29

Recobré el conocimiento, no en la cama de un hospital, sino en una celda de prisión.

Incorporándome, sentí dolor en todas partes. A poco descubrí que tenía el pelo costroso de sangre. No me habían dado atención médica, pero me traía sin cuidado. Nicholas estaba muerto, y Rachel y Johnny, que no habían hecho nada, ya estarían rodeados. Discos Progresistas ya no existía; los habían sepultado en el fango, eliminados antes de que su disco saliese siquiera a la luz. Se acabó el gran proyecto, me dije. Se acabó la idea de que un puñado de personas pudieran derrocar una tiranía policial.

Ni siquiera con la ayuda de Sivainvi, pensé.

Mi amigo está muerto, me dije. El amigo que me ha acompañado a lo largo de media vida. Ya no existe ningún Nicholas Brady que crea en locuras, que las escuche, que disfrute de ellas.

Y jamás se iba a rectificar. Ninguna fuerza, ninguna entidad superior llegaría y lo pondría todo en orden. La tiranía seguiría su camino; Ferris Fremont continuaría en el poder. Nada se había logrado, salvo la muerte de amigos inocentes.

Y yo nunca volveré a escribir un libro, comprendí; los escribirán todos —han sido ya escritos, en realidad— las autoridades en mi lugar. Y los que se interesaban por mis obras y creían en lo que tenía para decir, van a escuchar la voz de unos lacayos anónimos de los departamentos de Washington, unos hombres que llevan corbatas de moda y caros trajes modernos. Unos hombres que dicen ser Phil Dick, pero que no lo son. Unas criaturas que hacen ruidos fastidiosos, como las serpientes, a imitación de mi estilo… y salen impunes.

Y no tengo recurso alguno, me dije. Ninguno.

Dos polis entraron en la celda. Habían estado espiando por un circuito interno de televisión; vi la cámara instalada en el techo y me percaté de que habían estado esperando que yo recobrase el conocimiento.

—Acompáñanos.

Fuí con ellos, despacio y penosamente por un corredor; me costaba trabajo caminar. Me llevaron a lo largo de sucesivos pasillos hasta que delante de mí vi una puerta partida que llevaba el rótulo de MORGUE.

—Así lo verás con tus propios ojos —dijo uno de ellos pulsando un timbre.

Un momento después contemplaba el cuerpo de Nicholas Brady. No cabía duda de que estaba muerto. Le habían disparado al corazón, por lo que su rostro era fácilmente identificable.

—Ya vale —dijo uno de los polis—. Volvemos a la celda.

—¿Por qué me lo han enseñado? —pregunté al regresar.

Ninguno de los dos polis contestó.

Estando sentado en la celda, caí en la cuenta de por qué me habían enseñado el cadáver de Nicholas. Ello daba a entender que era cierto lo que le habían hecho, y lo que me harían a mí; era la inexorable realidad. Esta vez la policía no estaba mintiendo.

Pero, pensé, acaso una parte de la organización Aramcheck perviva todavía. Que hayan eliminando a Nicholas no significa que los hayan eliminado a todos.

La muerte de los hombres, pensé, es algo horrible. La muerte de los hombres buenos es aún peor. La tragedia del mundo. Sobre todo cuando es inútil.

Me pasé un rato dormitando, afligido y apenado, conmocionado todavía por la muerte de mi amigo. Por fin desperté de mi estado de aturdimiento cuando Vivian Kaplan entró en la celda. Llevaba un vaso en la mano y me lo tendió.

—Bourbon —dijo—. Jim Beam. Sin mezcla.

Me lo bebí. Qué diablos, pensé. Era auténtico bourbon… olía y sabía a bourbon. Hizo que me sintiera mejor inmediatamente. Vivian se sentó en el camastro frente a mí; llevaba un puñado de papeles y parecía estar satisfecha.

—Has detenido a todo el mundo —dije.

—Hemos desmantelado la compañía discográfica aún antes de que tuvieran lista la cinta. También hemos encontrado el material que pensaban intercalar. —Examinando una hoja de papel mecanografiada, leyó—: «¡Apúntate al partido!». No, se titula: «¡Ven al partido!». Después dicen «apúntate al partido». Y aquí hay otra: «Amaré a Michel que me salvó, que organizó todo mi mundo». El coro de fondo lo transforma en: «Aramcheck salvó el mundo». Ahora en serio, ¿no es tonto?

—Habría surtido efecto —afirmé.

—«¿Está el presidente en el partido?» —dijo Vivian con sarcasmo—. Me preguntó cuál de ellos inventó estas tonterías. Y con esta basura se proponían saturar el mercado. Puede que hubiera sugestionado a unos cuantos subconscientemente. Nosotros también utilizamos esta técnica, pero no de esa manera tan tosca.

