La primera de las experiencias paranormales de Nicholas Brady ocurrió en la casa de la calle San Francisco, en donde residió durante años; él y su mujer, Rachel, compraron la vivienda por tres mil setecientos cincuenta dólares cuando se casaron en 1953. Era una casa muy antigua —uno de los primeros cortijos de Berkeley— edificada en un solar que medía únicamente nueve metros y pico de ancho, desprovista de garaje, cuya calefacción se reducía al horno de la cocina. Las mensualidades ascendían a veintisiete con cincuenta dólares, razón por la que vivió en ella tanto tiempo.
Solía preguntarle a Nicholas por qué motivo nunca pintó o reparó la casa; el tejado tenía goteras, y en invierno, durante las lluvias abundantes, él y Rachel repartían latas de café vacías para recoger el agua que goteaba por todas partes. La casa era de un feo amarillo desconchado.
—Eso daría al traste con la intención de tener una casa tan barata —explicó Nicholas.
Seguía gastándose casi todo el dinero en discos. Rachel estudiaba en la universidad, en el departamento de ciencias políticas. Yo casi nunca la encontraba en casa cuando me dejaba caer por allí. Nicholas me dijo una vez que su mujer estaba colada por un compañero estudiante, el que dirigía el grupo de juventud del Partido Socialista Obrero cuya sede estaba situada delante misma del recinto universitario. Ella se parecía a las demás muchachas de Berkeley que estaba acostumbrado a ver: tejanos, gafas, caballera oscura, voz alta y enérgica, hablando sin cesar de política. Esto, claro está, fue durante la época de McCarthy. Berkeley se estaba politizando sobremanera.
Los miércoles y domingos Nicholas no trabajaba. El miércoles estaba solo en casa. El domingo le acompañaba Rachel.
Un miércoles —esto no es la experiencia paranormal— cuando Nicholas estaba en casa escuchando la Octava Sinfonía de Beethoven en su tocadiscos Magnavox, dos agentes del FBI le hicieron una inesperada visita.
—¿Está la señora Brady en casa? —preguntaron. Llevaban trajes de calle y abultados maletines. Nicholas les tomó por vendedores de seguros.
—¿Qué quieren de ella? —replicó con hostilidad. Se figuraba que trataban de vender algo a su mujer.
Los dos agentes cruzaron una mirada y entonces obsequiaron a Nicholas con sus documentos de identidad. Nicholas se vio asaltado por la ira y el miedo. Se puso a contar a los dos agentes del FBI, balbuciente, un chiste que había leído en «La comidilla de la ciudad», del New Yorker, que trataba de dos agentes del FBI que estaban investigando los antecedentes de un hombre, y un vecino, al interrogarlo, había dicho que el hombre escuchaba sinfonías, y los agentes preguntaron con recelo en qué idioma estaban las sinfonías.
Los dos agentes, al oír su confusa versión del chiste no le vieron la gracia.
—Eso no nos incumbió a nosotros —dijo uno de ellos.
—¿Por qué no hablan conmigo? —exigió Nicholas, protegiendo a su mujer.
Los dos agentes del FBI volvieron a cruzar miradas, asintieron con la cabeza y entraron en la casa. Nicholas, aterrado, se sentó de cara a ellos, procurando reprimir los temblores.
—Como usted sabe —explicó el agente de la doble papada de mayor tamaño—, nuestro deber es proteger las libertades de los ciudadanos americanos contra la invasión totalitaria. Nunca investigamos a los partidos políticos legítimos, tales como los demócratas o republicanos, que son genuinos partidos políticos amparados por la ley americana.
Entonces comenzó a hablar del Partido Socialista Obrero, el cual, explicó a Nicholas, no era un partido político legítimo sino una organización comunista que se dedicaba a la revolución violenta a costa de las libertades americanas.
Nicholas ya sabía todo eso. Sin embargo, guardó silencio.
—Y su esposa —dijo el otro agente—, podría sernos de utilidad, ya que es miembro del cuerpo estudiantil del PSO, al informar acerca de quiénes asisten a sus reuniones y de qué se habla en ellas. —Ambos agentes miraron con expectación a Nicholas.
