15

… dormía profundamente, sin darse cuenta de lo que ocurría. Pinky dormitaba en alguna parte del cuarto de estar, probablemente en su rincón predilecto del sofá, y en el cuarto de los niños Johnny dormía como un lirón en la cama individual que le habíamos comprado para sustituir su cuna. En el piso reinaba un completo silencio, excepto por el débil zumbido de la nevera de la cocina.

Dios mío, pensé, los colores retroceden cada vez más aprisa, como si alcanzaran velocidad de escape, como si los estuvieran absorbiendo desde el mismo universo. Deben haber llegado a los confines del mundo y se pierden más allá. ¿Y mis pensamientos con ellos? El universo, comprendí, estaba siendo volteado…, invertido. Era una sensación espeluznante, y me infundió un miedo terrible. Algo me estaba ocurriendo, y no había nadie a quien decírselo.

Por algún motivo no se me ocurrió despertar a mi mujer. Me quedé allí tendido, sin más, contemplando las manchas de color nebuloso. Y entonces, con un brusco parpadeo, un cuadrado multicolor apareció exactamente encima de mí. Entendí que se trataba de una violenta actividad de fosfenos; y en ese momento me pasó por la cabeza que las enormes dosis de vitamina C que estuve tomando la habían desencadenado. Yo era el responsable de todo, a causa de mis esfuerzos por curarme a mí mismo.

El exagerado recuerdo multicolor relució y se modificó en el mismo centro de mi campo visual. Semejaba una moderna pintura abstracta; casi podía nombrar al artista, pero no acababa de recordarle. Rápidamente, a la tremenda velocidad de permutación que en el ámbito de televisión denominan montaje relámpago, la estructura de colores equilibrados e idóneos cedió paso a otra estructura, igualmente atractiva. A los pocos segundos llevaba vistas no menos de veinte de ellas; al parecer cada estructura, cada abstracción, al punto cedía paso a otra. El efecto global era deslumbrante.

Paul Klee, me dije entusiasmadísimo. Estoy viendo una colección entera de grabados de Paul Klee… mejor dicho, las pinturas auténticas, ¡todas las telas de un museo! Era con mucho el espectáculo más extraordinario y asombroso que había visto nunca. Asustado como estaba, y perplejo ante la imposibilidad de explicármelo, resolví permanecer inmóvil y disfrutar de ello. Sin lugar a dudas, jamás había experimentado algo semejante; era una excepcional —única, de hecho— oportunidad.

La deslumbradora presentación de gráficos abstractos modernos continuó durante toda la noche, con Paul Klee cediendo paso a Marc Chagall, y éste a Kandinsky, y Kandinsky a un artista cuyo estilo no reconocí. Había literalmente decenas de millares de gráficos de los sucesivos maestros, lo cual hizo que me viniera a la cabeza un singular pensamiento luego de transcurridas dos horas. Estos grandes artistas en modo alguno habían producido tantas obras; evidentemente, les hubiera sido del todo imposible. De Klee solamente ya había visto más de cincuenta mil, si bien era verdad que habían pasado con tal rapidez que no había podido apreciar detalle alguno, más bien únicamente la impresión general de fluctuantes puntos de equilibrio en las diversas pinturas; proporciones variables de claroscuros, diestras pinceladas negras que conferían armonía a lo que de otra manera no habría llegado a la categoría de arte superior.

Tenía la aguda impresión de que esto era alguna suerte de contacto telepático cuyo punto de partida se hallaba en un lugar remotísimo…, que una cámara de televisión estaba recogiendo las distintas pinturas expuestas en un museo de alguna parte; recordé que se decía que el Museo de Leningrado poseía una extraordinaria colección de artistas abstractos franceses, y se me ocurrió que un equipo de la televisión soviética estaba filmando las telas una y otra vez y luego, a seis mil millas a través del espacio, transmitiéndomelas. Pero eso era tan descabellado que no pude aceptarlo. Era más probable que los soviéticos estuvieran realizando un experimento telepático y se sirvieran del material de su museo de arte abstracto para enviarlo a una persona-objetivo en algún lugar, y por motivos ignotos, yo acertara a «oír» —fuera cual fuese el verbo— tal experimento, sintonizando con él por casualidad. El emisor no emitía pensando en mí; no obstante yo estaba contemplando esta maravillosa exposición de gráficos abstractos, la colección entera de Leningrado.

