26

A finales de semana la Unión Soviética comunicó que se había producido una misteriosa explosión a bordo del satélite interceptor que habían lanzado para fotografiar el satélite de IE. La potencia de la onda expansiva había destruido ambos aparatos. Se ignoraba la causa de la potente explosión, aunque se presumía pudo provocarla el suministro de combustible del satélite soviético. El doctor Moyashka había ordenado realizar una detallada investigación. Sólo se transmitieron dos fotografías del satélite de IE antes de su destrucción; portentosamente, lo mostraban cubierto de picaduras y, por lo visto, deteriorado en parte a causa de las lluvias de meteoritos. De ahí se deducía, pues —según el doctor Moyashka—, que el satélite de IE había atravesado una gran extensión de espacio interestelar antes de alcanzar su posición orbital alrededor de la Tierra. La conclusión de que se trataba de un satélite antiquísimo, que llevaba mucho tiempo en órbita, fue rechazada como poco científica y en desacuerdo con el razonamiento marxista-leninista.

Se acabó, me dije mientras veía la noticia por televisión. Han derribado a Dios, mejor dicho, a la voz de Dios. Vox dei, dije en mis adentros. Ya se había desvanecido del mundo.

En Moscú debían haber organizado muchas fiestas animadísimas.

Bueno, pensé sombríamente, una larga época de la historia de la humanidad ha llegado a su fin. Nadie nos dará instrucciones, ya nada existe en nuestro cielo que nos anime cuando estamos deprimidos, que nos levante y nos conserve con vida, que nos cure las heridas. En Washington y Moscú están diciendo: «El hombre por fin ha llegado a la mayoría de edad; no necesita ayuda paternalista». Lo cual es otra forma de decir: «Hemos suprimido esa ayuda, y en cambio gobernaremos, sin ofrecer la más mínima ayuda: tomando sin conceder, gobernando sin obedecer, hablando sin escuchar, llevándonos la vida sin darla». Ya gobiernan los asesinos, libres de intromisiones; los sueños de la humanidad han perdido su objeto.

Esa noche, mientras Rachel, Johnny y yo, además de Pinky, estábamos acostados juntos en la gran cama del dormitorio, una desvaída luz blanca comenzó a materializarse e inundar la habitación.

Tendido en mi sitio de la cama me di cuenta de que nadie más que yo la veía; Pinky dormitaba, Rachel dormía y Johnny roncaba en sueños. Sólo yo, despierto, vi crecer la luz, y noté que carecía de foco y de ubicación; llenaba por igual todos los espacios y confería a cada objeto una extraordinaria nitidez. ¿Qué es esto?, me pregunté, y un intenso temor se adueñó de mí. Era como si la presencia de la muerte hubiera penetrado en la habitación.

La luz se tornó tan brillante que distinguía todos los detalles a mi alrededor. La mujer dormida, el niño, el gato que dormitaba, semejaban grabados o pinturas, incapaces de moverse, implacablemente revelados por la luz. Y, además, algo nos miraba desde arriba en tanto que yacíamos allí cual si nos halláramos sobre una superficie puramente bidimensional; algo que se desplazaba y se servía calculadamente de tres dimensiones, convirtiéndonos a nosotros en criaturas limitadas a dos. No había dónde ocultarse; la luz, la mirada implacable, estaba en todas partes.

Se nos está juzgando, comprendí. La luz se ha encendido sin previo aviso para descubrirnos, y ahora el juez escudriña a todos y cada uno de nosotros. ¿Cuál será su decisión? La sensación de muerte, de mi propia muerte, era profunda; me sentía como algo inanimado, hecho de madera, un juguete tallado y pintado… A los ojos del juez que nos contemplaba desde lo alto todos éramos juguetes tallados, y él podía levantar a cualquiera de nosotros —y a todos— la pintada superficie siempre que lo deseara.

Empecé a rezar, en silencio. Y luego recé en voz alta. Recé, extrañamente, en latín —una lengua que desconocía—, con expresiones y frases enteras, y siempre rogando por mi perdón. Era eso lo que quería. Fue eso lo que pedí una y otra vez, en muchas lenguas, en todas las lenguas: que el juez me pesara en silencio y me dejara libre.

La luz desvaída y uniforme se fue apagando gradualmente, y pensé: es a causa de la desaparición del satélite. Ése es el motivo. La muerte ha penetrado a raudales para llenar el vacío. Apenas la vida se ha destruido, lo que queda es inerte. Estoy presenciando el retorno de la muerte.

