Aquella noche recibí una llamada de un poli que conocía.
—Hay mucha gente que tiene libre acceso a tu casa, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, creo que sí —dije.
—Ahí va un soplo que he recibido. Alguien está ocultando droga en tu casa y los APA del barrio lo saben. Si nos envían a buscarla y damos con ella tendremos que detenerte.
—¿Aunque sepáis que la esconde otro?
—Exacto —repuso el poli—. Es la ley. Mejor que la encuentres y la tires al retrete antes de que nos manden ir para allá.
Me pasé lo que quedaba de la noche buscándola. En total encontré cinco alijos de drogas en cinco sitios distintos, incluso uno dentro del mismo teléfono. Me deshice de todos, pero quizá se me pasó alguno por alto. No había forma de saberlo con certeza. Y quienquiera que fuese, podía ocultar más.
Al día siguiente dos APAs vinieron a hacerme una visita. Éstos eran jóvenes: un muchacho esbelto que vestía camisa blanca, pantalones flojos y corbata, acompañado de una chica con una larga falda. Podrían haber sido misioneros mormones, pero ambos llevaban el brazal de los APA. Los peores APAs eran los jovenzuelos, así que no me alegré mucho de ver a este par. Los APA jóvenes eran los fanáticos cabezas de lanza.
—¿Podemos sentarnos? —dijo el muchacho con prontitud.
—Claro —repuse, sin moverme. Mi amigo el poli me había avisado justo a tiempo.
La chica, sentada en mi sofá con las manos cruzadas, dijo:
—Tenemos amigos en común. Nicholas Brady.
—Oh —dije.
—Sí —intervino el muchacho—. Somos amigos suyos. Ha hablado mucho de usted; ¿es escritor, verdad?
—Ajá —contesté.
—¿No estaremos interrumpiendo su trabajo? —preguntó el muchacho. Eran la pulcritud y la cortesía personificadas.
—Qué va —dije.
—No cabe duda de que ha escrito varias novelas importantes —dijo la chica—. Ubik, Hombres del castillo…
—El hombre en el castillo —la corregí. Era evidente que nunca había leído mis obras.
—Desde luego —dijo la chica—, tanto usted como el señor Brady han contribuido enormemente a nuestra cultura popular, usted con sus relatos y él escogiendo a los artistas que merecían grabar discos. ¿Es ése el motivo por el que los dos residen en esta zona, en la capital mundial del espectáculo?
—¿Orange County? —pregunté.
—La región del sur.
—Bien, aquí es más fácil conocer a gente —dije con vaguedad.
—Usted y el señor Brady son amigos desde hace muchos años, ¿no? —dijo el muchacho—. Vivieron juntos en Berkeley, como compañeros de cuarto.
—Ajá —repuse.
—Y después él se trasladó aquí, y al cabo de unos años usted también.
—Sí, bueno, somos grandes amigos.
—¿Estaría dispuesto a firmar una declaración notarial, bajo juramento, en cuanto a la lealtad política de él y su esposa?
Cogido por sorpresa, dije:
—¿Cómo?
—¿O no estaría dispuesto?
—Claro que sí —repuse.
—Quisiéramos que redactara tal declaración durante los próximos días —dijo la chica— Le ayudaremos en la preparación del borrador definitivo en nuestro cuartel general. Y le dejaremos varios modelos en los que basar el suyo, además de un manual de instrucciones.
—¿Para qué? —pregunté.
—Para ayudar a su amigo —contestó la chica.
—¿Por qué necesita ayuda? —dije.
El muchacho contestó:
—Nicholas Brady posee un historial sospechoso, desde su época en Berkeley. Si quiere conservar el puesto que ahora ocupa, le hará falta el apoyo de sus amigos. Usted está dispuesto a apoyarle, ¿verdad? Usted es amigo suyo.
—Apoyaré a Nicholas todo lo que pueda. —Al decirlo, supe por instinto que me había tragado el anzuelo; estaba metido en alguna imprecisa trampa policíaca.
