14

Las ardientes ruedas continuaron afligiendo a Nicholas a lo largo de la semana siguiente, oscureciendo su visión, pero sólo por la noche; era su visión nocturna la que se había debilitado. Un médico que le examinó le dijo que semejaba una intoxicación provocada por alcaloides o belladona; ¿había tomado últimamente un exceso de algún medicamento antialérgico? No, contestó Nicholas. A los pocos días tuvo que quedarse en casa sin poder ir a trabajar: le daban vértigos, y cuando probaba de conducir le temblaba la mano y no tenía sensibilidad en los pies. Su médico presumía que podían ser los efectos de alguna clase de tóxico, pero no podía determinar cuál en concreto.

Yo iba todos los días a visitarle. Un día que me presenté en su piso me lo encontré sentado con varias botellas de vitaminas al alcance de la mano, incluido un enorme recipiente de plástico con vitamina C.

—¿Para qué es todo esto? —le pregunté.

Sentado allí, pálido y preocupado, Nicholas me explicó que estaba intentando, según su método particular, extraer la toxina de su organismo; en sus libros de referencia se había informado de que las vitaminas solubles en agua obraban sobre el organismo como diuréticos; tomándolas en suficiente cantidad esperaba poder eliminar las destellantes ruedas dentadas de fuego multicolor que le atormentaban por la noche o bien al parpadear.

—¿Puedes dormir? —le pregunté.

—En absoluto.

Había procurado dejar la radio encendida en la mesilla de noche, puesta en una emisora que emitía rock blandengue, pero tras unas horas la música tomó un sonido siniestro y amenazador; las letras sufrieron un grotesco cambio, y tuvo que parar la radio.

El médico creía que podía ser un problema de tensión arterial. Asimismo se refirió a la posibilidad de que fuera efecto de las drogas. Pero Nicholas no estaba enganchado en nada; yo estaba seguro.

—Y si consigo dormirme —dijo Nicholas en voz trémula— tengo horribles pesadillas.

Me contó una de ellas. En el sueño estaba encerrado en una minúscula jaula debajo del Coliseo en la antigua Roma; arriba en el cielo inmensos lagartos alados le estaban buscando. De repente, los lagartos voladores percibían su presencia debajo del Coliseo; se arrojaban hacia él y pugnaban furiosamente por abrir la puerta de la jaula. Atrapado, con la muerte a un paso, lo único que Nicholas podía hacer era dar siseos para ahuyentar a los lagartos; por lo visto estaba convertido en un pequeño mamífero de alguna especie. Rachel le despertó del sueño y entonces él, medio dormido aún, había sacado la lengua y continuado siseando de una manera furiosa, inhumana. A pesar de que tenía los ojos completamente abiertos, dijo ella. A continuación había vuelto en sí y le había contado a Rachel una enmarañada historia en la que él caminaba hacia la cueva donde vivía, guiado por su gato, Charley. Mirando alrededor de su dormitorio, Nicholas había empezado a lamentarse, temeroso de que Charley se hubiera extraviado. ¿Cómo sabría ahora por dónde ir sin la ayuda del gato, estando ciego como estaba?

Tras esto dejaba la radio sintonizada en una emisora de rock blandengue. Hasta que una noche oyó que se dirigían a él desde el receptor. Le hablaban de un modo sucio y malévolo.

—Nicky el gili —decía la radio, imitando la voz de una popular vocalista cuyo último disco acababa de ser presentado—. Escucha, Nicky el gili: eres despreciable y vas a morir. ¡Inadaptado! ¡Gili, Nicky! ¡Muere, muere, muere!

Se incorporó, y lo oyó despierto del todo. Sí, la radio decía «Nicky el gili», en efecto, y la voz se parecía a la de una conocida cantante; pero comprendió con horror que era sólo una imitación. Era demasiado cruel, demasiado metálica y artificial. Era una parodia mecánica de su voz, y, de todas formas ella no hubiera querido decir esto, y, de haberlo dicho, la emisora no lo habría radiado. Y la voz le hablaba directamente a él.

Después de esto, nunca más volvió a encender la radio.

Durante el día tomaba cantidades cada vez mayores de vitaminas solubles en agua, en particular vitamina C, y se pasaba la noche en vela, agobiado por un tropel de pensamientos aterradores, viendo girar ante sus ojos las dentadas sierras circulares de subidos colores que escondían la puerta por completo. ¿Y si se producía una emergencia nocturna?, se preguntaba. ¿Y si Johnny caí enfermo? No había posibilidad de que Nicholas pudiera llevarlo al hospital; en realidad, si se prendía fuego el edificio, no era probable que Nicholas pudiera encontrar siquiera la salida.

