Varios años después de que Ferris F. Fremont hubiera salido presidente de los Estados Unidos, me trasladé de Bay Area al sur de California para estar con mi amigo Nicholas Brady. Había prosperado en mi carrera literaria; en 1963 había obtenido el premio Hugo a la mejor novela de ciencia-ficción del año, por mi obra El hombre en el castillo. El libro trataba de una imaginaria Tierra alternativa en la que Alemania y Japón habían ganado la Segunda Guerra Mundial y habían dividido los Estados Unidos entre ellos, con una zona tapón en medio. Había escrito algunas otras novelas que tuvieron buena acogida y empezaba a recibir excelentes críticas, en particular de mi francamente desquiciada novela Los tres estigmas de Palmer Eldritch, que tenía por tema los prolongados viajes alucinógenos de los personajes bajo la influencia de drogas psicodélicas. Fue mi primera obra que versaba sobre las drogas, y pronto me valió la fama de andar yo mismo envuelto en drogas. Tal notoriedad reportó beneficios en cuestión de ventas, pero más tarde acabó redundando en contra mía.
Mi verdadero conflicto tocante a las drogas se produjo cuando Harlan Ellison, en su antología Visiones peligrosas, dijo en una introducción a un relato mío que estaba «escrito bajo la influencia del LSD», lo cual, naturalmente, no era cierto. Tras esto adquirí una verdaderamente nefasta reputación de drogadicto, gracias al deseo de publicidad de Harlan. Posteriormente pude añadir un párrafo en el epílogo del relato haciendo constar que Harlan no había dicho la verdad, pero el mal ya estaba hecho. La policía empezó a interesarse por mí y por la gente que me conocía. Esto vino a cumplirse con especial rigor cuando el tirano llegó a la presidencia en la primavera de 1969 y las tinieblas de la opresión envolvieron a los Estados Unidos de América.
En su discurso inaugural, Ferris Fremont aludió a la guerra de Vietnam, en la que los Estados Unidos habían estado activamente implicados durante varios años, y declaró que era una guerra con dos frentes: un frente a seis mil millas de distancia y el otro en la misma patria. Se refería, puntualizó después, a la guerra interna contra Aramcheck y todo aquello a lo que se hallaba adherida. En verdad era ésta una contienda que se libraba en dos zonas del mundo; y el campo de batalla de mayor relevancia, declaró Fremont, radicaba en estos pagos, ya que aquí se resolvería la supervivencia de los Estados Unidos como nación. Los amarillos no podrían invadirnos de veras y dominarnos, explicó; pero Aramcheck sí. Aramcheck se había expandido más y más a lo largo de los dos últimos mandatos; ahora que un republicano había reasumido el poder, sería posible hacer frente a Aramcheck, tras lo cual la Guerra de Vietnam podría ganarse por fin. Esto jamás sería factible, explicó Fremont, mientras Aramcheck operase en el país, minando la energía y voluntad del pueblo americano, acabando con su resolución de combatir. El sentir antibelicista de los Estados Unidos, según Fremont, provenía de Aramcheck y sus tentativas.
En cuanto hubo jurado su cargo de presidente, Ferris Fremont declaró la guerra abierta a las manifestaciones externas de Aramcheck, y a partir de ahí efectuó un despliegue en todas direcciones.
La operación defensiva en el país recibió el titulo de Misión Chequeo, expresión ésta que poseía evidentes connotaciones médicas. Tenía que ver con la salud moral básica de América, explicó Fremont cuando mandó a la comunidad de inteligencia ponerse en marcha. La premisa fundamental era que el sentir antibelicista nacía de una inmensa y secreta organización subversiva.
El presidente Fremont tenía intención de curar a América de su enfermedad; pensaba destruir «el árbol del mal», como denominaba a Aramcheck, por medio de «arrancar de raíz su simiente», una metáfora que ni siquiera cuadraba, y colaba menos aún. Las «simientes del árbol de mal» eran los disidentes antibelicistas, de los cuales yo era uno. Aparte de que ya tenía problemas con las autoridades a causa de mi supuesta vinculación con las drogas, me encontraba en un doble embrollo debido a mi postura antibelicista, tanto en mis obras publicadas como en debates y conferencias. El factor droga me hacía vulnerable; constituía una terrible desventaja para alguien que quería oponerse a la guerra. Lo único que las autoridades debían hacer era endilgarme una acusación por tenencia de drogas para anular por siempre mi efectividad como persona política. Yo sabía que también ellos lo sabían. Y esto no contribuía a dulcificar mis noches.
