21

Al día siguiente entré en el despacho del jefe de personal de Discos Progresistas y charlé con Allen Sheib, quien le había dicho a la señora Silvia que teníamos un exceso de empleados.

—Contrátala —le dije.

—¿Para hacer qué?

—Me hace falta un ayudante.

—Tendré que comprobar la nómina y consultarlo con Fleming y Tycher.

—Hazlo —dije—. Y si lo haces, te debo una. Un favor.

—Los negocios son los negocios —dijo Sheib—. Haré lo que pueda. En realidad, creo que te debo un favor. Trataré de arreglarlo de un modo u otro. ¿Cuál sería su salario?

—Eso es lo de menos —repuse.

Al fin y al cabo, podía disponer de los fondos que yo controlaba para contribuir a pagarla…, nuestros fondos clandestinos, por así decirlo: beneficios que no declarábamos. Sadassa constaría en nuestros libros de contabilidad confidenciales con diversos pinchadiscos locales. Nadie se daría cuenta.

—¿Quieres que la entreviste, que compruebe lo que sabe hacer? Para que ella crea que el empleo es legítimo.

—Estupendo —dije.

—¿Tienes su número?

Lo tenía. Se lo di a Sheib recomendándole que dijera que en este momento había un puesto vacante y que viniera para que la entrevistáramos. Sólo para cerciorarme de que no hubiera malentendidos, la telefoneé personalmente.

—Soy Nicholas Brady —le dije cuando se puso al aparato— De Discos Progresistas.

—Ah, ¿me olvidé algo allí? No encuentro el…

—Creo que tengo un empleo para usted —dije.

—Oh. Vaya, he cambiado de idea. En realidad ya no quiero un empleo. Solicité una beca en el Chapman College, y después de que hablé con usted me comunicaron que aceptaban concedérmela, de modo que ahora puedo volver a la universidad.

Me quedé perplejo.

—¿No quiere venir? —le pregunté—. ¿Para que la entrevisten?

—Dígame de qué empleo se trata. ¿Clasificación y mecanografía?

—Sería mi ayudante.

—¿Qué haría?

—Acompañarme a hacer audiciones a nuevos intérpretes.

—Oh. —Parecía interesada.

—Y tal vez podríamos utilizar sus letras.

—¿De veras? —Se reanimó—. Quizá podría hacer ambas cosas: ir a la universidad y, además, trabajar.

Extrañamente, se me antojó que, a su modo candoroso e inocente, nos había dejado muy en claro la clase de empleo que podía esperar de nosotros. Este intercambio me dio una impresión diferente de ella. Quizá el afrontar el cáncer —y sobrevivir a él— había hecho que fuera aprendiendo. Un cierto tipo de valor, una cierta tenacidad. Y, probablemente, le quedaba poco tiempo para satisfacer sus necesidades, para obtener lo que pensaba obtener de la vida.

—Le ruego que venga a hablar con nosotros —le dije.

—Bueno, creo que podría dedicarme a ambas cosas. En realidad, creo que tendría que hacerlo… Verá, tuve un sueño acerca de su compañía discográfica.

—Cuénteme. —Escuché atentamente.

Sadassa dijo:

—Soñé que observaba una sesión de grabación por el cristal insonorizado. Pensaba en lo estupenda que era la cantante, y estaba impresionada por la cantidad de mezcladores profesionales y micros que había. Y entonces vi la funda del álbum: era yo. Sadassa Silvia canta, se titulaba. Es la pura verdad. —Se echó a reír.

No podía decir gran cosa.

—Y al despertar tuve la intensa impresión —continuó Sadassa—, de que trabajaría para ustedes. Que el sueño era un buen presagio.

—Sí —dije—. Es muy probable.

—¿Cuándo he de presentarme?

Le dije que hoy a las cuatro. Así después, me imaginé, podría llevarla a cenar.

—¿Ha tenido algún otro sueño insólito? —le pregunté sin pensar.

—Ése no tuvo nada de insólito. ¿Qué quiere decir con insólito?

—Ya hablaremos de ello cuando venga —repuse.

Sadassa Silvia se presentó a las cuatro en punto; llevaba un mono marrón claro, un suéter amarillo y aretes a tono con su pelo afro natural. Tenía el semblante solemne, como en la anterior ocasión.

En cuanto estuvo sentada en mi despacho delante de mí, dijo:

—Viniendo hacia aquí me preguntaba por qué le interesarían los sueños insólitos que yo haya tenido. Sucede que llevo una libreta para mi psiquiatra en la que cada mañana debo apuntar mis sueños antes de que se me olviden. Lo vengo haciendo desde que veo a Ed, o sea… hará unos dos años.