—Tendré que comentarlo con Rachel —dijo Nicholas—. En cuanto vuelva.
—¿Participa usted en actividades políticas, señor Brady? —le preguntó el agente de la doble papada de mayor tamaño. Tenía ante sí una libreta y una estilográfica. Los dos agentes habían colocado uno de sus maletines entre Nicholas y ellos; y vio que de su interior sobresalía un objeto cuadrado y supo que le estaban grabando.
—No —dijo Nicholas, sin mentir. Lo único que hacía era escuchar exóticos e insólitos discos vocales extranjeros, sobre todo los de Tiana Lemnitz, Erna Berger y Gerhard Husch.
—¿Le gustaría participar? —preguntó el agente de la doble papada menor.
—Hum —dijo Nicholas.
—Usted está familiarizado con el Partido Internacional del Pueblo —dijo el agente de la papada mayor—. ¿Ha pensado alguna vez en asistir a sus reuniones? Las celebran a una manzana de aquí, más o menos, al otro lado de San Pablo Avenue.
—Podríamos servirnos de alguien allí, en la reunión del grupo local —dijo el agente de la papada menor—. ¿Le interesa?
—Podemos pagarle —añadió su colega.
Nicholas parpadeó, tragó saliva, y entonces pronunció el primer discurso de su vida. Los agentes no se mostraron satisfechos pero escucharon.
Ese mismo día, más tarde, luego de que los agentes se hubieran ido, llegó Rachel, cargada de libros de texto y con aspecto malhumorado.
—Adivina quiénes han estado hoy aquí buscándote —dijo Nicholas. Le contó de quiénes se trataba.
—¡Malnacidos! —exclamó Rachel—. ¡Malnacidos!
Fue dos noches después cuando Nicholas tuvo su experiencia mística.
Él y Rachel estaban en la cama, durmiendo. Nicholas ocupaba el lado izquierdo, más cerca de la puerta del dormitorio. Perturbado aún por la reciente visita de los agentes del FBI dormía ligeramente, revolviéndose mucho, acosado por sueños indefinidos de desagradable naturaleza. Hacia el amanecer, apenas la engañosa luz blanca empezaba a llenar la habitación, se apoyó en un nervio, le despertó el dolor, y abrió los ojos.
Una figura estaba de pie, silenciosa, junto a la cama, contemplándole. La figura y Nicholas se miraron; Nicholas gruñó asombrado y se incorporó. Rachel despertó de golpe y rompió a gritar.
—Ich bin’s —le dijo Nicholas de modo tranquilizador (había estudiado alemán en el instituto). Lo que quiso decirle fue que la figura era él mismo, lo cual se decía «Ich bin’s» en alemán. Sin embargo, a causa de su agitación no se dio cuenta de que hablaba en una lengua extranjera; si bien era una lengua que la señora Altecca le había enseñado en el doceavo curso, Rachel no le comprendía. Nicholas empezó a darle palmaditas pero siguió repitiendo que era él en alemán. Rachel estaba perpleja y asustada, seguía gritando. Entretanto, la figura desapareció.
Más tarde, cuando hubo despertado del todo, Rachel no estaba segura de si había visto la figura o solamente reaccionado al sobresalto de Nicholas. Había sido todo tan repentino.
—Era yo —dijo Nicholas—; estaba de pie junto a la cama contemplándome. Me he reconocido.
—¿Qué hacías allí? —preguntó Rachel.
—Protegerme —dijo Nicholas.
Lo sabía. Podía asegurarlo tras haber visto la expresión del rostro de la figura. Por tanto, no había nada que temer. Tenía la impresión de que la figura de él mismo había retornado del futuro, acaso de un punto muy avanzado en el tiempo, a fin de cerciorarse de que él, su yo anterior, se desenvolvía satisfactoriamente en una época crítica de su vida. Era una impresión clara y acusada y no podía librarse de ella.
Pasando al cuarto de estar, cogió su diccionario de alemán y comprobó la frase que había empleado. En efecto era correcta. Significaba, literalmente «Lo soy».
Él y Rachel se sentaron en el cuarto de estar, bebiendo café instantáneo en pijama.
