… junto con la mía, pensé para mí. Si Nicholas lleva esto a cabo nos meterán juntos en chirona. Vaya novedad.
—¿Crees que vale la pena? —le pregunté—. ¿Destruirte a ti mismo, a tu familia y a tus amigos?
—Es necesario —aseguró Nicholas.
—¿Por qué? —insistí. Tenía a medio escribir una nueva novela, la mejor que había hecho hasta la fecha—. Nicholas —dije—, ¿qué contiene el material que ponéis en el elepé?
Estábamos sentados en las gradas del Anaheim Stadium, viendo jugar a los Angels. Lanzaba Nolan Ryan; era un partido formidable. Pittsburgh la estaba pifiando de mala manera. El último partido de béisbol al que asistiría, me dije amargamente mientras echaba un trago de mi botella de cerveza Falstaff.
—Información que con el tiempo derribará a Fremont del poder —dijo Nicholas.
—Eso no lo conseguiría ningún tipo de información —afirmé. No tenía tanta fe en la palabra escrita o hablada; no era tan ingenuo—. Y, además, la policía os impediría sacar el disco. A lo mejor ya lo saben todo de él.
—Es muy probable —admitió Nicholas—. Pero hemos de intentarlo. Puede que sólo ande metida en ello ese engendro de la APA, Vivian Kaplan; puede que se lo haya tomado como algo personal y se dedique a investigar por su cuenta para ponerse las botas. Sus sospechas bien pudieran no ser competencia de la policía.
—Todas las sospechas son competencia de la policía —dije.
—Nuestro ilustre presidente —dijo Nicholas— ha sido un durmiente del Partido Comunista.
—¿No es una calumnia? —pregunté—. ¿O puedes demostrarlo?
—En el material vamos a incluir nombres, fechas, lugares y Dios sabe qué más. Suficiente para…
—Pero no puedes probarlo —dije—. No tienes documentos.
—Tengo los detalles. Mejor dicho, los tiene la persona que trabaja conmigo. Irán todos en el disco, en forma subliminal.
—Y luego inundaréis América.
—Exacto.
—Y todo el mundo se despierta una mañana —dije—, cantando: «Fremont es rojo; Fremont es rojo; más vale que Fremont muera que rojo sea», etcétera. Cantando la información al unísono.
Nicholas asintió con la cabeza.
—Un millón de gargantas —dije—. Cincuenta millones. Doscientos millones, entonarán: «Más vale que muera que rojo sea; más vale que…»
—No es cosa de risa —dijo Nicholas severamente.
—No —convine—. No lo es. Significa nuestras vidas. Nuestras carreras y nuestras vidas. El gobierno falsificará documentos para rebatiros, si hacen caso siquiera de la calumnia.
—Es la verdad —afirmó Nicholas—. Fremont fue adiestrado como agente de Moscú; los soviéticos se han hecho cargo del poder secretamente, sin efusión de sangre e inadvertidos. Tenemos los hechos.
—Caramba —dije, cuando sus palabras comenzaron a causarme efecto—. No es de extrañar que la Unión Soviética no le critique en lo más mínimo.
—Lo tienen por un gran hombre —dijo Nicholas.
—Bueno —dije—, hazlo.
Nicholas me lanzó una mirada.
—¿Estás de acuerdo? Por eso tenía que decírtelo. Ella dijo que debía hacerlo.
—¿Se lo has dicho a Rachel?
—Lo haré.
—Johnny tendrá otros padres —dije. Y, pensé, algún otro tendrá que escribir la gran novela americana de ciencia-ficción—. Hacedlo —dije—, y hacedlo bien. Imprimid un millón de puñeteros discos. Dos millones. Mandad una copia a todas las emisoras de Estados Unidos, en AM y FM. Enviadlos al Canadá, a Europa y a Sudamérica. Vendedlos a ochenta y cinco centavos. Regaladlos en los supermercados. Fundad un club del disco de ventas por correo y ofrecedlos gratuitamente a los suscriptores. Dejadlos en los umbrales. Tenéis mi aprobación. Meteré el material en mi nueva novela, si queréis.
—No, no queremos que lo hagas —dijo Nicholas.
—¿Os dijo Sivainvi que lo hiciérais? ¿Os está guiando?
—Sivainvi ha desaparecido. Una cabeza nuclear se lo llevó, se llevó su voz.
—Ya lo sé —repuse—. ¿Le echas de menos?
—Más de lo que nunca podré expresar. Ya no volveré a oír al operador AI mientras viva, ni a él…, ni a ninguno de ellos.
—El entrañable Moyashka —dije.
