Una semana después de mi regreso a Discos Progresistas, la señora Sadassa Silvia se presentó para pedir trabajo. No quería que le grabáramos un disco, nos informó; quería un empleo como el que yo tenía: hacer audiciones a otros artistas. Se quedó de pie frente a mi mesa; vestía pantalones acampanados, una camisa masculina a cuadros y llevaba el abrigo sobre el brazo; su carita estaba pálida de fatiga. Parecía haber caminado un largo trecho.
—Yo no contrato personal —le dije—. No me compete a mí.
—Bueno, pero usted tiene la mesa más cerca de la puerta —dijo la señora Silvia—. ¿Puedo sentarme? —Sin esperar respuesta, se sentó en una silla enfrente de mi mesa. Había entrado en mi despacho por la puerta que yo había dejado abierta—. ¿Quiere ver mi curriculum?
—Yo no me encargo del personal —repetí.
La señora Silvia me contempló a través de sus gafas bastante gruesas. Tenía una bonita cara, de rasgos impertinentes, casi idéntica a la que se me había mostrado en los dos sueños. Me asombré de su baja estatura; parecía extraordinariamente delgada, y me dio la impresión de que físicamente no era muy fuerte, que en realidad no estaba bien de salud.
—Bueno, ¿puedo quedarme sentada un segundo para recuperar el aliento? —preguntó.
—Sí —dije—. ¿Le traigo algo de beber? ¿Un vaso de agua?
La señora Silvia dijo:
—¿Tendría una taza de café?
Le preparé un café; mientras, ella se quedó allí sentada, mirando hacia delante con fijeza, recostada un poco en la silla. Iba bien vestida, con buen gusto, en un estilo muy moderno, al uso del sur de California. Traía un sombrerillo blanco, muy entrado en su moreno pelo afro natural.
—Gracias. —Cogió la taza de café que le tendía y me fijé en la belleza de sus manos; tenía largos dedos y llevaba las uñas meticulosamente arregladas, barnizadas pero sin pintar. Es una muchacha muy elegante, me dije. Juzgué que tendría poco más de veinte años. Cuando hablaba lo hacía en voz expresiva, pero su rostro se mantenía impasible, apagado. Como si estuviera agobiada, pensé. Como si su vida estuviese llena de aflicciones.
—¿En qué quisiera trabajar? —pregunté.
—Escribo en taquigrafía y a máquina, y tengo dos años de universidad con el periodismo como asignatura principal. Puedo hacer las correcciones del material publicitario; trabajé en las publicaciones escolares del Santa Ana College.
Tenía los dientes más perfectos y hermosos que había visto nunca y unos labios sensuales que contrastaban con la austeridad de sus gafas. Era como si la parte inferior de su rostro se hubiera rebelado contra un ascetismo que le fuera impuesto por la instrucción de su infancia; me produjo la impresión de que tenía un marcado temperamento físico, refrenado por una premeditada continencia. Esta muchacha, resolví, calcula todos sus actos. Calcula la valía de los mismos antes de llevarlos a cabo. Es una persona que posee un gran autocontrol; poco proclive a la espontaneidad. Y muy inteligente.
—¿Qué tipo de guitarra tiene? —pregunté.
—Una Gibson. Pero no toco profesionalmente.
—¿Escribe canciones?
—Sólo poesía.
—«Las zapatillas te harán falta / si vas de paseo al alba» —cité.
Ella se echó a reír, con una risa sonora y gutural.
—Oh, sí. «Oda a Empédocles».
—¿Cómo? —dije indeciso.
—La habrá leído en mi anuario del Instituto.
—¿Cómo la pude leer en su anuario del Instituto?
La señora Silvia dijo:
—¿Cuándo la leyó?
—Ya no me acuerdo —repuse.
—Una amiga mía la escribió debajo de mi fotografía. Se refería a que soy demasiado idealista, creo. Que no tengo los pies en el suelo pero me apunto a todo…, me meto en diferentes causas. Ella era muy severa conmigo.
