Aún no había hablado con Sadassa Silvia acerca de su madre. Que ella supiera, yo no tenía información alguna de su pasado. Ésta era la primera gestión que hacer, departir sobre la señora Aramcheck. Lograr que ella me dijera abiertamente lo que Sivainvi y la red de intercomunicaciones ya habían transferido de sus bancos de información a mi mente. De lo contrario, no podríamos trabajar juntos.
Resolví que el mejor sitio para hablar con ella sería un buen y tranquilo restaurante; así podríamos eludir el que un micrófono oculto del gobierno captara nuestra conversación. Así pues, la llamé desde el trabajo y la invité.
—Nunca he estado en el Del Rey —dijo—. Pero lo conozco de oídas. Tienen una cocina como la de los restaurantes de San Francisco. Estoy libre el jueves por la noche.
El jueves por la noche pasé por su piso, la recogí y un rato después estábamos sentados en un compartimiento reservado del comedor principal de Del Rey.
—¿Qué es lo que quiere decirme? —preguntó, mientras comíamos ensaladas.
—Estoy enterado de lo de su madre —dije—. Y de lo de Fremont.
—¿A qué se refiere?
A media voz, para mayor seguridad, dije:
—Sé que su madre estaba en la organización Comunista.
Los ojos de Sadassa se abrieron desmesuradamente detrás de sus gruesas gafas. Me miró de hito en hito; había dejado de comer.
—Y sé, además —dije quedamente—, que contrató a Ferris Fremont cuando aún no había cumplido los veinte años. Sé que le adiestró como durmiente, para que entrara en la política sin revelar su verdadera ideología ni sus auténticas afiliaciones.
Contemplándome todavía, Sadassa dijo:
—Está loco de veras.
—Su madre está muerta —continué—, y por ello el Partido-Ferris Fremont, cree que el secreto está a buen recaudo. Pero cuando era pequeña usted vio a Ferris Fremont con su madre y acertó a oír más de la cuenta. Usted es la única persona que lo sabe y no forma parte de las filas superiores del Partido. Por eso el gobierno trató de asesinarla con el cáncer. Descubrieron que está viva a pesar de su cambio de nombre, y también que lo sabe. O sospechan que lo sabe. Así que debe morir.
Sadassa, paralizada en su sitio, con el tenedor a medio alzar, siguió contemplándome en afligido silencio.
—Nuestro cometido es trabajar juntos —dije—. Esta información irá en un disco, un LP de música popular, en la forma de fragmentos de datos subliminales distribuidos de tal modo que, al escucharlos repetidas veces, una persona asimilará inconscientemente el mensaje. La industria discográfica dispone de técnicas para llevarlo a cabo; se hace constantemente, aunque el mensaje tiene que ser simple. «Ferris Fremont es rojo». Nada complicado. Una palabra en una pista de registro, otra en la siguiente; puede que ocho palabras como máximo. Yuxtapuestas en el previo. Como una clave. Yo procuraré que el disco sature este país; inundaremos el mercado con él…, haremos una enorme tirada inicial. Habrá sólo una tirada y una distribución, porque en cuanto la gente empiece a transliminar el mensaje, las autoridades intervendrán y destruirán todas…
Sadassa recobró el habla.
—Lo que dice es completamente falso. Mi madre está viva. Se dedica activamente a tareas eclesiásticas; reside en Santa Ana. Nunca había oído semejantes inmundicias. —Poniéndose en pie, dejó el tenedor en la mesa y se llevó la mano a la boca; parecía estar a punto de deshacerse en lágrimas—. Me voy a casa. Está usted del todo pirado. Ya me enteré de su accidente en la autopista; lo leí en el Register. Debió de perder la chaveta; está loco. Buenas noches. —Se alejó rápidamente del reservado, sin mirar hacia atrás.
Me quedé sentado a solas, en silencio.
De repente volvió y se puso a mi lado, agachándose y hablándome al oído en voz queda y severa.
—Mi madre es una republicana realista de toda la vida. Nunca ha tenido nada que ver con la política de izquierdas, y mucho menos con el Partido Comunista. No llegó a conocer a Ferris Fremont, aunque asistió a un mitin en el Anaheim Stadium, en donde él pronunció un discurso; eso es lo más cerca que estuvo nunca de él. No es más que una persona normal, que tiene que cargar con el nombre de «Aramchek», el cual nada significa. La policía la ha investigado repetidas veces a causa de él. ¿Quiere conocerla? —Sadassa había levantado la voz con crispación—. Ya se la presentaré; puede preguntárselo. Es por decir disparates como éstos que la gente se mete en…, oh, qué más da. —Volvió a alejarse a grandes zancadas, esta vez no regresó.
