Los polis no llegaron a venir; lo que Vivian Kaplan hubiera estado tramando no dio resultado, y yo pude relajarme. En los días sucesivos mi temperatura se normalizó, y probablemente también mi presión sanguínea. Empecé a pensar de manera más razonable. No obstante, pregunté a mi abogado cómo podía proceder para evitar que ocultaran droga en mi casa.
—Escribe una carta al Departamento de Abuso de Drogas de Orange County —me recomendó—. Cuéntales la situación.
—¿Servirá eso…?
—Todavía pueden detenerte, pero cuando encuentren la carta en sus archivos, cabe que sean indulgentes.
De todas formas, nada ocurrió. Ya no pasaba tantas noches en vela. Era claro que Vivian se había tirado un farol; empezaba a observar mucho faroleo de un tiempo a esta parte. La policía semejaba tener afición a esta táctica; con ella conseguían que el sospechoso realizara por su cuenta el trabajo agotador, como muy bien había demostrado yo con mi voluntad de participar.
Se desayunan con gente como yo, me dije. El tramar llevarme al huerto a Vivian había afectado gravemente mi confianza en mis tácticas. No lograba recuperar la convicción de que al final yo, y la gente como yo, prevaleceríamos. Para prevalecer tendría que volverme mucho menos estúpido.
Naturalmente se lo conté todo a Nicholas. Él, naturalmente, no pudo creerlo.
—¿Tú hiciste eso? —exclamó—. ¿Te acostaste con una APA menor de edad que llevaba droga en el bolso? Dios mío; si te dieran un pastel con una sierra dentro, seguro que cortarías los barrotes para meterte en la cárcel. ¿Quieres que te proporcione el pastel? Rachel tendrá mucho gusto en prepararlo. La sierra tráela tú.
—Vivian me montó tantos numeritos al mismo tiempo que me despisté —dije.
—Una chica de diecisiete años siempre mete en la cárcel a un hombre adulto e inteligente. Aun cuando él se ande con suma prudencia.
Dije, verazmente:
—No sería la primera vez.
—De ahora en adelante ni te acerques a ella —dijo Nicholas—. Ni se te ocurra. Dedícate a los huecos de la madera, si es preciso. A cualquier cosa menos a ella.
—¡Vale! —dije irritado. Pero sabía que volvería a ver a Vivian Kaplan. Ella me buscaría. Habría otro round con las autoridades…, puede que varios. Hasta que nos tuvieran a Nicholas y a mí en la red a satisfacción suya. Hasta que fuéramos inofensivos.
Me pregunté si la supuesta protección que Sivainvi proporcionaba a Nicholas me incluía a mí. Al fin y al cabo, nos unía idéntica suerte: éramos dos emisoras principales en la red de la cultura pop, tal y como habían dicho los APA. Piedras angulares, por así decirlo, de la vox populi.
Acaso la única entidad a la que podíamos acudir a pedir ayuda en esta tiránica situación fuera Sivainvi. Sivainvi contra F.F.F. El Príncipe de este Mundo —Ferris Fremont— y su enemigo de otra esfera, un enemigo que Fremont ni siquiera sabía que existiese. Un producto de la mente de Nicholas Brady. El pronóstico no era reconfortante. Yo habría preferido algo o alguien más tangible. Sin embargo, era mejor que nada; proporcionaba un cierto consuelo psicológico. Nicholas, en el retiro de nuestras íntimas sesiones de conversación, presagiaba inmensas operaciones emprendidas por Sivainvi y sus ejércitos superiores contra la cruel esclavitud en que nos hallábamos. Eso, desde luego, ayudaba a soportar el ver la televisión, que ahora se componía en su mayor parte de seriales de propaganda que ensalzaban la policía, la autoridad en general, la guerra, los accidentes automovilísticos y el Viejo Oeste, en donde habían predominado las virtudes sencillas. John Wayne había llegado a ser el héroe popular oficial de América.
Y, además, estaba la semanal «conversación con el hombre en el que confiamos», o sea Ferris F. Fremont discurseando desde un aposento de la Casa Blanca al amor de la lumbre.
