23

Había un terrible estrépito a mi alrededor. Me bajaron en camilla por una rampa, atado con correas; traté de volver la cabeza pero no pude. Voces, movimiento; una cara me miró desde arriba, una cara de mujer, y oí una voz femenina. Me dirigía una luz a los ojos, pidiéndome que hiciera algo. Me era imposible. Lo siento, pensé.

—¿Está abonado a un plan de salud? —preguntó otra voz en tono apremiante—. ¿A la Cruz Azul? ¿Puede firmar esta hoja si se la sostengo? Tome un bolígrafo. Puede firmarla con la mano derecha, si quiere.

Vete a hacer puñetas, pensé. Luego vi a dos policías de tráfico de California que estaban de pie a un lado, con sus uniformes marrones y aspecto de aburridos; uno de ellos tenía en la mano una tablilla sujetapapeles. Sillas de ruedas, camillas. Pequeñas enfermeras jóvenes con faldas cortas, y un crucifijo en la pared.

A mi lado, un policía de tráfico se agachó y dijo:

—No permita que su compañía de seguros le repare el coche. Se sale el aceite del motor. El bloque está agrietado.

—Está bien —logré susurrar. No sentía nada, no pensaba en nada.

—Voy a tener que citarle, señor Brady —dijo el agente de tráfico—. Por no mantener la distancia de seguridad y conducir a velocidad peligrosa. Tengo su permiso de conducción; estamos comprobando si está en regla. Van a operarle en seguida, de modo que devolveré su permiso al departamento de objetos personales del hospital, junto con el resto de sus cosas, su cartera, sus llaves y su dinero.

—Gracias —dije.

El agente se marchó. Me quedé allí tendido, a solas, pensando: qué demonios, qué demonios. Tendrían que llamar a alguien, pensé. Rachel. Tendrían que avisarle; debería decirles que le avisaran. Recordárselo. ¿Y a ellos qué les importa? Pensé: ¿Qué hospital será éste? ¿Por dónde…, por dónde iba? Acababa de entrar en Orange County. Faltaba mucho para llegar a Placentia. Bueno, eso es lo de menos. Seguiré su consejo, decidí. No dejaré que me reparen el coche. Que lo conviertan en chatarra, que lo subasten. Me trae sin cuidado lo que me den por él. Todo me trae sin cuidado.

Dos enfermeras cogieron mi camilla y empezaron a empujarla alegremente. Sacudida, sacudida, avance. Un alto para esperar el ascensor; estaban una al lado de la otra, sonrientes. Miré fijamente hacia arriba. Había una botella de suero intravenoso colgada encima de mí. Cinco por ciento de glucosa, leí en la etiqueta. Para mantener abierta una vena, me dije.

Unas luces blancas, de increíble brillantez, me bañaron de lleno. Esto era el quirófano. Me pusieron una mascarilla sobre la parte inferior de la cara; oí voces masculinas que conferenciaban. Una aguja se clavó en mi brazo. Me dolió. Era la primera sensación que experimentaba.

De pronto, las brillantes luces blancas se oscurecieron como carbones extintos.

Flotaba por un paisaje desierto que se veía rojo y marrón muy por debajo de mí, a enorme distancia del contorno de las dunas. Un inmenso vacío en el que yo avanzaba, suspendido y sin esfuerzo alguno.

Alguien se me acercaba. Desde muy lejos, más allá de las áridas dunas. Una presencia invisible, resplandeciente de amor. Era Sivainvi. Reconocí su ser; me resultaba familiar el desvelo, la comprensión, el deseo de prestar ayuda.

No dialogamos. No oí voz alguna, ni el más leve sonido, salvo un dulce y constante fragor, como de viento. Los ruidos de la tierra baldía, del desierto, de los grandes espacios abiertos del mundo. El murmullo del viento y el agua… Pero no parecían impersonales; parecían vivos, como si fueran parte de Sivainvi. Expresiones de él, de su misma bondad, calidez y ternura; él infundía vida a las dunas.

Sivainvi me preguntó en silencio si se me había ocurrido pensar que él me había olvidado.

Dije: ¿Qué sucederá si derriban el satélite?

No importa. Es un punto diminuto en el firmamento. Tras él, no hay sino luz. Una extensión de luz, no de cielo.

¿He fallecido?, pregunté.

No hubo respuesta.

Vendré aquí en su día, dije. Lo sé. Conozco este lugar; he estado en él antes.

Aquí fue donde naciste. Tienes que volver.

Ésta es mi tierra natal, dije.

Soy tu padre, dijo Sivainvi.

¿Dónde estás?

Sobre las estrellas, contestó Sivainvi.

¿Es ése mi origen?

Sí. Lo ha sido muchas veces.

Entonces, dije, ¿fuí yo quien tomó posesión de mí mismo cuando llegó el anuncio en el correo?

Fuiste tú, recordando quién eres.

¿Quién soy?, pregunté.

Todo el mundo.

Asombrado, exclamé: ¿Todo el mundo?

No hubo respuesta, solamente los latidos del amor.

¿Qué voy a hacer?, pregunté.

Pediste recibir daño, repuso Sivainvi. Y ser curado. Éste es el daño y la curación. Serás transformado.

¿Y seguiré mi camino?, pregunté.

La efusión de su amor me consumía como una invisible nube de luz. Respondió: Y seguirás tu camino. Nada se pierde jamás.

¿No puedo perderme?, pregunté.

No hay lugar adonde algo pueda ir. No hay sino el aquí y el nosotros. Para siempre.

