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Mi amigo Nicholas Brady, quien, a su entender, contribuyó a salvar el mundo, nació en Chicago en 1928, pero después se trasladó a California. Pasó la mayor parte de su vida en Bay Area, sobre todo en Berkeley. Se acordaba de los amarraderos de metal en forma de cabezas de caballos situados frente a las casas antiguas de la parte montuosa de la ciudad, y de los Trenes Rojos eléctricos que enlazaban con los transbordadores, y en particular de la niebla. Posteriormente, hacia los años cuarenta, la niebla había dejado de cubrir Berkeley por la noche.

Al principio Berkeley, en la época de los Trenes Rojos y tranvías, era tranquila y poco poblada, si no contamos la universidad, con sus ilustres residencias de estudiantes y su excelente equipo de fútbol. De niño Nicholas Brady asistió a unos cuantos partidos de fútbol con su padre, pero nunca llegó a entenderlos. Ni siquiera comprendía del todo el himno del equipo. Pero le gustaban los parques que rodeaban la universidad, con los árboles, los calmosos bosquecillos y el Arroyo de Strawberry; le gustaba, especialmente, el albañal por el que corría el arroyo. El albañal era lo mejor de los parques universitarios. En verano, cuando el arroyo llevaba poco caudal, lo subía y lo bajaba gateando. En cierta ocasión unas personas le llamaron y le preguntaron si era alumno del colegio universitario. Por entonces tenía once años.

Una vez le pregunté por qué motivo había decidido pasar el resto de sus días en Berkeley, que hacia los años cuarenta se había vuelto populosísima, ruidosa y víctima de airados estudiantes que se enzarzaban en el mercado cooperativo como si las pilas de conservas fueran barricadas.

—Joder, Phil —dijo Nicholas Brady—. Berkeley es mi hogar.

La gente que se dejaba atraer por Berkeley sustentaba tal creencia, aun cuando sólo llevara una semana allí. Sostenían que no existía ningún otro lugar. Esto ante todo se confirmó al abrirse los cafés en Telegraph Avenue y al iniciarse el movimiento de libertad de expresión. En cierta ocasión Nicholas hacía cola en el cooperativo de Grove y vio a Mario Savio delante de él en la fila. Savio sonreía y saludaba con la mano a los admiradores. Nicholas se hallaba en el recinto universitario el día que colocaron el letrero con la palabra PHUQUE en la cafetería, y los polis detuvieron a los tipos que lo habían colgado. Desgraciadamente él estaba en la librería, hojeando libros, y se perdió toda la bronca.

Aun cuando residió en Berkeley por los siglos de los siglos, Nicholas solamente asistió dos meses a la universidad, lo cual le hizo distinto a todos los demás. Los otros asistían a la universidad para siempre. Berkeley contaba con toda una población de estudiantes profesionales que nunca se graduaban y que no tenían otro fin en la vida. El justo castigo que infligió la universidad a Nicholas fue el ROTC, que en su época funcionaba todavía con pleno vigor.

De niño, Nicholas había ido a un centro preescolar progresista o del frente comunista. Su padre, que en los años treinta tenía numerosos amigos en el Partido Comunista de Berkeley, le mandó allí. Posteriormente se hizo cuáquero, y él y su madre se sentaban sin hacer nada en la Reunión de Amigos, tal como es propio de los cuáqueros, esperando que el Espíritu Santo les moviera a hablar. Nicholas, más adelante, se olvidó de todo ello, al menos hasta que se matriculó en la universidad de California y se vio provisto de un uniforme de oficial y un fusil M-1. En consecuencia, su inconsciente se rebeló, abrumado con viejos recuerdos; estropeó el fusil y no pudo llevar a cabo los ejercicios de manejo de armas, se presentó a la instrucción sin uniforme; fue suspendido, le informaron de que un suspenso en ROTC suponía la automática expulsión de la universidad, a lo cual Nicholas dijo: «Lo que es justo, es justo».