Al día siguiente Rachel observó que Pinky parecía estar enfermo; estaba sentado inmóvil, y una vez la cabeza se le cayó hacia delante y dio contra el suelo, como a causa de una insoportable fatiga. Al verle me di cuenta de que estaba agonizando. La muerte se lo había llevado a él en mi lugar.

Le llevé en coche al Hospital de Veterinaria de Yorba Linda, y los médicos de allí determinaron que tenía un tumor. Le operaron mientras yo volvía a casa. «A lo mejor podemos salvarle», me dijeron cuando me iba, al ver lo desanimado que estaba, pero yo sabía más que ellos. Así era como todo comenzaba, en todas partes; la primera víctima era, naturalmente, la más humilde.

Media hora después de que llegara al piso, telefoneó una de las veterinarias.

—Es cáncer —me comunicó—. No hay función renal, ni producción de orina. Podemos coserle y vivirá una semana, pero…

—¿Está anestesiado todavía? —pregunté.

—Sí, aún está abierto.

—Déjenle morir —dije. A mi lado, Rachel rompió a llorar. Mi guía, pensé. Ya está muerto. Como Charley. Fíjate, ya se han desencadenado las fuerzas del mundo.

—Hacía tiempo que se le estaban desarrollando esos tumores malignos —decía la veterinaria—. No pesa lo suficiente y está deshidratado, y…

—Murió anoche —dije, y pensé: Se lo llevaron en mi lugar. En el mío, o en el de Johnny o Rachel. Tal vez, pensé, él quiso que fuera así: se ofreció a sí mismo, sabiendo lo que hacía.

—Gracias —dije—. Ya sé que han hecho todo lo posible. Lo comprendo perfectamente.

El satélite había desaparecido de nuestro mundo, y con él los rayos curativos, como los de un sol invisible, que las criaturas percibían pero que pasaba inadvertido. El sol con la curación en sus alas.

Era preferible no contárselo a Sadassa, al menos no decirle de qué había muerto Pinky.

Esa noche, mientras me cepillaba los dientes en el cuarto de baño, sentí que una mano firme y recia se me apoyaba en el hombro desde atrás; el apretón de un amigo. Creyendo que sería Rachel, me di la vuelta. Y no vi a nadie.

Ha perdido su forma animal, comprendí. Nunca fue un gato. Los seres sobrenaturales se enmascaran de criaturas comunes, para pasar entre nosotros, para orientarnos y guiarnos.

Esa noche soñé que una orquesta sinfónica interpretaba una sinfonía de Brahms, y que yo leía los comentarios del álbum. Las palabras se terminaron y apareció el nombre de:

HERBERT

Mi antiguo jefe, pensé. Que había fallecido hacía años de una afección cardíaca. Que me enseñó el significado de la dedicación al deber. Un mensaje suyo para mí.

Después del nombre apareció un pentagrama tendido con cuerda de tripa, endentado en el fino papel como por cinco uñas. La firma de Pinky; después de todo, Pinky no podía escribir. Pensé: ¿Mi jefe fallecido, quien tanto me enseñó, ha renacido como Pinky? ¿Para guiarme una vez más y luego partir como antes? Una última nota de él, o de ellos, quienesquiera que fuesen, cuando ya no pudo seguir en este mundo. Una nota de mi amigo. En todo caso, él me guió a lo largo de muchos años; contribuyó a mi formación y luego murió. Que Dios le acompañe, pensé en sueños, y escuché la sinfonía de Brahms, que venía de una cabina de audición de University Music: la cabina número tres, detrás de la cual yo había cambiado tantas veces los rollos de papel higiénico del lavabo, como parte de mi trabajo, hace muchos años. Y, sin embargo, acababa de estar aquí, apretando afectuosamente mi hombro con su firme mano. Como despedida.

En Discos Progresistas habíamos iniciado las sesiones de grabación del nuevo LP, el que estaba en nuestro catálogo y en el que se introduciría, pista tras pista, la información subliminal de Aramcheck. Los jefazos de la compañía me habían autorizado para entregar mi material a los Playthings, quienes se encargarían de grabarlo; los Playthings eran nuestro grupo nuevo de más impacto. Lo único que me preocupaba era la posibilidad de que se tomaran represalias contra ellos, en cuanto las autoridades se percatasen de la información subliminal. Sería preciso disponer de antemano de mecanismos para exculparles. A ellos y a todo el personal de Discos Progresistas.