Sin embargo, yo no era la única persona atribulada en América. A causa de su época izquierdista en Berkeley, Nicholas empezaba a preguntarse qué tan seguro estaba, ahora que Ferris F. Fremont había tomado el mando y emprendido la Misión Chequeo. Después de todo, Nicholas ocupaba una destacada posición en Discos Progresistas, una empresa que iba viento en popa; el clásico fin a que aspiraba la Misión Chequeo era aprehender a gente como Nicholas —«durmientes» los consideraba Fremont— y exponerlos a la severa luz del día. Para tal efecto, el gobierno comenzó a contratar y emplear a los que ellos denominaban «Amigos del Pueblo Americano», agentes de paisano que andaban de un sitio para otro e investigaban los antecedentes de cualquiera sospechoso de ser una amenaza para la seguridad, ya fuera por sus actividades pasadas, tal como Nicholas, ya por sus actividades presentes, tal como yo, o bien por las actividades que pudiera acometer en el futuro, como cabía en el caso de ambos. Así pues, nadie quedaba excluido del todo.
Los APA llevaban brazaletes blancos estampados con una estrella en un círculo, y muy pronto se les vio por todas partes en los Estados Unidos, investigando diligentemente el estado moral de centenares de miles de ciudadanos. En las llanuras del centro oeste el gobierno había empezado a construir extensas instalaciones de rehabilitación, para la reducción y el alojamiento de aquellos que detuvieran los APA y otras organizaciones parapoliciales. Tales instalaciones no se utilizarían, explicó el presidente Fremont en un discurso televisado, «a menos y hasta que no fuera necesario», lo cual quería decir a menos y hasta que la resistencia a la guerra no recrudeciera sensiblemente. Era un aviso tajante para cualquiera que pensara manifestar su disconformidad con la guerra de Vietnam; podía acabar viviendo en Nebraska y cosechando un campo de nabos colectivo. Esto, por lo tanto, sirvió para templar los ánimos, y puesto que los campos no tuvieron una verdadera utilidad, no pudieron ser sometidos a revisión jurídica. Como amenaza eran más que suficientes.
Por mi parte, sufrí una desagradable experiencia con un agente secreto de los APA, uno que iba sin brazal. Me escribió en un papel con membrete, aparentando hablar en nombre de una pequeña emisora estudiantil de FM, situada en las proximidades de Irvine; dijo que quería entrevistarme porque los estudiantes de Irvine estaban interesados en mi obra. Le escribí que aceptaba, pero apenas se presentó, resultó evidente antes de que me formulara tres preguntas que era un APA de paisano. Tras preguntarme si había escrito alguna novela pornográfica en secreto, se puso de pronto a lanzarme disparatadas preguntas acusatorias a voz en grito. ¿Tomaba drogas? ¿Era el padre de algunos ilegítimos escritores de ciencia-ficción negros? ¿Era yo Dios además del líder del partido Comunista? Y, naturalmente, ¿me estaba financiando Aramcheck? Fue una experiencia inquietante; tuve que expulsarle a empujones, y aun después de haber cerrado la puerta y echado la llave seguí oyéndole afuera, voceándome a grito pelado. Tras esto tuve mucho cuidado con dejarme entrevistar por según quién.
Más perjudicial que el APA haciéndose pasar por entrevistador de una emisora estudiantil, fue el saqueo de mi casa a fines de 1971, en el cual me forzaron los ficheros con explosivos plásticos militares y los desvalijaron a conciencia. Al volver a casa encontré el suelo cubierto de agua y escombros y los ficheros destrozados; la mayor parte de mis documentos y todos mis cheques cancelados habían desaparecido. Habían saqueado la casa entera, forzado las ventanas de atrás, roto las cerraduras de las puertas. La policía se limitó a realizar una investigación formal, insinuándome maliciosamente que lo había hecho yo mismo.