No me lo explico, me dije. ¿Está mintiendo?
Desconcertado, logré terminar de comer, esperando que reapareciera, volviera a sentarse, y se retractara de lo que había dicho. No fue así. Pagué la cuenta, subí al Maverick, y me dirigí poco a poco hacia casa.
Cuando abrí la puerta del piso, Rachel me recibió con una frase lapidaria:
—Ha llamado tu novia.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—Está en el bar La Paz, de Fullerton. Me dijo que fue allí a pie desde el Del Rey, que no tiene dinero pagar un taxi, así que quiere que vayas a Fullerton, la recoja y la lleves a casa.
—Está bien —dije.
—¿De veras crees que tú y ella podéis derribar a Fremont del poder? —dijo Rachel a mis espaldas, con sarcasmo— ¿tú ella y Sivainvi? ¿Ese satélite?
Parándome a la puerta, contesté:
—No, no lo creo. Tal vez alguna tiranía menor de otro universo. Algún déspota de América en un mundo alternativo que no está tan podrido como éste…, pero no este mundo ni este tirano.
—Envidio a la gente de ese universo.
—Yo también.
—Salí del piso y fui de Placentia al La Paz Bar de Harbor Boulevard, en Fullerton.
El La Paz Bar es sumamente oscuro, y cuando entré no la vi en parte alguna. Por fin distinguí su pequeña silueta; estaba sentada a solas en una mesita del fondo, con el bolso delante de ella, junto a un vaso vacío y un plato de cortezas de maíz.
Sentándome a mi vez, dije:
—Siento haber dicho esas cosas.
—No pasa nada, Nick —dijo Sadassa—. Tenías que decirlas. Yo no he sabido cómo reaccionar, eso es todo…, he tenido que salir de aquel restaurante. Había demasiada gente, estaba abarrotado. No me habían dado instrucciones sobre lo que decir en aquel momento; me has cogido desprevenida.
—¿Entonces es verdad? ¿Lo que he dicho? ¿De tu madre?
—Esencialmente, lo es. He recibido instrucciones después de irme; ya sé lo que tengo que decir. Debes permanecer aquí sentado hasta que haya terminado de hablar.
—Está bien —accedí.
Sadassa dijo:
—Lo que me has contado procedió del satélite. No hay otra manera por la que pudieras haberte enterado.
—Es cierto —dije.
—La información que me has comunicado te ha dado a conocer como un miembro de nuestra organización, un miembro nuevo; tal información es un primer paso para entender la situación, pero no es la historia completa. Debo hacerte profundizar en la organización por medio de…
—¿Qué organización? —pregunté.
—Aramcheck —contestó Sadassa.
—Entonces Aramcheck existe.
—Naturalmente que existe. ¿Por qué iba Ferris Fremont a pasarse media vida tratando de acabar con un grupo imaginario? Aramcheck comprende a cientos, acaso miles de personas, aquí y en la Unión Soviética. No sé con exactitud a cuántas. El satélite se comunica con cada uno de nosotros directamente y sobre una base individual, conque sólo él sabe quiénes y cuántos somos, dónde nos encontramos y lo que debemos hacer.
—¿Qué es Aramcheck? —pregunté.
—Te lo acabo de decir. Personas de aquí y allá con las que el satélite se pone en contacto y a las que suministra información. El propio satélite se denomina Aramcheck; de él sacamos nuestro nombre. Tú eres un miembro de Aramcheck, y se te introdujo por iniciativa del satélite. Siempre que a alguien se le introduce en la organización es por voluntad del satélite; ése fue tu caso: fuiste elegido, seleccionado. Nosotros, tú, yo y los demás, somos el pueblo de Aramcheck, los exponentes de una inteligencia compuesta que emana del satélite, el cual a su vez recibe sus instrucciones por red desde los planetas del sistema Albemut.