Una noche, la muchacha que vivía en el otro lado del rellano le había pedido que fuera con ella a la planta baja para revisar la caja de fusibles principal; la había acompañado por la escalera exterior sin problema, pero luego, cuando ella volvió a subir corriendo a contestar el teléfono que sonaba, se había quedado indeciso, a ciegas en la oscuridad, sobrecogido y desorientado al máximo, hasta que por fin Rachel bajó y le rescató.

Finalmente decidió acudir a un psiquiatra por primera vez. Éste le diagnosticó manía y le recetó carbonato de litio, conque ahora tomaba tabletas de carbonato de litio además de las vitaminas. Tembloroso y asustado, sin saber lo que le pasaba, se retiraba a su dormitorio sin querer —sin poder— ver a nadie.

La siguiente tragedia que le sobrevino fue una muela del juicio partida y con un absceso. Nicholas no tuvo más remedio que pedir hora inmediatamente al doctor Kosh, el mejor odontólogo de Orange County central.

El pentotal sódico le dio un alivio considerable; era probable que fuese la primera vez en tres semanas que perdía completamente el sentido. Volvió a casa muy animado, hasta que pasaron los efectos de la procaína y el dolor atravesó como un rayo su mandíbula suturada. Se pasó el resto del día acostado, revolviéndose en la cama; aquella noche tuvo tanto dolor que se olvidó de las vertiginosas sierras circulares; al día siguiente telefoneó al doctor Kosh y le rogó que le suministrara un calmante para el dolor bucal.

—¿No le di una receta? —dijo el doctor Kosh distraídamente—. Llamaré a la farmacia y les pediré que se lo lleven en seguida. Le recetaré Darvon-N. Esa muela ha crecido hacia dentro del maxilar; tuve que abrir el maxilar para extraer los fragmentos de muela.

Nicholas se sentó con una bolsita de té húmeda en la boca mientras esperaba que el chico de la farmacia llamara a la puerta.

El timbre sonó por fin.

Mareado aún por el dolor, Nicholas se dirigió a la puerta y la abrió. Una muchacha estaba en el umbral; tenía una larga melena negra, tan negra que parecía azulada. Llevaba un uniforme completamente blanco. Vio que traía puesto un collar de oro, con un pez estilizado del mismo metal colgado de la cadena. Fascinado, contemplando el collar en un estado semi hipnótico, Nicholas no pudo articular palabra.

—Ocho cuarenta y dos —dijo la muchacha.

Al tenderle un billete de diez, él preguntó:

—¿Qué…, qué es este collar?

—Un signo antiguo —repuso la muchacha, alzando su mano izquierda para señalar el pez dorado—. Lo empleaban los primeros cristianos.

Se quedó de pie, con el medicamento en la mano, mirando como se alejaba la muchacha. Allí estaba todavía cuando Rachel fue a darle una palmadita y le hizo volver en sí.

La medicación le alivió el dolor, y al cabo de unos días Nicholas parecía muy mejorado. Pero, naturalmente, aún estaba indispuesto a causa de la operación bucal y guardó reposo en la cama. Las sierras circulares, gracias a Dios, ya habían desaparecido; no las había visto desde que visitara al doctor Kosh.

—Tengo que pedirte un favor —dijo a Rachel un día en que ésta se disponía a ir de compras al Alpha Beta—. ¿Podrías traerme unas cuantas velas votivas y un candelero de cristal? El candelero tiene que ser blanco y las velas también.

—¿Qué es una vela votiva? —preguntó Rachel perpleja.

—Una de esas velitas cortas y gruesas —explicó Nicholas—. Como las que se ven encendidas en las iglesias católicas.

—¿Para qué las quieres?

Nicholas dijo, sin mentir:

—No lo sé. Creo que son curativas. He de reponerme.

Por entonces estaba más tranquilo, pero muy débil a causa de la intervención. A pesar de todo, no parecía estar asustado; la desorientación y el miedo, la excitación que le viéramos en el semblante, se habían extinguido por fin.

—¿Qué tal está tu vista? —le pregunté la noche en que me dejé caer por su casa y entré a su dormitorio.

—Muy bien. —Nicholas estaba tumbado en la cama boca arriba, totalmente vestido; en la mesita de noche ardía una vela votiva blanca.

