30

Después de eso hay mucho que no recuerdo. Creo que Vivian Kaplan pasó para informarme de que Sadassa Aramcheck había sido ejecutada, al igual que Nicholas, pero no estoy seguro si fue así; lo reprimí en mi inconsciente y lo olvidé, e ignoraba si había ocurrido. Pero algunas veces, en las noches sucesivas, me despertaba y veía a un APA que apuntaba con una pistola a una pequeña figura, y, en esos momentos de lucidez, sabía que estaba muerta, que me lo habían comunicado y no podía recordarlo.

¿Por qué iba a acordarme de ello? ¿Por qué iba a querer saberlo? Ya basta y sobra, digo a veces, como una suerte de grito de aflicción, el tener que penetrar en zonas que superan mi capacidad de aguante, y ésta es una de ellas. Había sobrellevado la muerte de mi amigo Nicholas Brady, al que conocía y quería de muchos años, de media vida; pero no lograba adaptarme a la muerte de una chica que ni siquiera conocía.

La mente es extraña, pero tiene sus motivos. La mente ve de un solo vistazo las vidas que no han llegado a vivirse, las esperanzas sin recompensa, la vaciedad y el silencio allí donde debiera haber habido tumulto y amor… Nicholas y yo habíamos vivido mucho tiempo y llevado a cabo muchas cosas, pero a Sadassa Aramcheck la habían sacrificado antes de que gozara de un poco de suerte, de una oportunidad de vivir y llegar a ser algo. Se habían llevado una parte de la vida de Nicholas y una parte de la mía, pero habían robado toda la suya. Ahora tenía la obligación de olvidar que la había conocido, recordar que le había dicho no a Vivian Kaplan en lugar de sí cuando me preguntó si quería hablar con Sadassa; mi mente tenía el solemne deber de reorganizar la realidad pasada a fin de que yo pudiera seguir mi camino, y no lo estaba haciendo nada bien.

En cierto día de este mismo mes, me sacaron de la celda y me llevaron ante un juez, quien me preguntó qué contestación hacía a quince acusaciones de traición. Tenía un abogado nombrado por el tribunal, quien me recomendó que me confesara culpable. Dije:

—Inocente.

El juicio sólo duró dos días. Tenían en enormes cajas cintas magnetofónicas con grabaciones; auténticas algunas de ellas, falsas la mayoría. Yo estaba sentado sin protestar, pensando en la primavera y en el pausado crecimiento de los árboles, como dijera Spinoza: lo más hermoso de la Tierra. Al término de la vista me declararon culpable y me condenaron a cincuenta años de prisión sin posibilidad de libertad bajo palabra. Eso significaba que me excarcelarían después de que llevara bastante tiempo muerto.

Me dieron a elegir entre el encarcelamiento en régimen de reclusión solitaria o lo que ellos llamaban «terapia laboral». Ésta consistía en incorporarme a un grupo de otros presos políticos para realizar tareas manuales. Nuestra faena específica consistía en arrasar viejos edificios de los suburbios de Los Angeles. Por esto nos pagaban tres centavos al día. Pero por lo menos estábamos al sol. Lo elegí; valía más que estar enjaulado como un animal.

Mientras yo trabajo retirando trozos de hormigón, pensé, Nicholas y Sadassa están muertos y son inmortales; yo no estoy muerto y no me gustaría ser inmortal. Soy diferente de ellos. Cuando muera o me maten, no habrá nada eterno en mí que siga viviendo. A mí no se me concedió el privilegio de escuchar la voz del operador de AI, esa voz de la que Nicholas hablaba tan a menudo y que significaba tanto para él.

—Phil —me llamó de pronto una voz, interrumpiendo mi ensueño—. Suspende eso y vayamos a almorzar; tenemos media hora. —Era Leon, mi compañero de trabajo, un ex fontanero al que habían detenido por distribuir unos folletos mimeografiados que había creado él mismo, una especie de rebelión individual. A mi juicio, él era más valiente que cualquiera de nosotros, un fontanero que trabajaba a solas en el sótano de su casa en un mimeógrafo, sin voces divinas que le dieran instrucciones o le guiasen, tan sólo con su voluntad humana.