—Tiene que resultar maravilloso ser el principal astrofísico de una nación y derribar cosas del cielo. Cosas que no se comprenden. En nombre de comunicarse con ellas.
—Pero, a pesar de todo, tenéis la información sobre Fremont.
—En efecto —dijo Nicholas.
—Ahora formas parte de Aramcheck —dije. Me había imaginado a quién se refería el «nosotros», a qué organización.
Nicholas asintió.
—Es un placer conocerte.
—Gracias —contestó Nicholas. Y luego dijo—: Vivian vino a verme.
—¿Vivian? —pregunté. Y luego me acordé de ella—. ¿Con qué pretexto?
—El disco que estamos produciendo.
—Entonces lo saben. Lo saben ya.
—Le proporcionaré una muestra amañada, sin el material subliminal. Veremos si eso nos da el tiempo suficiente para sacar el auténtico disco.
—Irrumpirán en Discos Progresistas y os robarán las estampas para la matriz.
—Algunas de ellas estarán limpias.
—Se apropiarán de todas.
—Contamos con que roben uno representativo.
—No tenéis posibilidad alguna —dije.
—Puede que no —admitió Nicholas; no trató de convencerme de lo contrario.
—Un asalto quijotesco al régimen —comenté—. Nada más. Bueno, hazlo a pesar de todo. Qué diablos; se nos van a cargar de todos modos. Y ¿quién sabe? Puede que algún APA lo escuche y despierte a la realidad. Durante cierto tiempo. Estas cosas nunca se saben… A veces una idea se hace popular y nadie logra explicar el porqué.
»De todas formas ya has ido demasiado lejos como para retroceder, ¿verdad? Así que hazlo, y hazlo con todas las de la ley; cuando los APA escuchen el disco puede que el material subliminal se les meta en la cabeza y sólo con eso baste. Tienen que escuchar el disco para enterarse de lo que habéis hecho; aunque si no resulta…
—Me alegro de que no tengas inconveniente en que te arrastre conmigo —dijo Nicholas. Y nos estrechamos las manos.
Los Angels ganaron el partido, y Nicholas y yo salimos juntos del estadio. Subimos a su Maverick verde y nos agregamos al montón de coches que maniobraban para encaminarse por State College. Al poco rato íbamos camino de Placentia.
Un gran coche azul se detuvo delante de nosotros; al mismo tiempo un coche-patrulla nos hizo señales con su luz roja detrás de nosotros.
—Nos hacen desviar —dijo Nicholas—. ¿Qué habré hecho?
En cuanto llegamos al bordillo y nos detuvimos, se abrieron las portezuelas del coche azul y de él saltaron varios milicianos de la Unidad Especial de Investigación de los APA; al instante uno de ellos estaba enfrente del Maverick, apoyando su pistola en la cabeza de Nicholas.
—No se mueva —dijo el poli.
—No me muevo —replicó Nicholas.
—¿Qué es este…? —empecé a decir, pero guardé silencio en cuanto me metieron el cañón de una pistola en las costillas.
Unos segundos después, a Nicholas y a mí nos habían metido a empellones en el Ford azul sin marcas; se cerraron las portezuelas y se bloquearon electrónicamente. El coche se adentró en el tráfico y dio media vuelta. Nos dirigíamos al cuartel general de los APA de Orange County…, yo lo sabía y Nicholas también. Los polis no tenían que decírnoslo.
—¿Qué hemos hecho? —pregunté cuando penetramos en el garaje subterráneo del cuartel general de los APA.
—Ya se les comunicará —dijo un poli, indicándonos que bajáramos del coche; aún llevaban las pistolas; tenían facha de locos, mezquinos y odiosos. En mi vida había visto caras tan crispadas por el odio.
Nicholas, al bajar del coche, me dijo:
—Creo que nos siguieron al estadio de béisbol.
El estadio de béisbol, pensé atemorizado. ¿Quieres decir que pueden grabar una conversación en un estadio, en pleno partido de béisbol? ¿En medio de semejante muchedumbre?
En seguida nos llevaron por un húmedo túnel de oscuro hormigón, por debajo de los despachos de la planta baja; subimos una rampa, llegamos a un ascensor, nos tuvieron allí unos momentos, y luego entramos en él. Un poli apretó un botón y poco después nos hallábamos en un pasillo muy iluminado, con suelos encerados, y nos conducían a un amplio despacho.
Vivian Kaplan y varios APAs más, incluido un policía de alto rango con bandas y galones de oro, estaban sentados o de pie con aspecto ceñudo en torno a la estancia.
