Pero esto no es suficiente, por el contrario, para desexualizar el drama. De hecho, se trata de saber cómo se conciben la sexualidad y la catexis libidinal. ¿Hay que relacionarlas con un acontecimiento o con un «sentimiento», que permanece a pesar de todo familiar e íntimo, el íntimo sentimiento edípico, incluso cuando es interpretado estructuralmente, en nombre del significante puro? ¿O bien hay que abrirlas a las determinaciones de un campo social histórico donde lo económico, lo político, lo religioso están catexizados por la libido por sí mismos, y no son los derivados de un papá-mamá? En el primer caso se consideran grandes conjuntos molares, grandes máquinas sociales— lo económico, lo político, etc. —con el riesgo de buscar lo que quieren decir al aplicarlos a un conjunto familiar abstracto que se considera que contienen el secreto de la libido: de ese modo permanecemos en el marco de la representación. En el segundo caso superamos estos grandes conjuntos, comprendida la familia, llegando a los elementos moleculares que forman las piezas y engranajes de máquinas deseantes. Buscamos de qué modo funcionan esas máquinas deseantes, de qué modo catexizan y subdeterminan las máquinas sociales que a gran escala constituyen. De ese modo llegamos a las regiones de un inconsciente productivo, molecular, micrológico o micropsíquico, que ya no quiere decir nada y ya no representa nada. La sexualidad ya no es considerada como una energía específica que une personas derivadas de los grandes conjuntos, sino como la energía molecular que conecta moléculas-objetos parciales (libido), que organiza disyunciones inclusivas sobre la molécula gigante del cuerpo sin órganos (numen), y distribuye los estados según dominios de presencia o zonas de intensidad (voluptas). Pues las máquinas deseantes son exactamente eso: la microfísica del inconsciente, los elementos del micro-inconsciente. Sin embargo, en tanto que tales, nunca existen independientemente de los conjuntos molares históricos, de las formaciones sociales macroscópicas que estadísticamente constituyen. En este sentido no hay más que el deseo y lo social. Bajo las catexis conscientes de las formaciones económicas, políticas, religiosas, etc., hay catexis sexuales inconscientes, micro-catexis que manifiestan el modo como el deseo está presente en un campo social y cuyo campo se asocia como el dominio estadísticamente determinado que le está vinculado. Las máquinas deseantes funcionan en las máquinas sociales, como si guardasen su propio régimen en el conjunto molar que, por otra parte, forman al nivel de los grandes números. Un símbolo, un fetiche, son manifestaciones de máquina deseante. La sexualidad no es en modo alguno una determinación molar representable en un conjunto familiar, es la subdeterminación molecular funcionando en los conjuntos sociales, y secundariamente familiares, que trazan el campo de presencia y de producción del deseo: todo un inconsciente no-edípico que producirá a Edipo sólo como una de sus formaciones estadísticas secundarias («complejos»), al final de una historia que pone en juego el devenir de las máquinas sociales, con su régimen comparado al de las máquinas deseantes.
Aunque la representación siempre es una represión general-represión de la producción deseante, lo es, sin embargo, de muy diversas maneras, según la formación social considerada. El sistema de la representación a nivel profundo tiene tres elementos: el representante reprimido, la representación reprimente y el representado desplazado. Pero las instancias que vienen a efectuarlas son variables, hay migraciones en el sistema. No tenemos ninguna razón para creer en la universalidad de un solo y mismo aparato de represión socio-cultural. Podemos hablar de un coeficiente de afinidad más o menos grande entre las máquinas sociales y las máquinas deseantes, según que sus regímenes respectivos sean más o menos parecidos, según que las segundas tengan más o menos facilidad para hacer pasar sus conexiones y sus interacciones en el régimen estadístico de las primeras, según que las primeras realicen menos o más un movimiento de despegue con respecto a las segundas, según que los elementos mortíferos permanezcan presos en el mecanismo del deseo, encajados en la máquina social, o al contrario se unan en un instinto de muerte extendido en toda la máquina social y que aplasta el deseo. El factor principal en todos estos aspectos es el tipo o el género de inscripción social, su alfabeto, sus caracteres: la inscripción sobre el socius es en efecto el agente de una represión secundaria o «propiamente dicha», que necesariamente está en relación con la inscripción deseante del cuerpo sin órganos y con la represión originaria que ésta ya ejerce en el dominio del deseo; ahora bien, esta relación es esencialmente variable. Siempre hay represión social, pero el aparato de represión varía, principalmente según lo que desempeña el papel del representante sobre el que se ejerce. Es posible, en este sentido, que los códigos primitivos, en el mismo momento en que se ejercen con un máximo de vigilancia y de extensión sobre los flujos del deseo, encadenándoles en un sistema de la crueldad, guarden mucha más afinidad con las máquinas deseantes que la axiomática capitalista, que, sin embargo, libera flujos descodificados. Ocurre que el deseo todavía no está cogido en la trampa, todavía no ha sido introducido en un conjunto de atolladeros, los flujos no han perdido su polivocidad y el simple representado en la representación todavía no ha tomado el lugar del representante. Para evaluar en cada caso la naturaleza del aparato de represión y sus efectos sobre la producción deseante, hay que tener en cuenta no sólo los elementos de la representación tal como se organizan en profundidad, sino la manera como la misma representación se organiza en la superficie, sobre la superficie de inscripción del socius.
