7

La presencia imaginaria de Sivainvi —cuyo nombre Nicholas se había visto obligado a inventar, a falta de uno verdadero— le había transformado en lo que no era; si hubiese acudido a un psiquiatra seguiría siendo lo que fue, y así se hubiera quedado. El psiquiatra habría fijado su atención en el origen de la voz, no en sus intenciones o en los resultados. Este mismo psiquiatra seguiría residiendo en Berkeley, probablemente. No habría sufrido el acoso de voces nocturnas, ni de presencia invisible alguna que bosquejara una vida más dichosa. Qué tranquilo es el sueño de los imbéciles.

—Vale, Nick —dije—. Tú ganas.

—¿Cómo? —Me lanzó una mirada, con cierto cansancio—. Oh, ya entiendo. Sí, creo que gano. Phil, ¿cómo pude quedarme tanto tiempo en Berkeley? ¿Por qué hizo falta otra persona, otra voz, no la mía, para incitarme a cambiar de vida? ¿Por qué hubo esta necesidad?

—Hum —dije.

—Lo increíble no es que oyera a Sivainvi, le hiciera caso, y me trasladara aquí, sino que de no haber existido él, o ellos, no lo habría pensado siquiera, y ni mucho menos lo habría llevado a cabo. Phil, la idea de abandonar Berkeley, de dejar de trabajar con Herb Jackson, ni se me habría pasado por la cabeza.

—Sí, eso es lo increíble —convine.

Tenía razón. Era un argumento que certificaba la trayectoria corriente de la existencia humana, el Homo sin estorbos: se le permitía recorrer penosamente su curso circular, como un pedazo de roca inanimada orbitando alrededor de un sol extinto, indiferente y sin objeto, sordo al universo en general, ciego como si éste fuera un bloque de hielo. Un estado en el cual las nuevas ideas no llegaban ni a formarse. Eternamente excluido de la originalidad. Hacía que uno se detuviera a reflexionar.

Nicholas dijo:

—Quienesquiera que sean, Phil, no tengo otra opción que confiar en ellos. De todas formas voy a hacer lo que ellos quieran.

—Pienso que sabrás —dije— cuando tu programación se active.

Si en efecto —tranquilizador pensamiento—, había sido programado.

—¿Crees que lo notaré? Estaré demasiado atareado para ello.

Esto me dio escalofríos: la idea de él entrando en acción de golpe, desdibujándose, como si poseyera dieciséis brazos.

—Ellos… —continuó Nicholas.

—Me gustaría que no les llamases «ellos» —dije—. Me inquieta. Estaría más tranquilo si dijeses «él».

—¿Es aquel chiste sobre dónde duerme un canario de dos mil kilos? —dijo Nicholas.

—Donde le da gana. Sí.

—Les llamo «ellos» —repuso Nicholas— porque he visto a más de uno. Un hombre, una mujer. Dos, de entrada, y dos es ellos.

—¿Qué aspecto tenían?

Tras una pausa, Nicholas dijo:

—Naturalmente, te harás cargo de que se trataba de sueños. Y los sueños están distorsionados. La mente consciente pone una barrera.

—Para protegerse —concluí.

Nicholas explicó:

—Tenían tres ojos. Los dos normales, y después uno con una lente en lugar de pupila. En el mismo centro de la frente. Ese tercer ojo lo veía todo. Podían conectarlo y desconectarlo y, cuando estaba desconectado, desaparecía por completo. Era invisible. Y durante ese intervalo —respiró a fondo, temblorosamente—, eran exactamente iguales a nosotros. Nunca lo adivinaríamos. —Se quedó en silencio.

—Oh, Dios bendito —dije en voz alta.

—Ya —repuso Nicholas, estoico.

—¿Y hablaban?

—Eran mudos. Y sordos. Se hallaban en cámaras redondas, como batisferas, con muchísimos cables tendidos hacia ellos, como un equipo elevador de voltaje, un equipo para comunicaciones, cables del tipo que llevan los teléfonos. Los cables y los elevadores de voltaje eran para poderse comunicar con nosotros, para que sus pensamientos formasen palabras que pudiéramos oír y comprender, y para que ellos pudieran oírnos a su vez. Les era difícil, les suponía un gran esfuerzo.

—No sé si quiero enterarme.