No obstante, en vez de dejar que le expulsaran, abandonó por su cuenta. Tenía diecinueve años y su carrera universitaria estaba arruinada. Se había propuesto llegar a ser paleontólogo. La otra universidad importante de Bay Area, que se encontraba en Stanford, era excesivamente costosa para sus posibilidades. Su madre ocupaba el exiguo puesto de secretaria en el Departamento de Ciencias Forestales de los EE.UU., en un edificio del recinto universitario; carecía de dinero. Nicholas se planteó ir a trabajar. Detestaba de veras la universidad y se le ocurrió no devolver el uniforme. Pensó presentarse a la instrucción con una escoba y empeñarse en que era su fusil M-1. Con todo, nunca se le antojó disparar el M-1 a sus oficiales; el percutor había desaparecido.

En aquellos tiempos, Nicholas aún estaba en contacto con la realidad. La cuestión de devolver su uniforme de oficial quedó resuelta cuando las autoridades de la universidad abrieron su cabina del gimnasio y retiraron de allí el uniforme, incluyendo las dos camisas. Nicholas había sido oficialmente separado del mundo militar; las objeciones morales, las nuevas ideas para valientes manifestaciones se esfumaron de su imaginación y, al estilo de los estudiantes que asistían a la universidad de California, se puso a vagar por las calles de Berkeley, hundidas las manos en los bolsillos traseros de sus Levi’s, melancólico el semblante, incierto el ánimo, vacía la cartera e imprecisa su visión del porvenir. Seguía viviendo con su madre, que estaba harta de la situación. Nicholas no tenía aptitudes ni proyectos, tan sólo un rencor embrionario. Al andar iba cantando una canción de marcha izquierdista de la Brigada Internacional del Ejército Republicano Español, una brigada comunista integrada en su mayor parte por alemanes. La canción decía:

Vor Madrid im Schutzengraben,

Mit den eisernen Brigaden,

Sein Herz voll Hass geladen,

Stand Hans, der Kommissar.

El verso que más le gustaba era «Sein Herz voll Hass geladen», que quería decir «Su corazón lleno de odio». Nicholas la cantaba una y otra vez mientras andaba a grandes zancadas calle Berkeley abajo hasta Shattuck, y luego calle Dwight arriba de vuelta a Telegraph. Nadie se fijaba en él, pues a la sazón lo que hacía no resultaba insólito en Berkeley. A menudo se veían hasta diez estudiantes en tejanos que andaban a grandes zancadas cantando canciones izquierdistas y abriéndose paso a empujones a través de la gente.

En la esquina de Telegraph y Channing, la mujer que estaba detrás del mostrador de University Music le hizo una señal con la mano, ya que Nicholas solía frecuentar la tienda y entretenerse inspeccionando los discos. Así que entró.

—No traes puesto el uniforme —dijo la mujer.

—He dejado de asistir a la universidad fascista —dijo Nicholas, lo cual, sin lugar a dudas, era cierto.

Pat le rogó que la dispensara y fue a atender a un verdadero cliente, por lo que él cogió un álbum de la suite del Pájaro de Fuego, lo llevó a una de las cabinas de escucha y lo puso en la cara donde el huevo gigante se abre. Ello se ajustaba a su disposición de ánimo, si bien no estaba seguro de lo que salía del huevo. En la portada del álbum se mostraba tan sólo una fotografía del huevo, y un hombre con una lanza que, evidentemente, se disponía a romperlo.

Al cabo de un rato, Pat abrió la puerta de la cabina de escucha y hablaron de la situación de Nicholas.

—A lo mejor Herb querría emplearte aquí —dijo Pat—. Estás siempre en la tienda, conoces el surtido y entiendes mucho de música clásica.

—Sé dónde están todos los discos de la tienda —dijo Nicholas, entusiasmado por la idea.

—Tendrías que llevar traje y corbata.

—Tengo traje y corbata.