—Bien —dijo la chica, y sonrió, después de lo cual los dos se levantaron para irse. El muchacho puso un paquete de plástico en la mesita baja.
—Su equipo —dijo—. Instrucciones, consejos útiles, modelos; siendo escritor, sin duda le resultará muy fácil. Junto con su declaración acerca de su amigo, quisiéramos que redactara una reseña autobiográfica, así la persona que lea su declaración le conocerá un poco.
—¿Un bosquejo que incluya qué? —dije, y ahora estaba asustado de veras, totalmente seguro de que había caído en una trampa.
—También hay instrucciones para eso —dijo la chica, y los dos se marcharon. Me quedé a solas con el equipo de plástico rojiblanco y azul. Sentándome, abrí el paquete y me puse a hojear el folleto de instrucciones, que estaba impreso en elegante papel satinado. Llevaba el sello presidencial y la firma impresa de F.F.F.
Querido americano:
Ha sido invitado a escribir un breve artículo sobre el tema que mejor conoce: ¡usted mismo! Le atañe exclusivamente a usted decidir qué cuestiones considera oportunas y cuáles entiende que deberían excluirse. Con todo, no sólo se le clasificará por sus inclusiones sino por lo que omita.
Tal vez ha sido una delegación de sus amigos y vecinos, los Amigos del Pueblo Americano, quienes le han sugerido llevara a cabo tal solicitud. O tal vez ha rellenado este formulario por iniciativa propia. O tal vez la policía de su barrio se lo sugirió como una forma de…
Busqué en el folleto de instrucciones la preparación de una declaración notarial sobre la lealtad de un amigo.
Querido americano:
Ha sido invitado a escribir un breve artículo sobre un tema que conoce sobremanera: ¡un amigo íntimo! Le atañe exclusivamente a usted decidir qué cuestiones considera oportunas y cuáles entiende que deberían excluirse. Con todo, cuantas más cosas incluya, tanto mayor será el beneficio que le reportará a su amigo. Naturalmente, todo lo que usted escriba acerca de él se tendrá por completamente confidencial; este artículo es solamente para uso oficial.
Tal vez ha sido una delegación de sus amigos y vecinos, los Amigos del Pueblo Americano, quienes le han sugerido…
Me senté ante mi máquina de escribir, metí una hoja en ella, y me dispuse a componer la reseña autobiográfica:
A QUIEN PUEDA INTERESAR:
Yo, Philip K. Dick, en perfecta posesión de mis facultades mentales y gozando cabalmente de buena salud, deseo confesar que vengo siendo, desde un período que abarca varios años, un alto oficial de la organización conocida por sus enemigos como Aramcheck. En el curso de mi adiestramiento para la subversión y el espionaje, he aprendido a mentir y, si no a mentir abiertamente, a tergiversar con tanta eficacia que cuanto digo carece de valor para aquellos que están en posesión del poder en esta nuestra nación objetivo, los EE.UU. de A. Teniendo en cuenta estas salvedades, pasaré a prestar declaración sobre mi amigo de toda la vida Nicholas Brady, quien, que yo recuerde, ha sido un encubierto partidario y defensor de los principios de Aramcheck durante años, mudando de parecer de acuerdo con los constantes cambios que se suceden en el programa general de Aramcheck a fin de armonizarlo con la política de la China Popular y otras potencias socialistas, sin excluir la URSS, una de nuestras primeras adquisiciones en la lucha de poder contra el hombre, lucha que hemos librado desde nuestros orígenes en la Edad Media.
