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Así continuaron las cosas durante algún tiempo. Al cabo de un año, cuando tropecé con Nicholas, seguía viendo páginas escritas en sueños, si bien con menos frecuencia. Me contó algo interesante que había descubierto al dormirse y despertarse sucesivamente: que los escritos no aparecían en sus sueños más que entre las 3 y las 4 de la madrugada.

—Esto debe tener algún sentido —dije.

Las únicas palabras que había podido leer con claridad estaban relacionadas con él, aun cuando tenía la certeza de que su nombre aparecía a menudo en otros textos. El pasaje en cuestión rezaba:

UN VENDEDOR DE DISCOS DE BERKELEY PASARA MUCHOS APUROS, Y POR FIN SE

Eso era todo; el resto se le había olvidado o se había borrado sin más. En este sueño, mira por dónde, era yo quien sostenía el libro; estaba de pie con las páginas abiertas, y se las tendía, invitándole a examinarlas, lo cual él hacía.

—¿Estás seguro de que no es que Dios te habla? —dije.

En Berkeley éste era un tema impopular, cuando era un tema siquiera; se lo dije tan sólo para picarle. Pero él mismo había dicho que las grandes páginas, los voluminosos libros de aspecto antiguo, se asemejaban a biblias que había visto. Era él quien había mencionado la similitud. Con todo, Nicholas prefería su teoría de que una inteligencia extraterrestre de otro sistema estelar conversaba con él, y por esa razón me tenía al corriente de sus experiencias. Si hubiera decidido que era Dios, indudablemente habría dejado de hablar conmigo y consultado con un pastor o un cura, así que su teoría era una racha de suerte para mí.

De suerte, es decir, en tanto que me interesara lo que tenía que contar. Sin embargo, desde que me viera en su sueño tendiéndole la página escrita, me hallaba involucrado de algún modo. Pero si bien yo era un escritor profesional de ciencia-ficción, no podía dar crédito realmente a la idea de que una inteligencia extraterrestre de otro sistema estelar se estaba comunicando con él; nunca me tomé en serio tales conceptos, acaso porque escribía sobre este tipo de cosas y estaba acostumbrado a sacármelas de la cabeza bajo una forma puramente novelesca. El que tales cosas pudieran ocurrir de veras no cabía en mi modo de pensar. Ni siquiera creía en los platillos volantes. Para mí eran una farsa y una invención. De modo que, de todas las personas que conocía y en las que podía confiar, Nicholas quizá había elegido la peor.

Por lo que a mí respectaba, era una pertinaz fantasía que había elaborado la mente de Nicholas a fin de ensanchar el mundillo en que vivía. Comunicarse con Sivainvi (como él lo llamaba) le hacía la vida soportable, ya que de otra manera no lo sería. Nicholas, resolví, había empezado a separarse de la realidad por fuerza. El ser vendedor de discos en una ciudad de cultos intelectuales superaba su aguante. Era éste el clásico ejemplo de cómo la mente humana, a falta de soluciones reales, se las arregla para sobreponerse a sus penas.

Tuve que cargar con la teoría de Sivainvi durante varios años, hasta el día, a fines de los sesenta, en que vi con mis propios ojos como Sivainvi curaba al hijito de Rachel y Nicholas de un defecto de nacimiento. Pero esto vino después.

Resultó que, desde el principio, Nicholas no me lo había contado todo ni mucho menos. Lo que decía era una adaptación. Intentaba que no le tomaran por chiflado, lo cual es un deseo que denota ciertos vestigios de astucia, un cierto asimiento rudimentario a la realidad después de que ésta se haya desvanecido casi por completo. Él sabía que no debiera estar experimentando lo que experimentaba, y sabía que, si en efecto lo estaba (que lo estaba), no debería hablar de ello. Me eligió a mí para contármelo porque yo escribía ciencia-ficción, y por ese motivo, presumió, era más indulgente, más tolerante en cuanto a los contactos con no humanos. Ésa era una cuestión en la que Nicholas estaba seguro: Sivainvi no era humano.

Por lo que a todo esto se refiere, Rachel, su mujer, adoptó la actitud más cruel e irónica que se pueda imaginar. Su ferocidad de intelectual de Berkeley aumentaba constantemente. Si Nicholas trataba de hablar de Sivainvi delante de ella, tenía que aguantar de inmediato comentarios despectivos que superaban toda descripción. Diríase que se había hecho Testigo de Jehová, otro ámbito acreedor de ilimitado desprecio por parte de su superculta mujer. Testigo de Jehová o miembro de los Jóvenes Republicanos; alguna abominación de naturaleza tan absolutista como las antedichas. Algo que le distinguía totalmente del hombre sensato. Lo cual, creo yo, era imputable a los relatos de sus experiencias con Sivainvi. Difícilmente podía culparse a Rachel. Fuera de que, como siempre me pareció, la excesiva severidad era innecesaria; sencillamente tendría que haberle enviado al Hospital de Higiene Mental del Estado de California para que se sometiera a una terapia de grupo.

