El objeto de acabar con las figuras políticas importantes de los Estados Unidos por medio del asesinato, cometido supuestamente por individualistas desmañados, era que Ferris F. Fremont saliese elegido. Era el único sistema. Fremont no podía competir debidamente. A pesar de sus campañas agresivas, el senador bordeaba la nulidad. Tiempo atrás, uno de sus hombres de confianza debió de habérselo indicado. «Si piensas ingresar en la Casa Blanca, Ferris —debió comentar el nombre de confianza—, tendrás que matar a todos los demás primero». Tomándole literalmente, Ferris Fremont así lo hizo, empezando en 1963 y adelantando progresivamente durante el mandato de Lyndon Johnson. No bien Lyndon Johnson hubo renunciado a su cargo, el terreno quedó despejado. El hombre que no podía competir, ya no tenía que hacerlo.
No vale la pena insistir en la moralidad de Ferris Fremont. El tiempo ya ha dado su veredicto, el veredicto del mundo —sin contar la Unión Soviética, que todavía le respeta muchísimo—. La idea de que Fremont se hallaba en verdad estrechamente vinculado a la confabulación soviética en los Estados Unidos, respaldado por el Soviet, y que su estrategia había sido ideada por planificadores rusos, es cuestionable; pero, con todo, es un hecho. Los rusos le respaldaron, los derechistas le respaldaron, y por fin casi todo el mundo, a falta de algún otro candidato, le respaldó. Cuando entró en el poder, fue por obra de un mandato de enorme magnitud. ¿Por quién más podían votar?
Cuando uno se da cuenta de que en realidad Fremont se presentaba sin oposición alguna, que los suyos se habían infiltrado en el Partido Demócrata, lo habían espiado, practicado escuchas telefónicas, y convertido en un caos, todo ello adquiere más sentido. Fremont contaba con el apoyo de la comunidad de inteligencia de los EE.UU. —tal como les gustaba llamarse a sí mismos—; los exagentes desempeñaron un papel fundamental en diezmar la oposición política. En un sistema de partido único, siempre se da una victoria electoral arrolladora.
Uno se pregunta: ¿por qué grupos tan dispares como la Unión Soviética y la comunidad de inteligencia de los EE.UU. iban a respaldar al mismo hombre? No soy ningún teórico político, pero Nicholas dijo una vez: «A ambos les encantan los figurones corruptos. Así ellos pueden gobernar desde el foro. Los rusos y la bofia; todos están a favor de los gobiernos fantasmas. Siempre lo estarán, porque, en el fondo, cada uno de ellos es el hombre de la pistola. Con la pistola apuntada a la cabeza».
Nadie había puesto una pistola en la cabeza de Fremont. Él era la misma pistola, apuntada a nuestra cabeza. Apuntada a la gente que le había elegido. Tras él se encontraban todos los polis del mundo: los polis izquierdistas de Rusia, los polis derechistas de los Estados Unidos. Los polis, polis son. Solamente hay distinciones de rango, en superiores e inferiores. Al poli principal es probable que no se le vea nunca el pelo.
Sin embargo, Nicholas tampoco era un teórico político. A decir verdad, no tenía ni idea de cómo se había formado la coalición que estaba detrás de Fremont; de hecho, no tenía ni idea de que existiera. Al igual que todos nosotros a lo largo de esos años, se quedó completamente atónito a medida de que los políticos ilustres iban siendo asesinados y Fremont ascendía rápidamente hacia el poder. Lo que estaba ocurriendo carecía de sentido. No podía discernirse pauta alguna.
Hay un lema latino, al que se recurre cuando se intenta averiguar quién ha cometido un crimen, que dice: «Busca al que saca provecho». Cuando John Kennedy fue asesinado, y el doctor King, y Bobby Kennedy, y los demás, cuando George Wallace quedó tullido, tendríamos que habernos preguntado: ¿Quién saca provecho? Todos los hombres de América salieron perdiendo por culpa de esos terribles y estúpidos asesinatos, con excepción de un hombre mediocre cuya carrera hacia la Casa Blanca estaba ahora libre de obstáculos: nada le impedía acceder, nada le impedía quedarse allí. Un hombre que de otra manera no habría tenido posibilidad alguna.
No obstante, tendríamos que perdonarnos por no comprender quién aspiraba a ello y por qué; al fin y al cabo, en los Estados Unidos nunca había ocurrido algo semejante, aun cuando la historia de otros países abunda en casos por el estilo. Los rusos lo saben muy bien, y los ingleses otro tanto; tómese a Dick el Jorobado, como Shakespeare llamó a Ricardo III. He aquí el paradigma de la situación: Ricardo, que se valió del asesinato para subir al trono, matando incluso a niños, y todo con el pretexto de que la naturaleza le había hecho feo. La naturaleza también había hecho feo a Ferris Fremont, por dentro y por fuera. Personalmente, jamás se me pasó por la cabeza. Se nos ocurrieron numerosas posibilidades, pero ésta nunca nos la tomamos en serio. Hasta entonces, la mentalidad salvaje nunca había intrigado para hacerse con el poder en América.
