Cuando recobré el conocimiento me vi en la habitación de postoperatorio, con una enfermera que me tomaba el pulso. Me dolía el pecho; me costaba respirar. Una máscara de oxígeno me cubría la nariz. Y tenía muchísima hambre.
—Caramba —dijo la enfermera animadamente—. Menudo porrazo le dimos a nuestro cochecito.
—¿Qué me ha pasado? —logré decir.
—El doctor Wintaub hablará de su operación con usted —dijo la enfermera—. Pero después de que le lleven a su habitación.
—¿Avisaron a…?
—Su esposa ya viene para acá.
—¿Qué ciudad es ésta?
—Downey.
—Estoy muy lejos de casa —dije.
Media hora después de que me llevaran al piso superior y me colocaran en una habitación para dos pacientes, entró el doctor Wintaub para examinarme.
—¿Qué tal se encuentra? —preguntó, tomándome el pulso.
—Tengo un intenso dolor de cabeza —repuse. No recordaba haber tenido un dolor de cabeza semejante; sólo podía equipararse al dolor que había sufrido la noche en que Sivainvi me comunicó el defecto de nacimiento de Johnny. Y, además, la vista parecía habérseme debilitado otra vez.
—Ha pasado un buen trago. —El doctor Wintaub apartó las mantas y me inspeccionó los vendajes—. Una costilla rota le perforó el pulmón —dijo—. Por eso hemos intervenido la cavidad torácica. Me temo que habrá de pasar aquí una temporada. Se golpeó la cabeza en el volante del coche, y eso le produjo varias lesiones… —Su voz se interrumpió bruscamente.
—¿Qué pasa? —dije, temeroso de lo que hubiera descubierto.
—Vuelvo dentro de un minuto, señor Brady. —El doctor Wintaub salió de la habitación; me quedé con el interrogante. Al rato regresó acompañado de dos técnicos.
—Quiero que retiren estos vendajes —dijo Wintaub—. Y las tablillas. Quiero examinar la herida.
Se pusieron a retirar los vendajes, con extrema suavidad. El doctor Wintaub observaba con ojo crítico. Yo no sentía nada: ni malestar, ni dolor. Aún me dolía la cabeza; era como una migraña, que formaba una destellante red de intensa luz rosada en mi ojo derecho, un campo de color borroso que se movía despacio de izquierda a derecha.
—Ya está, doctor. —Los técnicos retrocedieron.
El doctor Wintaub se acercó; sentí como sus hábiles dedos me palpaban el pecho.
—He realizado esta intervención hará dos horas. —Consultó el reloj—. Hace dos horas y diez minutos.
—¿Podría examinarme los ojos? —pregunté—. Siento dolor en ellos.
Impaciente, el doctor Wintaub me enfocó una luz sobre los ojos.
—Siga la luz —murmuró—. Su vista está bien. —Volvió a examinarme el pecho. Dijo a los dos ayudantes—: Llévenle a rayos X y hagan una serie completa de radiografías del tórax.
—¿Es aconsejable que le movamos, doctor? —preguntó uno de los ayudantes.
—Háganlo con muchísimo cuidado —repuso Wintaub.
Me llevaron en camilla hasta Rayos X, me hicieron varias radiografías, y luego volvieron a trasladarme a mi habitación. Mientras esperaba en la sala de rayos logré incorporarme lo suficiente para verme el pecho.
Una firme línea rosada lo atravesaba. La incisión había cicatrizado.
No era de extrañar que el doctor Wintaub quisiera examinarme en seguida con rayos X; debía enterarse de si las lesiones internas habían mejorado igualmente.
Al poco rato entraron dos médicos más y empezaron a reconocerme; les acompañaban varias enfermeras y llevaban instrumentos consigo. Yo estaba tendido en silencio, contemplando el techo. El dolor de cabeza ya estaba cediendo, de lo cual me alegraba, y mi vista comenzaba a aclararse, salvo por un residual fosfeno rosado. A juzgar por el estado de mi tórax y lo que sabía que significaba esa luminosidad rosada, comprendí la situación. Sivainvi se había encargado de mi caso, tal como se encargara del de Johnny, de la manera más económica posible: la cirugía normal y luego, bajo la influencia del satélite y sus emisiones, una reparación anormalmente rápida. A lo mejor ya estaba en condiciones de abandonar el hospital.