Acaso debiera extenderme sobre Aramcheck, a fin de clarificar mi propia situación. Aramcheck, un vástago de la iglesia católica romana, opera sobre el principio de que los medios justifican el fin. Por consiguiente, empleamos los mayores medios posibles, sin tener en cuenta el fin, conscientes de que Dios dispondrá lo que el simple hombre ha propuesto. A tales efectos, empleamos y hemos empleado todas las artimañas, estrategias y recursos que han estado a nuestro alcance para desbaratar las ambiciones de Ferris F. Fremont, el actual títere dictador de los EE.UU. de A. Durante su niñez, por citar un ejemplo, acordamos estampar el nombre de nuestra organización en la acera de la calle donde se encontraba su casa natal, con el fin de acojonarle alevosamente para que se hiciera a la idea de que, con el tiempo, NOS LO CARGARÍAMOS.
Firmé este documento y luego me senté cómodamente para estudiar la situación en que estaba metido. No era nada satisfactoria. Reconocí el equipo de plástico rojiblanco y azul; era el célebre equipo de «información voluntaria», la primera medida destinada a atraer a un ciudadano hacia el sistema de inteligencia activo del gobierno. Al igual que con las revisiones de ingresos, tarde o temprano todos los ciudadanos recibían uno. Así vivíamos bajo el mandato de F.F.F.
Si no entregaba mi bosquejo autobiográfico y mi declaración sobre Nicholas, los APA volverían, y la próxima vez no serían tan corteses. Si presentaba un informe incompleto acerca de Nicholas y de mí, solicitarían cortésmente más datos. Era una técnica utilizada primeramente por los norcoreanos con los prisioneros americanos: daban papel y lápiz a uno y le decían que apuntara lo que le viniera en gana acerca de sí mismo, sin recibir indicación alguna de los carceleros. Las revelaciones que hacían los cautivos sobre ellos mismos eran asombrosas, superaban con creces lo que habrían confesado bajo presión. Llegado el momento de delatar, un hombre era su propio y peor enemigo, una rata mortífera para sí mismo. Lo único que debía hacer era sentarme ante la máquina de escribir el tiempo necesario y les contaría todo cuanto sabía de mí y de Nicholas, y cabía la posibilidad de que, tras haberles referido los hechos, continuara con fantásticas invenciones, encaminadas todas ellas a llamar la atención —y despertar la admiración— de mi público.
El ser humano tiene la deplorable propensión a desvivirse por agradar.
Yo era, en realidad, exactamente igual que aquellos americanos apresados: un prisionero de guerra. Había llegado a tal situación en noviembre de 1968, cuando F.F.F. fue elegido. Así estábamos todos; ahora morábamos en una inmensa prisión sin paredes, confinada por Canadá, México y dos océanos. Había carceleros, celadores, soplones, y, en algún lugar del centro oeste, la solitaria reclusión de los campos de internamiento especiales. Casi nadie parecía darse cuenta. Puesto que no existían barrotes materiales ni alambre de espino, puesto que no habían cometido crímenes, no les habían detenido ni llevado ante los tribunales, no comprendían el cambio, la espantosa transformación de la coyuntura en que se hallaban. Era el típico caso de un hombre al que se rapta mientras permanece inmóvil. Puesto que no les habían llevado a ninguna parte, y puesto que habían elegido la nueva tiranía, eran incapaces de ver algo malo. De todas formas, de haberlo sabido, una tercera parte de ellos habría pensado que era una gran idea. Como F.F.F. les dijo, ahora la guerra de Vietnam podría llevarse a un desenlace honorable, y, en el país, la misteriosa organización Aramcheck podría ser aniquilada. Los Americanos Leales podrían volver a respirar sin impedimento alguno. Su libertad de hacerlo, tal como se les dijo, había sido preservada.
Volví a la máquina de escribir y redacté otra declaración. Era importante hacerlo bien.
A LAS AUTORIDADES:
A mí, Philip K. Dick, siempre me habéis caído fatal, y sé, a juzgar por el robo en mi casa y el hecho de que estéis bregando como unos descosidos para esconder droga en los enchufes y el teléfono mientras estoy aquí sentado, que yo tampoco os importo. Sin embargo, a pesar de la antipatía que os tengo, y vosotros a mí, hay alguien que aún me resulta más antipático, a saber: el señor Nicholas Brady. Os sugiero que también le tengáis ojeriza. Permitidme explicaros sucintamente el porqué.