Sentados juntos, compartíamos los bocadillos que nos proporcionaban. No estaban mal del todo.

—Tú eras escritor —dijo Leon, con la boca llena de embutido de boloña, pan y mostaza.

—Sí —dije.

—¿Eras miembro de Aramcheck? —preguntó Leon, inclinándose para acercarse a mí.

—No —repuse.

—¿Sabes algo de ella?

—Dos amigos míos fueron miembros de la organización.

—¿Están muertos?

—Sí —contesté.

—¿Cuáles son las enseñanzas de Aramcheck?

—No sé si enseña algo —dije—. Tengo una ligera idea de sus creencias.

—Cuéntame —dijo Leon, comiendo su bocadillo.

—Creen —dije—, que no debiéramos ofrecer nuestra lealtad a gobernantes humanos. Que hay un padre supremo en el cielo, sobre las estrellas, que nos guía. Nuestra lealtad debiera ser para él, y sólo para él.

—Ésta no es una idea política —dijo Leon en tono disgustado—. Yo me imaginaba que Aramcheck era una organización política, subversiva.

—Lo es.

—Pero ésta es una idea religiosa, es la base de la religión. Hace cinco mil años que se habla de ello.

Tuve que reconocer que tenía razón.

—Bueno —dije—, eso es Aramcheck, una organización guiada por el supremo padre celestial.

—¿Crees que es cierto? ¿Crees en ello?

—Sí —admití.

—¿De qué iglesia eres miembro?

—De ninguna —repuse.

—Eres un tipo raro —comentó Leon—. ¿Oyen los de Aramcheck la voz de su padre supremo?

—En efecto —dije—. Y algún día la oirán de nuevo.

—¿La has oído tú alguna vez?

—No —dije—. Ojalá fuera así.

—La policía dice que son subversivos. Que trataban de derrocar a Ferris Fremont.

Asentí con la cabeza.

—Es verdad —dije.

—Les deseo suerte —dijo Leon—. Incluso estaría dispuesto a imprimir algunos panfletos para ellos. —Hablando en voz ronca, de confianza, me dijo al oído—: Tengo varios de mis panfletos escondidos en el jardín trasero de la casa en que vivía. Debajo de un gran rododendro, en una lata de café. En ellos me adhiero a la justicia, la verdad y la libertad. —Me miró detenidamente—. ¿Te interesa?

—Muchísimo —contesté.

—Claro que primero hemos de escaparnos de aquí. Ésta es la parte más difícil. Pero sigo trabajando en ello. Lo resolveré. ¿Crees que Aramcheck me aceptaría?

—Sí —le dije—. Creo que ya lo han hecho.

—Porque —dijo Leon—, en realidad, solo no llegaré a ninguna parte. Necesito ayuda. ¿Dices que crees que ya me han aceptado? Pero nunca he oído voz alguna.

—Tu voz —dije— es esa voz. La que ellos han ido oyendo a lo largo de los siglos. Y están esperando volver a oírla.

—Vaya —dijo Leon, satisfecho—. ¿Qué te parece? Nadie me lo había dicho nunca. Gracias.

Comimos en silencio durante un rato.

—Eso de creer en un padre celestial, ¿les llevó a alguna parte? —preguntó Leon al cabo.

—No en este mundo, tal vez —repuse.

—Pues te diré algo que quizá no te guste. Si tus amigos de Aramcheck estuvieran aquí se lo diría igualmente. No vale la pena, Phil. Tiene que ser en este mundo. —Leon asintió con energía, firme su arrugado rostro. Firme por la experiencia.

—Han alcanzado la inmortalidad —dije—. Les fue concedida por lo que hicieron, o incluso por lo que trataron de hacer y fracasaron en el empeño. En estos momentos existen, mis amigos existen. Existirán siempre.