El ir a trabajar a University Music a los diecinueve años fue probablemente el paso más importante de su vida, por cuanto le recluyó en un molde que no llegó a romperse, en un huevo que nunca se abrió… O al menos no se abrió durante veinticinco años más; un período terriblemente largo para alguien que, en realidad, nunca había hecho otra cosa que jugar en los parques de Berkeley, ir a las escuelas públicas de Berkeley, y pasar los sábados en las sesiones de tarde del Oaks Theater de Solano Avenue, donde ponían un noticiario, un cortometraje escogido y dos tiras de dibujos animados antes de la película normal, todo por once centavos.

El trabajar para University Music de Telegraph Avenue le hizo parte integrante del ambiente de Berkeley a lo largo de las décadas venideras y excluyó toda posibilidad de maduración o conocimiento de alguna otra vida, de algún mundo de mayor alcance. Nicholas se había criado en Berkeley y en Berkeley se quedó, aprendiendo a vender discos y después a comprarlos, a interesar a los clientes en los nuevos artistas, a negarse a aceptar discos devueltos, a cambiar el rollo de papel higiénico del lavabo situado tras la cabina de escucha número tres; esto se convirtió en su único mundo: Bing Crosby, Frank Sinatra y Ella Mae Morse, Oklahoma, y después South Pacific, y «Open the Door, Richard» y «If I’d Known You Were Coming I’d Have Baked a Cake». Estaba detrás del mostrador cuando Columbia lanzó los discos de larga duración. Estaba abriendo cajas de cartón de las distribuidoras cuando Mario Lanza se dio a conocer, y estaba revisando inventarios y pedidos atrasados cuando Mario Lanza falleció. Vendió personalmente cinco mil ejemplares de «Bluebird of Happiness», de Jan Peerce, aborreciendo cada uno de los mismos. Allí estaba cuando Capitol Records se especializó en música clásica y cuando su especialización en música clásica se fue al agua.

Siempre se alegró de haberse dedicado a la venta de discos al por menor, ya que le encantaba la música clásica y el estar de continuo rodeado de discos, vendiéndolos a los clientes que conocía personalmente y comprándolos con descuento para su colección particular; pero a la vez detestaba el haberse dedicado a la venta de discos porque, el primer día que le mandaron barrer, se dio cuenta de que sería medio portero, medio dependiente, durante el resto de su vida; mostraba para con ello la misma actitud encontrada que manifestara respecto de la universidad y de su padre. Además, mostraba la misma actitud encontrada para con Herb Jackman, su jefe, que estaba casado con Pat, una muchacha irlandesa. Pat era muy guapa y mucho más joven que Herb; Nicholas estuvo coladísimo por ella años y años, hasta que todos hubieron envejecido y un día se dieron a beber juntos en Hambone Kelley’s, un cabaret de El Cerrito que ofrecía la actuación de Lu Watters y su Dixieland jazz band.

Conocí a Nicholas en 1951, después de que la banda de Lu Watters se hubiera convertido en la banda de Turk Murphy y firmado un contrato con Discos Columbia. Nicholas solía pasar por la librería en que yo trabajaba durante su hora de comer para echar un vistazo a los ejemplares usados de Proust, Joyce y Kafka, a los libros de texto que los estudiantes de la universidad nos vendían en cuanto sus cursos —y su interés por la literatura— finalizaban. Aislado de la universidad, Nicholas Brady adquirió los libros de texto usados de las clases de ciencias politécnicas y literatura a las que nunca podría asistir; conocía perfectamente la literatura inglesa, y no tardamos mucho en empezar a charlar; nos hicimos amigos y terminamos por compartir un piso en la planta alta de una casa enripada de color marrón, en la calle Bancroft, cerca de su tienda y la mía.

Yo acababa de vender mi primer relato de ciencia-ficción a Tony Boucher, para una revista llamada Fantasy and Science Fiction, por setenta y cinco dólares, y estaba pensando en dejar mi trabajo de dependiente de librería y hacerme escritor profesional, lo cual llevé a cabo con posterioridad. El escribir ciencia-ficción se convirtió en mi oficio.