Sin embargo, no tengo intención de escribir acerca de cómo Ferris Fremont subió al poder. Tengo intención de escribir acerca de su caída. La primera historia es de todos conocida, pero dudo que alguien entienda la manera en que fue derrotado. Quiero escribir sobre Nicholas Brady, y sobre los amigos de Nicholas Brady.
Aun cuando había abandonado mi trabajo en la librería para dedicarme profesionalmente a la literatura, todavía me gustaba el dejarme caer por University Music para escuchar los elepés nuevos y saludar a Nicholas, quien ahora se pasaba mucho tiempo con los viajantes de las diversas distribuidoras, o arriba en su despacho haciendo trabajo administrativo. Hacia 1953 ya dirigía prácticamente University Music; el dueño, Herb Jackman, tenía otra tienda en Kensington y pasaba allí el tiempo debido a que caía más cerca de su casa. Pat seguía trabajando en Berkeley, y ella y Nicholas estaban juntos casi todos los días.
Lo que yo ignoraba era que Herb tenía una afección cardíaca. Había sufrido un ataque cardíaco en 1951 y su médico le mandó jubilarse. Sólo tenía cuarenta y siete años y se negaba a hacerlo; en cambio, adquirió una tiendecilla en Kensington y en ella se tumbaba a la bartola. El único día en que las ventas valían la pena era el sábado, mientras que en University Music había cinco empleados y no paraban de trabajar. Nicholas y Pat, naturalmente, sabían de la afección cardíaca de Herb. Algunas veces, el sábado por la noche, Herb y sus amigos se reunían en el despacho de University Music y jugaban al póquer; de cuando en cuando yo les acompañaba. Todos los amigos estaban enterados de su dolencia. Eran una pandilla chabacana, pero apreciaban mucho a Herb; la mayoría de ellos eran pequeños empresarios del barrio y tenían preocupaciones comunes, tales como los drogadictos que circulaban por Telegraph Avenue. Podían imaginarse lo que se avecinaba. Posteriormente, Nicholas solía decir que lo que mató a Herb fue el ambiente de la droga de Telegraph. Antes de su muerte, Herb tuvo ocasión de ver a camellos negros ofrecer porros abiertamente a los transeúntes al otro lado de la calle que bajaba hacia Dwight. Para un puritano de Oklahoma como Herb, eso sería la debacle.
También jugaba al póquer con Tony Boucher y sus amigos, en su casa de Dana; todos ellos, al igual que yo, eran escritores de ciencia-ficción. Nicholas nunca jugaba al póquer; era demasiado intelectual para eso. Nicholas era el típico intelectual de Berkeley, metido en los libros, los discos y los cafés de la avenida. Cuando les apetecía salir, él y Rachel cruzaban la bahía hasta San Francisco y se dirigían directamente a North Beach y a los cafés que había allí, a lo largo de Grant. Antes hacían alto en el barrio chino y cenaban exactamente en el mismo restaurante, el más antiguo del lugar según ellos: el Yee Jun’s, de Washington. Había que bajar la escalera hasta el sótano, y las mesas tenían superficie de mármol. Allí había un camarero bajito llamado Walter, de quien se decía que daba de comer gratis a estudiantes sin hogar, el tipo de estudiantes que llenaban San Francisco y que un día dejarían de ser los beatniks, como Herb Caen les denominaba, y se convertirían en los hippies de Haight Ashbury. Nicholas nunca fue beatnik ni hippy —era demasiado intelectual para eso—, pero lo parecía, con sus tejanos, sus zapatillas de tenis, su barba corta y su pelo despeinado.
El mayor problema de Nicholas era la perspectiva de seguir siendo vendedor de discos toda la vida. Ni siquiera el dirigir University Music parecía cambiar su situación, y le estaba traumatizando, sobre todo porque su mujer estaba a punto de licenciarse. En vez de ir a la universidad, estaba haciendo pasar por ella a su mujer. Se le antojaba que Rachel le miraba por encima del hombro. Al ser Berkeley una ciudad universitaria, le parecía que casi todo el mundo le miraba por encima del hombro. Fue un período difícil para él. Era evidente que su jefe sufriría otro ataque cardíaco, y entonces Pat, como legítima propietaria de University Music, le pondría sin duda a cargo de la tienda. Haría lo que Herb había estado haciendo —lo cual, en la práctica, estaba haciendo ya—, y se le ocurrió que probablemente acabaría como él: muerto a causa de los desvelos y el trabajo excesivo en un empleo que daba pocas satisfacciones; muerto prematuramente, en su puesto de las nueve de la mañana hasta medianoche. La venta de discos al por menor, para el propietario independiente, era ya una empresa de escasa rentabilidad; las grandes cadenas empezaban a tomar parte en el negocio: Music Box y la Wherehouse, los almacenes de discos.