—¿Aunque no los veas?

—Sí —afirmé—. Eso es.

Dijo Leon:

—Primero tiene que haber algo aquí, Phil. El otro mundo no basta.

No se me ocurrió nada que decir; me sentía decaído y débil, y se me habían agotado los argumentos en el curso de todo lo que me ocurriera. Me vi incapaz de contestar.

—Porque —continuó Leon— es aquí donde impera el sufrimiento. Es aquí donde está la injusticia y las prisiones. Nosotros dos lo sabemos. Es aquí donde nos hace falta. Ahora.

No encontré respuesta.

—Puede que para ellos esté bien —dijo Leon—, pero, ¿y nosotros qué?

—Yo… —empecé a decir. Él tenía razón y yo lo sabía.

—Lo siento —dijo Leon—. Ya veo que querías a tus dos amigos y les echas de menos; bien pueden estar flotando en alguna parte del cielo, volando de acá para allá como rayos, y ser espíritus que gozan de felicidad. Pero tú, yo y miles de millones de personas más no tenemos esa suerte, y hasta que aquí no cambien las cosas no será suficiente, Phil; no será suficiente. A pesar del supremo padre celestial. Él tiene que hacer algo por nosotros aquí, y ésa es la verdad. Si crees en la verdad…, bueno, Phil, ésta es la verdad. La dura y desagradable verdad.

Seguí sentado en silencio, con la vista clavada en el suelo.

—¿No dicen que a los de Aramcheck se les deposita con delicadeza y en gran secreto algo semejante a un hermoso huevo plateado en su interior? —dijo Leon—. Incluso puedo decirte cómo penetra en ellos: por el canal óptico hasta el cuerpo pineal. Por medio de la radiación, emitida sobre ellos durante el equinoccio vernal. —Soltó una risita—. La persona se siente como si estuviera embarazada, aunque sea un hombre.

Asombrándome que lo supiera, dije:

—El huevo se abre en cuanto muere. Se abre y se convierte en una entidad plasmática viva de la atmósfera que nunca…

—Todo eso ya lo sé —interrumpió Leon—. Y sé que en realidad no es un huevo; es una metáfora. Sé más de Aramcheck de lo que admití. Verás, Phil, yo era predicador.

—Ah —dije.

—Esto del hermoso huevo plateado que se deposita en cada uno de ellos, que crece, se abre, y asegura la inmortalidad… esto ya aparece en la Biblia, Phil. Jesús lo menciona varias veces y de distintas maneras. Verás, el Maestro hablaba para desconcertar a la plebe; sus palabras sólo debían descifrarlas sus discípulos. Mejor dicho, todo el mundo las descifraba, pero el verdadero sentido no lo sabían más que sus discípulos. Ellos guardaban el secreto cuidadosamente a causa de los romanos. El propio Maestro temía y odiaba a los romanos. A pesar de sus esfuerzos, los romanos le dieron muerte de todas formas, y el verdadero sentido se perdió. En realidad, dieron muerte al Maestro…, pero supongo que eso ya lo sabes. El secreto estuvo perdido durante dos mil años. Pero hoy en día reaparece. Hoy en día los jóvenes tienen visiones, ¿sabes? y los viejos, Phil, tienen sueños.

—El Nuevo Testamento no dice nada de huevos plateados —afirmé.

—La perla —dijo Leon con énfasis— de gran valor. Y el tesoro que está enterrado en el campo. El hombre vende todo cuanto tiene para comprar el campo. Perla, tesoro, huevo, la levadura que ayuda a transformar la masa…, palabras en clave para lo que ocurrió a tus dos amigos. Y la semilla de mostaza que es minúscula pero que crece y se transforma en un gran árbol sobre el que se posan los pájaros…, pájaros, Phil, en el cielo. Y en Mateo se encuentra esa parábola acerca del sembrador que va a sembrar…, algunas semillas cayeron a la vera del camino, algunas cayeron sobre las piedras y otras sobre las espinas, pero escucha esto: algunas cayeron en suelo fértil y dieron cosecha. En todos los casos el Maestro dice que así es el reino, el reino que no es de este mundo.

