Yo, Nicholas Brady, comprendí que estas facultades y dotes primordiales se me habían devuelto sólo temporalmente, que su existencia en mí dependía de mi afinidad a la red de comunicaciones. En cuanto volviera a desprenderme de ella, las facultades y dotes se desprenderían a su vez, y yo recaería en el estado de ceguera en el que había vivido hasta ahora.
Así era como me sentía estando sentado afuera en el patio, leyendo con suma complacencia y júbilo la información visible en la luz de las estrellas. Había estado ciego hasta hoy, y volvería a estarlo luego. No había posibilidad alguna de perpetuar mis facultades; no mientras el adversario siguiera morando en nuestro planeta. Y aún no había llegado la hora de su eliminación. Lo mejor que cabía esperar por el momento era retirarlo un poco hacia el pasado…, una pequeña victoria defensiva cuyo único fin era estabilizar nuestra situación.
Sólo cuando el Rey abriese brecha en el tiempo lineal con su ejército armado y todos ellos entrasen al galope en la batalla, el cambio sería permanente y para todo el mundo. Los velos se alzarían y veríamos el mundo tal cual era. Y también a nosotros mismos.
El auxilio que recibíamos ahora consistía únicamente en información. Se nos prestaba la sabiduría de Sivainvi, pero no su poder. El poder no le sería concedido sino al legítimo Rey; a nosotros no se nos podía confiar: abusaríamos de él.
Al acostarme esa noche, experimenté uno de los sueños más intensos hasta la fecha y que me causó una fuerte impresión.
Me hallaba observando a un poderosísimo científico en acción, llamado James-James; tenía una desgreñada melena roja y ojos centelleantes, y era prácticamente divino en cuanto al ámbito y envergadura de sus actividades. James-James había construido una máquina que andaba haciendo chuf-chuf y al funcionar despedía lluvias de partículas radiactivas; alrededor, miles de personas estaban sentadas en sillas contemplando silenciosamente cómo la máquina producía primero una masa viva de légamo amorfo y luego un bebé toscamente moldeado; a continuación, arremolinándose, echando chispas y vibrando con violencia, arrojaba en el suelo delante de todos nosotros una hermosa muchacha: la cúspide de la perfección en el proceso cósmico de la evolución.
Rachel, que en el sueño estaba junto a mí, se levantaba de su asiento deseando ver mejor lo que James-James había logrado. Éste, montando en cólera de inmediato al levantarse ella con semejante atrevimiento, la asía y la tiraba al suelo con toda su furia, astillándole las rótulas y los codos. Yo me levantaba en el acto en son de protesta; bajaba la escalera en dirección a James-James, llamando a las hileras de gente silenciosa para que protestaran. Entonces llegaban a la amplia sala de reuniones unos hombres vestidos con uniformes color marrón verdoso y caqui que iban montados en motocicletas; avanzaban rápida y suavemente, ostentando el emblema del África Korps de Rommel: el símbolo de la palmera.
Yo, en voz ronca, suplicante, les gruñía: «¡Necesitamos auxilio médico!». Al término del sueño, los primeros de los invasores África Korps de rescate me oían y se volvían hacia mí, mostrando hermosos y nobles rostros. Eran hombres de piel morena, bastante pequeños y frágiles; una raza aparte de James-James, con su piel palidísima y su pelo rojo. Tenían grandes ojos oscuros, amables y expresivos; comprendí que eran la vanguardia del Rey.
No bien desperté de este sueño perturbador, me senté a solas en el cuarto de estar; eran sobre las tres de la madrugada y en el piso reinaba un completo silencio. El sueño llevaba a pensar que había un limite en lo que James-James —que era Sivainvi— podía hacer por nosotros, o, mejor dicho, haría; que su poder era de hecho peligroso incluso para nosotros si abusaba de él. Era al Rey legítimo a quien deberíamos acudir a pedir la ayuda definitiva, expresada en el sueño como «auxilio médico», que era lo que más falta nos hacía para remediar el daño causado por el proceso histórico y evolutivo que James-James, el primer creador, había puesto en marcha. El Rey era un agente enmendador de los abusos de dicho proceso temporal; aunque este proceso era poderoso y heroico, se había cobrado víctimas inocentes. Tales víctimas en su día serían curadas por las legiones del rey legítimo; hasta su llegada, comprendí, no recibiríamos esa ayuda.