En cuanto hube cerrado la puerta del dormitorio, dijo, mirando el techo fijamente:

—Phil, de veras oí la radio decir eso: «Nicky el gili», una y otra vez —Yo era el único a quien se lo había contado—. Y sé, igualmente que es imposible que dijera eso. Todavía oigo la voz en mi mente. Pronunciando muy despacio, con mucha insistencia. Como cuando alguien intenta programarte. ¿Entiendes? Programándome para morir. La voz de un demonio. No era humana. Me pregunto cuántas veces la habré oído en sueños sin acordarme después. Si no hubiera padecido insomnio…

—Como tú dices —le interrumpí—, es imposible.

—Existen posibilidades técnicas, tales como una señal electrónica superpuesta, proveniente de un pequeño transmisor amplificador situado muy cerca; pongamos que en el piso contiguo. De este modo no afectaría a los demás receptores, sólo al mío. O procedente de un satélite que pasara por el cielo.

—¿Un qué?

—Se producen muchas interceptaciones ilícitas vía satélite de emisores de radio y televisión en los Estados Unidos —dijo Nicholas—. Normalmente, el material es subliminal. Yo debí captarlo conscientemente de alguna forma, lo cual no estaba previsto que ocurriera. Habrá habido un problema en la transmisión, o algo así. Está más claro que el agua que me despertó del todo, y eso es exactamente lo que no estaba previsto que ocurriera.

—¿Quién lo haría?

Nicholas dijo:

—No lo sé. No tengo ninguna teoría. Alguna sección del gobierno, supongo. O los soviéticos. Actualmente hay muchos transmisores secretos soviéticos en el cielo, que emiten sobre las zonas pobladas como ésta. Radian inmundicias y basura, e insinuaciones perversas. Dios sabe qué tipo de cosas.

—Pero tu nombre…

—Quizá todos los que escuchaban oyeron su propio nombre —repuso Nicholas—. «John, cacho cabrón», o «Vera, eres una bollera». No lo sé. Estoy agotado de intentar resolverlo. —Señaló con el dedo la vela votiva, que vacilaba ligeramente.

—Así que por eso quieres tenerla encendida en todo momento —dije, comprendiendo— Para expulsar…

—Para mantenerme cuerdo —interrumpió Nicholas.

—Nick —dije—, saldrás de esto perfectamente bien. Tengo una teoría. Las ruedas de fuego giratorias se debían a tóxicos o toxinas producidas por tu infectada muela del juicio. Es ésta la razón de que oyeras eso en la radio; estabas muy intoxicado sin saberlo. Ahora que te han hecho la intervención bucal, dejarás de estar intoxicado y te repondrás. Por eso ya estás mejor.

—Te olvidas de algo —dijo—. ¿Y el collar de oro que llevaba la muchacha? ¿Y lo que dijo?

—¿Qué sentido tiene eso?

Nicholas dijo:

—He estado esperando toda mi vida que apareciera en la puerta. La reconocí nada más verla. Allí estaba, y llevaba lo que sabía que iba a llevar. Tuve que preguntarle qué era, me fue del todo imposible evitarlo. Phil, estaba programado para formular esa pregunta. Era mi destino.

—Pero eso no fue algo negativo, como las sierras circulares y lo que oíste por la radio.

—No —convino Nick—. Fue la experiencia más importante que he tenido nunca, como un vislumbre de… —Estuvo un rato en silencio—. Tú no sabes lo que es aguardar año tras año, preguntándote si eso, si ella aparecerá alguna vez…, y al mismo tiempo, saber que aparecerá a la larga. Y entonces, cuando menos lo esperas, pero cuando más falta te hace… —Me dedicó una sonrisa.

La mayor parte de su tensión nerviosa había remitido, pero me dijo que seguía viendo colores por la noche. No ya las ruedas dentadas, sino manchas un tanto imprecisas que flotaban sin más. Los tonos parecían variar con arreglo a sus pensamientos; había una relación directa. En los largos estados hipnagógicos anteriores al sueño, cuando pensaba en temas eróticos, las manchas de color nebuloso se enrojecían; en cierta ocasión creyó ver a Afrodita: desnuda, hermosa y con enormes pechos. Cuando pensaba en temas sagrados, las manchas coloreadas se tornaban de un blanco purísimo.

