Me reuní con Sadassa en medio de un naranjal de Placentia; paseamos juntos cogidos de la mano, hablando en voz baja. Tal vez estaban grabando lo que decíamos, o tal vez no. En todo caso habíamos de conferenciar. Debía tenerla al corriente.
En primer lugar, había algo que deseaba preguntarle.
—El satélite ha desaparecido —dije mientras paseábamos—, pero de vez en cuando todavía veo algo: una imagen sobrepuesta y en color, como si fuera una nueva transmisión por satélite dirigida a mí. —Todo lo que me mostraran anteriormente había resultado comprensible, por lo menos después de un análisis suficiente; esto, sin embargo, no lograba desentrañarlo—. Tiene que ver con… —me interrumpí; había estado a punto de mencionar a Pinky.
Lo que ahora veía era una puerta, proporcionada según la medida que los griegos denominaban Rectángulo Áureo, que ellos habían considerado como la perfecta forma geométrica. Repetidas veces veía esta puerta, que estaba marcada con letras del alfabeto griego y de la que sobresalían formaciones naturales que se asemejaban a ella: una mesilla para diccionarios, un bloque de basalto, una caja de altavoz. Y en cierta ocasión, increíblemente, había visto a Pinky empujando desde más allá de la puerta para penetrar en nuestro mundo; sólo que no era como había sido, sino mucho mayor, más feroz, como un tigre, y sobre todo, lleno a rebosar de vida y salud.
Ahora conté a Sadassa que había visto el contorno de la puerta, y ella me escuchó en silencio, asintiendo con la cabeza. Finalmente le dije lo que vislumbrara al otro lado de la misma: un paisaje inmóvil, nocturno, un oscuro mar en calma, el firmamento, el margen de una isla, y, cosa sorprendente, la estática silueta de una mujer desnuda que estaba de pie en la arena, a la orilla del agua. La había reconocido: era Afrodita. Había visto fotografías de estatuas griegas y romanas que la representaban. Las proporciones, la belleza y sensualidad, eran inconfundibles.
—Contemplas —dijo Sadassa en tono pesimista—, la última imagen decreciente del amor, que se aleja de ti ahora que el satélite ha desaparecido. Una suerte de imagen crepuscular.
—Mi gato muerto —dije— se encuentra allí.
—Está en la orilla opuesta —dijo Sadassa—. En la otra tierra, de la que ahora se desvanecerá, y ello será el final; ya no verás nada más. —Se echó a reír, pero sin ganas—. Es lo mismo que cuando se apaga el televisor; la imagen va disminuyendo hasta esfumarse del todo. Una carga residual.
—Es muy hermoso —dije—. Reina un perfecto equilibrio. —Me acordé, entonces, de las primeras pinturas abstractas, la actividad de fosfenos que diera inicio al desbordamiento de mi mente humana por el pensar superior del satélite—. Sigo opinando que debiera haber una forma de ir al otro lado.
—Hay una forma.
—¿Cuál es? —pregunté, y entonces me acordé de Pinky—. Oh —dije—. Ya entiendo a qué te refieres.
—Afrodita era la diosa de la fertilidad —explicó Sadassa—, así como del amor. Yo también lo veo, Nicholas; veo la puerta que no podemos franquear. Veo el paisaje inmóvil que no podemos alcanzar. Allí existe la fuente de la vida; en otro tiempo estuvo en órbita en nuestro cielo. Éste es un mensaje residual que el satélite ya había depositado en nosotros antes de su destrucción, una despedida para cada uno. Para que recordemos…, para seguir con nosotros. Una despedida y una promesa.
Dije:
—Nunca he visto algo tan hermoso.
Cambiando de tema, dijo Sadassa:
—¿Qué piensas hacer con respecto a Vivian Kaplan? Éste es el problema más urgente.
—Le daremos una cinta —dije— a la que le falte el material subliminal. Eso les satisfará durante algún tiempo. Después empezaremos el moldeado de los discos. Mandaré hacer unos cuantos discos de una matriz en la que falte el material subliminal y les entregaré uno de ellos. Guardaré algunos más de éstos en mi despacho; de este modo, si irrumpen en él y los roban, lo que encuentren confirmará lo que hay en la cinta. Por último, nos jugaremos del todo y empezaremos a enviar a la calle los discos que contienen el material subliminal. Y luego nos sentaremos cómodamente a esperar a la policía. Irán de una emisora de radio a la siguiente, y de una tienda de discos a la otra, confiscando los discos, pero es posible que queden algunos, y una cierta cantidad de ellos se escucharán antes de que esto ocurra. Y, naturalmente, en cuanto nos detengan nos matarán, a nosotros y a nuestras familias. De eso no cabe la menor duda.