—Os seré franca —dijo Vivian Kaplan, pálida de cara—. Te colocamos encima un aparato de grabación, Nicholas, cuando hacíais cola ante la taquilla. Grabamos toda vuestra conversación durante el partido.
El agente de policía de alto grado dijo en voz ronca:
—Ya he ordenado que se clausure Discos Progresistas y se embarguen sus propiedades y fondos. No se fabricará ni pondrá a la venta disco alguno. Se acabó, señor Brady. Y estamos en vías de detener a la muchacha de Aramcheck.
Tanto Nicholas como yo guardamos silencio.
—¿Trataba de meter material subliminal en un disco diciendo que el presidente Fremont es un agente del Partido Comunista? —dijo Vivian, en tono de incredulidad.
Nicholas no dijo palabra.
—Puf —dijo estremeciéndose—. Qué insensatez. Qué aberración. Ese miserable satélite vuestro… Bueno, ya ha desaparecido; ha desaparecido para siempre. Lo sorprendimos radiando material subliminal en las emisiones de televisión a las horas de mayor audiencia, pero sólo tenía potencia para interferir zonas reducidas simultáneamente. Nunca dijo nada semejante. ¿Te dijo él esas tonterías? ¿Te mandó decir eso?
—No tengo nada que decir —dijo Nicholas.
—Lleváoslo y matadle —ordenó Vivian Kaplan.
La miré aterrado.
Dijo el agente de policía de alto rango:
—Podría decirnos…
—No hay nada que no sepamos —le interrumpió Vivian.
—De acuerdo. —El agente hizo una señal; dos APAs agarraron a Nicholas y le sacaron a empujones del despacho. Mientras se lo llevaban, Nicholas no habló ni miró hacia atrás. Observé cómo se iban, impotente y paralizado.
—Vuélvele a traer —dije a Vivian—, y te contaré todo lo que me ha dicho.
—Ya no es un ser humano —repuso Vivian—. Está controlado por el satélite.
—¡El satélite ha desaparecido! —exclamé.
—Hay un huevo depositado en su mente —dijo Vivian—. Un huevo extraterrestre, para el que Brady es un nido. Siempre los matamos cuando damos con ellos, antes de que el huevo se abra.
—¿Éste también? —le preguntó un APA, encañonándome con una pistola.
—No forma parte de Aramcheck —contestó Vivian. Se dirigió a mí—: A ti te conservaremos con vida, Phil; publicaremos libros con tu nombre y escritos por nosotros. Nos hemos pasado varios años preparándolos; existen ya. Tu estilo es fácil de imitar. Se te permitirá hablar en público, lo suficiente para que confirmes que son libros tuyos. ¿O prefieres que te matemos de un tiro?
—Matadme —dije—. Malnacidos.
—Publicaremos los libros —continuó Vivian—. En ellos te irás ajustando gradualmente a la actitud del sistema, libro tras libro, hasta que llegues a un punto que podamos aprobar. Los primeros contendrán todavía algunas de tus opiniones subversivas, pero como estás envejeciendo, a nadie sorprenderá que te ablandes.
La miré con fijeza.
—Entonces habéis tenido intención de detenerme desde el principio.
—Sí —dijo ella.
—Y de matar a Nicholas.
—No teníamos tal intención; ignorábamos que estaba controlado por el satélite. Phil, no hay alternativa. Tu amigo ya no es…
—Vivian —dije—. Déjame hablar con Nicholas antes de que le matéis. Por última vez.
—¿Te avendrás a colaborar luego? ¿En cuanto a tus libros?
—Sí —repuse, aunque no pensaba hacerlo; trataba de ganar tiempo para Nicholas.
Vivian cogió un walkie-talkie y habló por él.
—Suspended la ejecución de Nicholas Brady. De momento pasará a una celda.
El walkie-talkie dio un chasquido y de él brotó una voz sorda:
—Lo siento, señorita Kaplan; ya está muerto. Espere…, lo compruebo en un segundo. —Un silencio—. Sí, está muerto.
—Está bien —dijo Vivian—. Gracias. —Se dirigió a mí, tranquilamente—: Demasiado tarde, Phil. Es norma de la policía no demorarse en…
Me abalancé sobre ella, tratando de asestarle un golpe en la cara. En mi imaginación, una fantasía suprimió la realidad: en mi imaginación le di de puñetazos en la cara, en plena boca; sentí cómo sus dientes se rompían y se hacían pedazos, sentí cómo su nariz y su rostro se hundían. Pero era un sueño, un deseo y nada más; los APA se me echaron encima al instante, separándome de ella y aporreándome. Una culata me golpeó en la cabeza y la escena —y el sueño— se esfumaron.