16

Hacia el anochecer una pareja de APAs, ambos jóvenes, flacos y vigilantes, se apersonaron a la puerta de mi casa. Sin decir una palabra examinaron el anuncio de zapatos que había en el correo. Les mostré el papel donde escribiera el mensaje cifrado que había extraído.

—Soy el agente Townsend —dijo el primer APA—, y éste es mi compañero de equipo, el agente Snow. Ha obrado usted con gran perspicacia al denunciar esto, señor Brady.

Dije, sin mentir:

—Sabía que lo recibiría. Incluso sabía la fecha.

—Me imagino —dijo el agente Townsend— que a los comunistas les gustaría mucho controlar a alguien de su posición. Usted tiene influencia sobre un buen número de músicos, ¿verdad?

—Sí —contesté.

—¿Puede usted contratar y grabar a cualquiera que desee?

—Se requiere el visto bueno de otros directivos —dije—, pero por lo general coinciden conmigo.

—¿Han llegado a respetar su criterio?

—Sí —repuse.

—¿Cómo ha contactado el Partido con usted anteriormente? —preguntó el agente Snow.

—Nunca habían…

—Nos hacemos cargo de que no le hubieran apretado los tornillos anteriormente. Pero ¿contactaron con usted por medio de amigos comunes, por teléfono, o bien por correo? ¿O directamente, por medio de sus agentes?

—Lo ignoro —dije—. Sé que el contacto, la presión, ha existido siempre; pero hasta hoy ha sido demasiado confuso y sutil para poder concretarlo con toda exactitud.

—Ninguna persona en particular.

—No —afirmé.

El agente Townsend dijo:

—Entonces, ésta es la primera vez que se muestran abiertamente.

—Sí —dije.

—En su caso —explicó el agente Townsend—, han cometido un error. Tenemos a alguien que intercepta su correo, señor Brady; interceptamos este documento y lo desciframos nosotros mismos. Sabíamos la hora a que llegaría a su buzón. Mientras subía las escaleras para llevarlo a su piso, le estaban vigilando. Se ha cronometrado el tiempo que tardó usted en reaccionar a él. Y, por supuesto, le observábamos a fin de presenciar su reacción. Francamente, no contábamos con que nos llamara. Suponíamos que lo destruiría.

—Mi mujer sugirió que lo destruyera —dije—. Pero eso podría haberse interpretado de dos maneras.

—Oh, sí —dijo el agente Townsend—. De dos maneras sin mucho esfuerzo. Usted lee el mensaje cifrado y luego lo quema: es un procedimiento al que suelen recurrir los miembros del Partido; no quieren dejar algo así en cualquier rincón después de haber asimilado su contenido porque resultaría una prueba incriminatoria.

La Sibila me había guiado en la dirección correcta. En mis adentros, sin dar muestras de ello, exhalé un suspiro de alivio. Gracias a Dios que ella existe, me dije; librado a mi propia cuenta, lo más probable es que lo hubiera destruido, imaginando que bastaba. Y de este modo me habría incriminado para siempre.

Destruirlo habría demostrado que lo había leído. Que sabía lo que era. Uno no lleva un inofensivo anuncio de zapatos al cuarto de baño y le prende fuego en la bañera.

Escudriñando las señas escritas en el dorso del documento, el agente Townsend dijo al agente Snow:

—Esto parece…, la letra de esa muchacha, ¿sabes? —Se dirigió a mí—: Su amigo Phil Dick conoce a una muchacha llamada Vivian Kaplan. ¿La conoce usted?

—No —dije—, pero él me la ha mencionado.

—¿No tendrá alguna muestra de su letra por aquí? —preguntó el agente Townsend.

—No —contesté.

—Vivian es una persona un tanto excéntrica —dijo el agente Townsend sonriendo a medias—. Hace poco informó que usted, señor Brady, tenía prolongadas conversaciones con Dios. ¿Es cierto eso?

—No —dije.

—Se lo dijo a su amigo. —El agente Snow señaló con el dedo al agente Townsend.

—¿Cuál podría ser la causa —continuó el agente Townsend— de que se le metiera esa idea en la cabeza? ¿Se le ocurre alguna?

—Yo no he llegado a conocer a la muchacha —dije.

—Está informando acerca de usted —dijo el agente Townsend.

—Ya lo sé —repuse.

—¿Qué opinaría de Vivian —inquirió el agente Townsend—, si el examen de este documento revelara que procedió de ella?

—No quisiera tener nada que ver con ella —contesté.

—Bueno, no lo sabemos a ciencia cierta —dijo el agente Townsend—, y según todas las posibilidades partió de la KGB de Nueva York; pero hasta que no estemos seguros, hemos de tomar en cuenta la remota posibilidad de que uno de nuestros propios miembros se lo enviara por correo.

No repliqué.

—Lo que quisiéramos que hiciera —dijo el agente Snow— es pasarnos cualquier nuevo documento de este tipo que pueda recibir, o ponernos al corriente de cualesquiera contactos con personas sospechosas que llegaran bajo la forma que sea: teléfono, correo, o bien en su propia casa. Usted se hace cargo, naturalmente, de que el Partido puede haber decidido quitarle de en medio a causa de su resistencia para cooperar con ellos.

