23

Nada pareció cambiar mucho en la semana siguiente a nuestro viaje. Aunque yo nunca pensé que las cosas fueran a seguir siendo las mismas y, sin ningún género de dudas, a principios de octubre, empecé a detectar pequeños cambios. Como botón de muestra, y aunque siguió haciendo sus dibujos de animales, Tommy se cuidaba muy mucho de dibujarlos en mi presencia. Nunca volvimos a ser del todo los mismos que cuando empecé a ser su cuidadora, y el pasado de las Cottages seguía gravitando sobre ambos. Pero era como si hubiera reflexionado sobre ello y hubiera tomado una decisión: seguir con sus animales cuando le viniera en gana, pero si yo entraba en su cuarto dejar de dibujarlos y guardarlos de inmediato. Y a mí no me dolía que lo hiciera. De hecho, en cierto modo, era un alivio: aquellos animales que nos miraban fijamente a la cara cuando estábamos juntos sólo nos habrían incomodado aún más.

Pero además hubo otros cambios menos fáciles de asimilar. No quiero decir que a veces no nos lo pasáramos bien en su habitación. Incluso practicábamos el sexo de cuando en cuando. Pero lo que no podía dejar de advertir era que Tommy se sentía cada día más y más identificado con los demás donantes del centro. Si, por ejemplo, estábamos recordando cosas de Hailsham, él, tarde o temprano, acababa sacando a colación el hecho de que alguno de sus compañeros del centro había dicho o hecho algo parecido a lo que estábamos evocando. Recuerdo una vez en que llegué a Kingsfield después de un largo viaje. Me bajé del coche, y la Plaza tenía un aire similar al del día en que Ruth y yo llegamos para recoger a Tommy e ir a ver el barco. Era una tarde nublada de otoño, y no había nadie a la vista salvo un grupo de donantes apiñados bajo el tejado saliente del edificio de recreo. Tommy estaba entre ellos —de pie, con un hombro apoyado contra un poste— y escuchaba a un donante que estaba en cuclillas en las escaleras de la entrada. Me dirigí hacia ellos, pero de pronto me detuve y me quedé esperando en medio de la Plaza, bajo el cielo gris. Pero Tommy, a pesar de haberme visto, siguió escuchando a su amigo, hasta que al final todos estallaron en carcajadas. Incluso entonces siguió escuchando y sonriendo. Luego aseguraría que me había hecho una seña para que me acercara pero, en caso de ser cierto, su gesto no había sido en absoluto claro. Lo único que yo vi fue que se reía señalando vagamente en mi dirección, y que volvía a prestar atención a lo que su compañero estaba diciendo. Muy bien, estaba ocupado, es cierto, y al cabo de un par de minutos vino hacia donde yo estaba y los dos subimos a su cuarto. Pero todo había sido muy distinto de como solía ser al principio. No era sólo que me había tenido esperándole en medio de la Plaza. Eso no me habría importado tanto. Era más bien que aquel día, por primera vez, había percibido en él algo muy parecido al resentimiento —sólo por el hecho de tener que venir conmigo—, y una vez que estuvimos solos en su habitación el ambiente que se respiraba entre nosotros no era lo que se dice festivo.

Si he de ser justa, también yo tuve parte de culpa. Porque al quedarme allí mirando cómo charlaban y reían, sentí una inopinada punzada interna; porque en el modo en que los donantes se habían agrupado en semicírculo, en sus posturas —de pie o sentados—, casi estudiadamente relajados, como en ademán de anunciar al mundo lo mucho que cada uno de ellos disfrutaba de la compañía de los otros, me recordaban en cierto modo cómo nuestro pequeño grupo de amigas solía sentarse cerca del pabellón haciendo corro. La comparación, como digo, hizo que sintiera algo en mi interior, y tal vez a causa de ello, una vez en su habitación, también yo sentía dentro la comezón del resentimiento.

