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Cambié de opinión y no invité a cenar a Sadassa Silvia; en cambio salí temprano y volví directamente a Orange County, en dirección a casa. No dejaba de pensar en el artículo del periódico, en lo que dijera Sadassa; la situación en su totalidad me daba miedo y me consternaba.

Hablando claro, yo había llegado a considerar a Sivainvi y los operadores AI que atendían la red de comunicaciones como divinos, lo cual significaba que no estaban sujetos a la muerte definitiva. Uno no hace saltar en pedazos a Dios. Sin embargo, aquí estaban mi esposa y mi mejor amigo machacándome que el foco de mi ayuda divina había sido localizado con toda precisión: un satélite que orbitaba alrededor de la Tierra, emitiendo información, al que había cogido in fraganti el principal astrofísico de la URSS, su famoso detective científico… El polizonte cósmico de la Tierra, armado de radiotelescopios, contrasatélites con carga nuclear, y Dios sabía qué más.

Por apasionante que fuera la idea —la de que una inteligencia extraterrestre había puesto uno de sus vehículos en órbita alrededor de nuestro planeta, y nos estaba emitiendo información confidencial—, el hallazgo reducía algo ilimitado a la finita realidad, y lo tornaba vulnerable a los riesgos corrientes. La entidad que me había imaginado como omnisciente y omnipotente estaba a punto de ser borrada del cielo. Y con ella, comprendí, desaparecía la posibilidad de destituir a Ferris Fremont. En cuanto los soviéticos, que sin duda actuaban conjuntamente con nuestras más sofisticadas estaciones de rastreo, abatieran el satélite de IE, las esperanzas de los hombres libres de ambas naciones se verían truncadas.

A menos, naturalmente, que no existiera relación alguna entre el recién descubierto satélite y mis experiencias. Pero como Rachel y Phil ya habían observado, era demasiada coincidencia; había una relación demasiado estrecha.

Dios mío, pensé, me he pasado años haciendo lo que me mandaba. Me trasladé al sur de California, fuí a trabajar para Discos Progresistas… ¿Qué voy a hacer cuando lo derriben? ¿Cuál será el fundamento de mi vida? Pero entonces pensé: Puede que Sivainvi instale otro satélite en su lugar. Podría hacerlo; con su previsión debería conocer las intenciones de los soviéticos muy por adelantado…, desde el principio, en realidad. No se le puede coger desprevenido.

O tal vez sí.

En el regreso, mientras me colocaba tras un gran camión en el carril de la derecha, me dije: es posible que el satélite haya concluido su misión, y transmitido ya todo cuanto almacenaba en sus bancos. Pero me he acostumbrado a oír su voz, la hermosa voz de AI que me informaba, me daba consuelo y ayuda… Lo que hizo por Johnny; lo que había hecho por mí. Verse privado de algo así…

¿Qué me queda para justificar mi existencia?, me pregunté. ¿Con qué he llegado a justificar mi existencia? Mi relación con Rachel no es gran cosa; amo a mi hijo, pero no le veo casi nunca; mi trabajo es importante, pero hasta cierto punto. Algo como lo que he poseído, escuchar la voz de AI…, peor es el sufrimiento de perderla que la dicha de haberla poseído alguna vez. Duele tanto…

El dolor de la pérdida, pensé; el dolor más intenso del mundo. Un día mi amigo dejará de hablarme. Ese día está al caer, tan infaliblemente como el hecho de que en estos precisos instantes la URSS se dispone a lanzar un satélite interceptor. La tiranía universal ha descubierto a su enemigo y ahora toma medidas. Ya hacen girar la manivela para arrancar el gran motor ciego.

Cuando supriman del cielo el satélite, más valdría que me suprimieran a mí también, reconocí. El que me librara de aquel anuncio de zapatos ya no sirve para nada. Toda la ayuda, todos los conocimientos y la nueva percepción, todas las instrucciones y la orientación se habrán ido por el sumidero, habrán sido en balde. Y no sólo para mí; para todos los que deseábamos una sociedad justa, los que queríamos ser libres. Tanto los que escuchamos la voz de AI, como los que no, heredamos el mismo destino. El único amigo que he tenido volará en pedazos un día u otro como si nunca hubiera existido.

Circulando por la autopista percibía la decadencia del universo: frialdad, deterioro y el olvido definitivo.

Supongo, me dije, que podría intentar verlo juiciosamente y decir que gracias a la ayuda de Sivainvi he conocido a una muchacha encantadora, atractiva e inteligente… con una esperanza de vida calculable en centímetros. Nos han reunido con el tiempo justo para deshacernos en humo. Los proyectos, las esperanzas, los sueños…, todo deshecho en humo. En partículas de un satélite que viajó hasta aquí para ser destruido, lo mismo que nosotros: nacimos para que nos hicieran saltar en pedazos. Al diablo con todo, pensé descorazonado. Sería preferible no haber empezado esto, ni siquiera haber intentado empezarlo. Sería mejor no haber sabido siquiera que existía la ayuda, e imaginado que nuestras vidas podrían haber sido más dichosas.

Cuando se lanza un ataque contra una tiranía, cabe esperar que ésta se defienda. ¿Por qué no? ¿Por qué no habría de ser así? ¿Cómo he podido yo, que poseo varias nociones de su naturaleza, esperar otra cosa? Una carga nuclear para el satélite; un cáncer para Sadassa Silvia; si la trampa del anuncio de zapatos hubiera resultado, la cárcel para mí…, la cárcel o la muerte.

Meditando sobre ello no me percaté —o tal vez me percaté de sobra y me dio igual— que el camión que tenía delante había reducido la velocidad. Sus luces de freno se encendieron; no me fijé en ello. Seguí avanzando en mi pequeño Volkswagen escarabajo derecho hacia la cola del camión, hacia su enorme parachoques de hierro.

No oí ni sentí nada, ni el impacto ni la conmoción. Lo único que vi fue el parabrisas de mi coche convertirse en un millón de culos de botella de Coca rotos, un extraño dibujo parecido a una gigantesca telaraña que me engullera. He caído en la telaraña, recuerdo que pensé. Y luego van a devorarme. La telaraña, ¿pero dónde está la araña?, me pregunté. Se ha ido.

Un líquido se había derramado sobre mi cuello y pecho. Era mi sangre.