Me pasé la noche entera alegremente despierto, sintonizado con esa exposición soviética o lo que fuera; a la salida del sol aún seguía tumbado boca arriba, completamente despierto, libre de miedo e inquietud, tras haberme visto inmerso en las intensas fluctuaciones de vivos colores a lo largo de más de ocho horas. Rachel se levantó refunfuñando para dar de comer a Johnny. Al salir a mi vez de la cama me di cuenta que veía a la perfección, excepto cuando cerraba los ojos. Entonces veía una reproducción fosfénica, totalmente fija e inalterable, de lo que acababa de mirar: mi dormitorio, y un momento después, el cuarto de estar con sus librerías y vitrinas para discos, la lámpara, el televisor, los muebles. Incluso había un Pinky en negativo, profundamente dormido en su sitio predilecto del extremo del sofá, junto a una revista New Yorker también en negativo.

Pensé: poseo una nueva clase de vista. Una nueva visión. Como si hasta ahora hubiera estado ciego. Pero no lo comprendo.

Yo acostumbraba abordar a mi mujer y referirle con todo detalle mis experiencias nocturnas, pero esta vez no lo hice. Era demasiado… incomprensible. ¿De dónde provenían las transmisiones telepáticas? ¿Debiera hacer algo a modo de respuesta? ¿Escribir a Leningrado de alguna forma y decir que las había recibido?

Tal vez la vitamina C había afectado el metabolismo de mi cerebro, conjeturé. Después de todo, es sumamente ácida; tales cantidades en el organismo causarían una fuerte acidez cerebral. La aceleración psíquica, el bombardeo neural, aumenta en condiciones de acidez. Acaso la intensa aparición de fosfenos —los gráficos multicolores— habían sido proyecciones de un rápido bombardeo mental sincrónico a lo largo de circuitos hasta ahora en desuso. Si tal era el caso, Leningrado nada tenía que ver con ello; todo era una función y una actividad del interior de mi mente.

El ácido Gamma-aminobutírico, comprendí de pronto. Lo que había visto era el efecto de una enorme disminución de este ácido en mi cerebro. Había habido un nuevo bombardeo neural a lo largo de circuitos que normalmente estaban inhibidos. Era una suerte que aún no hubiese escrito a Leningrado.

Me pregunto de qué clase de circuitos se trata, dije para mis adentros. Es probable que con el tiempo lo averigüe.

Ese día me quedé en casa sin ir a trabajar. Hacia mediodía trajeron el correo; bajé la escalinata con paso vacilante, en dirección a la hilera de buzones metálicos, recogí la correspondencia y entré de nuevo. Al dejar las cartas y anuncios en la mesita baja del cuarto de estar, se apoderó de mí una aguda impresión y dije a Rachel:

—Pasado mañana llegará una carta de Nueva York. Es muy peligrosa. Debo estar aquí para recibirla apenas la traigan. —Lo sentí de un modo abrumador.

—¿Una carta de quién? —preguntó Rachel.

—No lo sé —repuse.

—¿La…, la identificarás?

—Sí —dije.

Al día siguiente no hubo correspondencia. Pero al próximo repartieron siete cartas. Casi todas eran de jóvenes artistas en ciernes, y me las enviaban desde Discos Progresistas. Tras haber echado un vistazo a los sobres sin abrirlos, llegué a la última carta que quedaba; llevaba mi nombre y dirección pero no traía remitente.

—Es ésta —dije a Rachel.

—¿No piensas abrirla?

—No —contesté. Discurría acerca de lo que debía hacer con la carta.

—La abriré yo —dijo Rachel, y así lo hizo—. No es más que un impreso de propaganda —explicó, poniendo el contenido en la mesita; instintivamente, por motivos que ignoraba, volví la cabeza para no verlo—. De zapatos —dijo—. Zapatos de venta por correo. Los llaman «Zapatos del mundo real». Con una suela especial que…

—No es un anuncio —dije—. Dale la vuelta.

Ella lo hizo.

—Alguien ha apuntado sus señas en el dorso —dijo—. Una mujer. Se llama…

—No lo leas en voz alta —le pedí bruscamente—. No quiero saber su nombre; si me lo lees, lo recordaré. Pasará a mis bancos de memoria.