Por esta razón redacté extensos memorandos en los que me declaraba único responsable de las decisiones referentes a su material, que yo había obtenido y preparado las letras, y que el grupo musical no tenía autoridad alguna para suprimir o modificar dichas letras. Me llevó casi dos semanas de precioso tiempo el asegurar su protección, pero era imprescindible hacerlo; tanto Sadassa como yo estuvimos de acuerdo. Las represalias, cuando empezaran, serían muy fuertes. Me repugnaba implicar siquiera a los Playthings; era un grupo simpático, sin malevolencia para nadie; pero alguien tenía que grabar las pistas del LP, alguien que tuviera gancho comercial. Cuando hube terminado la documentación, que incluía cartas firmadas de los Playthings protestando enérgicamente contra las letras por considerarlas incompatibles con su estilo, estaba bastante convencido de su supervivencia definitiva.

Un día que estaba sentado en mi despacho escuchando unas pruebas preliminares para el álbum —que se titularía Let’s Play!—, mi interfono se conectó.

—Una señorita desea verle, señor Brady.

Suponiendo que era una cantante que solicitaba una audición, dije a la secretaria del primer despacho que la hiciera pasar. Entró una muchacha de cabello corto y verdes ojos, sonriéndome.

—Hola —dijo.

—Hola —contesté, parando las pruebas de Let’s Play!—. ¿En qué puedo servirla?

—Soy Vivian Kaplan —dijo la muchacha, sentándose. Ahora reparé en el brazal de APA y la reconocí: era la APA de la que mi amigo Phil me hablara, la que le había exigido que redactase un informe de lealtad política sobre mí. ¿Qué pintaba aquí? En mi mesa de trabajo, en el magnetófono portátil Ampex, estaba la bobina de pruebas de Let’s Play! ante las mismas narices de la muchacha. Pero, afortunadamente, desconectada.

Vivian Kaplan se arregló la falda y luego sacó un bloc y un bolígrafo.

—Usted tiene una amiga llamada Sadassa Aramcheck —dijo—. Igualmente existe la organización subversiva que se autodenomina Aramcheck. Y al satélite esclavo extraterrestre que los rusos acaban de volar se lo ha denominado algunas veces el «satélite Aramcheck». —Me lanzó una mirada, apuntando unas palabras con el bolígrafo—. ¿No le parece una asombrosa coincidencia, señor Brady?

No repliqué.

—¿Quiere hacer una declaración voluntaria? —dijo Vivian Kaplan.

—¿Estoy detenido? —pregunté.

—No, de ninguna manera. He intentado sin éxito que sus amigos declarasen acerca de su lealtad política, pero ninguno se preocupó por usted lo bastante como para acceder a ello. Al investigarle nos topamos con esta anomalía: que la palabra «Aramcheck» aparecía repetidas veces con relación a su…

—Lo único que tiene que ver conmigo —interrumpí—, es que es el nombre de soltera de Sadassa.

—¿No tiene conexión alguna con la organización Aramcheck o el satélite?

—No —repuse.

—¿Cómo es posible que conociera a la señora Aramcheck?

Dije:

—No debo contestar a estas preguntas.

—Oh, sí que debe. —Vivian Kaplan sacó del bolso una negra cartera de identificación; miré la insignia y comprobé que era una auténtica agente de policía—. Puede hablar conmigo aquí en su despacho, o bien puede acompañarme al Centro. ¿Qué prefiere?

—¿Puedo llamar a mi abogado?

—No. —Vivian Kaplan meneó la cabeza—. Esto no es esa clase de investigación…, todavía. No se le ha acusado de ningún crimen. Le ruego me ponga al corriente de cómo conoció a Sadassa Aramcheck.

—Ella acudió aquí para solicitar un empleo.

—¿Por qué la contrató?

—Me dio lástima, pues poco tiempo antes había padecido cáncer.

Vivian Kaplan lo anotó.

—¿Sabía que su apellido verdadero fuese Aramcheck? Ella atiende por el de Silvia.

—El nombre que me dio fue el de señora Silvia. —Eso desde luego era cierto.

—¿La habría contratado de haber sabido su nombre verdadero?

—No —dije—. No lo creo; no estoy seguro.

—¿Tiene relaciones personales con ella además de las profesionales?

—No —repuse—. Estoy casado y tengo un hijo.

—Se les vio juntos en el Del Rey’s Restaurant y en el bar La Paz, ambos de Fullerton; una vez en Del Rey’s y seis veces en el La Paz, todas recientemente.

—Sirven las mejores margaritas de Orange County —dije.

—¿De qué hablan cuando van a La Paz? —preguntó Vivian Kaplan.

—De varias cosas. Sadassa Silvia…

—Aramcheck.

—Sadassa es una devota episcopalista. Ha estado tratando de convertirme a su doctrina. Sin embargo, me cuenta todos los chismes de la iglesia y eso me quita las ganas. —Lo cual también era cierto.