—Coño, te pasas la vida escribiendo estas cosas. Por fin he leído algunas de tus novelas; te…

—Escribo ficción —dije—. No es más que ficción.

—Tenían el cráneo ensanchado —explicó Nicholas.

—¿Qué? —Me costaba seguirle; era demasiado para mí.

—Para dar cabida al tercer ojo. Cráneos abultados. Un cráneo de forma completamente diferente a la del nuestro, muy ancho. El faraón egipcio lo tenía…, Ikhnaton. Y las dos hijas de Ikhnaton, pero no su esposa. Era hereditario por parte de él.

Abrí la puerta del dormitorio y regresé al cuarto de estar, en donde Rachel estaba sentada leyendo.

—Está loco —dijo Rachel distante, sin levantar la vista del libro.

—Exacto —dije—. Del todo. Ha perdido el juicio. Lo último que quiero es estar presente cuando su programación se active.

Ella no replicó; volvió una página. Nicholas, que había salido tras de mí del dormitorio, se acercó a nosotros; me alargó un papel, para que lo viera.

—Es un signo que me mostraron varias veces, dos arcos que se intersectan, dispuestos como… bueno, ya lo ves. Se parece un poco al símbolo del pez cristiano, el pez de costado, con dos arcos formando su cuerpo. Lo interesante es que si un arco se interseca una vez…

El dibujo del papel extendido despidió un rayo de luz rosáceo púrpura, de unos dos centímetros de diámetro, en dirección a la cara de Nicholas. Éste cerró los ojos, hizo una mueca de dolor, dejó caer el papel, y se llevó de pronto la mano a la frente.

—De pronto —dijo con voz apagada— me ha dado un fortísimo dolor de cabeza.

—¿No has visto el rayo de luz? —dije. Rachel había dejado el libro en la mesa y estaba de pie.

Nicholas se quitó la mano de la frente, abrió los ojos, y parpadeó.

—Estoy ciego —dijo.

Silencio. Los tres permanecimos inmóviles.

—Ahora distingo fosfenos —dijo al poco rato—. Una luz residual. No, no he visto ningún rayo de luz. Pero veo un círculo de fosfeno. Es rosado. Ahora distingo algunas cosas.

Rachel fue hacia él, le tomó del hombro.

—Más vale que te sientes.

Con una voz extraña, imperturbable, de timbre casi mecánico, Nicholas entonó:

—Rachel, Johnny tiene un defecto de nacimiento.

—El médico dijo que de ninguna manera es…

—Tiene una hernia inguinal estrangulada en el lado derecho. Ya ha descendido hasta el saco testicular. Johnny tiene que ser operado inmediatamente; ve al teléfono, descuélgalo, y marca el número del doctor Evenston. Dile que vas a llevar a Johnny a urgencias en el St. Jude Hospital de Fullerton. Dile que esté allí.

—¿Esta noche? —preguntó Rachel, horrorizada.

Nicholas entonó:

—Está en peligro de muerte inminente.

Después, con los ojos cerrados, lo repitió, palabra por palabra, tal cual lo había dicho; al observarle me dio la impresión, súbitamente, de que si bien tenía los ojos cerrados, estaba viendo las palabras. Hablaba como si las leyera de un apunte, como un actor. El tono de voz, la cadencia, no eran los suyos; seguía unas palabras escritas para él.

Les acompañé al hospital. Rachel conducía, a Nicholas aún le dolían los ojos, de modo que se sentó junto a ella con el niño en brazos. Su médico, el doctor Evenston, les recibió malhumoradamente en la sala de urgencias. Lo primero que les dijo fue que había examinado a Johnny varias veces en busca de una posible hernia y no había encontrado nada; luego se llevó a Johnny; pasó el tiempo; al cabo, el doctor Evenston regresó y dijo sin ser muy explícito, que en efecto existía una hernia inguinal, reductible pero que debía operarse de inmediato, ya que siempre había la posibilidad de estrangulación.

De vuelta al piso de Placentia, dije:

—¿Quiénes son esas personas?

—Amigos —contestó Nicholas.

—Sin duda quieren tu bien —afirmé—. Y el de tu hijo.

—Nada malo puede ocurrir —dijo Nicholas.

—Pero ¡vaya poderes! —exclamé.