—Debe ser la distribuidora —comentó Rachel—. Pero Nick, esto no es nada; son unos simples zapatos.

—Tráeme un bolígrafo y unas tres hojas de papel para máquina de escribir —dije—, y te lo demostraré.

Por de pronto, yo seguía reflexionando para hallar una solución…, una solución a ello, y respecto a ello. Un terror agudo se apoderó mí en cuanto me senté a la mesa con el anuncio de zapatos, mientras Rachel me traía el bolígrafo y el papel. Tuve que leerlo para descifrarlo. Sobrepuestas en un rojo brillante a los negros caracteres, distinguí ciertas palabras del anuncio como si estuvieran en relieve. Rápidamente, las copié en otro papel y luego, no bien hube terminado, se lo tendí a Rachel.

—Léelo —dije—. Pero sólo para ti.

Rachel dijo en voz entrecortada:

—Es un mensaje dirigido a ti. Lleva tu nombre.

—¿Qué dice que haga?

—Algo acerca de grabar a ciertos…, está relacionado con tu trabajo, Nick. Algo acerca de unos miembros del Partido que… no consigo descifrarlo. Tienes una letra tan…

—Pero va dirigido a mí —dije—. Y tiene que ver con Discos Progresistas y mi trabajo allí, y grabar discos de miembros del Partido.

—¿Cómo es posible? —preguntó Rachel—. ¿En un impreso de propaganda de zapatos? Te he visto sacar este mensaje con mis propios ojos, escogiendo palabras de aquí y de allá…, las palabras están de veras en el anuncio; ahora las veo yo misma, cuando lo miro. Pero, ¿cómo has sabido qué palabras escoger?

—Son de diferente color —expliqué—. Son rojas, mientras que las demás palabras son negras.

—¡Todo el anuncio es negro! —protestó Rachel.

—Para mí, no —repliqué. Aún sentía un miedo atroz—. Una clave del Partido —dije—. Instrucciones, y el nombre de mi…, sea lo que sea, jefa; está escrito de su puño y letra en el dorso. Mi contacto oficial.

—Nick —susurró Rachel—, esto es horrible. ¿Eres…?

—No soy comunista —dije sin mentir.

—Pero tú sabías que esto iba a llegar. Y has sabido descifrarlo. Lo estabas esperando. —Me miró con los ojos desorbitados.

Recogí el anuncio de zapatos por primera vez, le di la vuelta, y al hacerlo una voz habló dentro de mi cabeza. Una transformación de mis procesos mentales, para darme un mensaje.

«Las autoridades».

Únicamente esas dos palabras —las autoridades— mientras tenía en la mano la hoja de papel. Esto no procedía de un agente de la KGB que operaba en Nueva York, tal y como había parecido. No se trataba de instrucciones del Partido. Era una falsificación. La cosa funcionaba en tres niveles: a primera vista, a los ojos de Rachel, era un anuncio corriente. Por algún motivo inexplicable, yo había logrado penetrar en la información cifrada entre los datos sin sentido. El porqué da igual, pensé; lo único que importa es que lo he hecho, he podido hacerlo fácilmente. En el tercer y más profundo nivel, era una falsificación: una trampa de la policía para incriminarme. Y aquí estaba yo, sentado con ella en el cuarto de estar de mi propio piso: con una prueba fehaciente de mis desleales actividades. Bastaba para mandarme a la cárcel de por vida y arruinarme por completo a mí y a mi familia.

Tengo que desembarazarme de ella, comprendí. Quemarla. Pero ¿de qué servirá? Me enviarán más por correo. Hasta que me pillen.

La voz en el interior de mi cabeza volvió a hablar. Ahora la reconocí; era la voz de la Sibila, como la había oído en mis sueños visionarios.

«Llama a los APA de Los Angeles. Yo hablaré por ti».

Cogiendo la guía telefónica, busqué el número de emergencia del principal cuartel general de los APA en el sur de California, ubicado en Los Angeles.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Rachel con aprensión, siguiéndome—. ¿Vas a llamar a… los APA? Pero ¿por qué? Santo Dios, Nick, es un suicidio. ¡Quema ese papel!

Marqué.

—Amigos del Pueblo Americano.