—Cuénteme —le pedí.

—¿Seguro que quiere saberlo? De acuerdo: desde hace tres semanas —empezó un jueves—, tengo el presentimiento de que alguien me habla en sueños…

—¿Hombre? ¿O mujer?

—Mitad y mitad —contestó Sadassa—. Es una voz muy serena, modulada. Sólo retengo una impresión de ella al despertar, pero es una impresión favorable. Es una voz muy apaciguadora. Siempre me siento mejor después de haberla oído.

—¿Se acuerda de algo de lo que dice?

—Algo acerca de mi cáncer. Que no regresará.

—¿A qué hora de la noche…?

—Exactamente a las tres y media —dijo Sadassa—. Lo sé porque mi novio dice que trato de contestarle en sueños; de conversar con ella, mejor dicho. Cuando quiero hablar, le despierto, y él asegura que es siempre a la misma hora.

Me había olvidado de su novio. Bueno, me dije; yo tengo mujer y familia.

—Es como si me hubiera olvidado la radio encendida con el volumen muy bajo —continuó Sadassa—. En una emisora remotísima. Como las de onda corta que se captan a altas horas de la noche.

—Es asombroso —comenté.

Sadassa dijo tranquilamente:

—Vine a Discos Progresistas en primer lugar a causa de un sueño, muy parecido al que tuve anoche. Me encontraba en el campo, en un hermoso y verde valle, con hierba muy alta; el aire estaba fresco y agradable, y había una montaña. Yo iba flotando, no en contacto con el suelo, sino flotando ingrávida y a medida que me aproximaba a la montaña ésta se transformó en un edificio. En el edificio habían colocado unas palabras en una placa encima de la entrada. Bueno, una palabra: PROGRESISTAS. Pero en el sueño yo sabía que era Discos Progresistas porque oía una música de increíble dulzura. No se parecía en lo más mínimo a alguna melodía que haya oído en la realidad.

—Hizo bien —dije— al obrar con arreglo a ese sueño.

—¿He venido al sitio adecuado? —Me miró de hito en hito.

—Sí —contesté—. Ha interpretado el sueño correctamente.

—Parece muy convencido.

—¿Y yo qué sé? —dije en broma—. Me alegro de que esté aquí, nada más. Temía que no se presentase.

—Iré a la universidad durante el día. ¿Podremos hacer audiciones a los intérpretes por la noche? Me iría mejor así. Tengo que combinar el trabajo con el horario de la universidad.

—Eso es mucho pedir —dije, algo molesto.

—He que volver a la universidad; perdí tanto tiempo mientras estuve enferma…

—Está bien —accedí, arrepintiéndome del comentario.

—Algunas veces —dijo Sadassa— tengo el presentimiento de que el gobierno me inoculó el cáncer. Que me dieron un agente cancerígeno para hacerme enfermar deliberadamente. Si he sobrevivido, es gracias a un milagro.

—Santo Dios —exclamé sobresaltado; eso no se me había ocurrido. Tal vez era así, considerándolo bien. Con sus antecedentes, con lo que sabía y lo que era…—. ¿Por qué iban a hacerlo?

—No lo sé; ¿por qué iban a hacerlo? Me doy cuenta de que sufro de paranoia. Pero hoy día ocurren cosas extrañas. Dos de mis amigos han desaparecido. Creo que les han metido en esos campos.

Sonó el teléfono. Lo descolgué y me encontré hablando con Rachel. La voz le temblaba de agitación.

—Nick…

—Estoy con una clienta —dije.

—¿Has visto el LA Times de hoy?

—No —repuse.

—Ve a comprarlo. Tienes que leerlo. Tercera página, en la columna de la derecha.

—Dime lo que pone —le pedí.

—Vale más que lo leas tú mismo. Aclara las experiencias que has ido teniendo. Por favor, Nick; corre a verlo. ¡Te digo que lo explica todo!

—Está bien —dije—. Gracias. —Colgué—. Perdóneme —dije a Sadassa—. He de ir aquí delante, a la máquina de los periódicos.