La sociedad no es cambista, el socius es inscriptor: no intercambiar, sino marcar los cuerpos, que son de la tierra. Hemos visto que el régimen de la deuda se derivaba directamente de las exigencias de la inscripción salvaje. Pues la deuda es la unidad de alianza y la alianza es la representación misma. La alianza codifica los flujos del deseo y, por la deuda, realiza en el hombre una memoria de las palabras. Reprime la gran memoria filiativa intensa y muda, el influjo germinal como representante de los flujos no codificados que lo sumergiría todo. La deuda compone las alianzas con las filiaciones, que se han vuelto extensas, para formar y forjar un sistema en extensión (representación) sobre la represión de las intensidades nocturnas. La alianza-deuda responde a lo que Nietzsche describía como el trabajo prehistórico de la humanidad: servirse de la mnemotecnia más cruel, en plena carne, para imponer una memoria de las palabras sobre la base de la represión de la vieja memoria bio-cósmica. He ahí por qué es tan importante ver en la deuda una consecuencia directa de la inscripción primitiva, en lugar de convertirla (y convertir a las inscripciones mismas) en un medio indirecto del intercambio universal. La cuestión que Mauss al menos dejó abierta: ¿es anterior la deuda con respecto al intercambio o no es más que un modo de intercambio, un medio al servicio del intercambio?, Lévi-Strauss parece que la cierra con una respuesta categórica: la deuda no es más que una superestructura, una forma consciente en la que se monetiza la realidad social inconsciente del intercambio[144]. No se trata de una discusión teórica sobre los fundamentos; toda la concepción de la práctica social y los postulados transmitidos por esta práctica se encuentran aquí introducidos; y todo el problema del inconsciente. Pues si el intercambio es el fondo de todas las cosas, ¿por qué es preciso que no tenga el aspecto de un intercambio? ¿Por qué es preciso que sea una donación, o una contradonación y no un intercambio? ¿Y por qué es preciso que el donador, para mostrar que ni siquiera espera un intercambio diferido, actúe como el que ha sido robado? El robo impide a la donación y la contradonación que entren en una relación de intercambio. El deseo ignora el intercambio, no conoce más que el robo y la donación, a veces uno dentro del otro bajo el efecto de una homosexualidad primaria. Así por ejemplo, la máquina amorosa anti-intercambio que Joyce encuentra en los Exilados, y Klossowski en Roberte. «Todo ocurre como si, en la ideología gourmantché, una mujer sólo pudiese ser dada (y así tenemos el lityuatieli) o arrebatada, raptada, en cierta manera robada (y así tenemos el lipwotali); toda unión que pueda aparecer demasiado claramente como el resultado de un intercambio directo entre dos linajes o segmentos de linajes está, en esta sociedad, si no prohibida, ampliamente desaprobada»[145]. ¿Diremos que si el deseo ignora el intercambio es porque el intercambio es el inconsciente del deseo? ¿Sería ello en virtud de las exigencias del intercambio generalizado? Pero, ¿con qué derecho podemos declarar que los cortes de deuda son secundarios con respecto a una totalidad «más real»? Sin embargo, el intercambio es conocido, perfectamente conocido —pero como lo que debe ser conjurado, encajonado, severamente cuadriculado, para que no desarrolle ningún valor correspondiente como valor de intercambio que introduciría la pesadilla de una economía mercantil. El mercado primitivo procede por regateo más que por fijación de un equivalente que implicaría una descodificación de los flujos y el desmoronamiento del modo de inscripción sobre el socius. Nos vemos conducidos al punto de partida: que el intercambio sea inhibido no declara nada en favor de su realidad primera, sino que demuestra, al contrarío, que lo esencial no es intercambiar, sin inscribir, marcar. Y cuando se convierte al intercambio en una realidad inconsciente, por más que se invoquen los derechos de la estructura y la necesaria inadecuación de las actitudes y de las ideologías con respecto a esa estructura, no se hace más que hipostasiar los principios de una psicología cambista para dar cuenta de instituciones de las que, por otra parte, se reconoce que no pertenecen al intercambio. Y sobre todo, ¿no reducimos así al inconsciente a una forma vacía en la que el deseo mismo está ausente y expulsado? Una forma tal puede definir un preconsciente, pero de seguro no el inconsciente. Pues si es verdad que el inconsciente no tiene material o contenido, ciertamente no es en provecho de una forma vacía, sino porque siempre es una máquina funcionante, máquina deseante y no estructura anoréxica.
