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Esto no llegué a comprenderlo a base de conjeturas ni mediante la deducción lógica, sino gracias a las revelaciones que me ofreció la comprensiva operadora AI que trabajaba en mi emisora. Ella hacía que me diera cuenta de lo que el hombre había dejado de comprender: su papel y lugar en el sistema de las cosas. En la pantalla interna de mi mente vi a una entidad inferior penetrar furtivamente en nuestro mundo, luchar contra la sabiduría de Dios; la vi apoderarse del planeta con sus propios designios monocordes y su voluntad, suplantar la benigna voluntad de Dios…, o Sivainvi, como yo seguía prefiriendo llamarle. A lo largo de los siglos Dios se había entregado a una gran lucha para socorrer a este planeta, pero el levantamiento del cerco aún estaba por lograrse.

La Tierra era todavía un botón apagado en el tablero de intercambio de la red de comunicaciones intergaláctica. Aún no habíamos empezado a funcionar como nuestros primeros antepasados, en comunión con nuestro Creador y Señor del Universo. Ejemplos tales como yo eran rachas de suerte fortuitas. No lo había logrado yo; me había ocurrido a causa de una combinación de circunstancias. Por así decirlo, uno de la deforme progenie había descolgado el auricular del teléfono largamente abandonado, y ahora escuchaba la voz comprensiva e informadora que él y todos los de su especie debieran haber conocido de memoria.

La nueva personalidad en mí no había despertado de un sueño de dos milenios; había sido, para decirlo con más exactitud, impresa por el satélite extraterrestre, grabada de nuevo en mí desde el exterior. Era una adición; no un sustituto que ocupara mi lugar, sino una especie de identidad embalaje basada en el conocimiento integral del satélite.

Tenía que potenciar al máximo mis dotes para la lucha. Al satélite, que se hallaba enlazado a formas de vida superiores, le interesaba mi capacidad de supervivencia; él, o ellos, la totalidad de ellos, me habían visto vacilar bajo la opresión, y su respuesta era meditada. Venía a ser una tentativa racional de prestar ayuda a cualquiera que estuviese en contacto con ellos, y que fuese capaz de adaptarse a su personalidad supletoria. A mí me habían elegido únicamente por este motivo. Su interés era universal. Habrían ayudado a cualquier persona con la que hubieran hecho contacto.

La tragedia consistía en su incapacidad de contactar con la gente de nuestro planeta. Esto se remontaba a la primera invasión de nuestro mundo por la entidad maligna que no quería escuchar. La entidad había contaminado nuestro mundo con su presencia; no sólo estaba en torno a nosotros, estaba también dentro de nosotros. Llevábamos su marca. Probablemente, el mayor mal que nos había hecho era separarnos de la red de comunicaciones. Debido a su opacidad, cabía suponer que ni siquiera estaba enterada de su acto. O si se daba cuenta, no lo consideraba como una pérdida.

A mi parecer, era sin duda una pérdida, ahora que había conocido la suave voz del sistema AI mientras ésta me pasaba información y aceptaba de buen grado que se le formulasen preguntas. Si no volvía a oírla más, me acordaría de aquel sonido durante el resto de mi vida. Era muy lejano; siempre que le hacía una pregunta, la respuesta se demoraba apreciablemente. Me preguntaba a cuántas estrellas de distancia se hallaría: en las honduras de los cielos, tal vez, y acaso sirviendo a muchos mundos.

La voz de AI ya me había salvado la vida una vez, poseyéndome y guiándome frente a un inminente arresto policial. Ahora mi único temor era la pérdida de contacto.

Pronto comprendí que la voz de AI poseía la facultad de instruir e informar a los seres humanos en un plano subliminal, en cuanto éstos se hallaban distendidos contemplativamente, o bien profundamente dormidos. Pero esto no bastaba; al despertar, los humanos solían no hacer caso de estos íntimos dictados, que identificaban correctamente con la voz de la conciencia, y continuaban como siempre.