—Vale más que vaya a ver al jefe de personal —le dije.
En algunos puntos, el sueño había resultado correcto. En otros, había fallado completamente. Como precognición, que es el nombre que Phil le habría dado, una recepción o interpretación imperfectas de mi mente durante el sueño habían desfigurado sobremanera la información. Difícilmente podía grabar un disco de alguien que tomaba dictado. Venderíamos muy pocas copias. Difícilmente podía poner en práctica las instrucciones del sueño, vinieran o no de Sivainvi.
No obstante, era asombrosa tanta precisión. El sueño no se equivocó con el nombre, y en realidad ella tenía el mismo aspecto que en la fotografía y la portada del disco. Como mucho, demostraba la existencia de la precognición onírica; pero nada más, según todas las probabilidades, por cuanto parecía terminar aquí. Si conseguía alguna clase de trabajo con nosotros, sería un milagro; que yo supiera, teníamos empleados de sobra.
Dejando su taza de café en la mesa, la señora Silvia se puso en pie y me dedicó una breve y efusiva sonrisa.
—Quizá nos volvamos a ver.
Salió de mi despacho a paso lento, casi vacilante; observé que sus piernas parecían muy delgadas, pero era difícil de decidir con los pantalones acampanados.
Después de cerrar la puerta de mi despacho descubrí que se había olvidado el curriculum y las llaves. Nacida en Orange County, en la ciudad de Yorba Linda, en 1951… No pude resistirme a examinar por encima el curriculum al sacarlo de mi despacho e ir por el vestíbulo tras la muchacha. Apellido de soltera; Sadassa Aramcheck.
Me detuve y me quedé con el curriculum en la mano. Padre: Serge Aramcheck. Madre: Galina Aramcheck. ¿Era ésa la razón por la que el monitor AI me había encaminado hacia ella? Cuando salió del lavabo de señoras, la abordé.
—¿Ha vivido alguna vez en Placentia? —le pregunté.
—Allí fue donde me crié —contestó Sadassa Silvia.
—¿Conoció a Ferris Fremont?
—No —dijo—. Ya se había trasladado a Oceanside al nacer yo.
—Yo vivo en Placentia —le expliqué—. Una noche, un amigo y yo encontramos el nombre «Aramcheck» grabado en la acera.
—Lo hizo mi hermano pequeño —dijo Sadassa, esbozando una sonrisa—. Tenía una plantilla e iba por ahí haciéndolo.
—Estaba en la calle donde se encuentra la casa natal de Ferris Fremont.
—Ya lo sé —repuso ella.
—¿Existe alguna relación entre…?
—No —replicó ella con mucha firmeza—. No es más que una coincidencia. No paraban de preguntármelo cuando usaba mi nombre verdadero.
—¿No es Silvia su nombre verdadero?
—No; nunca he estado casada. Tuve que recurrir a otro apellido a causa de Ferris Fremont. Él me imposibilitó vivir con el nombre de Aramcheck. Ya entiende por qué. Opté por Silvia, sabiendo que la gente le daría la vuelta automáticamente y creería que me llamo Silvia Sadassa. —Sonrió, mostrando sus perfectos y hermosos dientes.
—Debo contratarla para grabar un disco.
—¿Haciendo qué? ¿Tocando la guitarra?
—Cantando. Tiene una maravillosa voz de soprano; la he oído.
Prosaicamente, Sadassa Silvia dijo:
—Tengo voz de soprano; canto en el coro de la iglesia. Soy episcopalista. Pero mi voz no es cosa del otro mundo; no está educada de verdad. Cuando voy un poco bebida lo hago mejor; entonces canto himnos pasados de tono en el ascensor de mi casa.
—Sólo puedo decirle lo que sé. —Por lo visto, mucho de lo que yo sabía no tenía ni pies ni cabeza—. ¿Quiere que la acompañe a ver al jefe de personal y la presente? —pregunté.