Ello me trajo a la memoria lo que había leído en el Libro de los Muertos tibetano, la existencia del Bardo Thodol después de que sobrevenga la muerte. El alma avanza encontrándose con luces de diferentes colores; cada color representa una clase distinta de matriz, un tipo diferente de renacimiento. El alma desencarnada debe evitar las matrices malignas y llegar por último a la nítida luz blanca. Decidí no contárselo a Nicholas; ya estaba lo bastante jodido.

—Phil —me dijo—, mientras avanzo por entre esas manchas de luz de diferentes colores, me siento… Es muy extraño. Siento como si me estuviera muriendo. Quizá la intervención bucal me hizo algo funesto. Pero no tengo miedo; parece… natural.

Lo era todo menos eso.

—Estás haciendo extraños viajes, Nick —dije.

Asintió con la cabeza.

—Pero algo ocurre. Algo bueno. Creo que ya he pasado la peor parte. La voz de la radio burlándose de mí e insultándome de ese modo tan grosero, y las sierras dentadas giratorias que casi me quitaron la vista…, ésa fue la peor parte. Con esta vela me siento mejor —señaló con el dedo la delgada llamita de la vela que ardía junto a su cama—. Es raro, ni siquiera estaba seguro de lo que significaba la palabra «votivo»; no recuerdo haberla empleado nunca. Simplemente me vino a la cabeza como la palabra adecuada. Éste era el tipo de vela sagrada que necesitaba, y supe cómo pedirla.

—¿Cuándo vas a volver al trabajo? —pregunté.

—El lunes. Oficialmente estoy de permiso, puedo disponer de mi tiempo como quiera. Ya no estoy de baja por enfermedad. Fue horrible estar casi ciego, y aturdido de semejante forma. Temía que no se terminara nunca.

»Pero cuando vi a la muchacha allí en la puerta, y el signo dorado del pez… Verás, Phil, en la religión órfica griega, alrededor del año 600 antes de Cristo, solían mostrar al iniciado un signo de oro y le decían: «Eres un hijo de la tierra y de los estrellados cielos; recuerda tu nacimiento». Es curioso: «de los estrellados cielos».

—¿Y la persona lo recordaba?

—Debía recordarlo; ignoro si de verdad surtía efecto o no. Debía verse libre de la amnesia y luego empezar a recordar sus orígenes sagrados. Era éste el objeto de todas las ceremonias de los misterios, según tengo entendido. Anamnesis, lo llamaban: supresión de la amnesia, el bloqueo que nos impide recordar. Todos sufrimos ese bloqueo.

»Asimismo existe una anamnesis cristiana: el recuerdo de Cristo, de la Última Cena y la Crucifixión; en la anamnesis cristiana tales acontecimientos se recuerdan del mismo modo, como un recuerdo real. Es el santo milagro íntimo del culto cristiano; es lo que provocan el pan y el vino. «Haced esto en memoria mía», y al hacerlo se recuerda a Jesús de repente. Como si uno le hubiera conocido pero luego se hubiera olvidado de él. El pan y el vino, al tomarlos, lo traen a la memoria.

—Bueno —repuse—, la muchacha te dijo que el pez era un antiguo signo cristiano, de modo que si experimentas lo que me acabas de contar, anamnesia o lo que sea, te acordarás de Cristo.

—Supongo que sí.

—Tengo el presentimiento —dije—, la teoría, en realidad, de que has visto antes a la muchacha morena del collar. Ella reparte medicamentos de la farmacia; ¿no les has mandado algunas veces traerte algo a domicilio? ¿No podría haber venido aquí antes? O bien podrías haberla visto en la farmacia. Los repartidores esperan en la farmacia cuando no tienen quehacer; a veces hasta ejercen de dependientes. Eso explicaría la impresión que te produjo el reconocerla, estando como estabas medio colocado aún por el pentotal sódico; dèja vu, me refiero a lo que ocurre al padecer mucho dolor y bajo los efectos persistentes de…

—La farmacia a la que llamó el médico —interrumpió Nicholas— está cerca de su consultorio, en Anaheim. Yo nunca he estado allí; nunca en mi vida me han traído algo de esa farmacia. La farmacia a la que yo suelo ir se encuentra en Fullerton, junto al consultorio de mi médico.

Silencio.

—Supongo que esto rebate mi teoría —admití—. Pero tú te fijaste en lo que llevaba a causa del dolor, la tensión nerviosa y el estado de ofuscamiento por el pentotal, que todavía te duraba. El collar hizo las veces de objeto hipnotizante, como un reloj que oscila. O como la llama de esta vela —indiqué con el dedo la vela votiva—. Y la alusión a los primeros cristianos te llevó a pensar en conseguirte una vela votiva. Desde tu operación has estado muy sugestionable, casi en un trance hipnótico. Ocurre siempre.