Y sentía algo parecido cada vez que Tommy me decía que yo no entendía esto o lo otro porque aún no era donante. Pero excepto una ocasión en concreto, a la que me referiré dentro de un momento, no se trataba más que de una comezón muy leve. Normalmente Tommy me decía esas cosas medio en broma, casi cariñosamente. E incluso cuando lo hacía de forma más desabrida, como cuando me dijo que dejara de llevar su ropa sucia a la lavandería porque podía hacerlo él mismo, la cosa nunca degeneraba en pelea. Esa vez le había preguntado:

—¿Qué más da quién baje las toallas a la lavandería? A mí me pilla de camino.

A lo que él, sacudiendo la cabeza, había respondido:

—Mira, Kath, de mis cosas me ocuparé yo. Si fueras donante, lo entenderías.

Muy bien, me molestaba oírlo, pero era algo que podía olvidar fácilmente. En cambio, como he dicho, hubo una vez en la que el hecho de decirme que no era donante me sacó de mis casillas.

Sucedió aproximadamente una semana después de que llegara el aviso para su cuarta donación. Estábamos esperándolo, y habíamos hablado de ello largo y tendido. De hecho, hablando de su cuarta donación habíamos tenido algunas de nuestras conversaciones más íntimas desde nuestro viaje a Littlehampton. Hay donantes que quieren hablar de ello todo el tiempo, de un modo absurdo e incesante. Y hay quienes bromean sobre ello, y quienes ni siquiera quieren mencionarlo. Y luego está esa curiosa tendencia de los donantes a tratar la cuarta donación como algo merecedor de enhorabuenas. A un donante en «su cuarta», aun cuando se trate de alguien que hasta el momento no haya gozado de excesivas simpatías, se le trata con especial respeto. Hasta el personal médico lo halaga: cuando un donante en «su cuarta» va a hacerse los análisis, es acogido con sonrisas y apretones de manos por médicos y enfermeras. Bien, Tommy y yo charlamos de todo esto, a veces en tono jocoso y otras seria y concienzudamente. Abordamos los diferentes modos que había de enfrentarse a ello, y cuáles eran los más sensatos. Una vez, tendidos el uno junto al otro en la cama mientras la oscuridad iba cerniéndose sobre la habitación, Tommy dijo:

—¿Sabes por qué es, Kath? ¿Sabes por qué todos nos preocupamos tanto por la cuarta? Porque no estamos seguros de que vayamos realmente a «completar». Si uno tuviera la certeza de que iba a «completar», todo se le haría mucho más fácil. Pero nadie puede darte esa certeza.

Yo llevaba ya un tiempo preguntándome si esto saldría a relucir algún día, y había pensado en cómo responderle. Pero cuando llegó el momento apenas supe qué decir. Así que dije:

—Son un montón de bobadas, Tommy. Pura palabrería. Ni siquiera merece la pena pensar en ello.

Pero Tommy sabía que no tenía nada en que apoyar mis protestas. Sabía, también, que eran interrogantes para los que ni siquiera los médicos tenían respuestas ciertas. Se ha hablado mucho de ello. De cómo quizá, después de la cuarta donación, aun cuando técnicamente hayas «completado», en cierta medida sigues conservando la conciencia; de cómo descubres que luego hay más donaciones, muchas más, al otro lado de esa línea divisoria; de cómo ya no hay más centros de recuperación, no más cuidadores, no más amigos; de cómo ya no hay nada que hacer más que estar atento a las donaciones que aún te esperan, hasta que éstas te extingan. Es una película de terror, y la mayoría de las veces la gente no quiere pensar en ello. Ni el personal médico, ni los cuidadores, ni, normalmente, los donantes mismos. Pero de cuando en cuando alguno de ellos lo saca a colación, como Tommy aquella tarde (hoy miro hacia atrás y me gustaría haber hablado de todo ello). El caso es que, después de que le pidiera que dejara de pensar en ello, que no era más que pura palabrería, los dos dejamos por completo el tema y hablamos de otras cosas. Tommy al menos me había hablado de lo que pensaba al respecto, y me alegraba que hubiera confiado en mí hasta tal punto. Lo que estoy queriendo decir es que, en general, tenía la impresión de que nos estábamos enfrentando a su cuarta donación muy bien juntos, y de que por eso me dejó tan anonadada lo que me había dicho aquel día en que paseamos por el campo.