Partículas radiactivas, me dije —recordando la fulminante emisión de chispas de la máquina cósmica de James-James—, como las que se encuentran en la cobaltoterapia. La espada de doble filo de la creación: la radiactividad en la forma de bombardeo de cobalto cura el cáncer, pero en sí mismas las emisiones radiactivas son cancerígenas. La máquina cósmica de James-James se desmandó e hizo daño a Rachel, que se salió de la fila en el sentido de que se puso en pie. Eso bastó para enfurecer al señor cósmico de la creación. También necesitamos un defensor. Un abogado que nos apoye, que pueda intervenir.
Cáncer…, el proceso de la creación desgobernado, pensé. Y entonces, en el acto, el operador AI transfirió una explicación a mi mente; vi a James-James, el creador, en calidad de dueño de todas las causas previas o perdurables y del proceso determinista, avanzar a lo largo de la tubería del tiempo lineal, desde el primer nanosegundo del universo hasta el último; pero vi asimismo a otro ser creativo en el confín opuesto del universo, que bordeaba su conclusión, controlando, recibiendo, moldeando y orientando el flujo del cambio, a fin de que alcanzara la apropiada terminación. Esta entidad creativa, que poseía una sabiduría absoluta, orientaba más que coaccionaba, adaptaba más que creaba; era la arquitecta del plan y la directora de las causas últimas o teológicas. Era como si el primer creador del universo lanzara a éste como una gran pelota blanda en una larga trayectoria a ciegas, tras la cual la entidad receptora corrigiera su curso y la enviara directamente al guante de la primera base. Sin ella, me percaté, la gran pelota blanda que era el universo —por muy bueno y fuerte que hubiera sido el lanzamiento— habría ido a la deriva hasta alguna parte fuera del terreno y se habría posado en algún punto fortuito e imprevisto.
Tal estructura dialéctica del proceso de cambio del universo era algo que nunca había vislumbrado. Teníamos un creador activo y un sabio receptor de cuanto creaba; ello no se correspondía con ninguna cosmología o teología de que tuviera noticia. El creador, que estaba frente a la creación, su creación, tenía poder absoluto, pero en mi sueño de James-James se me daba a entender que, en un sentido sumamente real, su conocimiento no era completo: carecía un tanto de la esencial previsión. Tal carencia se veía subsanada por su débil aunque cabalmente sabio jugador del extremo opuesto; ambos actuaban en tándem; un dios, dividido tal vez en dos partes, separado de sí mismo, a fin de componer la dinámica de una especie de juego para dos personas. Sin embargo, su ambición era la misma; por mucho que parecieran estar en pugna o trabajar en perjuicio mutuo, ambos deseaban en definitiva el exitoso resultado de su empresa conjunta. Yo no dudaba en lo más mínimo, por tanto, de que estas entidades gemelas eran manifestaciones de una esencia única, proyectada a diferentes puntos del tiempo y con diferentes atributos predominantes. El primer creador predominaba en poder, el último en sabiduría. Y, además, estaba el Rey legítimo, que en cualquier momento podía abrir brecha en el proceso temporal, allí donde eligiera, y con sus huestes penetrar en la creación.