—¿Estás seguro?

—Bueno, parece lógico.

Nicholas dijo:

—Tuve la misteriosa sensación, así Dios me salve… tuve la increíble experiencia, Phil, después de verle el collar y durante unos minutos, de que estaba en la Roma primitiva, en el siglo primero después de Jesucristo. Bien lo sabe Dios. Ella dijo eso y de golpe volví a la realidad. Al mundo actual. Placentia, Orange County, Estados Unidos, todo se había desvanecido. Pero luego regresó.

—Sugestión hipnótica —dije.

Al cabo de unos momentos de silencio, Nicholas dijo:

—Si me estoy muriendo…

—No te estás muriendo —repliqué.

—Si me muero —continuó Nicholas—, ¿quién o qué va a controlar mi cuerpo durante los próximos cuarenta años? Es mi mente la que se está muriendo, Phil; no mi cuerpo. Me estoy marchando. Algo tiene que suplantarme. Algo me suplantará; estoy seguro.

El gato de Nicholas, Pinky, que era parecido a una oveja, entró en el dormitorio. Subió a la cama de un salto y la sobó con las garras, ronroneando, contemplando a Nicholas afectuosamente.

—Vaya gato más raro que tienes —comenté.

—¿Lo notas cambiado? Está empezando a cambiar. No sé por qué. No sé en qué sentido.

Inclinándome, acaricié al gato. Parecía menos fiero que de costumbre, más parecido a una oveja, menos felino. Se diría que las características carnívoras le estaban abandonando.

—Charley —dije, refiriéndome al sueño de Nicholas.

—No, Charley ha desaparecido —repuso Nicholas, y luego se dio cuenta de lo que había dicho—. Charley nunca ha existido —rectificó.

—Ha existido durante algún tiempo, sin embargo —dije.

—Charley era muy diferente de Pinky —explicó Nicholas—. Pero ambos me sirvieron de guía. De distintas maneras. Charley conocía el bosque. Era más bien como un gato tótem, como el que un indio podría tener. —Medio para sí, Nicholas murmuró—: De veras no entiendo lo que le pasa a Pinky. Ya no quiere comer carne. Cuando le damos de comer carne se echa a temblar. Como si hubiera algo de malo en comer carne; como si le hubieran herido.

—¿No se marchó durante algún tiempo?

—Volvió hace poco —contestó Nicholas vagamente.

No dio más explicaciones. Al cabo de un rato dijo:

—Phil, este gato empezó a cambiar el mismo día en que vi por primera vez las sierras circulares y tuviste que traerme a casa. Así que te marchaste, me quedé tendido en el sofá con una toalla sobre los ojos, y Pinky se levantó como si supiera que me pasaba algo. Se puso a buscar qué me estaba haciendo mal. Quería encontrarlo y curarlo, hacer que me repusiera. No paró de caminar a mi lado, encima de mí y a mi alrededor, buscando y buscando. Yo percibí lo que le pasaba, su inquietud, su amor. No llegó a encontrarlo. Al final se tumbó sobre mi barriga y se quedó allí hasta que me levanté. Hasta con los ojos cerrados percibía que intentaba todavía dar con el problema. Pero con ese cerebro tan pequeño… Los gatos tienen cerebros realmente pequeños.

Pinky se había echado en la cama junto al hombro de Nicholas, ronroneando, mirándole fijamente.

—Si pudiera hablar —murmuró Nicholas.

—Parece como si tratara de comunicarse contigo —dije.

Nicholas dijo al gato:

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres decir?

El gato siguió mirándole a la cara con la misma fijeza; nunca había visto una expresión semejante en la cara de un animal, ni siquiera en la de un perro.

—Nunca estuvo así —dijo Nicholas— antes del cambio. De las sierras circulares, quiero decir; antes de aquel día.

—Aquel extraño día —dije.

El día, pensé, en que todo empezó a modificarse para Nicholas, dejándole débil y pasivo, tal cual estaba ahora: dispuesto a aceptar lo que viniera.

—Dicen —expliqué— que al final de los tiempos, en la Parusía, se producirá un cambio en los animales. Todos se amansarán.

—¿Quién lo dice?

—Los Testigos de Jehová. Me enseñaron un libro que venden por las casas; había una lámina que mostraba a los diversos animales salvajes yaciendo juntos, ya no más salvajes. Me recuerda a tu gato.