»Albemut es el nombre correcto de la estrella que nosotros llamamos Fomalhaut. Allí tuvimos nuestros orígenes, pero la mente que controla el satélite no es como la nuestra; más bien es… —se interrumpió— muy superior. La forma de vida dominante en los planetas de Albemut…, mientras que nosotros éramos una forma de vida menos evolucionada. Se nos concedió la libertad hace decenas de miles de años, y emigramos hacia aquí para crear nuestra colonia. Cuando nos vimos en gravísimos apuros, enviaron al satélite para que nos socorriera, para que sirviese de enlace con el sistema Albemut.
—Ya lo sabía casi todo —dije.
Sadassa continuó:
—Hay una cosa que no sabes; mejor dicho, de la que no te das cuenta. Lo que ha ido ocurriendo es una transferencia de formas de vida plasmáticas, sumamente evolucionadas, procedentes de los planetas de Albemut por vía de la red de comunicaciones con el satélite, y desde allí hasta la superficie de este planeta. Técnicamente hablando, la Tierra está siendo invadida. Eso es lo que ocurre en realidad.
»El satélite ya lo ha hecho anteriormente; hace dos mil años, para ser exactos. En aquel entonces no salió bien. Los receptores fueron finalmente aniquilados y las formas de vida plasmáticas escaparon hacia la atmósfera, llevándose consigo la energía de los receptores.
»Tú mismo te viste invadido por una forma de vida plasmática enviada en forma de energía con el objeto de ejercer control sobre ti y dirigir tus actos. Nosotros, los miembros de la organización, somos puntos de recepción para estas formas de vida plasmática procedentes de los planetas natales, una suerte de cerebro colectivo; en eso nos componemos ahora, y ello nos es ventajoso. Sin embargo, van llegando en número muy escaso, con el propósito de ayudarnos; no se trata de una invasión en masa, sino de una harto reducida y sumamente selectiva. Te eligieron como punto de recepción después de meditarlo, al igual que a mí. Sin esta posesión no tendríamos éxito. No habría manera de tener éxito.
—¿Tener éxito en qué?
—En desalojar a Ferris Fremont.
—Entonces es una meta de máxima importancia.
—Sí. —Asintió con la cabeza—. Una meta de máxima importancia aquí, en los restringidos límites de este planeta. Te has convertido en un ser compuesto, en parte humano y en parte… bueno, carecen de nombre. Al consistir en energía, se entremezclan, se separan y se reorganizan en su forma compuesta, como una franja en la atmósfera de sus planetas natales. Son espíritus atmosféricos en extremo evolucionados que en otro tiempo poseyeron cuerpos materiales. Son muy antiguos; por ese motivo, cuando se inició tu experiencia que se diría teoléptica, tuviste la impresión de que una persona de la antigüedad se posesionaba de ti y te confería recuerdos antiquísimos.
—Sí —admití.
—Te figuraste que se trataba de un ser humano que había muerto —dijo Sadassa—. ¿No es así? Cuando me ocurrió a mí también me lo figuré. Me imaginé toda clase de cosas…, eché mano de todas las teorías habidas y por haber. Sivainvi nos deja…
—Yo inventé esa palabra —interrumpí.
—Esa palabra te fue entregada; te fue colocada en la mente. Es así como todos nos referimos a él. Naturalmente, no es su nombre; no es más que una etiqueta, un análisis de sus propiedades. Sivainvi nos concede un plazo en el que formulamos teorías que se adecuen a nuestra mentalidad, a fin de minimizar el sobresalto. Por fin, cuando estamos preparados, se nos confía la verdad. Es un duro golpe que encajar, Nick, el descubrir que la Tierra está en vías de ser invadida selectivamente; evoca espantosas escenas de insectos marcianos, altos como edificios, que se posan en el puente de Golden Gate y lo derriban a patadas. Pero esto es otra cosa; esto es a beneficio nuestro. Es selectivo, prudente, y considerado, y su antagonista es también nuestro antagonista.
—Estas formas de vida plasmáticas, ¿se irán después de que Fremont sea suprimido? —pregunté.
—Sí. Han venido varias veces en el pasado, aportando ayuda y conocimientos —conocimientos médicos en particular—, y se han marchado. Son nuestros protectores, Nick; vienen cuando les necesitamos y luego se van.
—Se corresponde con lo que ya sé —dije. Noté que me temblaba el cuerpo, como si tuviera frío—. ¿Puedo pedir a la camarera que me traiga una bebida? —pregunté a Sadassa.