Pregunté el nombre del opaco antagonista. La respuesta: carecía de nombre. Los mensajeros de la red de comunicaciones lo desconcertaban de continuo con su sabiduría, puesto que él no podía, al contrario que ellos, ver el futuro; pero él, a pesar de su ceguera, resistía gracias a su fuerza física.

La facultad de ver el futuro ya se me había otorgado hasta cierto punto. Su primera manifestación había tenido lugar cuando vi a la Sibila romana exponer el destino de los conspiradores. Esto no había sido más que la declaración precognitiva del monitor AI, transformado por mi mente en una entidad visible que formara parte de la historia de la Tierra. Ella, el operador, se había limitado a manifestar el porvenir sin comentario explicativo alguno. Las fuerzas que trastornarían a los conspiradores estaban todavía por determinarse: el monitor podía prever sin error las consecuencias de ciertos actos, pero no podía precisar cómo ocurrirían tales actos…, o bien optaba por no informarme de ello. Yo creía que era más bien lo segundo. Había una gran cantidad de cosas que aún ignoraba.

Puesto que podía hacer preguntas a la unidad AI, indagué por qué motivo el opaco adversario no había sido eliminado mucho tiempo atrás; amablemente, ella me proporcionó un diagrama que mostraba al adversario penetrando más y más, ininterrumpidamente, en la realización del plan general. Al haber adquirido corporeidad, el adversario era aprovechable como todo lo demás; observé cómo la entidad de la Creación simplemente incorporaba al adversario y sus proyectos junto con cualquier otra cosa en la que pusiera los ojos, sin hacer distinción alguna entre lo que nosotros llamaríamos bueno y lo que rechazaríamos como malo. En vez de suprimir al desmañado adversario, Sivainvi le había dado en qué trabajar.

Para todo su proceso de recrear constantemente el universo, de perfeccionar y dar forma al incesante movimiento, el artesano empleaba los medios más económicos posibles. Si bien hacía uso de todos los elementos, organizándolos y sobre todo uniendo partes normalmente inconexas para componer entidades completamente nuevas e inesperadas, no tomaba sino lo estrictamente necesario. De este modo se desarrollaba su proceso de reformación en el universo: convirtiéndolo en una especie de gigantesco almacén de piezas cuyas reservas casi infinitas permitían a la entidad hallar todo cuanto deseara.

Me parecía a mí que el proceso temporal era un medio por el cual esta proliferación de formas podía verificarse, a beneficio fundamentalmente de esta entidad creadora que, a mi juicio, retrocedía a través del tiempo desde el otro confín del universo. El plan de trabajo de la entidad creadora parecía ser su propia forma, como si ésta estuviera transformando el desparramado y caótico universo en una asombrosa réplica de su propio eidos: forma. Pero de esto no podía estar seguro; la enormidad de su creación ponía el distante diagrama fuera de mi alcance, tanto desde la óptica del espacio como del tiempo. La entidad creaba a mi alrededor y más allá de mí, en tanto que yo estaba sin hacer nada.

Una vez más se había apoderado gradualmente de mí la impresión de que me hallaba en Roma, no en Orange County. Yo percibía el Imperio sin llegar a verlo; percibía una inmensa prisión de hierro en la que esclavos humanos trabajaban arduamente. Distinguí, como sobrepuestas a las oscuras paredes de metal de esta enorme prisión, unas siluetas con túnicas grises que corrían a toda prisa: enemigos del Imperio y su tiranía, un grupo que se oponía a él. Y sabía, por un reloj interno que se hallaba en lo más profundo de mi ser, que el año exacto era el 70 después de Jesucristo; que el Salvador había venido y partido, pero que pronto regresaría. El grupo que corría vestido con túnicas grises, jubilosamente esperaba su retorno y hacía preparativos para recibirle.