—Ojalá estuviera segura de haberlo visto —Rachel no dejaba de repetir—. Seguro que algo me asustó. ¿No me has oído gritar? No sabía que pudiera gritar de esa manera. No creo que nunca en mi vida haya gritado de esa manera. Me pregunto si los vecinos lo habrán oído. Espero que no llamen a la policía. Apuesto que los he despertado. ¿Qué hora es? Está clareando; debe ser el amanecer.
—En mi vida me había ocurrido nada igual —dijo Nicholas—. Vaya sorpresa que me he llevado; abro los ojos y lo veo —me veo— allí de pie. Menudo susto. Me pregunto si le habrá ocurrido nunca a algún otro. Vaya.
—Estamos tan cerca de los vecinos —dijo Rachel—. Espero no haberles despertado.
Al día siguiente Nicholas vino a mi casa para contarme su experiencia mística y pedir mi opinión. Sin embargo, no habló de ello con mucha franqueza que digamos; al principio no me lo contó como experiencia personal, sino como una idea de ciencia-ficción para un relato. De este modo, si sonaba a locura, la responsabilidad no sería suya.
—He pensado —dijo— que como escritor de ciencia ficción podrías explicarlo. ¿Era un viaje en el tiempo? ¿Existe una cosa tal como el viaje en el tiempo? O quizá un universo alternativo.
Le dije que aquello era él mismo procedente de un universo alternativo. Lo probaba el hecho de que se hubiera reconocido. De haber sido un yo futuro no lo habría reconocido, puesto que sus facciones se habrían diferenciado de las que veía en el espejo. Nadie podría reconocer su propio yo futuro. En cierta ocasión había tratado ese tema en un relato. En éste, el yo futuro del personaje regresaba para advertirle precisamente cuando él, el protagonista, se disponía a cometer una estupidez. El protagonista, sin reconocer a su yo futuro, le había matado. Aún tenía que vender el relato, pero abrigaba esperanzas. Mi agente, Scott Meredith, había vendido todo cuanto yo había escrito.
—¿Puedes utilizar la idea? —preguntó Nicholas.
—No —le dije—. Es demasiado vulgar.
—¡Vulgar! —semejaba molesto—. A mí no me ha parecido vulgar esta noche. Creo que me traía un mensaje y me lo estaba emitiendo telepáticamente, pero me desperté y allí terminó la transmisión.
Le expliqué que si uno se encontraba con su yo de un universo alternativo —o del futuro, si vamos a eso— difícilmente habría de emplear la telepatía. No era lógico, ya que no existiría barrera lingüística alguna. La telepatía se utilizaba cuando tenía lugar el contacto entre miembros de diferentes razas, tales como los de otros sistemas estelares.
—Oh —dijo Nicholas, asintiendo con la cabeza.
—¿Era benigno? —pregunté.
—Claro que lo era; era yo. Yo soy benigno. ¿Sabes, Phil? Según como se mire, toda mi vida es una pérdida de tiempo. ¿Qué hago yo a mi edad, trabajando como dependiente en una tienda de discos? Fíjate en ti…, tú eres un escritor profesional. ¿Por qué coño yo no puedo hacer algo así? Algo útil. ¡Soy un dependiente! ¡Lo más humilde de lo más humilde! Y Rachel va a ser profesora titular algún día, cuando haya terminado la carrera. Nunca tendría que haber abandonado los estudios; tendría que haberme licenciado en filosofía y letras.
Dije:
—Sacrificaste tu carrera por una noble causa, tu oposición a la guerra.
—Estropeé el fusil. No hubo ninguna causa; fuí un manazas el día que tuvimos que desmontar el fusil y volver a montarlo, nada más. Perdí el gatillo dentro, en medio de los mecanismos. Eso es todo.
Le expliqué que su subconsciente era más sabio que su mente consciente, y que debiera atribuirse el mérito de su clarividencia, su sentido superior de los valores morales. Al fin y al cabo, era parte integrante de él.
—No sé si creerlo —dijo Nicholas—. Ya no sé qué creer. No lo sé desde que pasaron esos dos agentes del FBI y me sonsacaron. ¡Querían que espiara a mi mujer! Creo que era eso lo que pretendían en realidad. Hacen que las personas se espíen unas a otras, como en 1984, y destruyen toda la sociedad. ¿Qué valor tiene mi vida, Phil, en comparación con la tuya, eh? En comparación con la de cualquiera.