—Ya he hablado con él.
—¿Ya?
—Salía de su despacho. Dice que no pueden contratar a nadie más. Tienen un exceso de empleados.
—Es verdad —dije. Nos miramos—. ¿Por qué eligió Discos Progresistas para solicitar un empleo? —pregunté.
—Aquí tienen contratados a buenos artistas. A intérpretes que me gustan. Supongo que no fue más que una ilusión, como todas mis ideas. Parecía más apasionante que trabajar para un abogado o un ejecutivo de una compañía petrolífera.
Pregunté:
—¿Y sus poemas? ¿Puedo ver algunos?
—Claro —contestó, asintiendo con la cabeza.
—¿Y no canta cuando toca la guitarra?
—Un poquito. Tarareo, más bien.
—¿Puedo invitarla a almorzar?
—Son las tres y media.
—¿Y a tomar algo?
—Tengo que volver en coche a Orange County. Cuando bebo, pierdo completamente la vista. Cuando estuve enferma me quedé ciega del todo; tropezaba con las paredes.
—¿De qué estuvo enferma?
—De cáncer. Linfoma.
—¿Y ya se ha repuesto?
Sadassa Silvia dijo:
—Estoy en remisión. Me sometí a cobaltoterapia y quimioterapia. Entré en remisión hace seis meses, antes de que terminara mi tratamiento de quimioterapia.
—Eso está muy bien —dije.
—Dijeron que si vivía otro año cabía esperar que pudiese vivir cinco o hasta diez años más; hay por ahí gente que ha estado en remisión todo ese tiempo.
Eso aclaraba su modo de caminar y que diera la impresión de fatiga, debilidad y mala salud.
—Lo siento —dije.
—Oh, ello me aportó muchas enseñanzas. Quisiera entrar en el sacerdocio. Con el tiempo, puede que la iglesia episcopalista llegue a ordenar a mujeres. Por ahora no parece muy probable, pero cuando termine los estudios y el seminario creo que lo van a hacer.
—La admiro —dije.
—Cuando estuve tan grave el año pasado, me quedé sorda y ciega. Sigo medicándome para evitar ataques. El cáncer se me extendió hasta la columna vertebral y el fluido cerebral antes de que entrara en remisión. —Tras un silencio añadió, en tono neutral, contemplativo—: El médico asegura que es inconcebible que una persona a la que le haya penetrado en el cerebro… sobreviva. Dice que si vivo otro año publicará un trabajo sobre mí.
—Es usted lo que se dice toda una persona —dije, impresionado por ella.
—Desde el punto de vista médico, lo soy. Por lo demás, lo único que sé hacer es escribir a máquina y tomar dictado.
—¿Sabe por qué entró en remisión?
—No lograron descubrir la causa. Yo creo que fue gracias a la oración. Solía decirle a la gente que Dios me estaba curando; eso era cuando no veía ni oía, y sufría ataques a causa de la medicación, y estaba toda hinchada, y el pelo —titubeó— se me había caído. Llevaba peluca; todavía la tengo. Por si acaso.
—Por favor, permítame invitarle a algo —dije.
—¿Le importaría comprarme una pluma estilográfica? No puedo empuñar un bolígrafo normal; es demasiado delgado. Sólo tengo un poco de fuerza para empuñar en la mano derecha; todo ese lado está débil todavía. Pero se va fortaleciendo.
—¿Puede coger sin dificultad una estilográfica grande?
—Sí, y puedo manejar una máquina de escribir eléctrica.
—Nunca había conocido a alguien como usted —dije.
—Probablemente tiene suerte. Mi novio dice que soy aburrida. Siempre imita a Risitas la Ardilla, de Mil payasos, con respecto a mí: «Qué rollo, qué rollo, qué rollo, qué rollo, qué rollo». —Se echó a reír.