La diferencia entre máquina y estructura aparece en los postulados que animan implícitamente la concepción estructural cambista del socius, con los correctivos que es preciso introducir para que la estructura pueda funcionar. En primer lugar, difícilmente se evita en las estructuras de parentesco el hacer como si las alianzas se derivasen de las líneas de filiación y de sus relaciones, aunque las alianzas laterales y los bloques de deuda condicionen las filiaciones extensas en el sistema en extensión, y no a la inversa. En segundo lugar, se tiende a convertir a este último en una combinatoria lógica, en lugar de tomarlo por lo que es, sistema físico en el que se reparten las intensidades, de las que unas se anulan y bloquean una corriente, de las que otras hacen pasar la corriente, etc.: la objeción que dice que las cualidades desarrolladas en el sistema no son tan sólo objetos físicos, «sino también dignidades, cargos, privilegios», parece indicar un desconocimiento del papel de los inconmesurables y de las desigualdades en las condiciones del sistema. Precisamente, en tercer lugar, la concepción estructural cambista tiende a postular una especie de equilibrio de precios, de equivalencia o igualdad primeras en los principios, incluso si explica que las desigualdades se introducen necesariamente en las consecuencias. Nada es más significativo, a este respecto, que la polémica entre Lévi-Strauss y Leach sobre el matrimonio kachin; al invocar un «conflicto entre las condiciones igualitarias del intercambio generalizado y sus consecuencias aristocráticas», Lévi-Strauss actúa como si Leach creyese que el sistema estaba en equilibrio. Sin embargo, el problema es muy distinto: se trata de saber si el desequilibrio es patológico y de consecuencia, como cree Lévi-Strauss, o si es funcional y de principio, como piensa Leach[146]. ¿La inestabilidad es derivada con respecto a un ideal de intercambio, o bien ya dada en los presupuestos, comprendida en la heterogeneidad de los términos que componen las prestaciones y contraprestaciones? Cuantas más atención se conceda a las transacciones económicas y políticas que las alianzas transmiten, a la naturaleza de las contraprestaciones que vienen a compensar el desequilibrio de las prestaciones de mujeres, y generalmente a la manera original como el conjunto de las prestaciones es evaluado en una sociedad particular, mejor aparece el carácter necesariamente abierto del sistema en extensión, así como el mecanismo primitivo de la plusvalía como plusvalía de código. Pero —y éste es el cuarto punto— la concepción cambista necesita postular un sistema cerrado, estadísticamente cerrado, y aportar a la estructura el apoyo de una convicción psicológica («la confianza en que el ciclo se volverá a cerrar»). No sólo la apertura esencial de los bloques de deudas según las alianzas laterales y las generaciones sucesivas, sino sobre todo la relación de las formaciones estadísticas con sus elementos moleculares se encuentran remitidas entonces a la simple realidad empírica en tanto que inadecuada al modelo estructural[147]. Ahora bien, todo esto, en último lugar, depende de un postulado que grava tanto a la etnología cambista como ha determinado a la economía política burguesa: la reducción de la reproducción social a la esfera de la circulación. Se retiene el movimiento objetivo aparente tal como está descrito en el socius, sin tener en cuenta la instancia real que lo inscribe y las fuerzas, económicas y políticas, con las que está inscrito; no se ve que la alianza es la forma bajo la que el socius se apropia las conexiones de trabajo en el régimen disyuntivo de sus inscripciones. «Desde el punto de vista de las relaciones de producción, en efecto, la circulación de las mujeres aparece