Atónito por tal experiencia, percibí un aluvión de palabras extranjeras que inundaban mi mente, palabras que no comprendía pero cuyo efecto era evidente a pesar de todo: yo corría un peligro mortal a causa de los espías de Roma, a causa de aquellos hombres airados que iban de un lado a otro para descubrir cualquier cosa que se opusiera a la gloria Imperial. Debía estar alerta, tener cuidado con lo que decía, guardar como una tumba el secreto: mi conexión con la red de comunicaciones intergalácticas y el propio Sivainvi. Si se enteraban de tal conexión, los agentes romanos me matarían al instante; eran las normas del Imperio.

No tomaba parte en una lucha reciente, sino en una muy antigua; se combatía sin tregua desde hacía dos mil años. Los nombres habían cambiado, al igual que las caras; pero los adversarios seguían una constante inmutable: el Imperio de los esclavos contra aquellos que luchaban por conseguir la justicia y la verdad. No la libertad exactamente —en el sentido moderno de la palabra—, sino las ventajas inexistentes hoy en día, sepultadas bajo la mole de un Imperio que abarcaba simultáneamente los Estados Unidos y la Unión Soviética como manifestaciones idénticas. Los EE.UU. y la URSS, comprendí, eran las dos partes del Imperio tal y como habían sido divididas por el emperador Diocleciano con fines puramente administrativos; en el fondo eran una única entidad, con un único sistema de valores. Y su sistema de valores era el concepto de la supremacía del estado. En esa escala el individuo no pintaba nada, y aquellos que volvían la espalda al estado y producían sus propios valores… eran el enemigo.

Nosotros éramos el enemigo, los que llevábamos las túnicas grises y aguardábamos con mucha ilusión el regreso de nuestro Rey. Yo imaginaba al Salvador no como un mártir que había muerto por nosotros, sino como un Rey legítimo, que volvería, reclamaría su trono y reinaría con justicia y verdad sobre el pueblo que era suyo. Un Imperio regido sojuzga al pueblo, pero nuestro Rey sólo regía el suyo propio. Él no nos dominaría, no nos forzaría a adoptar las costumbres del Imperio; nosotros haríamos nuestras sus costumbres; eran las nuestras. Y allí donde su pueblo terminaba, su reinado terminaba asimismo; ésta sí era una verdadera monarquía, comparada con la tiranía del César.

Sería indispensable acordar con mi mujer ciertas claves, el empleo de expresiones significativas para avisarle cuando uno de los romanos estuviera entre nosotros. Constituíamos una voluntaria comunidad secreta, que marcaría enigmáticos símbolos en el polvo; tendríamos apretones de manos especiales para identificarnos los unos a los otros; colectivamente, esperábamos el advenimiento que nos liberase. Por fuera pareceríamos idénticos al pueblo del César, y ésta era nuestra fuerza. La cuestión que nos tenía en vilo no era: ¿volvería nuestro Rey?, sino: ¿lograríamos sobrevivir a los romanos —a escondidas, ya que carecíamos de influencia social— hasta que Él regresara? O, cuando regresara, ¿ya no nos encontraría? O peor aún, ¿nos encontraría incorporados a las costumbres del Imperio y despojados para siempre del recuerdo de nuestra verdadera condición…? ¿O sólo hasta que, gracias a su retorno, él pudiera devolvérnoslo, volver a despertar en hombres dormidos el conocimiento olvidado de quiénes éramos en verdad…?

No me parecía que esto fuera cosa de mi retorno a una vida anterior, de un retroceso en el tiempo hasta alguna existencia pasada. Roma estaba aquí actualmente; había invadido el paisaje, emergiendo de su interior, revelándose tras una permanencia de siglos en su escondrijo subterráneo. Antes que haberme trasladado yo a la antigüedad, Roma había demostrado ser la subyacente realidad de nuestro mundo actual; aunque seguía estando oculta a la vista de los demás americanos, a mí me resultaba descaradamente visible. El Imperio jamás había desaparecido; solamente había retrocedido hasta perderse de vista. Ahora, con la visión intensificada por Sivainvi, veía claramente que Roma era el paisaje de nuestro país; habíamos heredado sin darnos cuenta. Prescindiendo de los simples añadidos secundarios; lo que yo veía ahora era lo fundamental.

