La chica se llamaba Vivian Kaplan. Esperé una hora para cerciorarme de que estuviera en casa, y entonces marqué su número.
—¿Diga?
La saludé, le dije quién era y luego le expliqué que me había armado un lío tratando de redactar mi declaración sobre Nicholas.
—Quizá —dije— se deba a lo mucho que sé de él. No hay nadie que sepa tantas cosas de él como yo. Es difícil saber lo que poner y lo que no. Después de todo, quiero obtener una buena clasificación. —Imaginé que esto la encandilaría.
—Estoy segura de que es capaz de hacerlo —dijo Vivian Kaplan—. Usted es escritor profesional; vamos, las amas de casa y los mecánicos lo hacen sin problemas.
—Puede que precisamente se deba a que soy escritor profesional —dije.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, yo escribo ficción. Estoy acostumbrado a inventar las cosas.
Vivian dijo:
—En estos documentos no tiene que inventar nada, Phil.
—Una parte de la verdad sobre Nicholas suena como la más extravagante de las ficciones, así que…, que Dios me ayude.
Esto la enganchó.
—¿Eh?
—El escándalo —dije— que le obligó —que nos obligó a los tres— a abandonar Berkeley y emigrar hasta aquí. En gran medida, sigue llevando su secreto encerrado en el corazón.
—«Escándalo» —repitió Vivian—. «Secreto».
—No pudo quedarse en Berkeley. ¿Te vendría bien volver a pasarte por aquí y hablamos de ello?
—Un rato solamente —contestó Vivian—. No dispongo de mucho tiempo.
—Para ayudarme a empezar, nada más —dije, encantado.
Al cabo de media hora un Chevy II rojo se detuvo en la avenida. Bajó Vivian Kaplan, bolso en mano, vistiendo un abrigo corto de imitación piel. La hice pasar a mi casa.
—Te lo agradezco de veras —le dije, mientras la invitaba a sentarse en el cuarto de estar. Cogí su abrigo y lo colgué en el ropero.
Sacando un cuadernillo y un bolígrafo del bolso, Vivian se dispuso a escribir.
—¿Cómo se produjo el escándalo que afectó al señor Brady allá en Berkeley? Usted dicte y yo tomaré nota.
Traje una botella de vino de la cocina, un Louis Martini de cinco años.
—Para mí no, por favor —dijo Vivian.
—Un sorbito, nada más. Fue un buen año.
—Pues un sorbito, venga.
Escancié vino para ambos. Había puesto música de fondo y atenuado las luces. Vivian, sin embargo, no parecía notarlo; esperaba atentamente lo que tenía que decir. Ni siquiera probó el vino.
—Nicholas —dije— habla con Dios.
Ella me miró de hito en hito, boquiabierta.
—Empezó en Berkeley. Verás, cuando era pequeño fue cuáquero. Estoy seguro de que eso figura en vuestros archivos. Los cuáqueros creen que el Espíritu Santo puede acercarse a uno y hablarle. Durante toda su vida Nicholas esperó que Dios —que es la misma persona que el Espíritu Santo, en particular si uno es trinitario, y Nicholas y yo lo somos— viniera a hablarle. Un par de años antes de que abandonáramos Berkeley, a principios de los sesenta, Dios habló con él por primera vez.
Vivian, que escuchaba, no había escrito palabra.
—Desde entonces —continué—, Nicholas ha estado en estrecha relación con Dios. Habla con él tal como tú y yo hablamos ahora.
—Dios mío —exclamó Vivian con impaciencia—, esto no sirve para nada; no puedo informar de ello.
—¿Conoces a alguien más que converse regularmente con Dios? —pregunté—. La vida de Nicholas está completamente subordinada a ello; hablar con Dios y escuchar a Dios hablarle a su vez, lo es todo para él. Es comprensible que lo sea. Yo le envidio su experiencia.
Vivian dejó el bolígrafo.
—¿Está seguro de que no está loco? A mí me parece una locura.
—Tendrías que apuntarlo —le recomendé—. Voy a revelarte algunas de las cosas que Dios le ha comunicado.