—Claro. Si tienes suficiente dinero, yo tomaría otra. Una margarita.
Pedí dos margaritas.
—Bueno —dije, mientras saboreábamos despacio las bebidas—, ahora ya me es mucho más fácil. No tengo que convencerte.
—Ya he terminado de escribir el material —dijo Sadassa.
—¿Qué material? —pregunté, y entonces lo comprendí. El que iría intercalado como información subliminal en el álbum discográfico—. ¿Ah sí? —dije sorprendido—. ¿Me lo dejas ver?
—No lo llevo encima. Te lo daré un día de esta semana o de la que viene. Es para ponerlo en un álbum que esperes vender bien; puedes hacer que lo grabe cualquiera, preferentemente uno de tus cantantes más populares. Tendría que ser, si cabe, un exitazo. Este proyecto ha tardado años en desarrollarse, Nick. Diez o doce años. No debe fallar.
—¿Cómo es el mensaje? —pregunté.
—Ya lo verás. En su momento. —Sonrió—. No parece nada del otro mundo.
—¿Pero tú sabes lo que contiene en realidad?
—No —contestó Sadassa—. No del todo. Es una canción sobre la «hora del partido». Dice algo así como: «Ven al partido». Suena, es claro, como un partido de béisbol; ya sabes. Después, más adelante, hay un verso que dice: «¿Te apuntas al partido?», y el cantante entona, «Apuntaos todos al partido». Y un coro dice: «¿Estáis todos en el partido? ¿Estáis presentes en el partido?». Sólo que si se escucha con atención, dicen: «¿Está el presidente en el partido?». Y mientras, el cantante canta algo acerca de «apuntarse al partido» al mismo tiempo que se dice la palabra «presidente», que se repite, de hecho, en una respuesta conjunta: «El presidente, presidente, presidente, se apunta —se apuntó— al partido», y así sucesivamente. Logré entender esta parte. Pero con el resto no hubo manera.
—Caray —exclamé. Estaba aterrado; veía cómo los sonidos superpuestos se transformarían en una voz que se interferiría.
—Pero este disco que tú producirás y pondrás a la venta en Discos Progresistas —continuó Sadassa—, contiene solamente la mitad de la información. Están produciendo otro, no sé quiénes ni dónde, pero Sivainvi sincronizará su salida al mercado con la del tuyo, y los fragmentos de información que ambos discos contienen equivaldrá al mensaje completo. Por ejemplo una canción del otro disco podría empezar así: «En mil novecientos cuarenta y uno», que fue el año en que Fremont se asoció al Partido Comunista. Por si sola, esta cifra nada significa; pero los pinchadiscos pondrán un tema de tu disco y a continuación un tema del otro; con el tiempo la gente oirá toda la información desarrollarse junta, como un único mensaje completo. El azar unirá las dos mitades, emisora tras emisora.
—¿Al final la gente caminará canturreando, «El presidente se apuntó al Partido en 1941»? —dije.
—Sí, más o menos.
—¿Algo más?
—«Amaré a Michel»
—¿Cómo? —dijo Sadassa.
—«Amaré a Michel». En la canción se reducirá a «Amaré Michel». Salvo que los vocalistas de apoyo lo transformarán cada cuando de «Amaré Michel» a «Aramcheck». Conscientemente, la gente que lo escuche seguirá interpretando las palabras como «Amaré Michel», pero en un nivel inconsciente asimilarán la información alterada. Esto se remonta al famoso…
—Ya sé a qué se remonta —dije—. A la famosa canción que sigue vendiéndose a millones con el coro que dice: «Fumad droga, fumad droga, todos fumad droga».
Ella se echó a reír con su risa gutural.
—Exacto.
—Ferris Fremont sabe del satélite, ¿verdad? —pregunté.
—Se lo han imaginado. Y han acertado. Lo han estado buscando, y ahora Giorgi Moyashka lo ha localizado, en colaboración con nuestras estaciones. Entre los Estados Unidos y la URSS han detectado a Aramcheck —al satélite— con toda precisión. El satélite que Moyashka lanzará al espacio va armado, por supuesto. Hará explosión «accidentalmente», destruyendo de paso al satélite Aramcheck.
—¿No se puede enviar otro satélite? —pregunté—. ¿Desde Albemut?
Sadassa dijo:
—Tarda miles de años en llegar.
Aturdido, me la quedé mirando fijamente, sin más.