—Sí —convino Sadassa.
—Lo que me sabe mal —dije—, es que sé que ya hemos caído en la trampa. Están enterados de lo que estamos haciendo; saben lo del disco. Al menos saben que existe ese disco y que probablemente planeamos alguna acción política a propósito de él. Quieren ver el original terminado y manufacturado, para poder escucharlo y determinar su contenido. Estamos haciendo lo que quieren que hagamos.
»Bueno, tal vez no; tal vez no están seguros, estarán conjeturando y haciéndose preguntas, basándose en sospechas. La policía es tan mentirosa… Tal vez no hubo ningún ingeniero de sonido que les telefoneó para darles el soplo. Tal vez no grabaron nuestra conversación en el bar La Paz. Lo más que pueden saber es que Let’s Play! es nuestro nuevo álbum de impacto, que hemos invertido en él mucho tiempo y esfuerzo; por tanto, la policía, con su mentalidad recelosa por naturaleza, se huele que debe tratarnos severamente; además, que controlarlo de la forma habitual, pedirnos una cinta y una copia antes de la distribución.
—Yo digo que mienten —afirmó Sadassa—. Que farolean. Desde luego cabe esta posibilidad. Debiéramos continuar.
—Si nos detenemos ahora —dije—, no nos matarían.
—Continuemos —dijo Sadassa.
—¿Sabiendo que no tenemos posibilidad alguna de escapar? —Ella asintió en silencio—. Yo no pienso más que en Johnny —dije—. Sivainvi me hizo ungirle y todo…, hasta le dio un nombre secreto. Creo que este nombre perecerá con él, el día menos pensado, muy pronto.
—Si Sivainvi te mandó hacer eso, tu hijo vivirá.
—¿Estás segura? —pregunté.
—Si —afirmó.
—Ojalá tengas razón.
—Puede que Sivainvi ya no esté aquí —dijo Sadassa—, pero dentro de todos nosotros…
—Ya lo sé —repuse—. El otro día lo sentí moverse. Sentí la nueva vida en mi interior. El segundo nacimiento…, el nacimiento que viene de lo alto.
—Y es eterno. ¿Qué más podríamos esperar? Estamos vinculados a ello. Si tu cuerpo o el mío mueren, el radiante fuego escapa hacia la atmósfera y nuestra esencia le acompaña. Al final nos reuniremos, como un único ser, y estaremos siempre juntos. Hasta el regreso de Sivainvi. Todos nosotros: tú, yo, los demás. Por muchos que seamos.
—Comprendo —dije—. Me parece bien.
—Déjame hacerte una pregunta —dijo Sadassa—. De todo cuanto te mostró el satélite, ¿cuál fue la…? No sé cómo decirlo.
—¿La perspectiva última de las cosas?
—Sí. La más profunda. La que ahondará más. Porque cuando se apodera de ti te revela tantas cosas sobre el universo…
Dije:
—Hubo unos momentos en que vi el universo como un organismo vivo.
—Sí —dijo ella, asintiendo lúgubremente con la cabeza.
—Y nosotros estamos en él. Fue una experiencia tan extraña…, es difícil de explicar. Era como una colmena con millones de abejas, y todas se comunicaban a lo largo de enormes distancias mediante luz de color. Estructuras de luz, que viajaban de un punto a otro, y nosotros estábamos en lo más hondo. Una constante comunicación y correspondencia con señales emitidas por… bueno, las abejas o lo que fueran; acaso fueran estrellas o sistemas estelares de organismos sensibles. De todas formas, esta comunicación por señales se prolongaba sin pausa, en estructuras cambiantes, y yo oía un zumbido o un ruido semejante al de un timbre, que emitían todas las abejas al unísono.
—El universo es una gran mente colectiva —dijo Sadassa—. Yo también lo vi. La visión definitiva que nos fue impuesta: cómo son las cosas comparadas con su simple apariencia.
Dije:
—Y todas las abejas, conforme se comunican recíprocamente por señales a través de grandes distancias, están en curso de pensar. De modo que el organismo entero piensa por medio de ello. Y ejerce presión de principio a fin, también a grandes distancias, a fin de coordinar cada parte con el objeto de que se halle sincronizada en un designio común.
—Está vivo —dijo Sadassa.
—Sí —admití—. Está vivo.