—Han transferido información a mi mente —explicó Nicholas—, pero no han curado a Johnny. Se han limitado a…

—Le han curado —repliqué.

Llevarle al médico y llamar la atención de éste sobre el defecto de nacimiento equivalía a curarle. ¿Por qué emplear poderes sobrenaturales cuando estaban a mano medios curativos naturales? Me vino a la memoria algo que dijo Buda después de ver cómo un supuesto santo caminaba sobre las aguas: «Por una moneda», dijo Buda, «me embarco en una balsa y hago lo mismo». Resultaba más práctico, aun para Buda, cruzar las aguas normalmente. Al fin y al cabo, lo normal y lo supranormal no eran dominios antagónicos. Nicholas no lo había comprendido. Pero se le veía aturdido; mientras Rachel conducía a través de la oscuridad, él no cesaba de darse masajes en la frente y los ojos.

—La información fue transferida simultáneamente —dijo Nicholas—. No de manera secuencial. Siempre es así. Es lo que en informática se denomina analógico, a diferencia de digital.

—¿Estás seguro de que son amigos? —preguntó Rachel bruscamente.

—Cualquiera que salve la vida de mi hijo —repuso Nicholas— es un amigo.

—Si han sido capaces —dije— de transmitir sin rodeos toda esa información exacta a tu mente en una ráfaga de luz coloreada, podrían comunicarte cuando quisieran quiénes son, de dónde proceden y qué se proponen. Toda confusión por tu parte en cuanto a alguna de tales cuestiones constituye una premeditada ocultación de conocimientos por parte de ellos. No quieren que lo sepas.

—Si lo supiera, se lo contaría a la gente —dijo Nicholas—. No quieren que…

—¿Por qué no?

—Sería contraproducente para sus fines —repuso Nicholas tras unos momentos de silencio—. Se enfrentan a… —Entonces se interrumpió.

—Hay muchísimas cosas que sabes de ellos —dije— y que no me has contado.

—Está todo en las páginas que he escrito. —Guardó silencio durante unas cuantas calles y luego explicó—: Se enfrentan a fuerzas de enorme alcance. Por tanto, es lógico que tengan que obrar con mucha cautela, o todo fracasaría. —No dio más explicaciones. Probablemente, no sabía nada más. Cabía suponer que casi todo cuanto creía consistiera en razonables conjeturas, gestadas tras largos meses de reflexión.

Yo había elaborado un discursillo; ahora lo pronuncié.

—Existe una remota posibilidad —dije—, reconozco que muy remota, de que participes en un asunto religioso; que, en realidad, te esté informando el Espíritu Santo, que es una manifestación de Dios. Todos nosotros procedemos de Berkeley; allí nos criamos y sufrimos las restricciones propias de la mentalidad laica de una ciudad universitaria; no somos propensos a la especulación teológica. Pero la curación es un milagro característico del Espíritu Santo, o así lo tengo entendido. Tú deberías saberlo, Nicholas, al haber sido cuáquero.

—Si —asintió con la cabeza—. Cuando el Espíritu Santo toma posesión de uno, le cura.

—¿Oíste mentalmente alguna lengua que desconozcas? —le pregunté.

A poco, Nicholas asintió con la cabeza.

—Sí. En sueños.

—Glosolalia —dije.

—Griego común. Al despertar, anoté algunas palabras fonéticamente, las que pude. Rachel estudió un año de griego, las identificó. Los dos las buscamos en su diccionario: griego común.

—¿Es el que todavía…?

—Tiene los requisitos. En el libro de los Hechos de los Apóstoles de la Biblia, distintas razas reconocían lo que decían los apóstoles en sus propias lenguas, cuando el Espíritu cayó sobre ellos por vez primera en Pentecostés. La glosolalia no es ninguna tontería; son lenguas extranjeras que uno nunca conoció. El Espíritu las introduce en la mente para que uno pueda predicar el Evangelio a todas las naciones. Por lo común, se interpreta mal.

—Yo creía que era un galimatías hasta que lo investigué.

—¿Has estado leyendo la Biblia? —pregunté—. ¿Durante tu investigación?

—El Nuevo Testamento. Y los Libros de los Profetas.