—¿Por qué iba yo a hacer esto? —pregunté al inspector de policía que estaba de turno.
—Ah —repuso él, sonriendo abiertamente—, para apartar de usted toda sospecha, probablemente.
No llegaron a arrestar a nadie, si bien la policía reconoció en cierto modo que sabía quién era el autor del atentado y dónde se hallaban ahora mis posesiones robadas. Sin embargo, lo más positivo que dijeron fue que, aun cuando no recuperaría mis cosas, por otra parte no sería arrestado. Al parecer no habían encontrado nada que bastase para incriminarme.
Esa experiencia influyó grandemente en mi vida. Hizo que me diera cuenta de hasta qué punto habían llegado los abusos de poder y la destrucción de nuestras libertades constitucionales durante el mandato del presidente Fremont. Conté a tantas personas como pude lo del allanamiento y el saqueo de mi casa, pero muy pronto descubrí que la mayoría no quería saberlo; ni siquiera los liberales antibelicistas. Manifestaban miedo o bien indiferencia, y varios insinuaron, al igual que la policía, que bien pudiera haberlo hecho yo mismo a fin de «apartar sospechas»; sospechas de qué, no lo dijeron.
De mis amigos, Nicholas fue sin duda el que se mostró más sinceramente comprensivo. Con todo, opinaba que habían atentado contra mi casa y robado mis papeles por causa suya. Se figuraba que él era el verdadero objetivo.
—Querían averiguar si estabas escribiendo sobre mí —dijo—. Eres el único que podrías darles publicidad a mis contactos, mencionándoles en una novela de ciencia-ficción. Millones de personas la leerían. El secreto saldría a la luz.
—¿Qué secreto? —pregunté.
—El hecho de que hablo en nombre de una autoridad extraterrestre superior a cualquier poder humano, cuya hora debe de llegar inevitablemente.
—Ah —dije—. Pues creo que estaban interesados en mí, ya que fue mi casa la que asaltaron y mis papeles los que robaron.
—Querían comprobar si formábamos una organización.
—Querían comprobar cuánto sé —dije—. Y de qué organizaciones soy miembro y pagano; por eso se llevaron hasta el último de mis cheques cancelados: años, décadas de ellos. Cuesta trabajo relacionarlo contigo y con tus sueños.
—¿Estás escribiendo una novela sobre mí? —preguntó Nicholas.
—No —repuse.
—Cerciórate de no mencionar mi verdadero nombre, nada más. Tengo que protegerme a mí mismo.
—Dios mío —dije, colérico—, nadie puede protegerse a sí mismo en los tiempos que corren, con la Misión Chequeo en marcha y todos esos pequeños APAs granujientos rondando sigilosamente y atisbando por sus gafas de culo de botella de Coca-Cola. Vamos a terminar todos en los campos de Nebraska, y tú lo sabes más bien que la hostia, Nick. ¿Cómo puedes esperar librarte? Fíjate en lo que me pasó a mí: me robaron años de notas para futuros libros; me liquidaron de veras. Y no hablemos de la intimidación en sí… Coño, ahora cada vez que escribo unas cuantas páginas temo que a lo mejor vuelvo a casa de la tienda y me encuentro con que todas han vuelto a desaparecer como me ocurrió aquel día. Nada está fuera de peligro, nada ni nadie.
—¿Crees que ha habido otros robos como el tuyo? —preguntó Nicholas.
—Sí.
—Pues no los he leído en los periódicos.
Le miré con fijeza un largo rato.
—Supongo que no informarían acerca de ellos —musitó desmayadamente.