Salí del despacho y fui por el vestíbulo hasta las grandes puertas de cristal de la entrada. Al cabo de un momento volvía con un ejemplar del Times, leyéndolo mientras caminaba. En la tercera página, en la columna de la derecha, encontré el siguiente título:

UN ASTROFÍSICO SOVIÉTICO NOTIFICA LA DETECCIÓN DE SEÑALES DE RADIO EMITIDAS POR UNA FORMA DE VIDA INTELIGENTE

No proceden del espacio exterior, como cabía esperar, sino de las proximidades de la Tierra.

De pie allí en el vestíbulo, leí el artículo. El principal astrofísico soviético, Georgi Moyashka, sirviéndose de una serie de radiotelescopios interconectados, había captado lo que creía eran señales intencionadas procedentes de una forma de vida sensitiva; las señales en cuestión contenían las características que Moyashka había previsto encontrar. La gran sorpresa, sin embargo, la constituía su origen: nuestro sistema solar, lo cual nadie, ni siquiera el propio Moyashka, había previsto. Los investigadores espaciales americanos ya habían hecho constar que las señales procedían indudablemente de antiguos satélites que fueron puestos en órbita y luego abandonados, pero Moyashka estaba seguro de que eran de origen extraterrestre. Hasta el momento, él y su equipo se habían visto incapaces de descifrarlas.

Las señales llegaban en ráfagas cortas emitidas por un foco móvil que semejaba girar alrededor de la Tierra, tal vez a seis mil millas de distancia; llegaban inesperadamente en una frecuencia ultraelevada, antes que como emisiones de onda corta, cuya velocidad de transmisión es mayor. El transmisor parecía ser potente. Una singularidad que Moyashka había observado y que escapaba a su comprensión era el hecho de que las señales de radio no llegaban sino cuando el foco se encontraba sobre la cara oscura o nocturna de la Tierra; durante el día las señales cesaban. Moyashka conjeturaba que pudiese estar en juego la denominada «capa de Heaviside».

Las señales, aunque de breve duración, parecían muy abundantes en información debido a su sofisticación y complejidad. Curiosamente la frecuencia se modificaba cada cierto tiempo; según Moyashka este fenómeno es común en las transmisiones que procuran eludir la interferencia. Además, su equipo había descubierto por pura casualidad que los animales de su laboratorio de Pulkova experimentaban leves aunque constantes transformaciones físicas a la hora de transmisión de la señal. Su volumen sanguíneo se alteraba y las lecturas de su tensión arterial aumentaban. Moyashka presumía provisionalmente que la radiación asociada a las señales de radio pudiera explicarlo. Los soviéticos (concluía el articulo) proyectaban lanzar un satélite propio para interceptar la órbita de este transmisor que circunnavegaba la Tierra, con miras a confirmar su teoría de que se trataba de un cuerpo de origen no terrestre. Esperaban fotografiarlo.

Llamé a Rachel desde el teléfono público del vestíbulo.

—Lo he leído —dije—. Pero Phil y yo tenemos ya una teoría.

Rachel replicó mordazmente:

—Esto no es una teoría; es un hecho. También lo he oído en las noticias del mediodía. Es real, aunque lo neguemos; los Estados Unidos lo niegan. He buscado al doctor Moyashka en tu Britannica; hay un articulo acerca de él. Descubrió actividad volcánica en la Luna, y no sé qué cosa en Mercurio; no lo he entendido, pero cada vez la gente dijo que se había equivocado o estaba loco. Stalin le encerró en un campo de trabajos forzados durante años. Se tiene un alto concepto de él; hoy es un pez gordo del programa espacial ruso, y por la radio han dicho que dirige su Proyecto CIE: Comunicación con Inteligencia Extraterrestre. Se sirven de la telepatía y todo; están realmente locos.

—¿Han dicho en la radio cuánto tiempo creen que lleva transmitiendo el satélite?

—Los rusos lo detectaron hace poco. Antes no sabían de él. Pero escucha: intensas ráfagas de elevada frecuencia, siempre por la noche. ¿No recibes las imágenes y palabras sobre las tres de la madrugada? ¡Se corresponde, Nick! ¡Se corresponde! ¡Tú y Phil opinabais que podía ser un satélite que orbitara alrededor de la Tierra! ¡Recuerdo haberos oído comentarlo!

—Nuestra nueva teoría… —empecé a decir.

—Al diablo con vuestra nueva teoría —me interrumpió Rachel—. ¡Ésta es la noticia más importante de la historia del mundo! Me figuraba que te volverías loco de emoción…

—Lo estoy —dije—. Luego hablamos. —Colgué y volví a mi despacho, en donde Sadassa Silvia estaba sentada fumando un pitillo y leyendo una revista.