Era muy problemático conseguir que las masas viesen a Ferris Fremont pronunciar un discurso, pues tenía una forma pesadísima de hablar. Era como aguantar una interminable conferencia sobre algún oscuro aspecto de economía política… exactamente así, ya que Ferris Fremont nos hacía siempre un balance de todos los ministerios. Estaba claro que tras esa mediocre figura se escondía un nutrido equipo de la Casa Blanca, que en la sombra le suministraba infinidad de datos mecanografiados que tocaban todos los temas referentes a su mandato. Fremont, por su parte, no parecía sensible a la densidad de tales discursos. «La producción siderúrgica», mascullaba, leyendo mal la mitad de las palabras de la papeleta, «ha subido un tres por ciento, dando origen a un justificado optimismo en el sector agrícola». Yo siempre me sentía de retorno en la escuela, y los tests que debíamos rellenar acto seguido reforzaban tal sensación.
Sin embargo, esto no hacía de Ferris Fremont una figura decorativa que sirviese como tapadera del equipo que le suministraba los datos; al contrario: cuando se desviaba de su guión preparado, la auténtica ferocidad que llevaba dentro se patentizaba. Le gustaba desviarse cuando se hacía alusión a cuestiones relacionadas con América, su honor y destino. El Asia Oriental era un lugar en el que los muchachos americanos estaban demostrando dicho honor, y Fremont no podía permitir que una referencia a ese tema pasara sin el añadido de una improvisada plática; durante ésta su cetrino semblante se fruncía nerviosamente, y despotricaba con inflexible determinación contra todos aquellos que pusieran en duda el poderío americano. Según las palabras de Fremont, estábamos pletóricos de poderío. Dedicaba la mitad de su vida a prevenirnos contra inefables enemigos de ese poderío. Por regla general, yo imaginaba que se refería a los chinos, si bien él rara vez encontraba un motivo para nombrarlos. Al ser de California, Fremont reservaba en su corazón un lugar especial para los chinos; con oírle hablar se diría que nos habían cobrado un precio excesivo al tendernos la vía férrea, cuestión ésta que no podía —y el honor no le permitiría— olvidar.
Sin lugar a dudas, era el peor disertante que yo había oído nunca. Con frecuencia deseaba que el invisible equipo de la Casa Blanca integrado por sus compatriotas se rebelara, escogiera a un miembro con facilidad de palabra, y le diera autoridad para concluir el discurso preparado para Fremont. Vistiéndole con el austero traje a rayas y la chillona corbata, pocos se darían cuenta.
Todas las emisoras y cadenas de televisión informaban de esas artificiales pláticas a la hora pico, y no estaba de más escucharlas. Había que hacerlo con la puerta de entrada abierta, para que las cuadrillas itinerantes de APAs pudieran realizar inspecciones in situ. Repartían tarjetitas en las que se formulaban diversas preguntas simples acerca del último discurso; se debían cotejar las respuestas correctas y luego echar la tarjeta en un buzón. El enorme equipo de la Casa Blanca examinaba las respuestas para cerciorarse de que se había entendido lo que se escuchaba. Era obligatorio poner el número de seguridad social en la tarjeta; las autoridades empezaban a organizar todos sus expedientes partiendo de tales números. Las tarjetas enviadas iban a parar al expediente permanente de uno; el motivo, nadie lo sabía. Nos figurábamos que las tarjetas ampliaban los expedientes. Quizá había sutiles preguntas de pega, tales como las de la escala K del Multifásico de Minessota, la denominada escala «de mentiras».
Algunas veces las preguntas parecían enrevesadas, lo cual duplicaba la posibilidad de dar por descuido una respuesta incriminatoria. Una de ellas decía:
Rusia se está:
1) debilitando.
2) fortaleciendo.
3) manteniendo a un nivel similar al del Mundo Libre.
Naturalmente, nosotros tres, que rellenábamos las tarjetas al unísono, marcamos la segunda. La ideología de las autoridades recalcaba siempre la creciente fuerza de Rusia, y la necesidad en que se veía el Mundo Libre de duplicar constantemente su presupuesto armamentista con el único fin de no ser menos que ellos.
Sin embargo, una pregunta posterior hacía que tal respuesta se tornara sospechosa.
La tecnología rusa es
1) excelente.
2) adecuada.
3) típicamente inepta.