Por entonces Nicholas tuvo otra experiencia paranormal. Me la contó al día siguiente.
Ésta tenía que ver con México. Él nunca había estado en México y no sabía mucho de este país; fue ésa la razón por la que el detalle del sueño le asombró tanto: todo coche, todo edificio, todas las personas de las aceras y los restaurantes se hallaban nítidamente grabados. Y no se trataba de retorno a una vida pasada, porque vio taxis amarillos; todo era en verdad moderno, una gran ciudad como México, con mucho movimiento, muy ruidosa, pero de un modo u otro con los sonidos amortiguados y como incesante rumor de fondo. En el sueño no llegó a oír con claridad una sola palabra. Nadie le habló; no había personajes, solamente coches, taxis, indicadores de calles, tiendas, restaurantes. Era totalmente paisajístico. Y se desarrolló sin pausa durante horas, en un intenso y brillante color, del tipo que se encuentra en la pintura acrílica, dijo Nicholas.
El sueño le había llegado de una manera muy extraña: en pleno día. Sobre las dos de la tarde, en su día libre, había sentido somnolencia y se había echado en el sofá del cuarto de estar. El sueño comenzó en seguida. Estaba ante un puesto de tacos comprando uno. Pero en aquel momento la escena se había volteado, desplegándose, como si unas puertas se hubieran abierto de par en par o elevado; de pronto ya no se encontraba ante el puesto de tacos, sino frente a un panorama de México. Era romántico y emocionante, refulgente de color en la noche; innumerables insinuaciones y promesas le atraían hacia él. Se extendía en todas direcciones, un inmenso paisaje extranjero que le era desconocido, ajeno al contenido de su mente, hermoso, irresistible; tal era su hechizo que a poco ya se hallaba en medio de él, con la resplandeciente vida derramándose por doquier: el rumor de la gente, el zumbido del tráfico, y todo tan real, tan inequívocamente real.
En cierto momento se encontró recorriendo junto con un grupito un museo de alguna clase, ubicado a la orilla del océano. Vio numerosas piezas y pinturas que después no recordaba, pero, por lo visto, sólo esa parte ya duró horas. El lapso de la experiencia, en tiempo real, fue de casi ocho horas. Había mirado la hora cuando se acostó, y al levantarse volvió a comprobarla. ¡Ocho horas de México paisajístico, y gratis!
Más tarde me dijo:
—Era como si otra mente tratara de comunicarse conmigo. Una vida que no llegué a vivir, diría yo. Un lugar en el que podría haber vivido. Lo que podría haber experimentado.
No pude discutírselo. Ciertamente, su restringida vida en Berkeley pedía a gritos un viaje de semejante intensidad.
—Quizá significa que deberías trasladarte al sur de California —dije.
—No, era México; un país extranjero.
—¿Has pensado alguna vez en trasladarte a Los Angeles?
Esto no le hizo gracia.
—¡Una vasta inteligencia me estuvo hablando! ¡A través de infinitas millas de espacio! ¡Desde otra galaxia!
—¿Por qué? —pregunté.
—Creo que ha percibido mis necesidades. Creo que se propone orientar mi vida hacia alguna importante meta de la que por ahora no hay noticia. Le… —Nicholas esbozó un gesto furtivo, reservado—. Le he dado un nombre: Sivainvi A. Significa Sistema de Vasta Inteligencia Viva A. Lo llamo «A» porque puede que sólo sea uno de muchos. Posee todas esas características; es vasto, es activo, es inteligente y constituye un sistema coherente.
—¿Todo esto lo sabes por la exhibición que te hizo de México?
—Allí lo percibí. Intuí su naturaleza. A veces no puedo dormir por la noche y trato de comunicarme con él. Éste es el resultado de mis ruegos a lo largo de los años; he rogado por esto muchas veces.
Pensé en la palabra «rogar», y al punto comprendí que la palabra que quiso decir era rezar. «Había rezado por esto» era lo que había tenido intención de decir, pero en Berkeley nadie usaba nunca la palabra «rezar». En Berkeley no existía religión alguna, salvo entre los de Oklahoma que habían emigrado durante la Segunda Guerra Mundial para trabajar en los astilleros de Richmond. A Nicholas no le cogerían ni muerto usando la palabra «rezar».
Supuse entonces que había tenido otras experiencias con Sivainvi A, como él lo llamaba.
En verdad había tenido otras experiencias, que posteriormente me contó: sueños de índole singularmente reiterativa, en los cuales se le mostraban grandes libros abiertos, con impresiones semejantes a las de las biblias antiguas. En todos los sueños leía o intentaba leer las impresiones, con escasos resultados, al menos para su mente consciente. Era imposible saber cuánto de ello lo absorbió inconscientemente y lo reprimió o lo olvidó al despertar: probablemente muchísimo. Yo me barruntaba, atendiendo a lo que me dijo, que se le habían mostrado tantos escritos en sueños como para haber seguido el equivalente de un curso acelerado; de qué trataba el curso, ni él ni yo lo sabíamos.