—¿Y a mí qué me importa? —exclamó Vivian, nerviosamente—. ¡Esto no tiene que ver con la política! ¿Qué podemos hacer con esta clase de información?
—Dios dijo —le expliqué—, que hará caer plagas sobre toda esta situación y la purificará. Plagas líquidas, diría yo a simple vista; algo relacionado con el agua.
—¡Cojones! —exclamó Vivian con fastidio.
—Creo que también dijo que pondría un arco iris en el cielo —expliqué—. A continuación, como señal de paz entre Dios y el hombre.
Bruscamente, Vivian dijo:
—¿Y eso es todo lo que usted puede hacer?
—Ya te he dicho que me costaba trabajo abordar la cuestión. Por eso quería que vinieras. —Me senté en el sofá junto a ella y le cogí el bolígrafo—. Yo apuntaré la primera frase. «Nicholas Brady…»
—¿Me ha llamado por un asunto religioso? No podemos hacer nada con un asunto religioso; nada de lo que se refiere a Dios es antipatriótico. Dios no figura en nuestra lista. ¿No tiene algo más que ofrecer?
—En Berkeley —dije—, hablar con Dios es un escándalo. Allí Nick encontró la ruina cuando lo dijo en confianza a ciertas personas. Le echaron como a un animal.
—Aquello es Berkeley —dijo Vivian—. Allí no hay más que ateos y rojos. No me sorprende. Pero esto es Orange County: el mundo real.
—¿Quieres decir que aquí eso no origina desaprobación?
—Claro que no.
Exhalé un suspiro de alivio.
—Entonces Nicholas por fin está seguro.
—Phil —dijo Vivian—, habrá otras cosas que sepa acerca de Nicholas, cosas, usted ya me entiende, que contrarresten todo esto de Dios.
—No es posible —repliqué— contrarrestar a Dios. Él es todopoderoso y omnisciente.
—Me refiero desde el punto de vista del expediente político que estamos preparando.
—Bebe un poco de vino —dije, alargándole el vaso.
—No, no bebo vino —admitió nerviosamente—. Pero he traído un poco de buena hierba. —Abrió el bolso y hurgó en su interior.
Apenas si me quedé asombrado. Lo imaginaba.
—Necesito una cajita —dijo—, para aliñarla. Y una tarjeta; una tarjeta de crédito por ejemplo. Mire, ésta servirá. —Encontró una blanca tarjeta de visita en su cartera.
—Déjame ver esto —dije, tendiendo la mano. Vivian puso en ella la bolsita de hierba; salí entonces del cuarto de estar y la llevé al lavabo, donde al punto cerré la puerta con pestillo. En seguida hube echado la marihuana al retrete y tirado de la cadena; en mi casa no hallarían contrabando, al menos no esta bolsita.
—¿Qué hace? —exclamó Vivian con brusquedad desde el otro lado de la puerta; se puso a llamar con los nudillos—. ¿Qué ha hecho?
Tiré una vez más de la cadena, para asegurarme del todo y luego, con calma, quité el pestillo y abrí la puerta.
—¿La ha tirado al retrete? —preguntó incrédula.
—Sí, así es —contesté.
—¿Por qué? Bueno, da igual; lo hecho, hecho está. Tengo un poco de chocolate de calidad superior que podemos fumar. Por suerte he traído mi pipa para hachís. —Volvió al cuarto de estar; la seguí. Caí en la cuenta de que quitarle el chocolate sería más difícil, sobre todo después de lo que acababa de hacer.
Vivian se sentó en el sofá, descalza, recogidas las piernas, encendiendo el minúsculo dado de chocolate en su pipa.
—Tome. —Así que la pipa echó humo me la tendió—. Hacía meses que no fumaba un chocolate tan bueno. Te coloca de veras.
—No quiero drogas en mi casa —dije.
—No nos ve nadie.
—Me están preparando una encerrona —dije.
—Todo el mundo cree que le están preparando una encerrona. Yo llevo dos años flipándome y nunca me han detenido.