En mi mente la Sibila se movió, y de pronto perdí el control de mis órganos vocales; me quedé sin habla. Y en esto ella empezó a hablar por mí, empleando mi voz. Con calma, implacablemente, habló con el agente APA del otro extremo de la línea.

—Quiero denunciar —dijo mi voz, en un tono mesurado que no se parecía en absoluto al mío propio— que estoy sufriendo amenazas del Partido Comunista. Durante meses han estado tratando de obtener mi cooperación en un negocio y yo se las he negado. Ahora intentan persuadirme bajo coacción, por fuerza e intimidación. Hoy he recibido un mensaje cifrado suyo en el correo, indicándome lo que debía hacer por ellos. Yo no quiero hacerlo, aunque me asesinen. Quisiera entregarles este mensaje cifrado a ustedes.

Tras unos momentos de silencio, el agente de los APA dijo:

—No cuelgue, por favor. —Unos cuantos chasquidos, luego silencio.

—Es esencial hacerlo a tiempo —dije a Rachel.

—¿Diga? —dijo otra voz, que parecía de alguien mayor—. ¿Le importaría repetir lo que le acaba de comunicar al telefonista?

—El Partido Comunista —dije—, me está chantajeando para obligarme a colaborar con ellos en un negocio. Yo he rehusado.

—¿Qué clase de negocio?

—Soy un gerente de una firma discográfica —contesté—. Editamos discos de artistas populares. El Partido quiere forzarme a hacer grabaciones de cantantes pro-comunistas para que su mensaje, mensajes cifrados inclusive, se emita por las radios americanas.

—Su nombre.

Le di mi nombre, dirección y número de teléfono. Rachel, afligida, se limitaba a contemplarme en silencio. No podía creer que yo hiciera lo que estaba haciendo. Yo tampoco.

—¿Cómo le están chantajeando, señor Brady? —preguntó la voz.

—Estoy empezando a recibir cartas impactadas suyas —repuse.

—¿Cartas impactadas?

Expliqué:

—Cartas concebidas para provocar una reacción por miedo a las represalias. En clave. No consigo descifrar toda la clave, pero…

—Le enviaremos a alguien. Conserve el material escrito que posee. Desearemos verlo.

Dije, o más bien dijo mi voz:

—Me han dado el nombre de alguien del este con quien ponerme en contacto.

—No se ponga en contacto con ellos. No abandone su domicilio. Aguarde hasta que llegue nuestro representante. Se le darán instrucciones sobre cómo proceder. Y gracias por contactar con nosotros, señor Brady. Ha sido muy patriótico. —El hombre del otro extremo de la línea cortó la comunicación.

—Ya está —dije a Rachel; me sentía desbordante de alivio—. Lo que he hecho —dije—, es librarme del lazo. Lo más probable es que hubieran asaltado este piso antes de una hora. Y por supuesto, antes de mañana.

Ahora, aunque nos atacaran, me daba igual; había hecho la llamada correcta. La emergencia había terminado, y no gracias a mí o a una solución mía, sino a la Sibila.

—Pero supónte —exclamó Rachel frenética— que resulta ser del Partido.

—No es del Partido. No conozco a nadie del Partido; ni siquiera estoy seguro de que exista un Partido. Si existe, no me escribirían a mí, que digamos, y menos aún en clave.

—Podría ser un error de alguna clase. Se propondrían escribir a algún otro.

—Pues que se vayan a la mierda —dije—. De todas formas yo sé que fueron las autoridades; mejor dicho, la Sibila lo sabía. Sivainvi lo sabía. Sivainvi, que ha venido en el momento critico y me ha salvado.

Rachel dijo:

—Creerán que eres comunista, por lo que les has dicho.

—No, no lo creerán. En primer lugar, ningún comunista les habría llamado, y mucho menos les habría contado lo que yo conté. Sabrán que soy exactamente lo que soy: un americano patriota. Que les den por el culo a ellos y al Partido también; por lo que a mí se refiere, son harina del mismo costal. Es el Partido el que mata a sus rivales políticos en las purgas. Ferris Fremont es el Partido, y el Partido mató a los Kennedy y al doctor King y a Jim Pike para apoderarse de América. Tenemos un enemigo y es ése: el camarada Ferris Fremont.

Mi mujer me contemplaba muda de asombro.