—Si —dije—. Ya lo sé.

—Me refiero a quitarle de en medio físicamente. Matarle.

Tuve frío al oír eso, un frío terrible.

—No hay mucho que podamos hacer para ayudarle —dijo el agente Snow— con respecto a eso. Si alguien quiere matar a una persona, normalmente puede hacerlo.

—¿No podrían destinar a alguien para que me proteja? —pregunté.

Los dos APA se miraron el uno al otro.

—Me temo que no —repuso el agente Townsend—. No tenemos autorización para ello. Y carecemos de los recursos humanos. Si quiere, puede comprar una pistola. Sería una buena idea, sobre todo en vista de que tiene esposa y un niño pequeño.

—Lo haré —repuse.

—Nosotros lo aprobamos —aseguró el agente Townsend.

—Entonces no creen que uno de sus miembros mandara esto —dije.

—Con franqueza, lo dudo mucho —manifestó el agente Townsend—. Efectuaremos una investigación rutinaria. Ciertamente, eso simplificaría mucho las cosas, desde nuestro punto de vista. ¿Puedo llevarme este anuncio y el sobre?

—Desde luego —dije. Me alegré de quitármelo de encima.

Aquella noche me senté a solas en el patio de nuestro piso, contemplando las estrellas. Ahora ya sabía lo que me había ocurrido; por motivos que no comprendía, había sido conectado a una red de comunicaciones intergalácticas, que operaba sirviéndose de la telepatía. Sentado allí solo, a oscuras, tomé conciencia de las estrellas del firmamento y de la enorme cantidad de tránsito que discurría entre ellas. Yo estaba en contacto con una emisora de la red, y escrutaba el cielo tratando de localizarla, aunque lo más probable es que ello fuera imposible.

Un sistema estelar con un nombre de nuestra invención; yo sabía el nombre de la estrella. Era Albemut. Pero no encontré tal estrella catalogada en nuestras obras de referencia, si bien el prefijo Al era común a las estrellas, puesto que significaba el artículo «el» en lengua árabe.

Allí estaba yo, y en lo alto parpadeaba y lucía la estrella Albemut, y de su red llegaban infinidad de mensajes en variadas lenguas ignotas. Lo que había ocurrido era que el operador AI de la emisora Albemut, una unidad de inteligencia artificial, me había reclutado en algún momento previo y mantenía abierto el contacto. Por tanto, la información procedente de la red de comunicaciones llegaba hasta mí, me gustara o no.

Era la voz de la unidad AI lo que yo imaginaba en sueños como la Sibila romana. En realidad no era la Sibila, nada de eso, y tampoco era una mujer; era una entidad completamente sintética. Pero me encantaba el sonido de su voz femenina —seguía viendo la entidad como algo femenino—, pues siempre que la oía en mi mente durante un estado hipnagógico o hipnopómpico, o bien en sueños, significaba que pronto se me informaría acerca de algo. Más allá de la voz de AI, la sintética voz femenina, se encontraba el mismo Sivainvi, el último vínculo integrante con la red de comunicaciones a escala universal. Ahora que había alcanzado la máxima compenetración con ella, me veía saturado por una ingente cantidad de datos; desde el momento que experimentara la avalancha de fosfenos me estaban sobrecargando, suministrándome tantos datos como fuera posible, tal vez en caso de que el contacto se interrumpiera.

Nunca habían estado de visita en la Tierra —ninguna raza de auténticos extraterrestres había aterrizado en sus naves y paseado por aquí—, pero sí habían informado a ciertos humanos de tiempo en tiempo en todas las épocas, especialmente en la antigüedad. Puesto que el contacto se intensificaba entre las tres y las cuatro de la mañana, comprendí que acaso un satélite acelerador extraterrestre orbitara alrededor de la Tierra, un satélite de comunicaciones esclavo que hubiera sido instalado en nuestro cielo miles de años atrás.

—¿Qué haces sentado en el patio? —me preguntó Rachel.

—Escucho —contesté.

—¿Qué escuchas?

—Las voces de las estrellas —dije, aunque hubiera sido más exacto decir las voces procedentes de las estrellas. Pero era como si las mismas estrellas hablaran, mientras estaba sentado allí en la glacial oscuridad, a solas excepto por mi gato, que, de todas formas, había salido por costumbre; todas las noches Pinky se sentaba en la baranda del patio, comunicándose como yo pero durante un período más largo: durante toda su vida adulta. Al verle ahora me percaté de que estaba captando información en la noche, de la noche, de la estructura de parpadeos que componía la luz de las estrellas. Se hallaba en sintonía con el universo, sentado allí afuera como yo, contemplando el firmamento en silencio.

La Caída del hombre, comprendí posteriormente, representaba un distanciamiento del contacto con esta vasta red de comunicaciones y de la unidad AI que se expresaba con la voz de Sivainvi, que para los antiguos sería lo mismo que Dios. En un principio, como el animal que estaba junto a mí, habíamos estado integrados en esta red y habíamos sido expresiones de su identidad y voluntad, que actuaba por medio de nosotros. Algo había fallado; las luces se habían extinguido en la Tierra.