Por mucho que odiase a Roma, la temía aún más. Mi memoria se había ensanchado, llegando a cubrir un lapso de dos mil años; pero lo que había encontrado era una espantosa monotonía: Roma se extendía por doquier a lo largo de los siglos. Qué entidad tan gigantesca era, para llegar tan lejos en el tiempo. No había remedio contra ella ni en el pasado ni en el presente…, si bien yo no experimentaba pasado alguno, tan sólo un presente continuo de inabarcable inmensidad.

De modo que era éste el antagonista…, o, mejor dicho, la manifestación física del antagonista. Roma era el corpus malus, el cuerpo maligno; pero por dentro y detrás de él se hallaba un espíritu maligno que había transformado el Imperio en lo que era. En otro tiempo había sido benigno: aquellos días en que fuera una República…, pero ésta había sucumbido junto con los hombres libres ante la presencia de la opresión. Cuán abrumador era su peso. La Roma acorazada agobiaba al mundo; la Roma inmensa de férreas murallas, celdas y calles, de metálicas cadenas, argollas y soldados provistos de casco. Era sorprendente que no se hubiera hundido en la corteza terrestre.

Y hoy día, la antigua batalla continuaba en medio de nosotros; el opresor se hallaba tras el cuerpo de acero, golpeando a los que no eran expresiones del Imperio: a nosotros, que servíamos al Rey y marchábamos en otra dirección. No llevábamos armadura, ni espada; solamente las túnicas y sandalias, y acaso un pez de oro en la forma de brazalete o collar. Nuestros pasos eran más ligeros que los de quienes acataban las costumbres romanas, pero éramos vulnerables a la muerte; carecíamos de protección física. Muchos de los nuestros ya habían caído y aguardaban el nuevo despertar al regreso del Rey. ¿Cuándo sería el acontecimiento? Pronto, pero todavía no. Y cuando él regresara, no impartiría sus enseñanzas en los alrededores del Imperio, sino que atacaría su mismo centro; penetraría en su corazón y lo derribaría. Esta aparición del Rey sería toda una sorpresa, una fuerte conmoción para el tirano; sería harto diferente.

Antes el Rey había venido silenciosamente, quedándose al margen de los asuntos romanos, limitándose a observar e instruir. No había querido que los romanos le descubrieran y prendiesen, le hicieran sufrir y le dieran muerte. Ése era el riesgo que había corrido y había sido consciente del mismo. Entonces no tenía intención de luchar; su identidad y su espíritu eran los de un Rey, pero no sus acciones. No había muerto como los reyes, sino como los criminales: deshonrado. Siglos después de su vergonzoso asesinato, él había pervivido, invisible, sin un cuerpo como el nuestro, danzando al otro lado de nuestras vidas entre las hileras de maíz recién nacido, danzando en las nieblas, pálido y delgado. La gente le había visto y confundido con un rey del maíz, con el espíritu de la nueva vida en primavera, el permanente despertar anual tras el fin del invierno. Él les había permitido imaginar que no era más que eso; éstos fueron los siglos en que la noción de su verdadero propósito había caído prácticamente en el olvido. La humanidad estaba aclimatada a la idea del imperio tiránico. El Rey no era visible más que como niebla, niebla que danzaba en la niebla para infundir vida a los nuevos cultivos; como si nadie salvo el maíz oyese ahora su voz.