—¿Está segura de que la quiere de verdad? —No parecía que fuera así.
—Oh, siempre estoy llevando recados, y haciendo listas de la compra, y cosiendo. Me hago casi toda la ropa. Esta blusa me la hice yo. Sale muchísimo más barato. Así me ahorro la mar de dinero.
—¿No dispone de mucho dinero?
—Sólo de la pensión por incapacidad. Alcanza para el alquiler y poco más. No me sobra mucho para comida.
—Dios mío —dije—. La invitaré a una comida de diez platos.
—No como demasiado. No tengo mucho apetito. —Se daba cuenta de que yo la miraba de arriba abajo—. Peso cuarenta y tres kilos. Mi médico dice que debo llegar a los cincuenta, mi peso normal. Sin embargo, yo siempre he sido delgada. Nací prematuramente. Fuí uno de los bebés más pequeños de Orange County.
—¿Reside aún en Orange County?
—En Santa Ana. Cerca de mi iglesia, la Iglesia del Mesías. En ella soy lectora laica. El sacerdote de allí, el padre Adams, es la persona más admirable que he conocido nunca. Estuvo conmigo durante toda mi enfermedad.
Se me ocurrió que había encontrado a alguien con quien podría hablar de Sivainvi. Pero haría falta un poco de tiempo para llegar a conocerla, sobre todo teniendo en cuenta que estaba casado. La llevé a una papelería, le busqué la clase de estilográfica que necesitaba, y luego me despedí de ella por ahora.
En realidad, podía hablar de cualquier tema con mi amigo, el autor de ciencia-ficción Phil Dick. Esa noche le conté lo del teletipo AI imprimiendo «Estados Portugueses de América». Le pareció un importantísimo descubrimiento.
—¿Sabes lo que opino? —dijo emocionado, oliendo pensativamente una lata de rapé Dean Swift—. Que la ayuda te llega desde un universo alternativo. Otra Tierra que siguió una evolución histórica diferente de la nuestra. Diríase que se trata de una Tierra en la que no se produjo ni revolución protestante ni Reforma; probablemente, el mundo se vio dividido entre Portugal y España, las principales potencias católicas. Sus ciencias se desarrollarían supeditadas a fines religiosos, en lugar de fines seglares como los que perseguimos en nuestro universo. Concurren todos los componentes para ello: una ayuda de índole obviamente religiosa, procedente de un universo y una América controlada por la primera y más importante potencia naval. Todo coincide.
—Entonces es probable que haya asimismo otros mundos alternativos —dije.
—Dios y la ciencia trabajando juntos —exclamó Phil entusiasmadísimo; sacó más latas de rapé—. No es de extrañar que dé esa impresión de lejanía cuando habla contigo. No es sorprendente que sueñes con equipos electrónicos y gente sordomuda…, son parientes lejanos nuestros que han evolucionado así. De aquí podría sacar una buena novela. —Ésta era la primera vez que Phil había encontrado algo en mi experiencia que podría ser utilizado en un libro, o al menos la primera vez que lo había reconocido.
—Eso explicaría un sueño que tuve y que no logré descifrar —dije.
Había soñado con una hilera de acuarios, en cada uno de los cuales el agua se hallaba estancada y repleta de sedimentos. Nosotros observábamos el interior del primero, y veíamos a los seres vivos que habitaban en su fondo luchando por respirar, y agonizando debido a la polución. Nosotros —las grandes figuras que miraban hacia abajo— pasamos al siguiente acuario y no hallamos en él tanta polución; cuando menos, los pequeños crustáceos y cangrejos se destacaban en la oscuridad de abajo. En el sueño comprendí de pronto que mirábamos a nuestro mundo. Yo era uno de los pequeños cangrejos que vivían en el fondo, y me ocultaba tímidamente tras una piedra. «Fíjate», dijo la grande aunque invisible persona que estaba a mi lado; cogió un pequeño objeto brillante, una suerte de baratija, y se lo tendió al pequeño cangrejo del acuario que era yo. Éste salió cautelosamente, tomó la baratija en sus pinzas, la examinó, y luego se retiró a su escondrijo. Yo supuse que se habría escapado con la baratija, pero no era así; al poco rato regresó llevando algo que cambiar por la baratija. La gran persona que estaba junto a mí me explicó que ésta era una forma de vida que no robaba sino que hacía intercambios: trueques, no robos. Los dos nos encontramos admirando a este humilde cangrejo, si bien al mismo tiempo seguía sobreentendiendo que era yo mismo, visto desde su elevada atalaya, la atalaya de una forma de vida superior.