—Ya, pero tú eres una APA.
—Eso me lo pone más peligroso —dijo Vivian—. La mayoría de APAs son muy íntegros; es muy arriesgado estar con los APA y fliparse a un tiempo. Tengo que esperar hasta que estoy en compañía de gente como usted antes de hacerlo. Ése es uno de los motivos por los que me alegré cuando me asignaran informar acerca de usted. Por eso vine esta noche cuando me llamó, para que pudiéramos fliparnos juntos.
—Yo no me flipo —aseguré.
—Claro que se flipa. Todo el mundo lo sabe. Es uno de los mayores drogotas de América. Lo dice en los datos biográficos publicados en sus libros…, fíjese en lo que Harlan Ellison escribió en Visiones peligrosas. Lo tenemos por triplicado. Y todos sus amigos dicen que se flipa.
—Aquello fue una invención —dije—, para vender libros.
—Se flipa —repitió Vivian—. Venga, devuélvame la pipa. Me toca a mí dar una calada.
Era más bien complicado arrojar la pipa para hachís al retrete, de modo que se la devolví. Vivian aspiró profundamente, con la cara encendida.
Al volvérmela a pasar dijo, tosiendo:
—El chocolate me pone cachonda.
—Ah —comenté—. Vaya.
—¿Y a ti? ¿Te pone cachondo? —Dio otra calada a la pipa; los ojos ya empezaban a ponérsele vidriosos, a desenfocársele; todo su cuerpo parecía desmadejado, gratamente cómodo.
—Vamos al dormitorio —dije.
—Dentro de un minuto. Cuando hayamos terminado el chocolate. —Siguió fumando, ahora de manera ritual, de una forma lánguida y alegre. Su ansiedad, su agitación provocada por mi informe político y por haberle tirado la bolsita de hierba, habían desaparecido.
Había llegado el momento de volver las tornas a la tiranía que me agobiaba. En cuanto hubiera hecho de la pequeña Vivian Kaplan mi amante se me habrían acabado los desvelos a causa del informe político. Cogiéndola de la mano, dejé la pipa para hachís en la mesita y la ayudé a levantarse.
—¿Tomas la píldora? —le pregunté mientras la llevaba pasillo abajo hacia el dormitorio. Tenía que sostenerla para que no zigzagueara y topase con la pared.
—Claro que sí —contestó Vivian. Ya se desabrochaba la blusa, pensativamente, al acercarnos a la puerta del dormitorio, que estaba abierta; canturreando sonriente a causa del chocolate, entró en el dormitorio y yo cerré la puerta de golpe.
—Un minuto —dije, en tanto ella se sentaba al borde de la cama y se quitaba la falda—. Vuelvo en seguida. —Regresé al cuarto de estar, donde ella había dejado la pipa para hachís. La repuse en su bolso con cuidado y lo cerré, pensando: si fuerzan la entrada y descubren la droga, evidentemente será suya. A pesar de los esfuerzos de Vivian, no podrían echarme el muerto.
—Date prisa —dijo Vivian desde el dormitorio—. Estoy empezando a quedarme sobeta. —Fui corriendo por el pasillo hasta el dormitorio y la encontré tendida en la cama, desnuda, con la ropa amontonada en mi silla de trabajo.
—Algunas veces el chocolate me da sueño —dijo—. Tengo que ponerme a ello en seguida o luego no estoy por lo que hago.
Hicimos el amor. Hacia el final Vivian se quedó dormida, profunda y apaciblemente. Bueno, me dije, mientras iba silenciosamente por el pasillo hacia el cuarto de baño para ducharme, ahora soy el dueño —antes que la víctima— de la situación. Esta chica ya no me espiará más. He transformado a una enemiga en algo mejor aún que una amiga: una copartícipe en una conspiración de sexualidad.
Luego de haberme duchado volví a entrar en el dormitorio y la encontré durmiendo y tapada con la manta.
—Vivian —dije, tocándole la espalda—. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo de beber?