—Lo siento —dije—, pero es verdad. Éste es el gran secreto. Esto es lo que la gente no debe saber. Pero yo lo sé. Me lo comunicaron.

—Fremont no es comunista —dijo Rachel quedamente, con la cara pálida—. Es un fascista.

—La URSS se volvió fascista en la época de Stalin —dije—. Ahora es completamente fascista. América era el último reducto de la libertad y ellos la ocuparon interiormente con nombres falsos. Juzgamos demasiado por los nombres y las etiquetas. Fremont es el primer presidente del Partido Comunista, y yo voy a echarle.

—¡Dios mío! —exclamó Rachel.

—Eso es —dije.

—Nunca te he visto demostrar tanta hostilidad, Nick.

—Esa carta de hoy —dije furioso—, ese presunto anuncio de zapatos…, eso es un crimen, y yo soy el blanco. Me voy a cargar a esos hijos de puta por habérmelo enviado, aunque sea lo último que haga.

—Pero…, antes no detestabas tanto al Partido. En Berkeley…

—Ellos jamás intentaron matarme —repliqué.

—¿Pueden…? —Apenas si podía hablar: trémula, se sentó en el brazo del sofá, junto a Pinky. El gato seguía dormitando—. ¿Pueden ayudarte los APA?

—Los APA son el enemigo —contesté—, que se ha hecho el impasse a sí mismo. Conseguiré que haga todo el trabajo; lo he conseguido ya.

—¿Cuántas personas más crees que lo saben? Lo del presidente Fremont, quiero decir.

—Fíjate en su política exterior. Tiene relaciones comerciales con Rusia, les vende cereales con pérdida para nosotros; les concede lo que quieren. Estados Unidos es su proveedor; hace lo que ellos le dicen. Si se quedan sin cereales, les consiguen cereales; si se les está agotando el…

—Pero, ¿y nuestros importantes efectivos militares?

—Sirven para dominar a nuestro pueblo. No al suyo.

Rachel dijo:

—Ayer no lo sabías.

—Lo supe cuando vi el anuncio de zapatos —expliqué—. Cuando vi el mensaje del Partido Comunista… que también era de los APA. Ellos trabajan con la KGB en Nueva York, no contra ella; ¿cómo podría actuar abiertamente si los APA no se lo permitieran? Hay una única comunidad de inteligencia. Y todos nosotros somos víctimas suyas, dondequiera que vivamos.

—Necesito un trago —logró decir Rachel.

—Anímate —dije—. El principio del cambio se ha puesto en marcha. El momento decisivo ha llegado. Todos y cada uno de ellos serán desenmascarados y se les juzgará, y habrán de responder de los crímenes que han cometido.

—¿Gracias a ti? —me miró tímidamente.

—Gracias a Sivainvi —contesté.

Rachel dijo:

—Ya no eres tú, Nick. No eres la misma persona.

—Es cierto —admití.

—¿Quién eres?

Contesté:

—Su adversario. El que se encargará de darles caza.

—No puedes hacerlo solo…

—Se me confiarán los nombres de otras personas.

—¿En tu misma situación?

Asentí con la cabeza.

—De modo que esta carta —dijo Rachel—, este anuncio de zapatos, ni siquiera lo habrían enviado sin el consentimiento y la colaboración de las autoridades americanas.

—Así es —repuse.

—¿Y qué me dices de Aramcheck?

No contesté.

—¿Sivainvi es Aramcheck? —preguntó Rachel con indecisión—. O quizá es mejor que no me lo digas; quizá no deba saberlo.

—Te lo explicaré… —empecé a decir, pero de pronto sentí que dos grandes manos me agarraban por la parte superior de los brazos; me sujetaron tan fuertemente que di un gruñido de dolor. Rachel me miró de hito en hito. Yo había perdido el habla; lo único que podía hacer era procurar resistir la presión de las manos que me asían. Luego, por fin, me soltaron. Estaba libre.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Rachel.

—Nada. —Respiré varias veces, profunda y temblorosamente.

—La expresión de tu cara…, algo te había atacado, ¿no? Has estado a punto de decir algo indebido. —Me dio unas suaves palmaditas en el brazo—. No pasa nada, Nick; no tienes que decirlo. No quiero que lo digas.

—Quizá en otro momento —concluí.