Ahora pasamos a un tercer acuario que no estaba en absoluto contaminado. Unas criaturas semejantes a globos llenos de helio se agitaban abriéndose paso hasta la superficie del lodo, escapando del final que sobrevenía a las formas de vida de los anteriores acuarios. Éste era el mejor de todos.
Me percaté entonces de que éste era un universo mejor. Cada uno de los acuarios, con los seres vivos en el fondo, sobre el lodo y los sedimentos, era un universo alternativo o una Tierra alternativa. Nosotros nos hallábamos en la peor.
—Me imagino —dije—, que nuestro universo es el único en el que Ferris F. Fremont subió al poder.
—Es la peor posibilidad —convino Phil—. De modo que los habitantes de uno de los universos más avanzados nos están ayudando. Abriéndose camino desde su mundo hasta el nuestro.
—¿Entonces no intuyes la intervención de algún poder religioso superior?
—Su intervención sí, pero en nuestro mundo; el suyo es un mundo religioso, un mundo católico y romano que pone a su disposición las ciencias cristianas. Evidentemente, han hecho grandes progresos en un terreno científico que nosotros desconocemos: la capacidad de trasladarse entre mundos paralelos. Nosotros ni siquiera reconocemos la existencia de mundos paralelos, y mucho menos sabríamos viajar de uno a otro.
—Es por esa razón que me sigue pareciendo tanto un asunto religioso como tecnológico —dije, comprendiéndolo.
—Por supuesto —repuso Phil.
—Es interesante que en un mundo religioso la ciencia esté más avanzada que en el nuestro.
—Ellos no tuvieron la Guerra de los Treinta Años —dijo Phil—. Esa guerra costó a Europa quinientos años de progreso. Fue la primera gran guerra religiosa, entre protestantes y católicos. Europa se vio reducida a la barbarie…, al canibalismo, en realidad. Fíjate lo que nos ha hecho la guerra religiosa. Fíjate en las víctimas, la destrucción.
—Sí —admití.
Tal vez Phil estaba en lo cierto. Su explicación era puramente secular, pero justificaba los hechos. El operador AI de bajo nivel me había proporcionado el único indicio firme; los «Estados Portugueses de América» quizá no fueran otra cosa que un mundo alternativo. No era una ayuda procedente del futuro o del pasado, o bien unos seres extragalácticos que provenían de otro astro; era una Tierra paralela, saturada de religiosidad, que acudía en nuestra ayuda. En ayuda de lo que a ellos debía parecerles un tenebroso mundo infernal en donde imperaba la ley del más fuerte. La ley del más fuerte y el poder de la Mentira.
Pensé: por fin tenemos la explicación que justifica todos los hechos. Por fin hemos dado con el único indicio sólido y correcto. El equivalente al corrimiento en la aparente posición del sol durante un eclipse, que verificó la Teoría de la Relatividad de Einstein. Insignificante, pero totalmente exacto. La declaración de un operador secundario de la red AI, leyendo en un sobre que encontró, leyendo sin comprensión, limitándose a hacerlo por amabilidad. Simplemente porque se le había pedido.
Ahora le hablé a Phil de la muchacha que había conocido, Sadassa Silvia. No reaccionó de ningún modo particular hasta que llegué a lo de Aramcheck.