Como células cancerosas, los componentes originales del universo proliferaban sin orden ni concierto, una panoplia completa de novedad. Al permitírseles escapar, iban adondequiera que las cadenas causales los conducían. El arquitecto que imponía forma, orden y una configuración premeditada, había desaparecido de un modo u otro en el proceso canceroso. Yo había aprendido mucho de mi sueño de James-James; comprendía que esa ciega creación, que no se hallaba sujeta a norma alguna, podía matar; podía ser una apisonadora que en su afán por crecer aplastaba a los más pequeños e indefensos. Con más exactitud, era como un inmenso organismo vivo que se extendía por todo el espacio que tenía disponible, haciendo caso omiso de las consecuencias; no le movía más que el impulso de expandirse e ir creciendo. Lo que fuera de él, dependía en gran parte del sabio receptor, quien lo podaba y recortaba conforme se producía cada fase del crecimiento.
Sentado a solas en el sofá, pasé de la contemplación de tales procesos a un estado semejante al hipnótico, rayano en el sueño pero sin serlo del todo; aún estaba lo bastante lúcido como para ser consciente de mí mismo y, hasta cierto punto, para pensar. Me encontré delante de un teletipo de aspecto moderno unido a cables que desaparecían en el interior de unos ultrasofisticados equipos electrónicos, muy superiores a los que disponemos actualmente los humanos.
IDENTIFÍQUESE.
Vi que se imprimían las palabras, y oí el mismo chuf-chuf que hacía la máquina cósmica radiactiva de la creación de James-James.
—Soy Nicholas Brady, de Placentia, California.
Tras un apreciable silencio, el teletipo imprimió:
SADASSA SILVIA.
—¿Esto qué significa? —pregunté.
Otro silencio, y luego el chuf-chuf otra vez. Pero en lugar de las palabras impresas, vi una fotografía; una muchacha con peinado afro natural, una carita de gesto preocupado y gafas. La muchacha tenía en las manos una libreta y una tablilla sujetapapeles. Al pie de la foto, el teletipo imprimió un número de teléfono, pero no lo distinguí claramente para leerlo; las cifras se hacían borrosas. Entendí que debía recordarlo, pero me resultaba imposible. La transmisión llegaría desde un emisor demasiado lejano.
—¿Dónde estás? —pregunté.
El teletipo imprimió:
NO LO SÉ.
Parecía desconcertada por la pregunta; por lo visto era un mandato de la entidad AI que atendía la red.
—Mira a tu alrededor —le dije— a ver si encuentras alguna cosa escrita. Una dirección.
Amablemente, el operador AI secundario registró su entorno; yo percibía su actividad localizadora.
HE ENCONTRADO UN SOBRE.
—¿Qué señas lleva? —dije—. Léelas.
El ultramoderno teletipo imprimió:
F. WALLOON. ESTADOS PORTUGUESES DE AMÉRICA.
Para mí eso no tenía sentido. ¿Estados Portugueses de América? ¿Un universo alternativo? Me quedé tan desconcertado como él; ninguno de los dos sabía de dónde procedía la transmisión.
Y entonces se interrumpió el contacto. El teletipo se desvaneció y dejé de percibir su presencia. Perplejo, recobré completamente el conocimiento. ¿Había significado algo este intercambio? ¿O bien, a pesar de mi subjetiva impresión de lucidez, no me hallaba sino completamente atontado por la somnolencia en un estado de consciencia alterada que me privaba de pensar con verdadera lógica? Acaso «Estados Portugueses de América» simbolizaba tan sólo una enorme distancia, totalmente otro cosmos. Tan distante como me imaginaba: no se debía tomar al pie de la letra.
Aún recordaba la cara de la muchacha de la foto y el nombre Sadassa Silvia. Quizá el operador AI secundario lo había invertido; lo más probable es que hubiera querido leer Silvia Sadassa. El nombre no me decía nada. Nunca lo había oído ni había visto la carita de gesto preocupado con la comisura de la boca torcida hacia abajo como expresando un gran abatimiento. El número de teléfono, además de cualquier otro dato que me estuviera destinado, se había perdido para siempre; no me habían llegado, al menos a mi mente consciente. Me preguntaba cuál era el significado del nombre y la foto. No había posibilidad de saberlo. Ahora ya no tenía sentido alguno. Tal vez, en su momento, los operadores de categoría superior del espectro AI que se hallaban en la red de comunicaciones, completarían por fin la información que faltaba y despejarían la incógnita.