Kingsfield no tiene mucho terreno. La Plaza es el obligado punto de reunión, y los espacios vacíos que hay detrás de los edificios tienen un aire de tierra baldía. El retazo más grande, que los donantes llaman «el campo», es un rectángulo lleno de maleza y cardos cercado por una alambrada. Siempre se ha hablado de convertirlo en una pradera de césped para disfrute de los donantes, pero hasta el día de hoy no se ha hecho nada al respecto. Pasear por él puede no resultar tan apacible a causa de la gran carretera de las cercanías. Pero cuando los donantes están inquietos y necesitan estirar las piernas tienden de todas formas a aventurarse a través de las zarzas y ortigas que lo pueblan. La mañana de que hablo había una niebla espesa, y yo sabía que el campo estaría empapado, pero Tommy había insistido en que saliéramos a dar un paseo. No es extraño, pues, que fuéramos los únicos paseantes en «el campo» (lo cual pareció complacer a Tommy). Después de bregar contra los matorrales durante un rato, se detuvo junto a la alambrada y se quedó mirando hacia la niebla vacía del otro lado. Y dijo:

—Kath, no quiero que te lo tomes a mal. Pero he estado dándole vueltas a la cabeza y creo que tendría que cambiar de cuidador.

En los segundos que siguieron caí en la cuenta de que lo que me había dicho no me sorprendía en absoluto; que, en cierto modo extraño, lo esperaba. De todas formas estaba disgustada y no dije nada.

—No es sólo porque se esté acercando mi cuarta donación, Kath —continuó él—. No es sólo por eso. Es por cosas como las de la semana pasada. Cuando tuve ese problema de riñones. Pronto voy a empezar a tener montones de problemas de ese tipo.

—Por eso vine a buscarte —dije—. Precisamente por eso vine en tu ayuda. Por lo que ahora está empezando. Y también porque Ruth lo quería así.

—Ruth quería lo otro para nosotros —dijo Tommy—. No veo por qué tendría que querer necesariamente que estuvieras conmigo hasta el final.

—Tommy —dije, y supongo que entonces estaba ya furiosa, aunque seguía controlándome y hablando con voz calma—. Soy la única que puede ayudarte. Ésa es la razón por la que te busqué y te encontré después de tanto tiempo.

—Ruth quería lo otro para nosotros —repitió Tommy—. Y esto es totalmente diferente. Kath, no quiero que me veas como pronto voy a estar.

Estaba mirando al suelo, con una palma pegada a la alambrada, y por espacio de unos instantes pareció escuchar atentamente los ruidos del tráfico que llegaban del otro lado de la niebla. Y fue entonces cuando lo dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza.

—Ruth lo habría entendido. Era una donante, y por tanto lo habría entendido. No estoy queriendo decir que por fuerza habría querido lo mismo para ella. Si hubiera podido elegir, puede que hubiera querido que siguieras siendo su cuidadora hasta el final. Pero habría entendido que yo quiera hacerlo a mi manera. Kath, a veces no puedes verlo. No puedes verlo porque no eres donante.

Fue cuando dijo esto cuando di media vuelta y me fui. Como he dicho, estaba preparada para que me dijera que no quería que siguiera siendo su cuidadora. Pero lo que realmente me dolió, después de toda una serie de pequeños detalles —como cuando me dejó allí de pie en medio de la Plaza—, fue lo que dijo en aquel momento, la forma en que me marginó otra vez, no sólo de los demás donantes sino de sí mismo y de Ruth.

Aunque esto tampoco acabó en una gran pelea. Cuando me fui con cajas destempladas no me quedó más remedio que volver a su habitación. Tommy subió unos minutos después, y entonces yo ya me había calmado, y él también, y pudimos mantener una conversación como es debido sobre el asunto. Fue un poco tirante, es cierto, pero hicimos las paces, e incluso abordamos algunos aspectos prácticos sobre el hecho de cambiar de cuidador. Entonces, estando allí sentados uno al lado del otro en el borde de la cama, a la luz mortecina de la lámpara, me dijo:

—No quiero que volvamos a pelearnos, Kath. Pero tengo muchas ganas de preguntarte algo. ¿No te cansas de ser cuidadora? Todos los demás llevamos mucho tiempo siendo donantes. Y tú llevas años haciendo esto. ¿No te apetece a veces, Kath, que te manden pronto el aviso?