—Su nombre verdadero —comentó Phil pensativo.
—Por eso estaba grabado en la acera —dije.
—Si tienes más sueños acerca de esa muchacha, dímelo —me pidió Phil—. Todo.
—Es importante, ¿verdad? —dije—. Que ellos preparasen mi encuentro con esa muchacha.
—Te comunicaron que era importante, nada más.
Dije:
—La hicieron entrar en Discos Progresistas. Nos manipularon a los dos.
—Eso no lo sabes. Lo único que sabes es que la precognición…
—Sabía que lo dirías —exclamé—. Precognición y una mierda…, es una manipulación de las vidas de ambos por parte de fuerzas supratemporales.
—Por parte de un grupo de científicos portugueses —dijo Phil.
—Tonterías. Ellos nos reunieron. No se limitaron a comunicarme algo; hicieron algo para reunirnos —no podía demostrarlo, pero estaba convencido de ello.
No le había contado a Phil, ni a nadie más, lo del anuncio de zapatos. Lo único que le había dicho era que hacía poco, la personalidad del emisor telepático me había dominado por completo durante un limitado espacio de tiempo muy crítico. No me parecía buena idea el pormenorizar; era una cuestión entre yo y mis invisibles amigos. Y, por lo visto, los APA. Con todo, me inclinaba a considerarlo como un asunto que pertenecía al pasado; Sivainvi lo había solucionado de una vez por todas. Ahora podíamos dedicarnos a temas positivos tales como la señorita Silvia, la señora Silvia, o la señorita Aramcheck, o como quiera que fuese.
Phil decía:
—Quisiera saber más cosas del emisor que te dominó con su personalidad. ¿Qué clase de personalidad era ésa? ¿Se corresponde con la teoría del mundo alternativo?
En realidad así era; el emisor era sumamente religioso en cuanto a cumplir con los ritos sagrados de la cristiandad. Furtivamente, esa noche yo había administrado a Johnny tres de los cuatro sacramentos de la antigua iglesia litúrgica. Y había mirado el mundo no como acostumbraba, sino desde la óptica de un cristiano totalmente entregado. Era un mundo completamente distinto. Viendo lo que él veía, yo sabía lo que él; comprendía los misterios de la iglesia.
¡Yo, que me había criado en Berkeley, cantando canciones de marcha de la guerra civil española en sus calles radicales!
De muchos de los últimos sucesos únicamente yo estaba enterado; no se los había contado a Phil, ni tenía intención de hacerlo. Puede que me hubiera equivocado al confesar que el emisor telepático se había adueñado de mí; refiriendo este tipo de cosas podía alarmar a la gente. Bueno, el asunto en su totalidad era intrínsecamente alarmante, si vamos a eso, y por tal razón había restringido mi auditorio a gente como Phil y unos cuantos profesionales. Pero había decidido que estos últimos incidentes debieran mantenerse, sin lugar a dudas, en secreto. Venía a ser una descripción de un poder divino apoderándose de mí y convirtiéndome en su instrumento; un poder benigno y un instrumento benigno, pero no obstante, para bien o para mal, ésa era la auténtica dinámica de la situación.
Si aceptaba la teoría de Phil, o sea, que un mundo paralelo alternativo había abierto una brecha en el nuestro para intervenir en él, una parte de lo fantástico quedaba eliminada, pero el poder atemorizador persistía: un poder y un conocimiento inmensos, de una clase que resultaba desconocida en nuestro mundo. Tal vez antiguos relatos de teolepsia —la posesión de una persona por un dios, tal como Dionisio o Apolo— describían el mismo suceso. Aun así, no era algo que pudiera hacerse público. Dicha teoría lo volvía menos amenazante, pero no del todo. Nada podía hacerlo. Ninguna sucesión de palabras podría explicar verdaderamente una experiencia de tal magnitud, una experiencia de tan amplia fuerza. Tendría que conformarme con dejarla inexplicada, hasta cierto punto. Dudaba que alguna teoría humana, cuando menos las formuladas por la gente que conocía, abarcara totalmente lo que había experimentado y continuaba experimentando. Por ejemplo, la precognición: el hecho de que supiera que Sadassa Silvia iba a dirigirse a Discos Progresistas. Bueno, si secretamente ellos habían motivado que fuera allí, eso lo aclararía; pero se aclaraba el suceso revelando otro aún más atemorizador.