»Me voy a ir a Alaska. El otro día precisamente estuve hablando con el hombre de la Southern Pacific; tienen conexión con Alaska a través de una balandra que viaja allí tres veces al año. Podría ir en ella. Creo que es eso lo que mi yo del futuro o de un universo alternativo quiso decirme anoche: que mi vida carece de importancia y que vale más que haga algo radical.
»Probablemente estaba a punto de averiguar lo que debía hacer, sólo que lo estropeé al despertar y abrir los ojos. En realidad fue Rachel la que lo ahuyentó al ponerse a gritar; fue entonces cuando desapareció. De no ser por ella, sabría organizar mi futuro, mientras que, tal como están las cosas, no sé nada, no hago nada, no tengo esperanzas ni perspectivas, aparte de revisar el puñetero envío de RCA Victor que me está esperando en la tienda, cuarenta cajas de cartón enormes…, nos ofrecieron todo el género de otoño, y hasta Herb se empeñó en conseguirlo. A causa del diez por ciento de descuento. —Guardó un amargado silencio.
—¿Qué aspecto tenían los agentes del FBI? —pregunté, pues nunca había visto ninguno. En Berkeley todo el mundo tenía miedo de una visita tal como la que había recibido Nicholas, incluído yo. Era cosa de los tiempos que corrían.
—Tienen gruesos cuellos colorados y papadas. Y ojillos como dos carbones hincados en pasta. Y no te pierden de vista. Nunca te quitan los ojos. Tenían un leve pero perceptible acento del sur. Dijeron que volverían para hablar con los dos. Es probable que también vayan a hablar contigo. Acerca de tus obras. ¿Escribes libros izquierdistas?
Pregunté:
—¿No los has leído?
—No leo ciencia-ficción —dijo Nicholas—. Solamente leo a escritores serios, como Proust, Joyce y Kafka. Cuando la ciencia-ficción tenga algo serio que decir, la leeré. —Se puso entonces a hablar de las virtudes de Finnegans Wake, en especial de la última parte, que comparó con la última parte del Ulises. Estaba convencido de que nadie salvo él la había leído o comprendido.
—La ciencia-ficción es la literatura del futuro —le dije, cuando se interrumpió—. Dentro de unas décadas se viajará a la Luna.
—Oh, no —dijo Nicholas enérgicamente—. Nunca se viajará a la Luna. Vives en un mundo de fantasía.
—¿Es eso lo que tu yo futuro te dijo? —comenté—. ¿O tu yo de otro universo, sea lo que fuere?
A mí me parecía que era Nicholas quien habitaba en un mundo de fantasía, al trabajar como dependiente en la tienda de discos y, a un tiempo, enfrascarse sin cesar en la literatura importante que muy poco tenía que ver con su propia realidad. Había leído tanto a James Joyce, que para él Dublín era más real que Berkeley. Y aun para mí, Berkeley no era del todo real sino que estaba, como Nicholas, reconcentrada en la fantasía; todo Berkeley soñaba un sueño político separado del resto de América, un sueño que pronto se vería truncado, ya que la reacción ahondaba por momentos y se extendía cada vez más.
Una persona como Nicholas Brady nunca podría ir a Alaska; era un producto de Berkeley y no podría sobrevivir más que en el ambiente de estudiantes radicales de Berkeley. ¿Qué sabía él del resto de los Estados Unidos? Yo había recorrido el país; había estado en Kansas, Utah y Kentucky, y sabía del aislamiento de los radicales de Berkeley. Podían influir un poco en América con sus opiniones, pero tarde o temprano sería la sólida América conservadora, el medio oeste, la que ganaría. Y en cuanto Berkeley cayera, Nicholas Brady caería con ella.
Naturalmente, esto fue hace mucho tiempo, antes de que el presidente Kennedy fuera asesinado, antes del presidente Ferris Fremont y el Nuevo Estilo americano. Antes de que las tinieblas nos envolvieran por completo.