Me encogí de hombros.

—No me importa. En cualquier caso, hacen falta buenos cuidadores. Y yo soy una buena cuidadora.

—Pero ¿de verdad es tan importante? Muy bien, es estupendo tener un buen cuidador. Pero a fin de cuentas, ¿importa tanto? Los donantes donarían de todas formas, y luego «completarían».

—Pues claro que es importante. Un buen cuidador tiene una importancia decisiva en cómo es la vida de un donante.

—Pero toda esta vida acelerada que tú llevas. Todo ese andar de un lado para otro hasta la extenuación, y toda esa soledad. Te he estado observando. Te está consumiendo. Seguro que sí, Kath; seguro que a veces estás deseando que te digan que ya puedes dejarlo. No sé por qué no hablas con ellos, por qué no les preguntas la razón de que tarden tanto —se quedó callado, y luego dijo—: Me lo pregunto, simplemente. No quiero que discutamos.

Puse la cabeza sobre su hombro, y dije:

—Sí… Puede que ya no tarde mucho, de todas formas. Pero de momento tengo que seguir. Aunque tú no quieras que me quede contigo, hay otros que sí quieren.

—Supongo que tienes razón, Kath. Eres una cuidadora buena de verdad. Serías perfecta para mí si no fueras tú —soltó una risita y me rodeó con el brazo, aunque seguimos sentados uno al lado del otro. Luego dijo—: No hago más que pensar en ese río de no sé qué parte, con unas aguas muy rápidas. Y en esas dos personas que están en medio de ellas, tratando de agarrarse mutuamente, aferrándose con todas sus fuerzas el uno al otro, hasta que al final ya no pueden aguantar más. La corriente es demasiado fuerte. Tienen que soltarse, y se separan, y se los lleva el agua. Pienso que eso es lo que pasa con nosotros. Qué pena, Kath, porque nos hemos amado siempre. Pero al final no podemos quedarnos juntos.

Cuando dijo esto, recordé cómo lo había agarrado con todas mis fuerzas aquella noche en aquel campo azotado por el viento, en el camino de regreso de Littlehampton. No sé si él estaba pensando también en eso, o si seguía pensando en sus ríos de corrientes tempestuosas. En cualquier caso, seguimos sentados en el borde de la cama durante largo rato, sumidos en nuestros pensamientos. Y al final le dije:

—Siento haberme enfadado tanto antes. Les hablaré. Intentaré que te asignen un cuidador realmente bueno.

—Qué pena, Kath… —volvió a decir.

Y no creo que habláramos más de ello en toda la mañana.

Recuerdo que las semanas que siguieron —las semanas antes de que el nuevo cuidador se hiciera cargo— fueron sorprendentemente apacibles. Quizá Tommy y yo nos esforzábamos muy especialmente por ser amables el uno con el otro, pero el tiempo pareció transcurrir de un modo casi desenfadado. Podría pensarse que, en la situación en que estábamos, tendríamos que habernos visto inmersos en una sensación de irrealidad. Pero nosotros no nos sentimos nada extraños en aquel momento. Yo estaba bastante ocupada con dos de mis otros donantes del norte de Gales, y ello me había mantenido apartada de Kingsfield más de lo que yo habría deseado, pero aun así me las arreglaba para visitar a Tommy tres o cuatro veces a la semana. El tiempo se hizo más frío, aunque seguía seco y a menudo soleado, y se nos pasaban las horas en su habitación, a veces practicando el sexo, las más de las veces charlando. A veces Tommy escuchaba cómo le leía en alto. Una o dos veces, incluso, sacó su cuaderno y garabateó unas cuantas ideas para sus animales mientras yo le leía desde la cama.