—Tengo hambre —murmuró Vivian soñolienta—. Después de echar un polvo siempre tengo un hambre terrible. Cuando empecé a echar polvos, al terminar me zampaba todo lo que había en la nevera. Medio pollo, una pizza, dos hamburguesas y más de un litro de leche…, cualquier cosa que encontrara.
—Puedo prepararte una empanada congelada —sugerí.
—¿Tienes algún refresco? ¿Una Pepsi, por ejemplo?
Tenía una lata de cerveza Coors y se la llevé. Vivian se sentó en la cama en ropa interior, bebiendo la cerveza.
—¿Qué haces cuando no trabajas para los APA? —le pregunté—. Quiero decir que no puedes pasarte la vida haciendo mandados para ellos.
—Estudio —dijo Vivian.
—¿Dónde? ¿En el Cal State Fullerton? ¿En el Santa Ana College?
—En el Instituto de Valentia —contestó Vivian—. Soy alumna de último año. Me licencio este junio.
—¡En el instituto! —exclamé, consternado—. Vivian… —Apenas si podía hablar; temblaba de miedo—. ¿Cuántos años tienes, por Dios?
—Diecisiete —repuso Vivian, bebiendo sorbitos de cerveza—. En septiembre cumpliré los dieciocho.
¡Oh, señor!, exclamé en mis adentros, comprendiéndolo todo. Es menor de edad. ¡Es un estupro! Tan malo como la droga…, peor, en realidad. Lo único que debe hacer es mencionarlo a la policía; el arresto es automático.
—Vivian —rezongué—, para ti es ilegal acostarte conmigo. ¿No lo sabes? —Empecé a reunir sus ropas—. ¡Tienes que largarte de aquí pitando!
—Nadie sabe que estoy aquí —dijo Vivian con calma; siguió bebiendo la cerveza Coors— Excepto Bill.
—¿Quién coño es «Bill»?
—El chico con el que iba hoy por la tarde, cuando vinimos en equipo. Prometí llamarle al volver a casa, para que supiera que estoy bien. Somos novios.
Eso fue la última gota; me dejé caer en la silla frente a ella, mirándola fijamente, sin más.
—No le importará —dijo Vivian—. Con tal que te limites a presentar a tiempo tu respuesta política. Eso es lo único que le preocupa, ganar puntos en el cartel general. Llevamos un sistema de cuota, pero Bill siempre rebasa su cuota y gana puntos extras. Es el APA más fanático que tenemos. Por eso me gusta; ¿sabes?, en cierto modo compensa mi actitud indiferente, como ellos lo llaman. A mí apenas si me importa la cuota o los puntos; simplemente me gusta conocer a la gente que nos asignan.
Había caído en mi propia trampa. Mi idea, mi estratagema consistía en hacer volver a la chica a mi casa por la noche, con un falso pretexto, a fin de acostarme con ella. Había metido el culo en la cama y el cuello en el lazo, todo en una maniobra única. Estupendo. Y ahora, ¿qué remedio me quedaba? Me tenían bien agarrado. O colaboraba, o iba derecho a la cárcel de Orange County. Y en la cárcel de Orange County la gente moría, los mataban a palos; ocurría constantemente. En particular con los presos políticos.
Me pasaré el resto de mi vida escribiendo confesiones, me dije. Y artículos acerca de mis amigos. Si me pidieran que hiciera un libro entero sobre Nicholas, tendría que obedecer. Estoy en manos de Vivian Kaplan. Creo que ha sido un montaje, pensé de pronto. Ella me persuadió a hacerlo; por eso envían a jóvenes atractivas a rondar por ahí, chicas menores de edad que no lo parecen. Chicas provistas de droga y largas piernas y una sonrisa cordial e inocente, chicas que acceden encantadas a venir a tu casa a altas horas de la noche, solas. Chicas cuyos números telefónicos están mecanografiados delante del jodido equipo del soplón con toda esplendidez. Un verdadero señuelo.