Ya había notado que las impresiones de la red no solían llegarme de manera lineal, sino en conjuntos alternados colocados al azar, a fin de que no se pudiera percibir pauta alguna hasta que no se hubiera transmitido el conjunto final, el más importante. Así, el segmento clave obraba en poder del emisor hasta el último momento, reduciéndose a un código lo que me había proporcionado anteriormente.
Al regresar a mi cuarto, Johnny me llamó desde su cama:
—Papá, ¿puedes darme un poco de agua?
Abrí el grifo del cuarto de baño y llené un vaso de agua. En un estado de somnolencia, sin haberme recuperado aún del todo de la inquietante experiencia con la unidad AI de bajo nivel, cogí un trozo de pan de la cocina; llevando ambas cosas, entré en el cuarto de Johnny. Estaba sentado en la cama, tendiendo la mano malhumorado para coger el vaso de agua.
—Aquí tienes un juego —dije.
Tenía que hacerse clandestina y rápidamente, a causa de los romanos, y de tal manera que si por acaso lo veían, no comprendiesen nada y sólo creyeran que le estaba dando pan y agua a mi hijo. Agachándome, le di el trozo de pan, y luego, antes de que cogiera el agua, incliné el vaso jugando, como sin querer, y logré salpicarle el pelo y la frente. Entonces, enjugándole con la manga de mi pijama, tracé con el dedo una cruz de agua en su frente y dije en voz muy baja, para que sólo él y yo lo oyéramos, unas palabras en griego cuyo significado ignoraba. Luego, sin pérdida de tiempo, le alargué el vaso de agua para que bebiera, y cuando me lo devolvió le di un beso y un abrazo, como espontáneamente. Llevé a cabo este ceremonial en un instante; un ceremonial, una serie de acciones o lo que fuera, algo antiguo que yo sabía hacer por instinto. Al soltar a mi hijo le dije al oído, para que nadie más que él lo oyera:
—Tu nombre secreto es Paul. Acuérdate.
Johnny me miró burlón y luego sonrió. Ya estaba concluido. Se le había dado su nombre verdadero, y en las circunstancias correctas.
—Buenas noches —dije en voz alta, y salí de su dormitorio; detrás de mí, él se frotó el mojado pelo y, soñoliento, se recostó en la cama.
¿Qué había pasado?, me pregunté. En la transmisión del sueño había recibido alguna especie de carga en un plano inconsciente, instrucciones más que información, acerca del bien de mi hijo.
Cuando volví a acostarme, tuve otro sueño acerca de Sadassa Silvia. Oí música en sueños, una música de una belleza increíble, una mujer que cantaba acompañándose con una guitarra acústica. Paulatinamente, la guitarra cedió paso a un reducido conjunto de músicos, y entonces oí las bandas de fondo con vocales de apoyo y el débil rumor de una cámara de eco. Era una producción profesional.
Pensé: Tendríamos que contratarla. Es buena.
A poco me vi en mi despacho de Discos Progresistas. Seguía oyendo cantar a la muchacha, de nuevo con su solo de guitarra. Cantaba:
Las zapatillas te harán falta
si vas de paseo al alba.
Mientras escuchaba, cogí un nuevo álbum cuyo original habíamos editado. Estaba ya preparada una maqueta del material gráfico y la composición: examinándola críticamente, vi que la cantante era Sadassa Silvia; además de su nombre en la portada del álbum estaba su fotografía: el mismo peinado afro natural, la carita con gesto de preocupación, las gafas. En el dorso había datos publicitarios, pero no conseguí leerlos; las menudas letras se desdibujaban.