Hasta que fui a verle el último día. Llegué justo después de la una, una tarde fresca de diciembre. Subí presintiendo algún cambio, no sabía cuál. Quizá pensé que habría puesto algún elemento nuevo de decoración o algo por el estilo pero, por supuesto, todo estaba como siempre, y, bien mirado, fue un alivio. Tampoco Tommy parecía nada diferente, pero cuando empezamos a hablar se nos hizo difícil simular que era una visita más. Habíamos hablado tanto las semanas anteriores que no nos daba la sensación de que tuviéramos nada especial que cumplir aquella tarde. Y creo que ambos nos sentíamos reacios a empezar cualquier conversación que luego lamentaríamos no haber podido acabar cabalmente. Así que en nuestra charla de aquel día hubo una especie de vacío.

Y en un momento, sin embargo, después de haberme estado paseando sin ton ni son por la habitación, le pregunté:

—Tommy, ¿te alegras de que Ruth «completara» antes de saber todo lo que nosotros averiguamos en Littlehampton?

Estaba echado en la cama y, antes de responder, siguió mirando con fijeza el techo durante un momento.

—Qué extraño, porque yo estuve pensando en lo mismo el otro día. Lo que no debes olvidar, cuando pienses en este tipo de cosas, es que Ruth era distinta de nosotros. Tú y yo, desde el principio, desde que éramos muy pequeños, siempre estábamos tratando de descubrir cosas. ¿Te acuerdas, Kath, de todas aquellas charlas secretas que solíamos tener? Pero Ruth no era así. Ella siempre quería creer en cosas. Ésa era Ruth. Así que sí, en cierta manera creo que es mejor que haya sucedido de este modo —se quedó callado, y luego dijo—: Claro que lo que descubrimos aquel día, con la señorita Emily y demás, no cambia nada lo de Ruth. Al final nos deseó lo mejor. De verdad quiso lo mejor para nosotros.

A aquellas alturas no quise embarcarme en una conversación seria sobre Ruth, así que me limité a decirle que estaba de acuerdo. Pero ahora que he tenido más tiempo para pensar en ello, no estoy muy segura de cómo me siento. Una parte de mí sigue deseando haber podido compartir con Ruth todo lo que Tommy y yo descubrimos. De acuerdo, quizá ella se habría sentido mal al saberlo; quizá le hubiera hecho ver que el daño que nos había infligido en un tiempo no podía ser reparado tan fácilmente como creía. Y, si he de ser sincera, quizá ello no sea sino una pequeña parte de un deseo más grande de que lo hubiera sabido todo antes de «completar». Pero a la postre, creo que hay algo más, algo más que mi mero deseo mezquino y vengativo. Porque, como Tommy dijo, ella quiso lo mejor para nosotros al final, y aunque aquel día en el coche me dijo que no esperaba que la perdonase nunca, se equivocaba. No siento ninguna inquina hacia ella. Cuando digo que me habría gustado que hubiera llegado a saberlo todo, es más bien por la tristeza que siento ante la idea de que haya acabado de forma distinta a la de Tommy y mía. Porque es como si hubieran trazado una raya y Tommy y yo estuviéramos a un lado y Ruth al otro y, a fin de cuentas, eso me pone triste, y creo que también a ella la entristecería si pudiera verlo.

Tommy y yo no nos hicimos ninguna gran despedida aquel día. Cuando llegó la hora, bajó las escaleras conmigo —algo que no solía hacer— y cruzamos la Plaza juntos en dirección al coche. Dada la época del año, el sol se estaba poniendo detrás de los edificios. Como de costumbre, había unas cuantas figuras en sombra bajo el tejado saliente, pero la Plaza estaba vacía. Tommy estuvo callado durante todo el trecho hasta el coche. Y al final soltó una risita y dijo:

—¿Te acuerdas, Kath, cuando jugaba al fútbol en Hailsham? Tenía un pequeño secreto. Cuando metía un gol, me daba la vuelta así —dijo, levantando los brazos en señal de triunfo— y corría hacia mis compañeros de equipo. Nunca me volvía loco ni nada parecido. Sólo corría hacia mis compañeros con los brazos en alto. Así —se quedó quieto un momento, con los brazos aún levantados. Luego los bajó y me sonrió—. Y en mi cabeza, Kath, cuando estaba corriendo, siempre me imaginaba que estaba chapoteando en el agua. Un agua no profunda, que me cubría sólo hasta los tobillos. Eso es lo que solía imaginar, una vez tras otra. Chapoteando, chapoteando, chapoteando… —Volvió a levantar los brazos—. Y me sentía realmente bien. Metía un gol, me daba la vuelta, y chapoteaba y chapoteaba y chapoteaba… —Me miró, y soltó otra pequeña carcajada—. Lo hice durante todos aquellos años, y jamás se lo dije a nadie.