Aquello me interesaba.

—Cuéntame más cosas, predicador —dije, medio en broma, medio fascinado.

—Ya no soy predicador —replicó Leon—, puesto que no sirve para nada. No obstante, te pondré un ejemplo más en el que Jesús habla de ello. Tus amigos fallecidos son ahora una criatura única; no están separados sino que componen un todo. ¿Te lo dijeron antes de morir?

—Sí —contesté—. Nicholas me había hablado de su futura transformación en una forma de vida compuesta, que experimentarían todos los miembros de Aramcheck. La existencia colectiva que iba a sobrevenir.

—Eso es de Juan, capítulo doce, versículo veinticuatro.

—¿Qué?

—Dice: «A no ser que un grano de trigo caiga en el suelo y muera, no sigue siendo más que un solo grano» —sustituye «solo» por «solitario»—, «pero si muere, da una pingüe cosecha» —sustituye «pingüe cosecha» por «vida colectiva»—. Y… «Todo aquel que ama su vida, la pierde; todo aquel que aborrece su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna». ¿Lo ves?

»En cada caso, algo pequeño —un tesoro, una semilla de mostaza que es la más pequeña de todas, el sembrador sembrando semillas en suelo fértil, un grano de trigo—, algo se deposita en el suelo —que es un símbolo secreto de los primeros cristianos— de la cabeza humana, el cerebro, la mente, y allí crece hasta que se abre, o brota, o se desentierra, o ayuda a transformar la masa entera, y luego trae la vida eterna…, el reino que nadie ve. De eso hablaban tus amigos de Aramcheck, probablemente sin saberlo; eso fue lo que les ocurrió antes de que muriesen y de que provocaran su estado actual, después de muertos.

—Así pues, ¿todas las parábolas de Cristo se tienen que descifrar? —pregunté.

—Sí —repuso el predicador Leon—. El Maestro dice que habla enigmáticamente para que los intrusos no comprendan. Mateo trece…, doce.

—Y tú sabes que lo que dijo es cierto.

—Sí.

Asombrado, sin acabar de entenderlo, dije:

—Y, sin embargo, sigues…

—Sigo diciendo —dijo Leon— que aborrecer este mundo y olvidarse de él no es suficiente. La labor debe realizarse aquí. Deja que te haga una pregunta. —Me miró fijamente con sus ojos envejecidos aunque claros—. ¿Dónde impartió el Maestro sus enseñanzas? ¿Dónde realizó su labor?

—Aquí en este mundo —contesté.

—Ya lo entiendes, pues —dijo Leon, y volvió a hincar el diente en su bocadillo de boloña—. Estos bocadillos cada día están más rancios —murmuró—. Deberíamos quejarnos. Esas señoras rojiblancas y azules no tendrían que llevarse tanto; se están volviendo holgazanas.

Al terminar de comer saqué mi único pitillo y lo encendí cuidadosamente.

—¿Me das la mitad? —preguntó Leon.

Partí en dos el pitillo y di un trozo a mi amigo. Al único amigo que tenía, ahora que los demás se habían ido. Al viejo predicador que me había demostrado, de un modo tan convincente, que todo lo que habíamos hecho, Nicholas, yo y Sadassa Silvia, era inútil. El hombre que, como si hablara por boca de Sivainvi, me había traído la verdad.

—¿Qué tipo de cosas escribías? —me preguntó Leon.

—Todavía las escribo —dije en broma. Las falsificaciones de mis obras que había preparado el gobierno ya empezaban a publicarse. Se empeñaban —probablemente era Vivian la que se empeñaba— en enviarme un ejemplar de cada una.

—¿Cómo lo haces?