Bueno, si se marcaba la primera parecía que se estaba haciendo un cumplido a los rusos. La segunda era probablemente la mejor, ya que cabía la posibilidad de que fuera cierta, pero, según estaba expresada la tercera parecía sugerirse que el ciudadano sensato la marcaría sin vacilar. Después de todo, ¿qué se podía esperar de la sometida mentalidad eslava? Típica ineptitud, por supuesto. Nosotros éramos excelentes, ellos no.
Ahora bien, si su tecnología era típicamente inepta, ¿cómo se fortalecía más que nosotros una nación dotada de una tecnología típicamente inepta? Nicholas, Rachel y yo volvimos a la pregunta anterior y sustituimos nuestras respuestas por la primera. Así encajaba con «típicamente inepta». El cuestionario semanal tenía numerosas trampas. La URSS, como un luchador japonés, era estúpida y lista al mismo tiempo, fuerte y débil, con probabilidad de ganar y expuesta irrevocablemente a perder. Lo único que teníamos que hacer en el Mundo Libre era no desfallecer nunca, cosa que lograríamos entregando nuestras tarjetas con regularidad. Era lo menos que podíamos hacer.
La respuesta al antedicho dilema nos la comunicaba Ferris Fremont la semana siguiente. ¿Cómo se fortalecía más que nosotros una nación dotada de una tecnología típicamente inepta? Por medio de la subversión en nuestra propia patria, el debilitamiento de la voluntad de los americanos mediante la argucia del derrotismo. En la siguiente tarjeta figuraba una pregunta acerca de ello:
El mayor enemigo con que se enfrenta América es
1) Rusia.
2) nuestro elevado nivel de vida, el más alto en los anales del mundo.
3) los que se infiltran secretamente entre nosotros.
Sabíamos que nos tocaba poner la tercera. Esa noche, no obstante, Nicholas estaba de un humor alocado; quería marcar la segunda.
—Es nuestro nivel de vida, Phil —dijo guiñándome el ojo—. Va a ser nuestra perdición. Marquemos todos la segunda.
—Lo que va a ser nuestra perdición es que andemos tonteando con estas tarjetas de respuesta —le dije—. Ellos se toman en serio las respuestas.
—Si ni siquiera las leen —dijo Rachel—. Sólo quieren asegurarse de que se escuche el discurso semanal de Fremont. ¿Cómo se las arreglarían para leer tantas tarjetas? Doscientos millones a la semana.
—Lectura por ordenador —dije.
—Voto por que señalemos la segunda en esta pregunta —insistió Nicholas. Y así lo hizo.
Rellenamos las tarjetas y luego, a sugerencia de Nicholas, fuimos a pie él y yo hasta el buzón, con las tres tarjetas metidas en los sobres ya franqueados que facilitaba el gobierno.
—Quiero hablar contigo —me dijo Nicholas, nada más salir.
—De acuerdo —repuse.
Creí que quería hablar de las tarjetas, pero Nicholas no pensaba en ellas. No bien rompió a hablar comprendí por qué se había comportado de un modo tan caprichoso.
—Recibí la más convincente comunicación de Sivainvi hasta la fecha —dijo en voz baja y muy seria—. Me reanimó por completo. Hasta ahora, nada ha… bueno, te lo contaré. Tuve otra percepción visual de la mujer. Estaba sentada en el suelo de un moderno cuarto de estar, junto a una mesita baja. Había un grupo de hombres alrededor de ella, todos vestían costosos trajes al estilo oriental, trajes del sistema. Eran jóvenes. Estaban absortos en una discusión. La mujer, de repente, cuando fueron conscientes de ella… —se interrumpió—. Conectó el tercer ojo, el que tiene una lente en vez de pupila; lo dirigió hacia ellos, y Phil… leyó sus almas. Lo que habían hecho y no querían confesar, lo que pensaban hacer: todo lo referente a ellos. Y no dejó de sonreír. No imaginaron siquiera que poseía aquel ojo con la lente que lo veía todo y leía en lo más hondo de ellos. No quedó secreto alguno por descubrir, nada que ella ignorase. ¿Sabes lo que averiguó?
—Dímelo —le rogué.
—Que eran conspiradores —contestó Nicholas—. Habían urdido las muertes de todos los que fueron asesinados: el doctor King, los dos Kennedy, Jim Pike, Malcolm X, George Lincoln Rockwell, el dirigente del Partido Nazi…, de todos ellos. Phil, pongo a Dios por testigo de que tuve esa visión. Y conforme la miraba, se me dio a entender lo que era: la Sibila. La Sibila romana que defiende la República. Nuestra República.