—Ahora bien, en cuanto al asunto de Dios —dijo Vivian, en tono práctico. Los efectos del chocolate habían desparecido, ya no estaba melosa—. No lo puedes utilizar, Phil; no nos interesa el hecho de que Nicholas Brady hable con Dios. Solamente queremos saber qué vínculos con el Partido Comunista le quedan de su antigua época de activista en Berkeley. Mi superior cree que a Brady le dieron el puesto en Discos Progresistas a fin de que pudiera promocionar furtivamente, con gran cautela, a nuevos artistas izquierdistas en ciernes. Es una técnica que usan con frecuencia; mientras tanto, naturalmente, Brady permanece inactivo por su parte. Pero debe tener relaciones con las personas que le dan órdenes, aunque sólo sea por correspondencia. Tú estás en condiciones de leer su correspondencia ¿verdad? Es así como el Partido mantiene el control: por medió de la correspondencia procedente de Nueva York, en donde opera la KGB. Ello relaciona al que opera aquí con Moscú y la red internacional de planificación. Queremos saber cuáles de los artistas que han contratado son cripto-comunistas y de quién recibe él sus órdenes; éstos son los dos flancos de…
—Nicholas sólo intenta hacer pasta —dije con cansancio—. Para que su hijo pueda ir al dentista.
—¿No se ve con alguien de Nueva York? ¿O prefiere las llamadas telefónicas?
—Intervenid su teléfono —dije—, a mí me da igual.
—Si pudieras apoderarte de su cuenta telefónica —continuó Vivian—, y comprobar si ha llamado a Nueva York; eso querría decir…
—Vivian —dije—, no pienso hacerlo.
—¿No piensas hacer qué?
—Espiar a Nicholas. O a otra persona. Os podéis ir a tomar por el culo. Llévate tu equipo. Ya estoy harto.
Tras unos momentos de silencio, Vivian dijo:
—Tenemos mucha tela sobre ti, Phil. Muchas personas saben cantidad acerca de ti.
—Y qué —dije, resignado a todo y resentido a un tiempo, dispuesto a tirar la toalla, pasara lo que pasara. Lo que podían hacerme tenía un límite, y de ahí no podían pasar. Vivian dijo:
—He leído tu expediente.
—¿Y bien?
—Se podrían presentar cargos contra ti que se mantendrían en un tribunal.
—En eso te equivocas —dije, pero era yo el que estaba faroleando, no ella. Y ambos lo sabíamos; veía la sensación de certidumbre reflejarse en su cara.
—¿Prefieres que te persigamos a ti en vez de a Nicholas? —preguntó. Encogí los hombros—. Podría prepararse. En realidad, podríamos deteneros a los dos juntos; vuestras vidas están entrelazadas. Si uno cae, el otro cae automáticamente.
—¿Eso es lo que te dijo tu superior en el cuartel general de los APA? —le pregunté.
—Hablamos de ello. Varios de nosotros.
—Pues haced lo imposible —dije—. Ya sé que habéis estado ocultando droga aquí en mi casa; la encontré y me deshice de ella. Recibí un soplo.
—No pudiste haberla encontrado toda —dijo Vivian.
—¿Hay una cantidad infinita?
—No, pero la persona que la oculta… —se interrumpió.
—Si la puede esconder —dije en tono de hastío—, yo la puedo encontrar. Y si la encuentro, se acabó la droga. Como la bolsita de hierba que traías. Una APA fumando hierba…, no encaja. Tú y tu puñetera pipa para hachís… Dios bendito, así que sacaste la hierba supe que me estabas tendiendo una encerrona.
Vivian dijo:
—Phil, hace mucho que te tendieron una encerrona. Lo que he hecho hoy es muy poca cosa. Acostarte conmigo…
—Déjame echar un vistazo a tu permiso de conducción de California. —De pronto se me ocurrió algo. Quizá no fuera menor de edad, después de todo. Antes que pudiera abrir la boca, salí corriendo del dormitorio y crucé el pasillo en dirección al cuarto de estar; Vivian se precipitó detrás mío, tratando de alcanzarme. De nada sirvió; me introduje a duras penas en el vestíbulo y llegué antes que ella al cuarto de estar y a su bolso.