Rachel dijo:

—Nick nunca ha sabido griego. Estaba convencido de que no eran palabras auténticas —La cruel mordacidad había abandonado su voz; la inquietud por Johnny y la conmoción eran las causantes—. Nick, con mucha cautela, refirió lo de soñar en griego a un par de personas interesadas en lo oculto y ellos contestaron: «Es una vida pasada. Eres la reencarnación de una persona de habla griega». Pero yo no creo que sea así.

—¿Qué crees que es? —le pregunté.

—No lo sé. Las palabras en griego fueron lo primero que tuvo algún sentido para mí, lo único que me tomé en serio acerca de este asunto. Y ahora, esta noche, el diagnóstico de Johnny…, y he visto ese chispazo de luz rojiza saltar hacia él durante un instante. Vete a saber, Phil; esto no se corresponde con nada de lo que yo haya llegado a enterarme. Nick parece estar teniendo vislumbres de unos benignos manipuladores sobrenaturales de una clase que desconocemos…, nada más que vislumbres enigmáticos; lo que quieren ellos que vea. No los suficientes para seguir haciendo extrapolaciones sobre ellos. Tengo la impresión de que son muy antiguos…, por lo del griego común, que data de dos mil años atrás. Si reinciden en ello, puede que ahí resida la única pista accidental.

Con voz ronca, Nicholas dijo bruscamente:

—Alguien está despertando en mí. Después de casi dos mil años. Todavía no ha despertado, pero su hora se acerca. Le fue pronosticado; hace muchísimo tiempo, cuando estaba vivo como nosotros.

—¿Es humano? —pregunté.

—Oh, sí —Nicholas asintió con la cabeza—. O lo fue en otro tiempo. La programación que me están transmitiendo…, es para despertarle. Tienen dificultades, o de un modo u otro les exige un gran esfuerzo; se requieren muchas cosas para lograrlo. Para ello, este hombre, esta persona, es importante. Ignoro por qué motivo. No sé lo que hará —recayó en un meditabundo silencio durante un rato y luego dijo, principalmente para sí, como si ya lo hubiera dicho o pensado innumerables veces—: No sé lo que va a ser de mí en cuanto ello ocurra. Puede que ni siquiera exista algún proyecto en el que yo participe.

—¿Estás seguro de que no estás arrojando al aire seis teorías distintas para ver cuál cae primero? —dije—. Yo reconozco las teorías en cuanto las oigo…, especulación. Tú no lo sabes ¿verdad?

—No —admitió Nicholas.

—¿Cuánto hace que tienes ésta?

—No lo sé. Están todas por escrito.

—¿Por orden decreciente de virtudes?

—Por el orden en que me llegaron.

—Y cada una —le dije— te pareció igualmente verosímil en su momento.

Nicholas dijo:

—Una de ellas tiene que ser verosímil. Finalmente me enteraré. Así debe ser.

—Puedes irte a la tumba sin saberlo —dijo Rachel.

—Lo comprenderé en su día —repuso Nicholas tenazmente.

Tal vez no, pensé; tal vez ella tiene razón. Nicholas no podía quedarse eternamente indeciso, con su pila de folios mecanografiados aumentando sin cesar con una teoría tras otra, cada una más fantástica, exhaustiva y atrevida que la anterior. Por fin, el hombre que dormía en sus adentros, a quien trataban de devolver al mundo vigil, podría aparecer, asumir el mando, y concluir la tesis de Nicholas en su lugar. Nicholas podría escribir: «Me pregunto si es…, puede serlo…, estoy seguro de que…, tiene que serlo»; y entonces el hombre antiguo podría renacer y escribir: «Está en lo cierto; lo es. Lo soy».

—Lo que me ha preocupado siempre que hablabas así —dijo Rachel—, es cómo se comportaría conmigo y con Johnny si ellos logran despertarle; en fin, creo que esta noche ha quedado bien claro que cuidará de Johnny.

—Haré lo imposible para cuidarle —dijo Nicholas.

—¿No vas a resistirte? —le pregunté—. ¿Vas a dejar que te domine sin más?

—Lo espero ansiosamente.

Dije a Rachel:

—¿Hay algún piso libre en vuestro edificio?

Pensaba para mí que, como escritor independiente, podía vivir en cualquier parte. No tenía por qué quedarme en Bay Area. Con una leve sonrisa, Rachel dijo:

—¿Crees que debieras estar aquí para ayudar a cuidarle?

—Algo por el estilo —contesté.