—Siento haberla hecho esperar —le dije.

—Ha sonado el teléfono mientras usted estaba fuera —dijo Sadassa—. No me pareció bien contestarlo.

—Ya volverá a sonar —dije.

Sonó el teléfono. Lo descolgué. Era Phil; había oído la noticia por radio. Al igual que Rachel, estaba emocionadísimo.

—Lo he leído en el Times —le comuniqué.

—¿Mencionaba el artículo del Times que emite en las mismas frecuencias en que viaja nuestro sonido en AM y FM? —preguntó Phil—. Un científico al que he oído comentarlo desde algún laboratorio espacial de los Estados Unidos, dice que excluye prácticamente la posibilidad de que sea uno de nuestros satélites, ya que éstos no emiten en frecuencias comerciales. Escucha, Nick: ha dicho que sus señales interferirían la recepción de FM y TV, de modo que quizá se vean obligados a destruirlo. Pero lo que yo pensaba…, ¿te acuerdas de la noche en que oíste aquella extraña basura por tu radio, como si se dirigieran a ti? ¿Y de lo que conjeturamos acerca de la intercepción de un satélite? ¡Nick, esto puede serlo! Al transmitir, esta cosa muy bien podría provocar intercepciones. Y el científico ha dicho que no emite en el sentido estricto de la palabra, sino que lanza unos haces de ondas estrechos, dirigidos; «emitir» significa en todas direcciones, a todas partes por igual. Las señales de este satélite no se propagan en todas…

—Phil —le interrumpí—, en estos momentos tengo una visita. ¿Puedo llamarte esta noche?

—Claro —repuso Phil, apaciguándose—. Pero ¿sabes, Nick?, esto podría aclararlo; aclararlo de veras. Estás transduciendo estas insólitas señales extraterrestres.

—Luego hablamos, Phil —dije, y colgué. No quería tratar el tema delante de Sadassa Silvia. Ni de nadie más, si vamos a eso. Aunque puede que el día menos pensado, me dije, cuando llegue el momento, hable de ello con la señora Silvia; pero eso sería luego de que la hubiera tanteado suficientemente.

Sadassa dijo:

—¿Era el articulo del Times sobre «Las prisiones son una fuente de riqueza»? ¿Ese rollo del trabajo de esclavos so pretexto de rehabilitación psicológica? «No es preciso que los reclusos estén bajo techado, malgastando ociosamente los años de sus vidas; al contrario, podrían…» A ver, ¿cómo lo decían? «Los reclusos podrían trabajar en grupos bajo el tibio sol reconstruyendo los suburbios, contribuyendo a la renovación urbana, y los hippies podrían aportar su grano de arena a la sociedad, mano a mano con ellos, e igualmente los jóvenes que no logran encontrar empleo». He tenido ganas de escribirles diciendo: «Y cuando mueran por el exceso de trabajo y de hambre, sus cuerpos, fundidos en gigantescos hornos, contribuirían a elaborar útiles pastillas de jabón».

—No —dije—, no era ese artículo.

—¿El satélite extraterrestre, pues?

Asentí con la cabeza. Sadassa dijo:

—Es una impostura. Mejor dicho, es uno de los nuestros y no queremos admitirlo. Es un satélite de propaganda que empleamos para emitir material subliminal a los soviéticos. Por eso radia en frecuencias comerciales de FM y TV y modifica su frecuencia de transmisión a intervalos aleatorios. Los soviéticos reciben fotogramas de un octavo de segundo de americanos felices hartándose de comida; basura por el estilo. Los rusos lo saben y nosotros también. Ellos nos emiten propaganda desde satélites no autorizados y nosotros les hacemos lo mismo. Tienen intención de derribarlo; eso es lo que planean. Y lo comprendo perfectamente.

Sonaba a convincente, salvo que no explicaba por qué el principal astrofísico de la Unión Soviética iba a hacer una declaración semejante…, Moyashka había arriesgado otra vez su gran reputación, afirmando que el satélite era de origen extraterrestre. Parecía dudoso que un hombre de su integridad se enredase en un asunto estrictamente político.

—¿Cree de veras que un famoso científico como Giorgi Moyashka iba a…? —empecé a decir, pero Sadassa, en su vocecilla dulce aunque severa, me interrumpió impasible.