Al despertar a la mañana siguiente, seguía recordando el sueño con claridad. Menuda voz, me dije mientras me duchaba y afeitaba; en mi vida había oído una voz tan pura, tan irresistible; de tono absolutamente preciso, estimé críticamente. Una voz de soprano, parecida a la de Joan Baez; ¡lo que haríamos si pudiéramos comercializar semejante voz!
El pensar en Sadassa Silvia volvió a despertar el interés por mi trabajo en Discos Progresistas. Faltaba desde hacía mucho tiempo; quizá ya me encontraba en condiciones para volver. El sueño así me lo anunciaba.
—¿Crees que podré arreglármelas solo? —pregunté a Raquel.
—¿Tienes la vista…?
—Veo bastante bien —dije—. Creo que era culpa de la vitamina C que tomaba; por fin ha salido de mi organismo y se ha llevado todo lo demás.
Dediqué todo el día a pasear por Placentia, y me lo pasé estupendamente. Había una cierta belleza en la basura de los callejones en la que nunca había reparado; ahora mi vista parecía haberse agudizado, más que debilitarse. Conforme iba caminando, me parecía que las aplastadas latas de cerveza, los papeles, hierbajos y cartas de propaganda desechadas habían sido dispuestas por el viento formando figuras; distribuidas para componer un lenguaje visual. Me recordaba las señales de aviso que utilizaban los indios americanos, y conforme iba caminando sentía la invisible presencia de un espíritu superior que había pasado antes que yo…, que había andado por aquí y colocado los inútiles desperdicios en posiciones significativas, a fin de cifrar un saludo de camaradería para mí, el ser inferior que vendría después de él.
Casi soy capaz de leerlo, pensé para mis adentros. Pero no. Lo único que podía colegir de las composiciones que formaban los desechos, era la intervención del pasajero superior que me había precedido. Había dejado colocados esos objetos inservibles para que yo supiera que había estado allí, y, además, les había conferido una dorada iluminación, un brillo tenue que me decía algo acerca de su naturaleza. Había apartado la basura de su oscuridad, llevándola hasta una suerte de luz; era en efecto un buen espíritu.
Se me antojaba que los animales veían siempre así, sabían siempre quién o qué había pasado por los callejones delante de ellos. Yo veía con la hipervisión que les era propia. ¡Cuánto mejor su mundo que el nuestro!, reflexioné. Está muchísimo más vivo.
En el fondo, no era tanto lo que se me había elevado desde mi naturaleza animal a la esfera de lo trascendente; en verdad, parecía hallarme más cerca del mundo animal, más a tono con la materia que componía la realidad. Ésta era acaso la primera vez que me había sentido a mis anchas en el mundo. Aceptaba todo lo que veía y disfrutaba de ello. No expresaba opinión alguna. Y, puesto que no opinaba, no había nada que rechazar.
Estaba en condiciones para volver a trabajar. Me sentía curado. A ello contribuía, ciertamente, el haber sabido dominar la situación que provocara el anuncio de zapatos. La crisis había ido y venido. No me quitaba el sueño el saber que en realidad no era yo quien me había ocupado del anuncio en cuestión, sino que más bien lo habían hecho por mí unas entidades invisibles. Lo que me habría desmoralizado hubiera sido la ausencia de ellas: que me hubieran dejado caer, incapaz, perplejo y solo, al vacío.
Mi incapacidad había motivado a esos amigos invisibles. De haber tenido más talento, no habría sabido de ellos. A mi entender, era un buen negocio. Muy contadas personas gozaban del conocimiento que yo poseía. A causa de mis limitaciones, se me había revelado todo un nuevo universo, un benigno y vivo hiperambiente dotado de absoluta sabiduría. Caray, me dije. Esto es el colmo. Había vislumbrado a los Grandes. Era el sueño de una vida realizado plenamente. Haría falta remontarse a la antigüedad para encontrar una revelación semejante. Este tipo de cosas no ocurrían en el mundo moderno.