—¿Y no han lanzado alguno…?
—Hay uno que viene hacia aquí. Llegará mucho después de que todos los humanos que habitan actualmente este planeta hayan muerto. El satélite Aramcheck que está ahora en nuestro cielo llegó aquí para la época del gran imperio egipcio, desde los tiempos de Moisés. ¿Te acuerdas de la zarza ardiente?
Asentí con la cabeza. Conocía la sensación de actividades de fosfenos que me quitaba la vista: la manifestación de un fuego interminable. Habíamos recibido ayuda en nuestra lucha contra la esclavitud durante mucho tiempo. Pero el satélite tenía ya los días contados. Los rusos conseguirían poner en órbita su satélite en cosa de…, de pronto me di cuenta: probablemente ya tienen uno esperando en la plataforma de lanzamiento. Como último piso de un cohete, con todo a punto. Lo único que deben hacer es programar su rumbo.
—El despegue —dijo Sadassa, como si me adivinara el pensamiento—, tendrá lugar a fines de esta semana. Y luego el satélite se desvanece. La ayuda y la información terminan.
—¿Cómo puedes tomarlo con tanta tranquilidad? —le pregunté.
—Siempre estoy tranquila —repuso Sadassa—. Me enseñé a mí misma a conservar la calma. Llevamos meses sabiendo que esto se avecinaba. Tenemos la información que nos hace falta, tenemos todo lo que íbamos a recibir. Eso debiera bastarnos, el satélite Aramcheck ha durado hasta concluir con su labor. Hay aquí en la Tierra las suficientes formas de vida plasmáticas para…
—No creo que lo logremos —dije.
—Pero grabaremos el disco.
—Sí, eso sí —dije—. Podemos empezar mañana. Esta noche, si quieres. Se me han ocurrido un par de nombres de cantantes a quienes podríamos encargar la grabación. Ya proyectábamos sacar unos discos suyos, de todas formas. Son buenos y teníamos la intención de promocionarlos.
—Estupendo —aprobó Sadassa.
—¿Por qué el satélite eligió a los judíos en la antigüedad —pregunté— para comunicarse con ellos?
—Eran pastores, vivían bajo las estrellas; no eran hombres de ciudad, aislados del cielo. Había dos pueblos: Israel y Judá. Sivainvi se comunicó con Judá, con los agricultores y pastores. ¿No has observado que se oye mejor al operador de AI cuando el viento sopla desde el desierto?
—Me preguntaba a qué se debería —dije.
—Lo que recibimos —explicó Sadassa—, son señales de para-radio, un subcampo del haz de ondas radioeléctricas, a fin de que si se descifra el mensaje de radio no signifique nada. Por eso el doctor Moyashka no ha conseguido descifrar las instrucciones que pasaban del satélite a la Tierra; la señal de radio únicamente constituye la mitad de la información total. La intensa actividad de fosfenos que experimentas de tanto en tanto, sobre todo cuando la personalidad plasmática está emitiendo, es un estímulo provocado por la radiación, no por la señal de radio. Ese tipo de radiación nos es desconocido. Salvo por la reacción de fosfenos, pasa inadvertido, y tan sólo la persona que la recibe sufre dicha reacción. Otros organismos pueden sufrir cambios en el volumen sanguíneo y la tensión, pero eso es todo.
Dije:
—Éste no puede ser el único motivo por el que se eligió a los antiguos judíos, por el hecho de que vivieran al aire libre.
—No, no es el único motivo. Fue porque se prestaban a ser abordados y a la comunicación. La actitud de la antigua Judá para con los imperios tiránicos era idéntica a la nuestra respecto de Ferris Fremont; eran una refractaria porción del género humano, no corrompida por el poder y la majestad.
»Siempre lucharon contra los imperios, cualesquiera que fuesen; siempre se esforzaron por conseguir la independencia, la libertad y la individualidad. Fueron la punta de lanza del hombre moderno, se opusieron a la aplastante uniformidad de Babilonia, Asiria y, sobre todo, Roma. Lo que ellos fueron para Roma en aquellos tiempos, lo somos nosotros para Roma actualmente.
—Pero recuerda lo que ocurrió en el año 70 después de Jesucristo —dije—, cuando se sublevaron contra Roma. Su pueblo fue aniquilado por completo, el templo destruido, y se vieron dispersados para siempre.