como una repartición de la fuerza de trabajo, pero, en la representación ideológica que la sociedad se da de su base económica, este aspecto se borra ante las relaciones de intercambio que, sin embargo, son simplemente la forma que esta repartición toma en la esfera de la circulación: al aislar el momento de la circulación en el proceso de reproducción, la etnología ratifica esta representación» y proporciona toda su extensión colonial a la economía burguesa[148]. En ese sentido, creemos que lo esencial no es el intercambio y la circulación que dependen estrechamente de las exigencias de la inscripción, sino la inscripción misma, con sus rasgos de fuego, su alfabeto en los cuerpos y sus bloques de deudas. Nunca la estructura blanda funcionaría, y no haría circular, sin el duro elemento maquínico que preside las inscripciones.
Las formaciones salvajes son orales, vocales, pero no porque carezcan de un sistema gráfico: un baile sobre la tierra, un dibujo sobre una pared, una marca sobre el cuerpo, son un sistema gráfico, un geografismo, una geografía. Estas formaciones son orales precisamente porque tienen un sistema gráfico independiente de la voz, que no se ajusta ni se subordina a ella, pero le es conectado, coordinado «en una organización en cierta manera radiante» y pluridimensional. (Y es preciso decir lo contrario de la escritura lineal: las civilizaciones no cesan de ser orales más que a fuerza de perder la independencia y las dimensiones propias del sistema gráfico; es al ajustarse a la voz que el grafismo la suplanta e induce una voz ficticia). Leroi-Gourhan ha descrito admirablemente estos dos polos heterogéneos de la inscripción salvaje o de la representación territorial: la pareja voz-audición y mano-grafía[149]. ¿Cómo funciona una máquina de ese tipo? Pues funciona: la voz es como una voz de alianza, a la que se coordina sin semejanza una grafía, del lado de la filiación extensa. Sobre el cuerpo de la muchacha se coloca la calabaza de la excisión. Proporcionada por el linaje del marido, la calabaza sirve de conductor a la voz de alianza; pero el grafismo debe ser trazado por un miembro del clan de la muchacha. La articulación de los dos elementos se realiza sobre el propio cuerpo y constituye el signo, que no es semejanza o imitación, ni efecto de significante, sino posición y producción de deseo: «Para que la transformación de la muchacha sea plenamente efectiva, es preciso que se realice un contacto directo entre el vientre de ésta, por una parte, y la calabaza y los signos inscritos sobre ella, por otra. Es preciso que la muchacha se impregne físicamente de los signos de la procreación y se los incorpore. La significación de los ideogramas nunca es enseñada a las muchachas durante su iniciación. El signo actúa por su inscripción en el cuerpo… La inscripción de una marca en el cuerpo no sólo tiene aquí valor de mensaje, sino que es un instrumento de acción que actúa sobre el mismo cuerpo… Los signos dominan las cosas que significan y el artesano de los signos, en vez de ser un simple imitador, realiza una obra que recuerda la obra divina»[150]. Pero, ¿cómo explicar el papel de la vista, indicado por Leroi-Gourhan, tanto en la contemplación del rostro que habla como en la lectura del grafismo manual? O más específicamente: ¿en virtud de qué el ojo es capaz de captar una terrible equivalencia entre la voz de alianza que inflige y obliga y el cuerpo afligido por el signo que una mano graba en él? ¿No es preciso añadir un tercer lado a los otros dos, un tercer elemento del signo: ojo-dolor, además de voz-audición y mano-grafía? El paciente en los rituales de aflicción no habla, recibe la palabra. No actúa, es pasivo bajo la acción gráfica, recibe el tampón del signo. Y su dolor, ¿qué es sino un placer para el ojo que lo mira, el ojo colectivo o divino que no está animado por ninguna idea de venganza y sólo es apto para captar la sutil relación existente entre el signo grabado en el cuerpo y la voz surgida de un rostro —entre la marca y la máscara? Entre estos dos elementos del código, el dolor es como la plusvalía que saca el ojo, captando el efecto de la palabra activa sobre el cuerpo, pero también la reacción del cuerpo en tanto que se actúa