—Qué va —dije—. Del mío no informaron nada especial. Se limitaron a ponerlo en una lista con todos los hurtos que se habían perpetrado en el país durante la semana. «Seiscientos dólares de un estéreo cuyo robo denunció Philip K. Dick, de Placentia, la noche del dieciocho de noviembre de 1971». No mencionaron para nada el robo de los documentos y los cheques cancelados, ni los ficheros reventados con explosivos. Como si se tratara de un vulgar robo cometido por drogadictos que andaran tras algo que pudieran vender. No mencionaron la pared de atrás de los ficheros, que quedó ennegrecida por el calor de la onda expansiva. No mencionaron el gran montón de toallas y alfombrillas empapadas en agua apiladas en el cuarto de baño que utilizaron para tapar el fichero cuando hicieron detonar el C-tres; éste genera tanto calor que si…
—Desde luego sabes mucho del tema —comentó Nicholas.
—Me he informado —repliqué con sequedad.
—No sé si mis cuatrocientas páginas de notas están fuera de peligro. Quizá tendría que ponerlas en una caja de seguridad en un banco de por ahí.
—Sueños subversivos —dije.
—No son sueños.
—La policía de control de sueños. Andan husmeando los sueños subversivos.
—¿Estás seguro de que fue la policía la que asaltó tu casa? —preguntó Nicholas—. Podría haber sido un grupo particular que te tuviera ojeriza porque, cómo lo diría…, bueno, digamos que a causa de la postura pro-drogas de tus libros.
—Nunca ha existido y nunca existirá «postura pro-drogas» en mis libros —dije coléricamente—. Escribo sobre las drogas y su uso, pero eso no significa que sea partidario de ellas; otras personas escriben acerca del crimen y los criminales, pero eso no les convierte en partidarios del crimen.
—Tus libros son difíciles de comprender. Puede que los hayan malinterpretado, sobre todo después de que Ellison escribiera lo que escribió de ti. Tus libros son tan… Bueno, son una locura.
—Supongo que sí —convine.
Nicholas dijo:
—Francamente, Phil: eres el que escribe los libros más raros de los Estados Unidos, libros psicóticos de verdad, libros acerca de locos, drogados y lunáticos de toda especie; de hecho, de un género que nunca se había descrito. No puedes culpar al gobierno por tener curiosidad de saber qué clase de persona escribiría libros así, ¿verdad? Entiéndeme; tu personaje principal está siempre al margen del sistema, es un fracasado que finalmente, de un modo u otro…
—Eh, tú, Nicholas —dije, ofendido de veras.
—Lo siento, Phil, pero… Hombre, ¿por qué no puedes escribir acerca de personas normales, tal como hacen los demás autores? Personas normales, interesadas por cosas normales, que hagan cosas normales. En cambio, apenas empiezan tus libros, ya sale un inadaptado que se agarra a algún trabajo miserable de ínfima categoría, y tomó drogas, y su novia está en un manicomio pero él aún la quiere…
—¡Vale! —le interrumpí—. Sé que fueron las autoridades quienes allanaron mi casa, pues la que está detrás de la mía fue evacuada. Y la familia de color que vive en ella tiene diez hijos, de modo que allí siempre hay alguien, constantemente. La noche del robo noté que la casa estaba completamente vacía, y siguió vacía toda una semana. Y las puertas y ventanas de mi casa que fueron forzadas estaban todas en la parte posterior, contiguas a ella. No hay ladrones particulares que evacúen toda una casa. Fueron las autoridades.
—Volverán a meterse contigo, Phil —dijo Nicholas—. Es probable que quisieran ver de qué trata tu próximo libro. De todas formas, ¿de qué trata tu próximo libro?
—De ti no —dije—. Te lo aseguro.
—¿Dieron con el manuscrito?
—El manuscrito de mi nuevo libro —le expliqué— estaba en la caja de caudales de mi abogado. Lo guardé allí un mes antes de que asaltaran mi casa.
—¿De qué trata el libro?
Tras unos momentos de silencio, dije:
—De un estado policíaco de América modelado sobre el sistema carcelario Gulag soviético. Un estado policíaco de esclavos erigido aquí. Se titula Fluyan mis lágrimas, dijo el policía.
—¿Por qué pusiste el manuscrito en la caja de caudales de tu abogado?
De mala gana, contesté:
—Bueno, yo… Mierda, Nick. La verdad es que tuve un sueño.
Un rato de silencio.