Por lo visto, yo no era el único humano que tenían en su poder y que obraba según su consejo y autoridad. Pero ello más que asustarme me alentaba. Y era lo que cabía esperar. Desearían reunir a los que les servían de prolongaciones. Aquí se apreciaba una situación de «seguridad numérica». En primer lugar, aliviaba mis temores de ser aniquilado. Porque si fuera yo el único humano de este planeta con el que habían entablado contacto, tendría que cargar con una excesiva responsabilidad. Así, con la aparición de Sadassa Silvia se me quitaba un peso de encima; ellos actuaban por medio de varias personas más.
Y estaba también la muchacha morena del collar con el pez. Ya había pasado por la farmacia para preguntar por ella; no recordaban a ninguna muchacha de tales características que hubiera trabajado para ellos. El farmacéutico se limitó a sonreír. «Esas repartidoras van y vienen», me había dicho. Era más o menos lo que me había figurado. Pero con ella ya eran tres las personas de las que yo sabía.
La tiranía de Ferris Fremont sería derrocada por varias prolongaciones de la red de comunicaciones interuniversos. Parecía obvio que sólo llegaría a conocer a los que iban a trabajar directamente conmigo: nada más que a esos pocos. Si los APA me detenían, no tendría mucho que contarles.
Por la mañana mientras iba a trabajar había pensado: en realidad, ¿qué podría decirles a los APA, cuando menos que se lo creyeran? Mis experiencias habían tomado, acaso intencionalmente, una forma lunática; parecería un chiflado religioso que parloteaba del Espíritu Santo, de la conversión a Cristo, o de resucitar; una mezcla de extáticos aunque irracionales contactos con Dios… Los APA y cualquier otro grupo normal rechazarían mi testimonio de buenas a primeras. De hecho, Phil ya había comunicado a los APA que yo hablaba con Dios…, con gran decepción y repugnancia suya; como la muchacha de los APA había dicho, «eso no nos sirve de nada».
—¿No piensas responderme? —decía Phil.
Dije:
—Creo que ya he hablado bastante. No tengo las mínimas ganas de verlo todo en uno de esos libros de bolsillo que escribes a docenas para Ace y Berkley.
Phil se puso rojo de ira al oír la mofa.
—Ya tengo de sobra —dijo—. Y puedo completar el resto con detalles de mi cosecha. Así que cuéntamelo.
A desgana se lo conté.
—Una personalidad humana completamente distinta de la tuya. Con la capacidad de dominar, actuar y pensar. Verás… —Se frotó la nariz para quitarse el rapé, pensativo—. La Biblia hace referencia a un asunto: en las Revelaciones, creo. Los primeros frutos de la cosecha, la resurrección de los primeros muertos cristianos. De allí obtienen la cifra de ciento cuarenta y cuatro mil. Regresan para contribuir a crear el nuevo orden, como la Biblia lo llama. Mucho antes de que los demás resuciten.
Lo meditamos.
—¿Cómo dice que regresarán? —pregunté. Lo había leído pero no me acordaba; había leído tanto…
—Se unirán a los vivos —dijo Phil solemnemente.
—¿Ah, sí?
—Sí. El modo no se especifica. Recuerdo que cuando lo leí me pregunté de dónde sacarían los cuerpos. ¿Tienes una Biblia para que pueda buscarlo?
—Claro. —Le di un ejemplar de la Biblia de Jerusalén, y en seguida localizó el pasaje.