Comprendí entonces que Sivainvi y yo nunca habíamos estado separados, que él sólo había enmudecido de tiempo en tiempo. Ahora yo estaba fatigado; había descendido hasta las dunas y quería descansar. Era perceptible la presencia de Sivainvi, aunque iba menguando, como si estuviera alejándose. Y, sin embargo, seguía allí, tal como una lámpara cuya luz ha disminuido pero sin extinguirse del todo. Cuando era pequeño daba por sentado que, cuando algo ya no se veía, ya no existía. Para una criatura, cuando los padres salen de la habitación dejan de existir. Pero al hacerse mayor lo entienden de otro modo; están allí tanto si les ve, oye sus voces o puede tocarlos, como si no. Es una lección temprana, pero que a veces quizá no se aprende completamente.

Así pues, ya sabía quién era Sivainvi; era mi padre, mi verdadero padre, desde cuya familia llegué repetidas veces a este mundo para volver a partir, para regresar de nuevo, para entregarme a algún lejano designio secreto y no comprendido todavía. La búsqueda, acaso, era el designio. Cuando lograra avanzar un poco hacia él, lo comprendería. Derrocar la tiranía de Ferris Fremont era un alto en el camino; no un designio sino un momento de firmeza, tras el cual debía seguir adelante como lo hiciera hasta entonces. Transformado hasta cierto punto, aunque transformado por mi padre, no por lo que había hecho. Por cuanto, comprendí, el propio Sivainvi lo hizo sirviéndose de mí. La virtud era suya.

Somos guantes, me dije, que se pone nuestro padre para llevar a cabo sus objetivos. Qué satisfacción el ser útil, el ser parte de un organismo mayor: sus prolongaciones en el espacio y el tiempo, en el mundo del cambio. Influir en ese cambio… el mayor de los satélites.

Puedo darte instrucciones, me comunicó la mente de Sivainvi, sin el satélite. Éste no es más que un objeto que mostrarles; un resplandeciente juguete. Para hacerles comprender. Cuando emitió, llevó a cabo su cometido; sirvió para abrir tu mente y otras mentes. Una vez abiertas, dichas mentes ya nunca se cerrarán. El contacto se ha entablado y el circuito está donde debe. Y así permanecerá.

Entonces me hallo acoplado, comprendí. Para siempre.

Te has acordado. Lo sabes. Ya no habrá olvido. Ánimo.

Gracias, dije.

Las rojizas dunas, la llanura que se extendía debajo de mí se desdibujaron; el cielo se cerró y el fragor del viento disminuyó poco a poco.

Sivainvi ya no estaba a la vista; me había vuelto la cara, retráctil en su ciclo. En esta ocasión no sentí su ausencia, como siempre me había ocurrido antes.

Hijo de la Tierra y de los estrellados cielos. El rito primitivo, la revelación al antiguo iniciado. Había participado en las ceremonias órficas, en lo hondo de las oscuras cavernas, saliendo de pronto a la cámara de la luz, viendo la tabla de oro que me trajo a la memoria mi naturaleza y mi pasado: un viaje por el espacio desde Albemut, la estrella lejana, la migración.

Semejante a un topo, ese enemigo había imitado pronto el ejemplo, y el jardín que construimos se había contaminado y vuelto tóxico con su presencia, con sus desechos. Nos hundimos en el sedimento, nos quedamos medio ciegos; olvidamos, hasta que nos fue devuelta la memoria. Nos fue devuelta por la voz rotativa del cielo próximo, que había sido colocada allí mucho tiempo atrás en caso de que se produjera un desastre, una ruptura en la cadena de la continuidad. Semejante ruptura tuvo lugar. Y, en estos momentos, la voz emitió automáticamente. Y nos informó, lo mejor que pudo, de lo que ya ignorábamos.

Si los rusos fotografiaban el satélite de IE, el invasor, lo encontrarían viejo y lleno de picaduras. Llevaba allí miles de años. Cuál no sería su asombro; puede que también ellos recordaran…, hasta que el adversario semejante a un topo les cerrara las mentes y olvidaran de nuevo. Estaban obligados a olvidar otra vez, mientras el deforme paisaje, nublado por la atmósfera envenenada, obstruyera sus sentidos y pensamientos y volviesen a caer, como antes.

Ciclos recurrentes, comprendí; un despertar temporal, y luego una recaída en el sueño. Yo, al igual que los demás, había estado durmiendo. Pero luego había despertado; mejor dicho, se me había despertado de mi sueño a propósito. La voz de un amigo me había llamado, mientras surcaba las hileras de maíz recién nacido, de nueva vida, y yo la había oído y reconocido. Esa voz llamaba siempre; trataba siempre de despertarnos a quienes dormíamos. Quizá con el tiempo todos despertaríamos, para comunicarnos una vez más con nuestra familia paterna de allende las estrellas…, como si nunca hubiéramos partido.

Albemut. Nuestro primer hogar. Todos nosotros éramos nómadas, exiliados, lo supiéramos o no. Puede que los más de nosotros quisiéramos olvidar. La memoria, el ser conscientes de nuestra verdadera condición, de nuestra identidad, era excesivamente dolorosa. Haríamos de este sitio nuestro hogar y no recordaríamos nada más. Así era más sencillo.

La simpleza de la inconsciencia. La salida más fácil. Y de fatales consecuencias: sin memoria habíamos sucumbido a nuestro adversario. También a él le habíamos olvidado, y nos había cogido de improviso. Ello nos costó muy caro. Y ahora lo pagábamos.