Sadassa dijo:
—Y tú temes que esto ocurra hoy en día.
—Sí —admití—. Ferris Fremont nos aniquilará, le ataquemos o no. A finales de esta semana derribará el satélite Aramcheck, sirviéndose de la tecnología soviética. Entretanto, los APA tratan de localizar a todas las personalidades mixtas creadas por el satélite; personas como tú y como yo. De ahí los equipos de confesión, de ahí la creciente supervisión policial. Tú ignorabas lo que andaban buscando cuando vinieron a verte, pero ellos no.
—¿Han capturado a muchos de nosotros?
—No lo sé —contestó Sadassa—, puesto que rara vez nos comunicamos unos con otros como tú y yo acabamos de hacer. Pero me han informado de que la mitad de la organización había sido descubierta —es decir, la mitad de sus miembros, uno a uno— y exterminada. A nosotros nunca nos encarcelan cuando nos descubren: nos dan muerte. Con frecuencia nos matan como quisieron hacerlo conmigo: por medio de toxinas. En sus arsenales, el gobierno posee toxinas muy potentes que utiliza como armas en la guerra intestina. No dejan rastros en el cuerpo; ningún forense puede determinar la causa de la muerte.
—Pero tú sobreviviste —dije.
—No se esperaban el hecho de que Sivainvi me curase —dijo Sadassa—. La metástasis del cáncer ya me había plagado el cuerpo antes de que él interviniera y me curase. Me curé en un día; todas las células cancerosas, aún las que me habían afectado la columna vertebral y el cerebro, desaparecieron. Los médicos no pudieron encontrar rastro alguno.
—¿Qué te sucederá cuando destruyan al satélite?
—No lo sé, Nick —dijo con calma—. Supongo que sucumbiré otra vez. O puede que no; puede que la curación de Sivainvi sea permanente.
Si no lo es, comprendí, recuperaré las lesiones internas que sufrí en el accidente de coche. Pero no dije nada.
—¿Qué es lo que más te asusta de toda esta situación? —preguntó Sadassa—. ¿La invasión? ¿Ha sido lo que…?
—El fin del satélite —repuse.
—Entonces no tienes miedo de lo que te ha ocurrido. De lo que nos ha ocurrido.
—No —admití—. Bueno, tengo miedo en el buen sentido de la palabra, porque fue una sorpresa muy grande. Y no lo entendía. Pero me salvó de la policía.
—Recibiste algo en el correo.
—Sí —dije.
—Pueden detectar la zona general de una transmisión de datos en gran escala. Sabían que el haz de ondas de radio iba dirigido a alguien de tu zona. Es probable que los criptógrafos de la policía enviaran material similar a todos tus vecinos más próximos. ¿Qué hiciste con él?
—Telefoneé a los APA. Pero no fui yo, fue… —Titubeé, sin saber cómo referirme a ello.
—Radiante fuego —dijo Sadassa.
—¿Cómo?
—Así es como me refiero a la entidad plasmática que habita en mí; la llamo «radiante fuego». Es una descripción, no un nombre; se asemeja a un pequeño huevo de fuego pálido y frío. Que arde con vida aquí. —Se tocó la frente—. Es extraño llevarlo en mi interior, vivo e inadvertido. Oculto en mí, como lo está en ti. Los demás no lo ven. Está fuera de peligro. —Añadió—: Relativamente fuera de peligro.
—Si me matan —dije—, ¿morirá él conmigo?
—Él es inmortal. —Me miró con fijeza unos momentos—. Y también lo eres tú ahora. En cuanto el radiante fuego se vinculó a ti, te transformaste en una criatura inmortal. Mientras él siga su camino, tú seguirás el tuyo con él; cuando muera tu cuerpo y él se vaya, te llevará consigo. Ellos no quieren abandonarnos. Puesto que tú y yo les hemos hospedado y protegido, nos llevarán con ellos a la eternidad.
—¿Una recompensa? —pregunté.
—Sí. Por lo que hemos hecho, o intentado hacer. Ellos conceden igual valor al esfuerzo, la tentativa, que al éxito. Juzgan según la fe que se ha puesto en el empeño. Saben que sólo podemos hacer lo que esté en nuestra mano; que si fracasamos, fracasamos. No podemos sino intentarlo.
—Tú también opinas que vamos a fracasar —dije. Sadassa no replicó. Tomó un sorbo de su bebida.