Habíamos llegado al buzón. Nicholas se detuvo, se volvió a mí y me puso la mano en el hombro.
—Me dio a entender que les había visto y sabía de sus crímenes, y que terminarían siendo procesados. El hecho de que les hubiera visto lo certificaba. No hay posibilidad alguna de que se libren de pagar por lo que han hecho.
—Y ellos no se percataron de su presencia —dije.
—Ni siquiera imaginaron que se sabía de sus actos, y que la mujer sabía de ellos. Ni siquiera les pasó por la cabeza. Seguían bromeando y riendo, como un grupo de amigos; y ella les vigilaba con su tercer ojo, el ojo de la lente, y sonreía con ellos. Y después, tanto el ojo como la lente desaparecieron y ella recobró el aspecto de una persona normal. Igual que cualquiera.
—¿Cuál es el objeto de la conspiración?
Nicholas dijo en voz ronca:
—Todos son compinches de Ferris Fremont. Sin excepción. Se me dio a entender —lo sobreentendí— que el escenario era una habitación de un hotel de Washington, un lujoso hotel.
—Dios mío —dije—. Bien, aquí veo dos datos distintos. Nuestra situación es peor de lo que creíamos; éste es un dato. El otro es que vamos a recibir ayuda.
—Oh, seguro que ella nos va a ayudar —dijo Nicholas—. Te lo digo yo, chico: no quisiera estar en su pellejo. Y no paraban de sonreír de oreja a oreja, y venga decir chorradas. Se creen que ya está hecho. Qué va; están perdidos.
—Creía que éramos nosotros los que estábamos perdidos.
—No —dijo Nicholas—. Son ellos.
—¿Hemos de hacer algo?
—Tú no lo creo —dijo Nicholas—. Pero… —titubeó— me figuro que a mí sí me corresponderá hacer algo. Creo que van a servirse de mí, cuando llegue el momento. Cuando empiecen a actuar.
—Ya están actuando —dije—; ¿no te lo comunicaron al principio? Ojalá lo comunicaran a las personas necesarias. La verdad de cómo se instauró nuestro régimen actual. Sobre un montón de cadáveres de algunos de los mejores hombres de nuestro tiempo.
—Es muy grave —dijo Nicholas.
—¿Estás seguro de que no lo soñaste todo, simplemente? —pregunté.
—Me llegó en sueños —admitió Nicholas—. Nunca en mi vida me habían emitido nada semejante. Phil, ya viste lo que ocurrió aquella noche con Johnny. Cuando…
—De modo que Ferris Fremont tramó sus muertes —dije.
—Eso es lo que descubrió la Sibila, sí.
—¿Por qué te eligieron a ti? —pregunté—. Te lo comunicaron a ti como si no hubiera otros.
—Phil —dijo Nicholas—, ¿cuánto se tarda en publicar un libro? Desde el momento que te pones a escribirlo.
—Mucho tiempo —repuse—. Un año y medio como mínimo.
—Es demasiado. Ella no piensa esperar tanto; lo percibí. Me di cuenta.
—¿Cuánto piensa esperar?
Nicholas contestó:
—No creo que tenga intención de esperar. Creo que para ellos planificar es lo mismo que actuar. Planifican y actúan simultáneamente; pensar en algo es realizarlo. Son formas mentales absolutas, mentes puras. Ella es una inteligencia omnisciente para la que no existen secretos. Es espeluznante.
—Pero si es una noticia buenísima —dije.
—Para nosotros, a pesar de todo, es una buena noticia —dijo Nicholas—. Dentro de poco se terminará el tener que enviar estas jodidas tarjetas.
—Lo que deberías hacer —dije— es escribir a Ferris Fremont y decirle que la Sibila romana ha puesto el ojo encima de él y sus secuaces. ¿Qué sabes de la Sibila romana? ¿Sabes algo?
—Esta mañana he investigado sobre ella en mi Britannica —explicó Nicholas—. Es inmortal. La primera Sibila se encontraba en Grecia; era un oráculo del Dios Apolo. Posteriormente defendió la República romana; escribió varios libros que se consultaban cuando la República estaba en peligro.