sobre él. Es a esto a lo que hay que llamar sistema de la deuda o representación territorial: voz que habla o salmodia, signo marcado en plena sangre, ojo que goza con el dolor —éstos son los tres lados de un triángulo salvaje que forma un territorio de resonancia y de retención, teatro de la crueldad que implica la triple independencia de la voz articulada, de la mano gráfica y del ojo apreciador. He ahí cómo la representación territorial se organiza en la superficie, cercana aún a una máquina deseante ojo-mano-voz. Triángulo mágico. Todo es activo, acciona o reacciona en ese sistema, la acción de la voz de la alianza, la pasión del cuerpo de la filiación, la reacción del ojo apreciando la declinación de ambas. Escoger la piedra que convertirá al joven guayaki en un hombre, con bastante daño y dolor, hendiéndola a lo largo de toda su espalda: «Debe tener un lado muy cortante» (dice Clastres en un texto admirable) «pero no como la astilla de bambú que corta demasiado fácilmente. Escoger la piedra adecuada exige, pues, la ojeada. Todo el aparato de esta nueva ceremonia se reduce a esto: un guijarro… Piel labrada, tierra escarificada, una sola y misma marca»[151].
El gran libro de la etnología moderna es menos el Essai sur le don de Mauss que la Genealogía de la moral de Nietzsche. Al menos debería serlo. Pues la Genealogía, la segunda disertación, es una tentativa y un logro sin igual para interpretar la economía primitiva en términos de deuda, en la relación acreedor-deudor, eliminando toda consideración de intercambio o de interés «a la inglesa». Y si son eliminados de la psicología no es para colocarlos en la estructura. Nietzsche tenía un material muy pobre, el derecho germánico antiguo y algo de derecho hindú. Pero no vacila como Mauss entre el intercambio y la deuda (Bataille tampoco dudará, bajo la inspiración nietzscheana que le dirige). Nunca se ha planteado de forma tan extremada el problema fundamental del socius primitivo, que es el de la inscripción, del código, de la marca. El hombre debe constituirse por la represión del influjo germinal intenso, gran memoria bio-cósmica que haría pasar el diluvio sobre todo intento de colectividad. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo proporcionarle una nueva memoria, una memoria colectiva que sea la de las palabras y de las alianzas, que decline las alianzas con las filiaciones extensas, que le dote de facultades de resonancia y de retención, de extracción y de separación, y que opere de ese modo la codificación de los flujos de deseo como condición del socius? La respuesta es sencilla, es la deuda, son los bloques de deuda abiertos, móviles y finitos, esta extraordinaria composición de voz parlante, cuerpo marcado y ojo gozoso. Toda la estupidez y arbitrariedad de las leyes, todo el dolor de las iniciaciones, todo el aparato perverso de la educación y la represión, los hierros al rojo y los procedimientos atroces no tienen más que un sentido: enderezar al hombre, marcarlo en su carne, volverlo capaz de alianza, formarlo en la relación acreedor-deudor que, en ambos lados, es asunto de la memoria (una memoria tendida hacia el futuro). En vez de ser una apariencia que toma el intercambio, la deuda es el efecto inmediato o el medio directo de la inscripción territorial e incorporal. La deuda proviene directamente de la inscripción. Una vez más no se invocará ni venganza ni resentimiento (no es sobre esa tierra que crecen, no más que el Edipo). Que los inocentes sufran todas las marcas en sus cuerpos se origina en la autonomía respectiva de la voz y el grafismo, y también del ojo autónomo que de ello obtiene placer. No es que se sospeche con anterioridad que cada uno será un futuro mal deudor; más bien sería lo contrario. Es al mal deudor al que debemos comprender como si las marcas no hubiesen «agarrado» suficientemente en él, como si estuviese o hubiese sido desmarcado. No ha hecho más que ampliar más allá de los límites permitidos la distancia que separaba la voz de alianza y el cuerpo de filiación, hasta el punto que es preciso restablecer el equilibrio con un aumento de dolor. Nietzsche no lo dice, mas, ¿qué importa? Pues es ahí donde encuentra la terrible ecuación de la deuda, daño causado = dolor a sufrir. ¿Cómo explicar, pregunta, que el dolor del criminal pueda servir de «equivalente» al daño que ha causado? ¿Cómo puede «pagarse» con sufrimiento? Es preciso invocar un ojo que de ello obtenga placer (no tiene nada que ver con la venganza): lo que el propio Nietzsche llama el ojo evaluador o el ojo de los dioses de espectáculos crueles, «¡hasta tal punto el castigo tiene aires de fiesta!» Hasta tal punto el dolor forma parte de una vida activa y de una mirada complaciente. La ecuación daño = dolor no tiene nada de cambista, y muestra que en este caso límite la misma deuda no tenía nada que ver con el intercambio. Simplemente, el ojo obtiene del dolor que contempla una plusvalía de código, que compensa la relación rota entre la voz de alianza a la que el criminal ha faltado y la marca que no había penetrado suficientemente en su cuerpo. El crimen, ruptura de conexión fono-gráfica, restablecida por el espectáculo del castigo: justicia primitiva, la representación territorial lo ha previsto todo.
Lo ha previsto todo, codificando el dolor y la muerte —salvo la manera como su propia muerte le iba a llegar desde fuera. «Llegan como el destino, sin causa, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes, demasiado distintos para ser ni siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear-formas, imprimir-formas, son los artistas más involuntarios, más inconscientes que existen: en poco tiempo surge, allí donde ellos aparecen, algo nuevo, un engranaje soberano dotado de vida, en el que cada parte, cada función, ha sido delimitada y determinada, en el que nada tiene sitio si primero no posee una significación con respecto al conjunto. Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, responsabilidad, consideración; en ellos reina aquel terrible egoísmo del artista de mirada de bronce y que de antemano se sabe justificado en su obra, por toda la eternidad, lo mismo que la madre en su hijo. No es en ellos, lo adivinamos, donde germinó la mala conciencia —pero sin ellos esta horrible planta no habría crecido, no existiría si no hubiera ocurrido que, bajo la presión de sus martillazos, de su tiranía de artistas, una ingente cantidad de libertad fue arrojada del mundo, o al menos quedó fuera de la vista, coaccionada a la fuerza a pasar al estado latente»[152]. Es aquí que Nietzsche habla de corte, de ruptura, de salto. ¿Quiénes son esos que llegan como la fatal idad? («una horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y de señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar, colocan sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez infinitamente superior en número, pero todavía informe…»). Incluso los más viejos mitos africanos nos hablan de esos hombres rubios. Son los fundadores del Estado. Nietzsche establecerá también otros cortes: los de la ciudad griega, del cristianismo, del humanismo democrático y burgués, de la sociedad industrial, del capitalismo y del socialismo. Pero es posible que todos, por motivos diversos, supongan este primer gran corte, aunque también pretendan rechazarlo y llenarlo. Es posible que, espiritual o temporal, tiránico o democrático, capitalista o socialista, no haya habido nunca más que un solo Estado, el perro-Estado que «habla en humaradas y aullidos». Además, Nietzsche sugiere cómo procede ese nuevo socius: un terror sin precedentes, con respecto al cual el antiguo sistema de la crueldad, las formas de enderezamiento y de castigo primitivas, no son nada. Una destrucción concertada de todas las codificaciones primitivas o, peor aún, su conservación irrisoria, su reducción a piezas secundarias de la nueva máquina, y el nuevo aparato de represión. Lo que era esencial en la máquina de inscripción primitiva, los bloques de deudas móviles, abiertos y finitos, «las parcelas de destino», se halla preso en un inmenso engranaje que vuelve a la deuda infinita y ya no forma más que una sola y misma aplastante fatalidad: «Será preciso desde entonces que la perspectiva de una liberación desaparezca de una vez por todas en la bruma pesimista, será preciso desde entonces que la mirada desesperada se desaliente ante un imposibilidad de hierro…». La tierra se convierte en un asilo de alienados.