Yo seguía pensando que Nicholas hubiera debido trasladarse al sur de California, principalmente para librarse de Berkeley. Así lo hizo, pero tan sólo para visitar Disneylandia. Sin embargo, fue todo un viaje, en cierta medida. Le supuso hacer arreglar el coche y ponerle neumáticos nuevos; él y Rachel amontonaron sus sacos de dormir, la tienda de campaña y el hornillo Coleman en el maletero de su Plymouth y se pusieron en camino, con el propósito de dormir en las playas a fin de ahorrar dinero. Nicholas tenía también una misión secreta, sobre la cual no informó a su jefe, Herb Jackson. Según su versión oficial, Nicholas iba simplemente de vacaciones. En realidad (me lo confió a mí, su mejor amigo), pensaba hacer una visita a Discos Progresistas de Burbank, en donde tenía un conocido: su representante en la Costa Oeste, Carl Dondero. Esta pequeña organización discográfica editaba discos de música popular que se vendían mejor en Berkeley que en cualquier otro sitio, y desde que formaba parte del ambiente de Berkeley, Nicholas dedicaba muchísimo tiempo a escuchar a cantantes tales como Josh White y Richard Dyer-Bennet; poseía tantos discos de Hudson Back Bay Ballad como existían, y estaba enterado de quién resucitó el banjo de cinco cuerdas (Pete Seeger, afirmaba Nicholas, y luego disertaba sobre los Almanac Singers, con quienes Seeger había cantado sin revelar su nombre). La idea consistía en que, si le gustaba lo que veía en Discos Progresistas y lo que le ofrecían los jefazos de allí, podría entrar a trabajar para ellos. Yo me había encontrado con Carl Dondero una vez, y ambos opinábamos que Nicholas debiera marcharse de Berkeley. Éste fue el sistema al que recurrió Dondero para lograrlo.

Lo que Carl Dondero no había tenido muy en cuenta es la funesta circunstancia de que Los Angeles es la capital chalada del mundo; que todas las agrupaciones religiosas, paranormales y ocultistas tienen allí su origen y allí atraen a sus seguidores; que Nicholas, si iba al sur con propósito de restablecerse se vería expuesto a otras personas como él, y por ello cabía la probabilidad de que antes empeorase más que se repusiera. Nicholas se trasladaría a una región que malamente definía la calidad de la cordura. ¿Qué podría esperarse de Nicholas si se veía expuesto a Los Angeles? Con toda certeza, Sivainvi surgiría de lleno al extinguirse por completo su escaso contacto con la realidad.

Sin embargo, no tenía verdadera intención de irse de Berkeley. Él y la ciudad estaban unidos por lazos demasiado estrechos. Lo que esperaba era almorzar con los jefazos de Artistas y Repertorio de Discos Progresistas; le harían grandes agasajos y solicitarían su apoyo, y al cabo podría decirles que no y regresar triunfalmente a Berkeley, después de que le hubieran ofrecido una alternativa viable que habría rechazado de plano. Durante el resto de sus días como vendedor de discos en Telegraph Avenue, podría decirse que había optado por su modo de vivir antes que por la deslealtad de mudarse a Los Angeles.

Pero cuando llegó a la zona de Los Angeles, concretamente a Orange County y Disneylandia, y hubo tenido ocasión de pasear en su viejo Plymouth, descubrió algo inesperado; aunque yo, más o menos en broma, se lo había sugerido ya. Varios lugares de esa región se parecían a su sueño de México. Yo había estado en lo cierto. Al dejar la autopista en las cercanías de Anaheim —tomó la rampa de salida incorrecta y terminó en la ciudad de Placentia—, descubrió construcciones mejicanas, coches mejicanos de suspensión baja, cafés mejicanos, y casitas de madera llenas de mejicanos. Se había tropezado con un banjo por primera vez en su vida. El barrio se parecía a México, salvo que por él circulaban taxis amarillos. Nicholas había contactado realmente con el mundo de su sueño visionario. Y esto, por lo que se refería a aceptar el empleo en Discos Progresistas, lo cambiaba todo.

Él y Rachel volvieron a Berkeley, pero no para quedarse. Ahora que sabía que existía un mundo real idéntico al representado en su sueño —al que había visto en su sueño—, ya nada podía detenerlo.

—Yo tenía razón —me dijo a su regreso a Bay Area—. No era un sueño. Sivainvi me estuvo mostrando dónde tendría que vivir. Allí se encuentra mi destino, Phil; un destino que empequeñece todo cuanto puedas imaginar. Conduce a las estrellas.

—¿Te dijo Sivainvi cuál es tu destino allí? —le pregunté.