—Ya no más salvajes —murmuró Nicholas.

—Tu pareces estar igual —dije—. Como si te hubieran quitado los colmillos… Bueno, supongo que eso tiene una explicación. —Me eché a reír.

—Hoy temprano —dijo Nicholas— me he quedado medio dormido y he soñado que estaba en el pasado, en la isla griega de Lemnos. Había un jarrón dorado oscuro sobre una mesa de tres patas, y un precioso diván… Era el 842 antes de Cristo. ¿Qué ocurrió en el año 842? Fue durante el período micénico, cuando Creta era una gran potencia.

—Ocho cuarenta y dos —dije— es el precio que pagaste por tus calmantes. Es una cantidad, no una fecha. Dinero.

Pestañeó.

—Sí, había monedas de oro también.

—La muchacha te dijo «ocho cuarenta y dos» —yo estaba tratando de hacerle concentrar, de alertarle de nuevo—. ¿No lo recuerdas?

Pensé para mí: Vuelve, Nicholas. A este mundo. Al presente. Desde cualquier otro mundo al que te dejes llevar para rehuir el dolor y el miedo…, el miedo a las autoridades, el miedo a lo que nos depara el destino a todos en este país. Hemos de defendernos por última vez.

—Nick —dije—, tienes que resistir.

—Lo que sucede no es malo. Es extraño, y empezó de una forma terrible, pero ya no lo es. Creo que esto es lo que esperaba.

—Está muy claro que te están exprimiendo —dije—. Yo me lo tomaría a mal.

—Tal vez es la única manera de hacerlo. ¿Qué sabemos de este tipo de procesos? Nada de nada. ¿Quién de nosotros ha asistido nunca al desarrollo de alguno? Creo que sucedían hace mucho tiempo; pero no actualmente, a excepción de mi caso.

Esa noche le dejé preocupado. Nicholas había decidido sucumbir y no había nada que hacer. Nadie podía llevarle la contraria, ni siquiera yo. Como una barca echada sin remos a la corriente, él avanzaba sin control, con rumbo dondequiera que ésta le llevase, hacia la impenetrable oscuridad que se extendía más allá.

Me imagino que era un modo de evadirse de la presencia de Ferris F. Fremont y todo cuanto él representaba. Era una lástima que yo no pudiera hacer lo mismo; entonces podría olvidar mis pesadillas sobre APAs que me echaban la puerta abajo con mandamientos judiciales, droga oculta en mi casa, Vivian Kaplan acudiendo al fiscal del Estado con una demanda falsificada de alguna clase.

Cuando Nicholas fue a acostarse aquella noche, se dio cuenta, como de costumbre, de que no podía pegar ojo. Sus pensamientos se aceleraban más y más, y con ellos las manchas externas de color proyectadas por su mente en la semipenumbra de su dormitorio. Por último se levantó y fue descalzo a la cocina a buscar un poco de vitamina C.

Aquí fue cuando hizo un importante descubrimiento. Desde el principio había dado por sentado que las cápsulas de su botellón eran de cien miligramos, como las de la botella anterior. Sin embargo, ésta era vitamina C de efecto retardado y cada cápsula no contenía cien miligramos sino quinientos. Por tanto, Nicholas estaba tomando cinco veces la cantidad de vitamina C que había supuesto. Haciendo una rápida cuenta descubrió que estaba tomando un exceso de siete gramos al día, aparte de las demás vitaminas. Al principio esto le espantó, pero luego se convenció a sí mismo de que no tenía por qué alarmarse puesto que la vitamina C era soluble en agua; su organismo la excretaba cada veinticuatro horas y por ese motivo no se acumulaba. No obstante, siete gramos diarios era sin duda una importante cantidad. ¡Siete mil miligramos o más! Había saturado realmente su organismo. Bueno, se dijo; eso debiera eliminar todo lo que se hubiera depositado en mi sistema celular, el carbonato de litio inclusive; sale tan deprisa como entra.

Volvió a la cama, ahora un poco asustado; se tendió boca arriba y se tapó con las mantas. La vela votiva ardía en la mesa a su derecha. Conforme sus ojos se adaptaban a la penumbra, veía las flotantes manchas de color, pero retrocedían ante él cada vez más deprisa a medida que sus pensamientos —maníacos, había dicho el psiquiatra— igualaban su velocidad. Están huyendo, pensó, al igual que mi cabeza; mi mente se va con ellas.

Todo estaba en silencio. A su izquierda, Rachel…