—¡Apártate de mi bolso! —chilló.
Cogí su bolso, entré con él a toda prisa en el cuarto de baño y cerré la puerta con pestillo. Al instante hube desparramado su contenido sobre la alfombrilla.
En el permiso de conducción constaba que tenía diecinueve años. No era menor de edad. Eso también había sido una trampa de la policía, y una trampa sin fundamento. Se acabó. Pero me demostró cuán cerca estaba del borde del desastre, lo poco que me impedía sumirme en el olvido.
Abrí la puerta del cuarto de baño. A Vivian no se la veía en ninguna parte. Escuchando, aguzando los oídos, oí su voz a lo lejos; estaba hablando por teléfono en el dormitorio. No bien entré en el dormitorio colgó y se puso en pie mirándome en actitud retadora.
—¿Puedo recuperar mis cosas? —preguntó.
—Claro —dije—. Están sobre la alfombrilla del cuarto de baño. Cógelas tú misma. —La acompañé al cuarto de baño, en donde se arrodilló y se puso a recoger sus papeles, cosméticos, la cartera y objetos diversos.
—¿Qué has hecho? —pregunté—. ¿Llamar a los APA para comunicarles que el plan no dio resultado?
Vivian remetió sus cosas en el bolso, se irguió, volvió al dormitorio silenciosamente para ponerse los zapatos, fue por el pasillo al cuarto de estar, donde se vistió el abrigo, y luego, reunidas ya todas sus pertenencias, la pipa para hachís inclusive, abrió la puerta principal y anduvo paseo arriba hacia su coche aparcado.
La acompañé. Hacia una noche templada y agradable. Estaba satisfecho de veras; había eludido otra trampa de la policía.
—Hasta pronto, Phil —dijo Vivian.
—No, hasta nunca —repliqué, abriéndole la portezuela del coche—. No quiero verte más. Ni en la cama, ni fuera de ella.
—Me volverás a ver —dijo Vivian, entrando en el coche y arrancando el motor.
—No tienes nada que me acuse; no tengo por qué verte.
—Pregúntame lo que he hecho mientras tú te duchabas.
Bajé los ojos y la miré; estaba sentada tranquilamente al volante de su coche.
—Has ocul…
—La he ocultado donde nunca la encontrarás —dijo Vivian; empezó a elevar la ventanilla rápidamente.
—¿Qué has ocultado? —Aferré la ventanilla, pero siguió elevándola; aferré la manija de la portezuela, pero había echado la llave.
—Cocaína —contestó Vivian. La ventanilla se cerró, metió una marcha y el automóvil avanzó por la calle con gran estruendo y giró bruscamente a la derecha con chirriar de neumáticos. Me quedé allí, impotente, viéndola desaparecer.
Tonterías, me dije. Otro cuento, como lo de ser menor de edad.
Pero…, ¿cómo podía estar seguro? Al menos me había pasado quince minutos en la ducha. Vivian Kaplan había dispuesto de quince minutos libres y sin estorbos para ocultar lo que quisiera en cualquier sitio de mi casa: ocultar droga, fisgonear, leer, comprobar dónde estaba todo…, para hacer lo que le diera la gana. Tal vez, pensé, todo lo de acostarse conmigo no había sido más que un truco…, encaminado a desorientarme por medio de la distracción, para que no tuviera presente la cuestión verdadera. ¿Y cuál era la cuestión verdadera? El hecho de que una reconocida agente del gobierno, llevando un brazal que como tal la identificaba públicamente, hubiera logrado que le diera quince minutos de pleno privilegio para ir y venir por mi casa, sola. Había estado allí legalmente. Yo la había invitado. Y eso, después de que mi amigo el poli me hubiera prevenido.