—Y tampoco con los mismo fines —dije.

—¿Quieres ver el original de tu próximo libro?

—No —repuse.

—Lo he traído para ti —dijo Vivian—. Trata de una invasión de la Tierra por unos seres extraterrestres que violan las mentes de las personas. Se titula Los Chinga-Mentes.

—Dios mío —musité.

—¿Te gusta el título? Como suele decirse, si te gusta el título, el libro te encantará. Esos horribles seres llegan aquí cruzando el espacio y penetran en las cabezas de las personas como gusanos. Son horrendos de veras. Proceden de un planeta en donde siempre es de noche, pero como carecen de ojos creen que siempre brilla el sol. Se alimentan de tierra. En realidad son gusanos.

—¿Cuál es la moraleja del libro? —pregunté.

—Es un simple pasatiempo. No tiene moraleja. Bueno, es…

Ya preveo la moraleja. La gente no debiera confiar en criaturas distintas a ellos: cualquier ser extraño, procedente de otro planeta, es detestable y asqueroso. El hombre es la única especie pura. Se enfrenta a solas contra un universo hostil… acaudillado, probablemente, por su glorioso Führer.

—¿Se salva la humanidad de esos gusanos ciegos? —pregunto.

—Sí. Su Consejo Supremo, que está integrado por humanos genéticamente superiores, clonados de un aristocrático…

—Lamento decírtelo —dije—, pero eso ya se ha hecho. Allá por los años treinta y cuarenta.

Dijo Vivian:

—Demuestra las virtudes de la humanidad. A pesar de una cierta y notoria truculencia, es una buena novela; enseña una valiosa lección.

—La confianza en el mando —dije—. El aristócrata de quien está clonado el Consejo Supremo, ¿se llama Ferris Fremont?

Después de un silencio, dijo Vivian:

—En ciertos aspectos se parece al presidente Fremont, sí.

—Esto es una pesadilla —dije, sintiendo mareos—. ¿Es eso lo que has venido a decirme?

—He venido a decirte que lamento que Nicholas muriese antes de que pudieras hablar con él. Puedes hablar con la otra si quieres; la mujer con la que él conspiraba, Sadassa Aramcheck. ¿La conoces?

—No —dije—. No la conozco.

—¿Quieres hablar con ella?

—No —repuse. ¿Por qué iba a querer hablar con ella?, me pregunté.

—Puedes decirle cómo murió —sugirió Vivian.

—¿Vais a matarla? —pregunté.

Vivian asintió con la cabeza.

—Hablaré con ella —dije.

Haciendo una señal a un guardia, Vivian Kaplan dijo:

—Muy bien. Tú puedes comunicarle mejor que nosotros que Nicholas ha muerto. No se lo hemos dicho. Y también puedes comunicarle…

—Le diré lo que me dé la gana —dije.

—… puedes comunicarle que en cuanto acabéis de hablar —continuó Vivian sin alterarse—, la mataremos a ella también.

Al cabo de diez o quince minutos —no lo sabía con certeza, pues me habían quitado el reloj—, se abrió la puerta de la celda y los guardias dejaron entrar a una muchacha pequeña con gruesas gafas y un peinado afro natural. Tenía un aspecto solemne y desdichado. La puerta se cerró a sus espaldas.

Me levanté inestablemente.

—¿Tú eres la señorita Aramcheck? —dije.

—¿Cómo está Nicholas? —preguntó la muchacha.

—A Nicholas —dije— le han asesinado. —Le puse las manos en los hombros y sentí que se tambaleaba. Pero no se desmayó ni rompió a llorar; asintió con la cabeza, nada más.

—Ya —dijo débilmente.

—Siéntate aquí —la ayudé a llegar al camastro y a sentarse.

—Y estás seguro de que es verdad.

—Lo siento —dije—. Le he visto. Es verdad. ¿Sabes quién soy?

—Eres Phil, el escritor de ciencia-ficción; el amigo de Nicholas de toda la vida. Él me habló de ti. Bueno, supongo que soy la próxima a matar. Invariablemente, a los miembros de Aramcheck nos matan o bien nos envenenan. Sin juicio, ni siquiera ya interrogatorio. Nos tienen miedo porque saben lo que llevamos dentro. Yo no estoy asustada; no lo estoy después de lo que ya he pasado. A ti no creo que te maten, Phil. Te querrán con vida para que les escribas libros mierdosos llenos de propaganda del gobierno.

—Exacto —dije.

—¿Vas a colaborar con ellos?