—Es fácil cuando se conoce el sistema —dije.

Leon se inclinó hacia mí y me dio un ligero codazo.

—Fíjate —dijo—. Unos chavales nos observan.

Efectivamente: en el otro lado de la herrumbrosa cerca electrificada dentro de la cual trabajábamos, un grupo de escolares nos contemplaban con una mezcla de fascinación y miedo.

—¡Eh, chavales! —les gritó Leon—. No vayáis a terminar como nosotros. Haced todo lo que os manden, ¿oís?

Los niños siguieron mirando.

Uno de ellos, un chico mayor, llevaba un transistor portátil; Leon y yo oíamos la chillona música rock que sonaba muy fuerte en su diminuto altavoz. El locutor, un pinchadiscos de Los Angeles, parloteaba sin parar acerca del siguiente tema: el último lanzamiento, decía, que ocupaba los primeros puestos de las listas, de la formación de rock Alexander Hamilton; los músicos de San Francisco que eran el número uno en estas fechas.

—Vale, allá vamos —voceó el locutor, mientras el grupo de niños nos contemplaban y nosotros, tímidamente, les contemplábamos a ellos—. Es Alexander Hamilton presentando a Grace Dandridge en «¡Venid al Partido!». Muy bien, Gracie… ¡oigámoslo! —La música explotó de golpe, y, sentado con mi bocadillo de boloña, encorvado y exhausto, oí las palabras vagar entre nosotros a través del contaminado aire del mediodía:

Estáis todos presentes, Hey, hey,

Estáis todos presentes

En el minuto trece.

Está el presidente

A LA HORA DEL PARTIDO.

Todos los presentes

Animad a vuestro equipo.

Leon se volvió y me miró asqueado.

—¡Es esto! —exclamé.

—¿Qué es qué? —preguntó Leon.

—Él, ellos, lo llevaron a otra compañía discográfica para imprimirlo —dije—. Y ya ha salido, ya es un éxito. Así que… —Hice un cálculo, basándome en lo que sabía del negocio discográfico. Debió de ser prácticamente al mismo tiempo, comprendí. Mientras Discos Progresistas preparaba la cinta, otra compañía, otro grupo, otros miembros de Aramcheck, guiados por el satélite, preparaban otro.

Los esfuerzos de Nicholas habían servido para desviar la atención. Sus esfuerzos habían encajado en un proyecto que ninguno de nosotros intuyó ni llegó a comprender. En tanto que mataban a él y a Sadassa, y a mí me encarcelaban, Alexander Hamilton, la banda de rock de más impacto del país, estaba grabando el material en Arcane Records. Discos Progresistas no tenía a nadie comparable con Alexander Hamilton en todo su catálogo.

La música cesó de pronto. Se produjo un completo silencio. Luego comenzó a sonar otra melodía, esta vez instrumental: evidentemente, lo primero que tenían a mano en la emisora.

Ha sido un error, comprendí. El pinchadiscos no debía radiar «¡Ven al partido!». Se había olvidado de las instrucciones… de lo que las autoridades le habían ordenado. Pero los discos estaban impresos, comprendí, impresos y distribuidos, y algunos de ellos —por lo menos durante algún tiempo— habían sonado. El gobierno había tomado medidas contra Arcane Records demasiado tarde.

—¿Lo has oído? —pregunté a Leon.

—Vaya basura —repuso Leon—. No escucho nunca las emisoras en FM. En casa, antes de que me detuvieran, tenía un enorme equipo cuadrafónico, que quizá valía tres mil dólares. Estas tonterías son para niños…, a ellos les gusta.

Los niños no dejaban de contemplarnos. A los dos presos políticos, para ellos viejos, rendidos, sucios y derrotados, que ahora comían en silencio. El transistor siguió sonando. Más estrepitosamente todavía. Y en el viento, oí que otros empezaban a sonar en todas partes. En manos de los niños, pensé. De los niños.

FIN