—Grabamos su última conversación en el bar La Paz —dijo Vivian Kaplan.

—¿Ah, sí? —comenté temeroso, intentando recordar de qué habíamos hablado.

—¿Qué es ese disco que tienen intención de sacar? Le daban muchísima importancia. Un nuevo LP de los Playthings.

—Será nuestro nuevo disco de impacto —dije; sentía brotar el sudor en mi frente y el pulso me latía a ritmo acelerado—. En Discos Progresistas todo el mundo habla de él.

—¿Proporcionó usted las letras para el disco?

—No —repuse—. Solamente el material suplementario; la letra básica, no.

Vivian Kaplan lo anotó todo.

—Será un disco formidable —dije.

—Sí, eso parece. ¿Cuántas copias piensan imprimir?

—Esperamos vender dos millones —dije—. No obstante, el lanzamiento inicial sólo comprenderá cincuenta mil. Para ver qué tal lo recibe el público. —En realidad, me proponía hacerles triplicar esa cantidad.

—¿Cuándo puede poner una copia a nuestra disposición?

—Si ni siquiera hemos ultimado la matriz todavía —dije.

—Una cinta, pues.

—Sí, una cinta se la podría tener antes. —Se me ocurrió que podría entregarle una cinta en la que faltara el material subliminal; sencillamente no añadiríamos la capa de sonidos superpuestos.

—Somos del parecer —dijo Vivian Kaplan—, tras examinar los indicios, de que tiene una aventura sexual con la señora Aramcheck.

—Bueno —dije—, se los puede meter por el culo.

Vivian Kaplan me miró con fijeza durante un rato, luego anotó unas palabras.

—Eso me incumbe totalmente a mí —dije.

—¿Qué dice su esposa?

—Dice que perfecto.

—Entonces, ¿lo sabe?

No supe cómo responder a esto. Había caído en una trampa verbal, pero una trampa que nada significaba; estaban completamente equivocados. Pensé: tienen la pelota incorrecta; pues que la metan en su propia portería. Estupendo.

—Que nosotros sepamos —dijo Vivian Kaplan—, se ha desligado por completo de su pasado izquierdista de Berkeley. ¿Es así, señor Brady?

—Así es —repuse.

—Puesto que la conoce y puede hablar de ella de manera fidedigna, ¿quisiera redactar una declaración de lealtad política sobre la señora Aramcheck para nuestros archivos?

—No —dije.

—Tenemos una gran confianza en usted, señor Brady, por lo que se refiere a su patriotismo.

—Es natural —dije.

—¿Por qué iba a desdeñar esta oportunidad de reafirmar su reputación? Su expediente quedaría prácticamente cerrado.

—Ningún expediente se llega a cerrar nunca —dije.

—Inactivo, pues.

—Lo siento —dije. Desde que mi voluntad se viera desplazada por el asistente del satélite AI, me costaba trabajo mentir—. No puedo complacerla. Lo que me exige es pernicioso e inmoral; es lo que está destruyendo la estructura de nuestra sociedad. El espionaje mutuo entre los amigos es la más insidiosa crueldad que Ferris Fremont ha infligido a un pueblo que antes era libre. Puede apuntarlo, señorita Kaplan, e incluirlo en mi expediente; mejor aún, puede pegarlo delante de mi expediente como mi declaración oficial para todos ustedes.

Vivian Kaplan se echó a reír.

—Debe estar convencido de que tiene un abogado muy bueno.

—Estoy convencido de que conozco a fondo la situación —dije—. Ahora, si ha terminado, salga de mi despacho. Tengo cintas que escuchar.

Poniéndose en pie, Vivian Kaplan dijo:

—¿Cuándo dispondrá de la cinta para nosotros?

—Dentro de un mes.

—¿Será la que transferirán a la matriz?

—Más o menos.

—Más o menos no es suficiente, señor Brady. Queremos una grabación exacta de lo que habrá en la matriz.

—Claro —dije—. Lo que sea.

Vacilando en marcharse, Vivian Kaplan dijo:

—Recibimos un soplo por teléfono de uno de sus ingenieros de sonido. Dijo que algunas de las pistas adicionales contienen un material muy raro.

—Hummm —dije.

—Eso le hizo sospechar.

—¿De qué ingeniero de sonido se trata?

—Conservamos el anonimato de nuestros informantes.

—Es de lo más comprensible —dije.

—Señor Brady —dijo Vivian Kaplan rápidamente—, quiero comunicarle que en esta ocasión se halla a un pelo escaso de ser detenido, al igual que la señora Aramcheck, en realidad que toda su firma discográfica y cualesquiera que estén íntimamente relacionados con usted, su familia y amigos.