—No me van a permitir que escriba los libros mierdosos —repuse—. Ya los tienen escritos. Solamente llevarán mi nombre.

—Perfecto —dijo Sadassa, asintiendo con la cabeza—. Eso significa que no se fían de ti. Lo malo es cuando se fían de uno; ahí sí que es malo, malo para el alma. Nunca quieras estar en ese bando. Estoy orgullosa de ti. —Me dedicó una sonrisa; sus ojos, detrás de sus gafas, eran expresivos y afectuosos. Alargando su mano, dio unas palmaditas en la mía de modo tranquilizador. Le cogí la mano y se la apreté. Qué pequeña era, qué dedos tan delgados tenía. Increíblemente delgados. Y preciosos.

—Los Chinga-Mentes —dije—. Ése es el primer título.

Sadassa me miró fijamente, y entonces, inesperadamente, se echó a reír, con una risa sonora y franca.

—No es posible. Bueno, déjalo para un comité. El arte en América. Igual que el arte en la URSS. Qué bien, pero qué bien. Los Chinga-Mentes. Vale.

—Después de éste, no habrá muchos libros míos —dije—. No lo creo, por la descripción que Vivian me hizo de él. Tendrías que oír el argumento. Verás, un gusano ciego emigra de…

—Clark Ashton Smith —dijo Sadassa al instante.

—Por supuesto —dije—. Lo que le va a él. Mezclado con la política de Heinlein.

Ahora nos reíamos los dos.

—Una mezcla de Clark Ashton Smith y Robert A. Heinlein —dijo Sadassa, jadeando—. Esto es demasiado. ¡Menudo exitazo! Y el siguiente…, a ver. Ya lo tengo, Phil; se titulará La ciudad subterránea de los Chinga-Mentes, sólo que en esta ocasión imitará el estilo de…

—Una serie —interrumpí—. En el primero, los Chinga-mentes llegan del espacio exterior; en el próximo salen perforando la corteza terrestre; en el tercero…

—Regreso a la ciudad subterránea de los Chinga-Mentes —dijo Sadassa.

Continué:

—Se cuelan por entre dimensiones, procedentes de otra época. En el cuarto, los chinga-mentes llegan de un universo alternativo. Y así sucesivamente.

—Tal vez podría haber un quinto en que algún arqueólogo descubre una antigua tumba y abre un gran ataúd, y todos esos horribles chinga-mentes salen en tropel y al punto violan en masa a todos los obreros nativos, y luego se dispersan y chingan todas las mentes de El Cairo, y a partir de allí, las de todo el mundo. —Se quitó las gafas y se enjugó los ojos.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

—No —repuso ella—. Estoy asustada, muy asustada. Detesto la cárcel. Una vez estuve dos días en la cárcel, porque no me presenté a pagar una multa de tráfico. Dictaron una orden de busca y captura. Por entonces acababa de salir del hospital. Esta vez acabo de entrar en remisión del linfoma. Oh, bueno esta vez no iré a la cárcel, naturalmente.

—Lo siento —dije, sin saber qué más decir o hacer.

—No me importa —dijo Sadassa—. Todos nosotros somos inmortales. Sivainvi nos concedió la inmortalidad, y algún día la concederá a todo el mundo; ahora sólo nosotros la poseemos… Los primeros frutos, como se dice. Conque no me siento tan mal.

»Nos defendimos bien; hicimos un buen trabajo. Pero siempre estuvimos condenados, Phil; nunca tuvimos posibilidades, pero no es culpa nuestra. Lo único que teníamos era un poco de información que habría servido de mucho. Pero nos detuvieron antes…, ¿sabes? Antes de que pudiéramos actuar. Y sin el satélite… —Se encogió de hombros, infelizmente—. No hay nadie que nos proteja, como en el pasado.

—Nicholas me dijo… —empecé a decir, y entonces me callé, puesto que naturalmente en la celda habría un micrófono oculto y no quería que las autoridades se enterasen de que otro satélite, tal como Nicholas me había dicho, venía camino de la Tierra. Pero entonces me acordé que me lo había dicho en el estadio de béisbol, de modo que ya lo sabían. Sin embargo, pudiera habérseles escapado. Así que no dije nada.

Un guardia se acercó a la puerta.

—Está bien, señorita Aramcheck. Ya es hora de marcharse.

Ella me dedicó una sonrisa.

—No les digas lo infectos que son sus libros —dijo—. Que se enteren sin ayuda de nadie.

La besé en la boca, y ella me abrazó estrecha y afectuosamente durante un momento. Luego se marchó; la puerta de la celda chirrió y se cerró ruidosamente.