—Él hace lo que le ordenan. Todos los científicos soviéticos hacen y dicen lo que les ordenan, desde que Topchiev purgó la Academia Soviética de las Ciencias allá en los años cincuenta. En aquella época, su secretario oficial era el ejecutor de tareas desagradables por cuenta del Partido en la Academia; condenó personalmente a prisión a cientos de los mejores científicos de la URSS. Ésa es la razón por la que su programa espacial resulta tan vetusto, tan atrasado con respecto al nuestro. Ni siquiera han logrado miniaturizar las piezas componentes. Carecen en absoluto de microcircuitos.

—Bueno —dije sorprendido—. Pero en algunos campos…

—Los grandes cohetes acelerados —convino Sadassa—. ¡Siguen utilizando tubos de vacío! El equipo de estéreo corriente que se fabrica en el Japón es más moderno que las piezas componentes de un misil soviético.

—Ocupémonos de las condiciones de su empleo —dije.

—De acuerdo. —Asintió prudentemente con la cabeza.

—No podemos pagarle mucho —le advertí—. Pero el trabajo puede resultar interesante.

—Me conformo con poco —dijo Sadassa—. ¿Cuánto sería?

Anoté una cifra y le alargué el papel para que la viera.

—No es mucho que digamos —comentó—. ¿Por cuántas horas a la semana?

—Treinta horas —repuse.

—Supongo que podría combinarlo con mi horario.

Irritado, dije:

—Me parece que no lo ve de modo realista. Es un buen sueldo por tan pocas horas, y, además, usted carece de experiencia. Éste no es un trabajo de secretaria; es un trabajo creativo. Tendré que instruirla en él. Creo que es justo. Habría de alegrarse de haberlo conseguido.

—¿Y lo de publicar mis letras y utilizarlas?

—Las utilizaremos si son lo bastante buenas.

—He traído algunas. —Abrió el bolso y sacó un sobre—. Tenga.

Abriendo el sobre extraje cuatro hojas de papel en las que ella había escrito unos versos con tinta azul. Su letra era legible aunque poco firme: las secuelas de su enfermedad.

Repasé los poemas —eran poemas, no letras—, pero interiormente seguía dando vueltas en torno a lo que ella acababa de decir. ¿Qué se proponía hacer la Unión Soviética? ¿Derribar el satélite? ¿Qué sería entonces de mí? ¿De dónde provendría mi ayuda?

—Discúlpeme —dije—, pero me cuesta trabajo concentrarme. Son muy buenos. —Lo dije pensativamente, sin convicción; puede que fueran buenos o puede que no. En lo único que podía pensar era en las cosas deplorables y angustiosas que me había dicho, su conjetura acerca de las intenciones de los soviéticos. Ahora que ella lo había expresado, parecía evidente. Estaba claro que no iban a limitarse a fotografiar el satélite extraterrestre; estaba claro que iban a derribarlo. No permitirían que un vehículo extraterrestre, un intruso en nuestro mundo reaccionario, nos emitiera mensajes subliminales de una fracción de segundo, interfiriendo nuestras logradas transmisiones de FM y TV. Añadiendo Dios sabía qué información, que seguramente debíamos ignorar.

Radio Alfa Centauro Libre, me dije amargamente. Radio Albemut Libre, como había llegado a denominarla. ¿Cuánto te queda de vida ahora que te han descubierto? No pueden destruirte con un misil; lanzarán un satélite con carga nuclear y simplemente te harán estallar con la onda expansiva. Se terminaron los mensajes de haz estrecho. Y, pensé, se acabaron los sueños para mí.

—¿Puedo llevarme a casa los poemas? —pregunté a Sadassa—. ¿Y leerlos con más calma?

—Claro que sí —contestó—. Eh… —dijo de pronto— ¿qué es lo que le ha turbado? ¿El poema sobre mi linfoma? ¿Ha sido esto? A muchas personas les turba… Lo escribí cuando estaba tan enferma; se nota por el contenido. No tenía esperanzas de sobrevivir.

—Sí —dije—. Ha sido el poema.

—No debiera habérselo enseñado.

—Es un poema de gran impacto —dije—. Con franqueza, no estoy seguro de cómo un poema sobre alguien que tiene cáncer podría adaptarse como letra para una canción. Sin duda sería el primero. —Los dos nos esforzamos por sonreír; ni ella ni yo lo conseguimos.

—Los demás no son tan trágicos —dijo Sadassa; alargó su mano y me dio unas palmaditas en la mía—. Quizá podrán utilizar alguno.

—Estoy seguro de que sí —repuse.

Qué muchacha tan encantadora, pensé, y tan desdichada al tener que luchar contra fuerzas semejantes.