Ante todo, el señor Nicholas Brady no es un ser humano en el sentido normal de la palabra. De él se ha apoderado (o, mejor dicho, el día menos pensado, con gran sorpresa nuestra, se apoderará) una forma de vida extraterrestre procedente de otra galaxia. Las conjeturas trascendentales pueden partir de esta premisa.
Tal vez imaginéis, ya que soy de oficio escritor de ciencia-ficción, que os estoy contando una fantasía para comprobar cómo reaccionáis. No es así, autoridades. Ojalá lo fuera. He visto con mis propios ojos al señor Nicholas Brady hacer demostraciones de fantásticos poderes sobrenaturales, que le fueron concedidos por la sobrehumana entidad extraterrestre conocida como Sivainvi A. He visto al señor Nicholas Brady atravesar las paredes. Le he visto fundir cristal. Una tarde, para demostrar la pasmosa magnitud de sus poderes, el señor Nicholas Brady hizo que Cleveland se materializara en el descampado que corre paralelo a la autopista 91 y luego se desvaneciera sin que nadie salvo nosotros se diese cuenta. Cuando está en vena, el señor Nicholas Brady anula los límites del espacio y el tiempo; puede volver a la antigüedad o bien dar un salto de siglos en el futuro. Puede, si lo desea, transportarse directamente a Alfa Centauro o a cualquier otro…
A la mierda, pensé, y dejé de escribir. Me había propuesto exagerar las cosas hasta tal punto, recurriendo a una fantástica hipérbole, que los APA no les darían crédito ni por un instante. Me puse, entonces, a pensar en el chico y la chica que me habían traído el paquete de plástico, el equipo letal. En aquel momento apenas si me había fijado en ellos conscientemente, pero, a pesar de todo, conservaba una impresión de sus caras. La chica, pensé, no estaba mal: morena, de ojos verdes y aspecto bastante inteligente, mucho más joven que yo, pero eso antes no me había preocupado.
Cogiendo el equipo rojiblanco y azul, vi que llevaba pegada una tarjeta. En ella figuraban sus nombres y números telefónicos. Bueno, me dije, tal vez haya otra forma de solucionarlo. Algo que no sea acatar las órdenes. Tal vez debiera pedir más ayuda en la preparación de estas declaraciones.
Mientras me organizaba en lo tocante a la APA morena, sonó el teléfono. Era Nicholas.
Le conté lo que había ocurrido esa tarde.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó—. ¿A escribir una declaración sobre mí?
—Pues… —empecé a decir.
Nicholas dijo:
—No es tan fácil cuando le afecta a uno, ¿eh?
—Mierda, ya —exclamé—. Han estado ocultando droga en mi casa; un poli me dio el soplo. Me pasé toda la noche buscándola.
—A mí también me endosarán algo —dijo Nicholas—. Ya lo han hecho o planean hacerlo, como en tu caso. Sea como fuere, Phil, estamos embarcados en la misma nave. Será mejor que te decidas. Pero si me delatas…
—Lo único que me piden es que escriba una declaración de apoyo —dije, pero sabía que tenía razón. Sin duda nos tenían agarrados a ambos por el mismo sitio. Y sometidos a la misma presión.
Nicholas tenía razón al decir No es tan fácil cuando le afecta a uno. «Que les den por el saco», le había aconsejado. Bueno, el consejo ya no contaba. Ahora el zapato estaba en el pie contrario. Y dolía; me dolía en lo más hondo con un dolor mordiente, aplastante, abrasador. Y no había ninguna solución a mi alcance, ninguna.
Ninguna excepto llamar a la APA y engatusarla. Mi libertad, mi vida, dependían de ello. Y también la de Nicholas.