—Las abejas —explicó Sadassa—, me fueron descritas como emisoras. Tal como si transmitieran y recibieran en una red. Cada una de ellas se iluminaba al transmitir. Me imagino que los colores eran frecuencias distintas predeterminadas del espectro luminoso. Un enorme universo de emisoras de transmisión y recepción; pero, Nicholas, a veces muchas de ellas, modificándose en momentos distintos, estaban oscuras. Estaban provisionalmente inactivas. Pero seguí observando emisoras iluminadas que recibían transmisiones desde distancias tan remotas que…, me parece que utilizamos la palabra «parsecs» para distancias así.
—Era hermosa —dije—. La estructura de luces cambiantes formada por las emisoras activas.
Dijo Sadassa:
—Pero algo se había introducido furtivamente en ella, Nicholas, algo que apagó varias de las emisoras. Las suprimió para que nunca volvieran a iluminarse. Y las sustituyó por sí mismo, como un manto que cayera sobre ellas aquí y allá.
—Pero se crearon nuevas emisoras para reemplazarlas —dije—. En lugares inesperados.
—Este planeta no recibe ni transmite —dijo Sadassa al cabo de un momento—. Con excepción de nosotros, unos pocos miles en tres mil millones, guiados por el satélite. Y ahora ya no lo estamos. Por lo tanto, nos hemos oscurecido.
—Hasta que llegue el satélite de repuesto.
Dijo Sadassa:
—¿Vimos una especie de cerebro?
—Se parecía más a uno de esos parques infantiles, con botones de colores clavados por todas partes. —Su analogía me resultaba demasiado seria: un universo pensante, como un enorme cerebro.
—Lo que nos mostraron es algo grandioso —dijo Sadassa—. Otear desde esa atalaya, la atalaya definitiva. Tendríamos que guardarlo para siempre como un tesoro. Aun cuando las emisoras de esta región local, o sector, se hallen todas ensombrecidas y ya no iluminen, es una escena que debemos recordar. Al igual que este satélite que nos deparó su revelación última sobre la naturaleza de las cosas: las sinapsis de un cerebro vivo. Y el nombre que dimos a su forma de operar, a su conciencia de sí mismo y sus numerosas partes… —Me dedicó una sonrisa—. Por eso viste la figura de Afrodita. Es eso lo que conserva en armonía a los miles de millones de emisoras.
—Sí —dije—, estaban en armonía, y a semejantes distancias. No existía coacción alguna, únicamente la concordia.
Y la coordinación de todas las emisoras de transmisión y recepción, pensé, que denominamos Sivainvi: Sistema de Vasta Inteligencia Viva. Nuestro amigo que no puede morir, que se halla a este lado de la tumba y al otro. Su amor, me dije, es mayor que los imperios. E infinito.
Sadassa carraspeó.
—¿Cuándo prevés que tendrás la cinta?
—A fin de mes.
—¿Y los discos originales?
—Primero la matriz y luego los originales. No llevará mucho tiempo, en cuanto tengamos la cinta. Yo no tengo nada que ver con ello. Mi papel habrá terminado apenas la cinta esté lista y autorizada.
Dijo Sadassa, lúgubremente:
—Prepárate a que se presenten en cualquier momento y embarguen una estampa. Justo en plena producción.
—Ya —dije—. Dispondremos de varias estampas limpias y varias con el material subliminal…, puede que embarguen una estampa limpia. Quizá nos acompañe la suerte.
—Todo dependerá —dijo Sadassa— de la que embarguen, con el material o sin él.
Tenía razón. Y eso no podíamos controlarlo. Ni tampoco ellos.
—Por cierto —dijo Sadassa—. Quiero me desees suerte; tengo hora con el médico el último día del mes. Para enterarme de si aún estoy en remisión.
—Te deseo toda la suerte del mundo —dije.
—Gracias. Estoy algo preocupada. Sigo perdiendo peso… Me cuesta trabajo comer, nada más. He bajado a cuarenta y dos kilos. Y ahora que el satélite ya no existe… —Me dedicó una triste sonrisa.
La rodeé con el brazo y la atraje hacia mí; era ligera y frágil, como un simple pájaro. La besé, entonces, por primera vez. En esto se rió con una risilla apagada que le salía del fondo de la garganta, y se arrimó a mí.
—Detendrán a tu amigo Phil —dijo Sadassa—. El que escribe ciencia-ficción.
—Ya lo sé —repuse.
—¿Vale la pena? ¿Suprimir su carrera junto con la tuya?
Y, pensé, su vida…