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Por lo visto, los dos habían aceptado la invasión de Nicholas por esa entidad; parecían estar conformes y no tener miedo. Eso escapaba a mis facultades; el asunto en su totalidad me parecía antinatural y aterrador, algo que combatir con todo lo que estuviera al alcance de uno. La suplantación de una personalidad humana por…, lo que fuera, suponiendo que las teorías de Nicholas fuesen correctas. En realidad, podía estar totalmente equivocado. Aun así, y quizá por este motivo, yo quería estar allí. Nicholas había sido mi mejor amigo durante muchos años; aunque nos separaban seiscientas millas, seguía siéndolo. Y a mí, como a él, había empezado a gustarme la zona de Placentia. Me gustaba el barrio. En Berkeley no había nada semejante.

—Es todo un detalle —dijo Rachel— el que estés con tu amigo en un momento así.

—Es más que un detalle —aseguré.

—Antes de que te traslades a Placentia —dijo Rachel—, más vale que sepas lo que descubrí el otro día por casualidad, algo que no creo que ninguno de los dos comprendáis. Circulaba por una de esas callecitas con palmeras a ambos lados; iba conduciendo al azar, tratando que Johnny se calmara y se quedara dormido antes de volver al piso, y vi una casa de entablado verde con un letrero: «Lugar de nacimiento de Ferris F. Fremont», decía. Pregunté al administrador de nuestro edificio y dijo que sí, que Ferris Fremont nació en Placentia.

—Bueno, ahora no está aquí —comentó Nicholas—. Está en Washington, a tres mil millas de distancia.

—Pero qué grotesco —dijo Rachel—. Estar viviendo en la ciudad donde nació el tirano. Es una casucha tan fea como él, de un color horrible. No bajé del coche; no quería acercarme a ella, aunque parecía estar abierta, y la gente se paseaba por el interior. Como si fuera un pequeño museo; probablemente estaban expuestos sus libros escolares y la cama en que durmió como uno de esos sitios históricos de California que se ven junto a la autopista.

Nicholas se volvió y contempló enigmáticamente a su mujer.

—¿Y nadie te lo mencionó? —dije.

—No creo que les guste mucho hablar de ello —comentó Rachel— a la gente de aquí. Creo que prefieren guardar el secreto. Probablemente el mismo Fremont pagó para que lo transformaran en un sitio histórico; no vi ningún indicador del Estado oficial.

—Me gustaría ir —dije.

—Fremont —dijo Nicholas pensativo—. El mayor mentiroso de la historia del mundo. A lo mejor ni siquiera nació allí; a lo mejor mandó que una empresa de relaciones públicas la distinguiera como la clase de lugar en el que debiera haber nacido. Me gustaría ver la casa. Ve para allá, Rachel; vamos a echarle un vistazo.

Ella torció a la izquierda; al poco avanzábamos por angostísimas calles con árboles a los lados, algunas de las cuales estaban sin pavimentar. Era el casco antiguo de la ciudad; ya me habían llevado allí antes.

—Está en Santa Fe —dijo Rachel—. Recuerdo que me fijé en eso y pensé que me encantaría sacar a Fremont de la ciudad en ferrocarril —se arrimó al bordillo y aparcó—. Aquí es; allá, a la derecha. —Señaló con el dedo. No veíamos más que indistintos contornos de casas. En alguna parte, un televisor emitía un programa en español. Ladró un perro. El aire, como de costumbre, estaba cálido. No había luces especiales montadas alrededor de la casa donde, supuestamente, Ferris F. Fremont había nacido. Nicholas y yo bajamos y fuimos hacia allí, mientras que Rachel se quedaba en el coche con el niño, que dormía en sus brazos.

—Vaya, no hay mucho que ver, y esta noche no podemos entrar —dije a Nicholas.

—Quiero determinar si es un sitio que preví en mi visión —dijo Nicholas.

—Tendrás que hacerlo mañana.

Caminamos juntos lentamente, por la acera; la hierba crecía en las grietas, y una vez Nicholas dio un tropezón y soltó un insulto. Por fin llegamos a la esquina, en donde nos detuvimos.