El problema, sin embargo, lo constituían los médicos. Nunca se habían encontrado con una cosa así.
—¿Cuándo cree que saldré de aquí? —pregunté al doctor Wintaub cuando se presentó a la hora de sobremesa; yo estaba sentado en la cama, tomando una comida normal. Ya me encontraba bien. El doctor se dio cuenta de ello y no pareció caerle en gracia.
—Éste es un hospital destinado a la enseñanza —dijo.
—Quiere que los médicos en prácticas me vean —repuse.
—Así es.
—La cavidad torácica, ¿se ha rehecho sola?
—Completamente, al menos por lo que hemos podido comprobar. Pero habremos de tenerle en observación; puede que sólo se haya rehecho superficialmente.
—¿Han avisado a mi esposa? —pregunté.
—Sí, ya viene hacia aquí. Le comuniqué que la operación había sido un éxito. Señor Brady, ¿le habían operado antes?
—Sí —dije.
—¿Observaron si sus tejidos se restablecían a un ritmo muy acelerado?
No contesté.
El doctor Wintaub dijo:
—¿Puede usted explicárselo, señor Brady?
—Producción hormonal —dije.
—No es posible.
—Quisiera que me dieran de alta —dije—. Para que esta noche pueda volver a mi casa con mi mujer.
—Esto es imposible, señor Brady. Tras una operación de tal gravedad…
—Firmaré un certificado de desobediencia al dictamen médico. Tráigame los formularios.
—Ni hablar, señor Brady. No quiero colaborar con usted. Vamos a examinarle hasta que sepamos lo que ha ocurrido en su cuerpo después de la intervención. Cuando ingresó aquí, tenía un pulmón casi…
—Traiga mis ropas —exigí.
—No. —El doctor Wintaub abandonó la habitación; la puerta se cerró tras él.
Salí de la cama y registré el armario y los cajones. No di con otra prenda que una bata de hospital. Me la puse. Si era preciso, me iría de esta guisa. Ni el doctor Wintaub ni el hospital podrían retenerme, en vista de mi completa recuperación.
No había dudas de mi recuperación. Lo sentía físicamente, y lo sabía en mis adentros; lo sabía como aquella noche comprendí el defecto de nacimiento de Johnny. Mi único problema era volver a casa. Y era un problema sin importancia.
Salí de la habitación y anduve pasillo abajo, atisbando en los cuartos con la puerta abierta, hasta que vi uno en el que no había nadie. Los pacientes habían salido a estirar las piernas después de comer. Entrando en el cuarto, abrí el armario ropero. Lo único que encontré fueron un par de zapatillas cubiertas de pelusa, un chillón vestido de mujer estampado, muy bajo de espalda, y un turbante hecho de tela pastel. Me percaté de que sería aconsejable parecerme a una mujer; andarían buscando a un hombre. Afortunadamente la propietaria de las prendas tenía un talle grande; logré ponérmelas todas, y tras coger unas gafas de sol de un cajón, salí de nuevo al pasillo.
Nadie me detuvo ni se metió conmigo mientras recorría el pasillo en dirección a una escalera. Unos momentos después había llegado a la planta baja y salido al aparcamiento. Lo único que quedaba por hacer era sentarme en un banco y observar los coches que iban entrando hasta que viera el Maverick de Rachel.
Encontré un banco a cierta distancia del hospital, me senté y aguardé.
Transcurrido un intervalo indeterminado —mi reloj se había perdido; o quedó destrozado o bien se hallaba en la caja de caudales en que guardaban los efectos de los pacientes—, el Maverick verde se detuvo bruscamente en un espacio libre y de él salieron Rachel y Johnny, turbadísimos y despeinados.
Cuando Rachel pasaba a toda prisa por delante de mi banco me puse en pie y dije:
—Larguémonos.
Parándose, me contempló asombrada.
—No te habría reconocido —dijo por fin.
—No querían que me marchara. —Fui hacia el coche, indicándole con la mano que me acompañara.