Es inútil prevenirme, me dije con ira rabiosa e impotente Soy un jodido estúpido. Por mucho que me prevengan yo sigo enredándome como un cabezota. Les invito a casa; luego me encierro en la ducha un cuarto de hora, ofreciéndoles mi casa a discreción. Igual podría haber ocultado una pistola además de droga. Ya estoy otra vez como antes; iré a la cárcel para siempre. Víctima de una estratagema de la policía que ha salido a la perfección, y en la que yo mismo he hecho casi todo el trabajo.
¿Y si es otra mentira? Supongamos que no escondió coca alguna. Las cantidades de coca son diminutas; podría pasarme días buscando, semanas, y no llegar a encontrarla; y si no existe, podría volverme loco, exaltarme hasta un delirio psicótico paranoide y no encontrarla…, no encontrarla y no saber jamás si hay una pulgarada en algún rincón o si nunca existió. Y entretanto, contar cada minuto del día y de la noche a la espera de que se presenten los polis a causa de un chivatazo y me detengan, echen abajo una pared y encuentren la coca en seguida; una condena de diez años.
Con un súbito estremecimiento, pensé: tal vez su llamada telefónica fuera el chivatazo. El chivatazo que la policía estaba esperando; no para decirles que las drogas están aquí, sino que las había colocado aquí con éxito, que cuando forzaran la entrada y registraran la casa encontrarían algo.
En ese caso, mis días —mis horas— están contadas, pensé. Es inútil buscar. Es preferible sentarse y nada más. Tan sólo volver a entrar en casa y sentarme.
Así lo hice. Cerré la puerta principal y me senté en el sofá; al poco rato me levanté para poner la radio. Volví a sentarme. Escuché una interpretación del Concierto del Emperador de Beethoven; permanecí sentado, esperando, escuchando no la conocida música, sino los ruidos de los coches que se acercaban. Era una experiencia horrible. El tiempo se dilataba enormemente. Por último tuve que ir a la cocina para consultar el reloj del horno a fin de hacerme una idea de lo tarde que era. Transcurrió una hora, dos horas. Nadie vino: no hubo coches ni golpes en la puerta, ni detonaciones de fusil, ni hombres de uniforme. Nada más que la música que sonaba en la radio y la casa ocupada solamente por mí.
Me palpé la frente; estaba caliente y sudorosa. Fui al cuarto de baño, cogí el termómetro, lo sacudí para hacerlo bajar y me tomé la temperatura. Estaba a treinta y ocho grados: febril por el miedo y la tensión. Mi cuerpo había enfermado a causa de la tensión nerviosa que sufría, una tensión injusta pero muy real. Ella fue muy astuta al salir disparada de aquí, admití para mis adentros. Tras decirme lo de la droga, fuera cierto o no. Si vuelve a aparecer por aquí, la mataré. Lo sabe y no se acercará.
Si salgo de ésta, me dije, escribiré un libro sobre lo que me ha ocurrido. De un modo u otro idearé una forma de introducirlo en una novela. Así los demás lo sabrán. Vivian Kaplan pasará a la historia por lo que es, por lo que hace. Me prometo a mí mismo no cejar en el empeño.
Nunca pisoteéis a un escritor, me dije, a menos que estéis convencidos de que no puede alzarse a vuestras espaldas. Si tenéis intención de liquidarle, cercioraos de que está muerto. Porque si está vivo hablará: hablará en forma escrita, en la página impresa e inalterable.
Pero, ¿acaso estoy vivo?, me pregunté.
Sólo el tiempo lo diría. En ese momento me sentía como si me hubieran dado un golpe mortal, como si me hubieran clavado un puñal profundamente; el dolor era insoportable. Pero podía sobrevivir. Había sobrevivido al ataque de mi casa; había sobrevivido a muchas cosas. Era probable que también sobreviviera a esto. Si era así, los APA tendrían dificultades, Vivian Kaplan en concreto.
Eso me dije, pero no lo creía de verdad. Lo que creía era que los APA y su dueño Ferris Fremont me tenían bien cogido. Y yo mismo había hecho saltar la trampa; eso era lo peor, lo que más dolía. Mi propia astucia me había traicionado, me había entregado al enemigo. Eso era difícil de soportar.