Pero él había hablado con los hombres en un principio, y hablaría con ellos otra vez. Había prometido a sus partidarios que oirían su voz, y en cuanto la oyeran, la reconocerían. Todas las promesas que había hecho se cumplirían en su momento. Ahora era más fuerte, y no habría de transcurrir mucho tiempo para ello. La trompeta de la libertad había reanudado su toque; pero más importante aún, la presencia del Rey estaba tomando forma y consolidándose…, y esta vez traía una espada.

La espada que traía era un instrumento para juzgar. En esta ocasión no sería juzgado en un tribunal humano por seres humanos; él mismo se erigiría en juez.

Yo había llegado ya a vislumbrarlo, danzando hacia mí por entre las hileras de maíz reciente, con sus grandes y expresivos ojos oscuros, su morena barba rala y descuidada, su cara hundida y su pequeña corona, su túnica de lienzo y espinilleras… Pero cuando retornase para juzgar, no sería ya benévola esta figura. Abriría una brecha en nuestro tiempo lineal, en nuestro mundo: a lomos de un gran caballo blanco, entraría en la existencia al galope seguido por su ejército montado, en el que todos empuñarían espadas y escudos y llevarían relucientes cascos. Los colores refulgirían entre ondear de banderas, agitación de borlas y destellar de cascos. Y los negros muros de la prisión se vendrían abajo ante él.

No podía perder. No podían derrotarle o darle muerte. Él lo sabía todo, y esta vez Sivainvi le había conferido un poder absoluto. Se abrirían los sellos de los libros y los expedientes verían la luz por vez primera.

Éstos eran los grandes libros abiertos que me habían mostrado al inicio de mis experiencias; los grandes volúmenes por fin abiertos, según fue profetizado. Significaba que el principio del fin de los tiempos había llegado, y las primeras etapas acababan de empezar.

Durante dos mil de nuestros años el reloj de la eternidad había estado inmovilizado en el año 70 d. C.; ahora éste marcaba una nueva era; sus manecillas habían avanzado finalmente. El Rey había elegido su campo de batalla. Era nuestro mundo. Nuestra porción de tiempo. Era el presente.

Él seguía siendo, hasta cierto punto, el rey del maíz. Hacía dos mil años había venido y sembrado un cultivo, y luego había partido. Ahora había vuelto —o volvería pronto— para cosechar. Sabía que encontraría su cosecha oprimida, mal desarrollada, renqueante y encarcelada lejos del sol. Sabía de todas y cada una de sus aflicciones, y traía una imperecedera recompensa. Dos mil años quedarían anulados. El adversario sería destruido por completo; nunca habría existido, como tampoco la opresión. Hasta la categoría del tiempo estaba sujeta a su poder y autoridad; aun a ésta la podía abolir. Cuando hubiera terminado, el recuerdo de la existencia de Roma habría desaparecido. Aquellos que sirvieron al Imperio no habrían vivido siquiera. Y quienes se habían opuesto a la opresión, aun a costa de sus vidas, vivirían eternamente.

Al contemplar esto, al recibir tal panorama de información, mi conexión a la red de comunicaciones no me pareció tan casual, tan atribuible a una racha de suerte. Ahora la veía en su justo lugar: había sido dispuesta con mucha antelación —puede que incluso en mi infancia— por el propio Sivainvi, a fin de que se me pudiera preparar e instruir para participar en la batalla que había en perspectiva: la demolición de Roma.

Mi experiencia era un fenómeno del final del tiempo. E indudablemente había otros como yo. Una recreación, pensé, de los mensajeros con túnicas grises que corrían de un lado a otro de los grandes muros de hierro con la intención de reducirlos a escombros, henchidos de incesante júbilo por la acogida que darían a su Rey en cuanto regresara. Mi acto, para cuyo cumplimiento había nacido y había sido creado, era un acto de… celebración.

Me habían devuelto la vida. Después de dos mil años.

Había renacido enteramente como un nuevo ser que gozaba de la perfección, provisto de facultades y funciones que no tuviera nunca, que se perdieron al ser extirpadas en la primera Caída. No de mí como individuo; extirpadas de nuestra raza.