—No dice lo que yo creía —comentó Phil—. Pero el resto está en alguna parte del Nuevo Testamento, repartido por diferentes sitios. Al final de los tiempos los primeros muertos cristianos empezarán a resucitar. Cuando uno se da cuenta de los pocos que había en la era apostólica, diez o quince, luego un centenar, diríase que su primera aparición —suponiendo que esto sea pertinente— sería más bien desperdigada: uno aquí, otro allá, luego quizá un cuarto, un quinto, un sexto. Diseminados por todo el mundo…, pero ¿en qué clase de cuerpos? En sus propios cuerpos, los originales, no podrían regresar; Pablo lo deja bien sentado. Aquellos eran cuerpos corruptibles.
—Bueno —dije—, los otros únicos cuerpos disponibles son los nuestros.
—Exacto —dijo Phil, asintiendo con la cabeza—. Permíteme sugerirte lo siguiente. Pongamos que uno de los primeros frutos resucitó, no exteriormente en su propio cuerpo, sea éste cual fuere, sino al modo del Espíritu Santo: manifestándose en el interior de uno. Dime, ¿en qué se diferenciaría esto de lo que has experimentado?
No tuve nada que decir; simplemente me quedé mirándole, mientras él seguía allí sentado, rodeado de sus omnipresentes latas y botes de rapé.
—De repente te encontrarías con una entidad que te habla en griego común —dijo Phil—. En griego antiguo. Desde el interior de tu mente. Y esa entidad vería el mundo tal como uno de los primeros…
—Vale —dije irritado—. Ya te entiendo.
—Este «emisor telepático que te dominó con su personalidad» se encuentra en tu mente. Emitiendo desde el otro lado de tu cráneo. Desde una porción de tejido cerebral anteriormente en desuso.
—Creía que eras partidario de la teoría del universo alternativo —comenté sorprendido.
—Eso era hace cinco minutos —dijo Phil—. Ya sabes cómo soy con las teorías. Las teorías son como los aviones del aeropuerto internacional de Los Angeles: cada minuto llega uno nuevo. En lugar de otro universo paralelo, lo más probable es que sea un hemisferio paralelo de tu cabeza.
—En todo caso —dije—, él no es yo.
—No, a menos que de un modo u otro aprendieses griego antiguo de niño y lo hayas olvidado conscientemente. Y todo lo demás, como la información que recibiste de pronto acerca del defecto de nacimiento de Johnny.
—Iré a ver a Sadassa Silvia —le dije. Afortunadamente Rachel no estaba por aquí para oírme.
—Quieres decir a volver a verla.
—Sí; bueno, le compré una estilográfica.
—Algo con que escribir —dijo Phil meditabundo—. Qué raro comprar eso a una chica la primera vez. Ni flores, ni bombones, ni entradas para el teatro.
—Ya te expliqué por qué…
—Sí, ya me lo explicaste. A alguien se le compra una pluma estilográfica para que pueda escribir. Ése es el porqué. Se le denomina causa final o teleológica: el objeto de algo. Este asunto en el que has estado envuelto debe de juzgarse desde el punto de vista de su fin u objeto, no de su origen. Si una manada de mandriles filantrópicos decidieran expulsar a Ferris F. Fremont, deberíamos alegrarnos. Mientras que si unos ángeles y arcángeles decidiesen que la tiranía es magnífica, deberíamos llorar a lágrima viva. ¿Me equivoco?
—Por suerte —dije—, no tenemos que preocuparnos por esa dicotomía.
—Sólo digo que no tendríamos que complicarnos tanto la vida en cuanto a la identidad de nuestros misteriosos amigos; eso es lo que pretenden, que nos interesemos por ello.
Tuve que estar de acuerdo. En lo único en que podía basarme era en la declaración acerca de los conspiradores de la Sibila romana, es decir, la personificación de la red de comunicaciones intergalácticas…, aún la veía así. Por ahora, tenía que conformarme con eso.