—No —meneó la cabeza—. Lo sabré cuando llegue el momento. Es el mismo principio que rige en los servicios de espionaje: uno sabrá únicamente lo que sea indispensable saber. Si uno comprendiera el cuadro completo, se quedaría alucinado. Se volvería loco.

—Nicholas —dije—, ¿abandonarías tu puesto y te mudarías a Orange County a causa de un sueño?

—Reconocí el barrio de Placentia así que lo vi —dijo Nicholas—. Todas las calles y edificios, todos los coches que pasaban… eran exactamente como los soñé. La gente que caminaba por las aceras, incluso los indicadores de las calles. Hasta el más mínimo detalle. Sivainvi quiere que me traslade allí.

—Pregúntale el porqué antes de hacerlo. Tienes derecho a saber en lo que vas a meterte.

—Tengo confianza en Sivainvi.

—Supongamos que es malvado.

—¿Malvado? —Nicholas me miró de hito en hito—. ¡Es la fuerza absoluta del bien en el universo!

—No sé si me fiaría de él —dije— si se tratara de mí y de mi vida. Entiéndeme, estás hablando de tu vida, Nick. Estás por renunciar a tu casa, tu puesto y tus amigos debido a un sueño que él te muestra… un anticipo. Puede que no sea más que precognición por tu parte. Quizá eres un precognitor.

Había escrito varios relatos sobre precognitores, a decir verdad una novela, «El mundo que hizo Jones», y me inclinaba a considerar la precognición como un arma de doble filo. En mis relatos, y sobre todo en la novela, la precognición colocaba al personaje en un circuito cerrado, le hacía víctima de su propio determinismo; se veía obligado, tal como parecía ser en el caso de Nicholas, a representar posteriormente lo que previó con anterioridad, como si, con haberlo anticipado, estuviera condenado a sucumbir a ello, antes que a obtener la capacidad de eludirlo. La precognición no conducía a la libertad, sino más bien a un macabro fatalismo, como el que ahora manifestaba Nicholas: tenía que mudarse a Orange County porque, un año antes, había experimentado una visión anticipadora de ello. Lógicamente, carecía de sentido. ¿Acaso no podía guardarse de ir precisamente porque había tenido una premonición?

Yo estaba dispuesto a admitir que lo que vio en su sueño visionario era una fiel representación del barrio situado en la ciudad de Placentia, en Orange County. Pero lo veía más como una habilidad paranormal que poseía Nicholas que como una comunicación de una entidad extraterrestre de otro sistema solar. El sentido común exigía que se fijaran ciertos limites. Recurriendo al Principio de Occam de Parquedad Científica, la teoría más sencilla era la mía. No había necesidad de involucrar a otra inteligencia más poderosa.

No obstante, Nicholas no lo entendía así.

—No se trata de cuál teoría es más económica; se trata de lo que es cierto. No me estoy comunicando conmigo mismo. No hay posibilidad de saber por mí mismo que mi destino se encuentra en Placentia. Tan sólo una inteligencia superior a la humana lo sabría.

—Tal vez tu destino se encuentra en el centro de Disneylandia. Podrías dormir debajo de la Montaña Rusa y vivir de Coca-Cola y bocadillos de Frankfurt, como los que venden allí. Hay lavabos. Tendrías todo lo que te hiciera falta.

Rachel, que estaba escuchando, me lanzó una mirada de pura malevolencia.

—Vaya, hago exactamente lo mismo que tú —le dije— Burlarme de él. Tú no quieres irte a vivir en la zona de Los Angeles, ¿verdad Rachel? Lejos de Berkeley.

—Nunca iría a vivir a Orange County —repuso Rachel con vehemencia.

—Ahí lo tienes —dije a Nicholas.

Nicholas explicó:

—Estamos pensando en separarnos. Así ella podrá seguir en la universidad y yo partir hacia allá en busca de mi destino.

Esto le daba autenticidad. Un divorcio basado en un sueño. Qué motivo tan singular. ¿Causa del divorcio? Abandoné a mi mujer porque soñé en una tierra extranjera…, que resultó caer a diez millas de Disneylandia, cerca de un montón de naranjos. Allá en la ciudad sintética, EE.UU. era irreal, y, sin embargo, Nicholas hablaba en serio. Y llevaban años casados.

El asunto se resolvió al cabo de tres años, cuando Rachel descubrió que estaba embarazada. Era la época del diafragma, cuya utilidad dejaba mucho que desear. Así se terminó su carrera universitaria; después de tener al pequeño Johnny, le daba igual donde vivieran. Engordó y se tornó desaliñada; su pelo acabó hecho un desastre; se olvidó de todo lo que había aprendido en la facultad y no hacía otra cosa que mirar televisión todo el día.

A mediados de los años sesenta se trasladaron a Orange County. A los pocos años, Ferris F. Fremont asumiría la presidencia de los Estados Unidos.