—¿Puedes irte? Quiero decir, ¿estás lo bastante bien? El médico dijo que te habían hecho una operación mayor en la cavidad…
—Estoy bien —dije—. El satélite me ha curado.
—Entonces tus experiencias se debían al satélite.
—Ajá —repuse, subiendo al coche.
—Físicamente pareces estar bien…, pero desde luego tienes una pinta muy rara con esa ropa.
—Mañana puedes venir a recoger mis efectos personales —dije, cerrando de golpe la portezuela del coche—. Hola, Johnny. ¿Reconoces a papá?
Mi hijo me contempló agria y desconfiadamente.
—El satélite podría haberte proporcionado mejores ropas —comentó Rachel.
—No creo que se encargue de estas cosas —dije—. Uno tiene que valerse solo. Eso es lo que hice.
—Tal vez tendrías que haber esperado hasta que se le ocurriera algo —dijo Rachel. Me lanzó una mirada mientras salía del aparcamiento del hospital—. Me alegro de que estés bien.
En tanto que buscábamos la salida a la autopista, pensé: No cabe duda de que percibí un mensaje mientras estaba anestesiado. ¿Planeó Sivainvi mi accidente para poder hablar conmigo? No, Sivainvi planeó mi recuperación a fin de poder actuar por medio de mí. Se aprovechó de una mala situación y sacó algo de ella: el mejor, y probablemente irrepetible coloquio que hemos entablado. Lo que ahora sé es ilimitado, comprendí. Las piezas principales ya están colocadas. El placer de encontrarnos, Sivainvi y yo. Padre e hijo, juntos otra vez. Después de milenios. Las relaciones se han restablecido.
Pero entendí otra cosa que no era favorable. Realmente no teníamos posibilidad alguna de derrocar a Fremont. En absoluto. Gracias a mi puesto en Discos Progresistas podríamos dar algún paso; podríamos distribuir cuanto sabíamos en forma subliminal en un LP, enterrado en pistas adicionales y vocales de apoyo, cifrado entre los sonidos superpuestos que nuestros mezcladores nos suministraban. Antes de que la policía nos detuviera podríamos comunicar lo que sabíamos, Sadassa y yo, a cientos, miles, o hasta millones de americanos. Pero Ferris Fremont permanecería en el poder. La policía acabaría con nosotros, falsificaría contradocumentación y pruebas; nosotros desapareceríamos y el régimen perduraría.
No obstante, valía la pena hacerlo. De eso no me cabía la menor duda; Sivainvi lo había puesto en marcha, y Sivainvi no podía equivocarse. Si no valiera la pena, no nos habría reunido a Sadassa y a mí, no me habría inundado de ayuda e información. No teníamos que vencer completamente para dignificarlo. No necesitábamos sino una cierta victoria, dentro de lo razonable. Podríamos, tal vez, iniciar un proceso que otros más numerosos y fuertes completarían algún día en el futuro.
A Sivainvi no se le comprendía del todo en la Tierra. Era éste el poderío del adversario, del Príncipe de este mundo. Sivainvi sólo podía actuar en este mundo con un escaso contingente de hombres; aquí era el partido minoritario, que hablaba en una voz humilde todavía a un hombre o a un puñado, desde una zarza, en sueños, durante una operación. A la larga vencería, pero no hoy. Después de todo, aún no nos hallábamos en el final de los tiempos. El final de los tiempos siempre se acercaba pero no terminaba de llegar, siempre estaba próximo e influía en nosotros, pero nunca se realizaba.
Bueno, decidí, lo haríamos lo mejor que pudiéramos. Y sabía de corazón que valía la pena.
Mientras circulábamos por la autopista, dije a Rachel:
—He conocido a una muchacha. Debo trabajar con ella. Puede que no estés de acuerdo, puede que nadie lo esté, pero tiene que hacerse. Esto nos puede aniquilar a todos.
Rachel, que conducía prudentemente, dijo:
—¿Te la mandó Sivainvi?
—Sí —repuse.
—Haz lo que debas —dijo Rachel, en voz baja y tensa.
—Lo haré —dije.