Agachándose, Nicholas examinó una palabra grabada en el cemento de la acera, una palabra muy antigua que habían escrito allí bastante tiempo atrás, cuando el cemento aún estaba fresco. La habían impreso expertamente.

—¡Mira! —exclamó Nicholas.

Me agaché y leí la palabra.

ARAMCHECK

—Por lo visto, éste era el nombre primitivo de la calle —dijo Nicholas—. Antes de que lo cambiaran. De modo que Ferris Fremont sacó de aquí el nombre de ese grupo de conspiradores: de su infancia, de encontrarlo escrito en la acera. Probablemente ya ni siquiera se acuerda. Debió de haber jugado aquí.

La idea de Ferris Fremont jugando aquí de niño —la idea de Ferris Fremont de niño siquiera, en cualquier parte— era demasiado estrafalaria para creerla. Habría hecho rodar su triciclo junto a estas mismas casas, saltando por encima de las mismas grietas en que habíamos tropezado esta noche; su madre probablemente le habría prevenido contra los coches que circulaban por esta calle. El niño jugaba aquí e inventaba fantásticas historias acerca de la gente que pasaba, acerca de la misteriosa palabra ARAMCHECK inscrita en el cemento bajo sus pies; haciendo conjeturas durante semanas y meses sobre cuál sería su significado, percibiendo en ella, con mente de niño, secretas y ocultas intenciones que iban a florecer más tarde, en la edad adulta, convirtiéndose en rozagantes ilusiones paranoicas, plenamente formadas, sobre una inmensa organización de conspiradores sin creencias fijas y sin militantes reales; pero, de un modo u otro, un gigantesco enemigo de la sociedad, que debía buscarse y aniquilarse dondequiera que se hallase. Me pregunté cuánto de ello se le habría ocurrido cuando todavía era un niño. Acaso lo había imaginado todo ya en aquella época. Y de adulto simplemente lo había expresado.

—Podría ser el nombre del contratista —dije— antes que el nombre primitivo de la calle. A veces también lo inscriben, cuando han terminado un trabajo.

—Quizá significa que un inspector ha pasado por aquí y ha concluido su tarea de revisar todos los arams —dijo Nicholas.

—¿Qué es un aram?

—O podría referirse al sitio en el que se verifican los arams. Se mete una vara de metal por un agujerito de la acera y se efectúa la medición, como al medir los metros de profundidad de las aguas. —Se echó a reír.

—Es misterioso —dije—. No parece un nombre de calle. A lo mejor, si lo fue, la llamaron así por alguien.

—Por uno de los primeros colonos eslavos que llegó a Orange County. Era originario de los Urales. Crió ganado y cultivó trigo. Tal vez poseía un gran rancho en terrenos que le transfirieron los mejicanos. Me pregunto cuál sería su marca. Un aram y luego una señal de control.

—Estamos haciendo lo mismo que hizo Ferris —dije.

—Pero ateniéndonos a hipótesis más razonables. Nosotros no estamos chiflados. ¿Qué deducción puedes extraer de una única palabra?

—Quizá Ferris sabe más que nosotros. Quizá metió en ello a investigadores, tras hacerse hombre y disponer de dinero; quizá era un sueño de la infancia que quiso realizar: investigar la misteriosa palabra ARAMCHECK y descubrir lo que significaba realmente y por qué se les había antojado marcarla en la acera para siempre jamás —dije.

—Qué lástima que Ferris no preguntara a alguien el significado de la palabra.

—A lo mejor lo hizo. Y sigue preguntándolo. Éste es el problema; todavía quiere saberlo. No se dio por satisfecho con ninguna de las respuestas que recibió, tales como: «es el antiguo nombre de la calle», «es un contratista». Eso no le bastó. La palabra quería decir otra cosa.

—A mí no me dice nada —afirmó Nicholas—. No es más que una palabra rara marcada en la acera de cemento, que lleva aquí Dios sabe cuántos años. Vámonos.

Volvimos al coche y a poco Rachel nos llevaba otra vez camino del piso.