—¿Por qué?

—Tenemos motivos para creer que el álbum Let’s Play! contendrá opiniones subversivas que, probablemente, han sido introducidas en él por usted, la señora Aramcheck y tal vez otras personas. No obstante, le damos el beneficio de la duda: examinaremos el disco antes de su puesta a la venta, y si no encontramos nada en él, podrá distribuirlo de acuerdo con lo previsto. Pero si después de analizarlo encontramos algo…

—Cae el telón —dije.

—¿Cómo?

—El telón de acero.

—¿Y eso qué significa, señor Brady?

—Nada —repuse—. Estoy harto de tantos recelos, de tanto espionaje y tantas acusaciones, nada más. De tantas detenciones y asesinatos.

—¿Qué asesinatos, señor Brady?

—El mío —dije—. Pienso específicamente en eso.

Ella se echó a reír.

—Es usted sumamente neurótico, como indica su perfil. Se preocupa demasiado. Si algo le mata, señor Brady, ¿sabe lo que será? Andar ligando con esa Aramcheck a su edad. La última vez que le hicieron un reconocimiento físico, demostró tener una elevada tensión arterial; eso fue cuando le ingresaron en el hospital de Downey después de…

—La elevada tensión arterial —dije—, era debida a… —Me interrumpí.

—¿Sí?

—Nada.

Vivian Kaplan aguardó unos momentos y luego dijo, en voz queda y tranquila:

—Ya no tiene el satélite para ayudarle, señor Brady. Ellos se lo cargaron.

—Ya lo sé —dije—. ¿Se refiere al satélite de IE? Sí, los rusos lo volaron; lo vi por televisión.

—Ahora está solo.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Usted ya me entiende.

—Pues no —logré articular; mentir me suponía un esfuerzo, un terrible esfuerzo, una ofensa contra mí mismo. Apenas si podía hacerlo—. Me figuraba que la actitud oficial de los Estados Unidos respecto de ese satélite era que…, ¿qué chorrada dijeron? «Un satélite de los nuestros desechado», o algo por el estilo. Que no procedía del espacio exterior; que no valía para nada. Nuestras señales obsoletas que nos llegaban de rebote.

—Eso fue antes de que la Unión Soviética lo fotografiara.

—Ah —dije, asintiendo con la cabeza—. Así que ahora la versión ha cambiado.

—Sabemos lo que era ese satélite —dijo Vivian Kaplan.

—Entonces, ¿cómo pudieron destruirlo? ¿Qué clase de mente perturbada fue capaz de dar la señal para destruirlo? Yo a usted no la entiendo y usted no me entiende a mí. Para mí que está loca. —Guardé silencio; ya había dicho demasiado.

—¿Quiere que una entidad extraterrestre domine su mente? ¿Qué le ordene lo que tiene que hacer? ¿Quiere ser un esclavo?

—¿Qué coño se creen ustedes que son, señorita Kaplan? —exclamé—. Eso es exactamente lo que son ustedes los APA, un grupo de robots que reciben órdenes ciegamente y se dirigen ciegamente a coaccionar a todos aquellos que aún no están en la red para convertirlos en robots como ustedes, siguiendo todos la voluntad del líder. ¡Y vaya líder!

—Adiós, señor Brady —dijo Vivian Kaplan, y la puerta de mi despacho se cerró tras ella; se había ido.

Acabo de poner la cabeza en el lazo, me dije. Tal como le ocurrió a Phil con ella; parece tener la habilidad de conseguir que uno lo haga de una u otra forma. Phil lo hizo de una forma, yo lo he hecho de otra. Espero que le paguen un buen sueldo, me dije. Se lo merece. Sería capaz de entrampar al más pintado.

Ya tienen suficientes pruebas en contra mía, comprendí, para ordenar mi detención cuando les dé la gana. Pero siempre las han tenido. Qué más da. Grabaron nuestra conversación en La Paz; disponen de cuanto les hace falta. Y, de todas formas, los trámites correspondientes y las garantías constitucionales ya no se observan siquiera; y en asuntos como éste se recurre siempre a la cuestión de la seguridad nacional. Conque al diablo con todo. Me alegro de haberlo dicho. No he perdido nada que no hubiera perdido ya.

No queda mucho que no se haya perdido, me dije. Ahora que el satélite se ha marchado.

Dentro de mí se agitó el radiante fuego; sentí su presencia. Seguía con vida, seguía acompañándome. Alejado de todo mal: sin peligro.

No estaba completamente solo. Vivian se había equivocado.