»Ahora pienso en los grandes libros semejantes a Biblias que me mostraron al principio, cuando se iniciaron mis experiencias. ¿Sabes que la Sibila se volvió sagrada para los cristianos? La tenían por una profeta, como los profetas hebreos, que guardaban a los hombres temerosos de Dios de todo mal.
Parecía exactamente lo que necesitábamos. Protección divina. La guardiana de la República había oído nuestras súplicas desde los pasadizos del tiempo, tal y como acostumbraba. Al fin y al cabo, ¿acaso no eran los Estados Unidos una prolongación de la República romana, a través del tiempo lineal? En muchos aspectos lo era. Habíamos heredado la Sibila; puesto que era inmortal, había seguido existiendo tras la desaparición de Roma. Ésta había desaparecido, pero seguía existiendo bajo nuevas formas, con nuevos sistemas lingüísticos y nuevas costumbres. El núcleo del imperio persistía; una lengua, un sistema jurídico y monetario, buenos caminos; y la cristiandad, la última religión legal del Imperio Romano. Después de la Alta Edad Media lo habíamos reconstruido tal como era, e incluso perfeccionado. Las ramas del imperialismo se habían extendido hasta el Asia Sudoriental. Y, pensé, Ferris F. Fremont es nuestro Nerón.
—Si no se tardara tanto en publicar un libro —decía Nicholas—, creería que Sivainvi me lo comunicó para que pudiera contártelo a ti y tú lo utilizaras como idea para un argumento. Pero el factor tiempo lo excluye…, a no ser que lo hayas hecho ya. —Me miró ilusionado.
—Qué va —dije, con toda franqueza—. No he utilizado nada de lo que me contaste. Es demasiado liado.
—Pero lo crees, ¿verdad?
—Me lo creo todo. Como un agente del FBI me dijo una vez mientras me cacheaba: «Créete todo lo que oigas».
—Y ¿no puedes utilizarlo?
—Es para ti, Nicholas —dije—. Ellos te necesitan a ti, no a mí. Conque ponte a currar.
—Me pondré a «currar» en cuanto me den la señal —repuso Nicholas—. La señal desinhibidora.
La estaba esperando aún. La espera debía resultar penosa, pero no tanto, ciertamente, como tener que decidir qué hacer y cuándo. Lo único que debía hacer era esperar hasta que la señal llegase por impulso propio y desinhibiera la secular entidad que dormía dentro de él.
—Si Sivainvi se propone echar a Ferris Fremont del poder —dije—, me pregunto cómo piensa llevarlo a cabo.
—Puede que causando defectos de nacimiento a sus hijos.
Me eché a reír.
—Ya sabes a qué suena eso, ¿no? Jehová contra los egipcios.
Nicholas no replicó. Seguimos andando.
—¿Estás seguro de que no es Jehová? —le pregunté.
—Es difícil demostrar que no; que no es algo.
—Pero, ¿has pensado muy en serio en la posibilidad de que lo sea? Porque si lo es, no podemos perder; y ellos no pueden ganar.
—Están condenados a muerte —dijo Nicholas.
—¿Sabes lo que van a coger? —pregunté—. Coágulos sanguíneos, hipertensión, enfermedades cardíacas, cáncer; sus aviones se estrellarán, las sabandijas devorarán sus jardines, el agua de sus piscinas de Florida se cubrirá de moho letal. ¿Sabes cuáles son las consecuencias de tratar de oponerse a Jehová?
—No me lo digas —repuso Nicholas—. Yo no lo haré. No lo haría ni muerto.
—Sería preferible estar muerto —aseguré.
De pronto Nicholas agachó la cabeza, me asió por el brazo.
—Phil…, lo único que veo son deslumbrantes ruedas de fuego. ¿Cómo voy a volver a casa? —La voz le temblaba de miedo—. Ruedas de fuego, como fuegos artificiales… ¡Dios bendito, estoy casi ciego!
Fue el principio de su transformación. ¡En qué condiciones tan desfavorables había empezado! Tuve que llevarle a casa con su mujer y su hijo, como si fuera un niño. Durante todo el camino estuvo murmurando atemorizado, encogiéndose y agarrándose a mí. Nunca le había visto tan asustado.