Me eché a reír también, y dije:

—Oh, Tommy, chico loco…

Después de eso, nos besamos —un beso muy suave—, y subí al coche. Tommy siguió allí de pie mientras yo rodeaba la Plaza para enfilar el camino de entrada. Luego, mientras me alejaba, sonrió y me hizo adiós con la mano. Yo lo miré por el retrovisor, y vi que se quedaba allí hasta el último momento. Y justo al final lo vi levantar la mano otra vez de una forma vaga, y volverse y echar a andar hacia el tejado saliente del edificio de recreo. Y la Plaza desapareció del retrovisor.

Hace un par de días estuve hablando con uno de mis donantes que se quejaba de que los recuerdos, incluso los más preciosos, se desvanecen con una rapidez asombrosa. Pero yo no estoy de acuerdo. Mis recuerdos más caros no se desdibujan jamás en mi memoria. Perdí a Ruth, y luego perdí a Tommy, pero no voy a perder mi memoria de ellos.

Supongo que perdí también Hailsham. Sigues oyendo historias de algunos ex alumnos que aún lo buscan, o al menos buscan el lugar donde un día estuvo. Y de cuando en cuando algún rumor que otro sobre aquellas cosas en las que ha podido convertirse hoy Hailsham: un hotel, un colegio, unas ruinas. Yo, a pesar de todo lo que viajo, nunca he tratado de encontrarlo. No estoy realmente interesada en verlo, sea lo que sea lo que es hoy.

Pero entiéndaseme: aunque digo que jamás busco Hailsham, no niego que a veces, cuando conduzco por el país, de pronto creo divisarlo en la distancia. Veo un pabellón de deportes a lo lejos y estoy segura de que es el nuestro. O una hilera de álamos en el horizonte, junto a un enorme roble algodonoso, y durante un segundo tengo la certeza de que estoy llegando al Campo de Deportes Sur desde el extremo opuesto. Una mañana gris, en Gloucestershire, en un largo tramo de carretera, pasé junto a un coche averiado, apartado en el área de descanso, y tuve la convicción de que la chica que estaba de pie delante de él, mirando con expresión vacía a los coches que se acercaban, era Susanna C., que estaba un par de cursos delante de nosotros y era una de las monitoras de los Saldos. Estos momentos me sobrevienen cuando menos lo espero, cuando estoy conduciendo pensando en algo completamente diferente. Así que, en cierto nivel inconsciente, quizá también yo estoy buscando Hailsham.

Pero como digo, no lo busco deliberadamente, y de todas formas a finales de este año ya no estaré viajando continuamente de un sitio para otro. Así que, con toda probabilidad, ya no se me aparecerá en ninguna parte, y, pensándolo bien, me alegro de que así sea. Es como con mis recuerdos de Tommy y Ruth. En cuanto pueda llevar una vida más tranquila, sea cual sea el centro al que me destinen, Hailsham estará conmigo, a salvo, en mi cabeza, y será algo que ya nadie me podrá arrebatar jamás.

Lo único que me he permitido en este sentido —y una sola vez, un par de semanas después de oír que Tommy había «completado»— fue ir en el coche a Norfolk sin ninguna necesidad de hacerlo. No iba a buscar nada en particular, y no llegué hasta la costa. Quizá tenía ganas de ver todas aquellas planicies vacías y los enormes cielos grises. En un momento dado me encontré en una carretera en la que nunca había estado, y durante aproximadamente media hora no supe dónde estaba, y no me importó en absoluto. Pasaba junto a campos y campos llanos, anodinos, prácticamente sin cambio alguno en el paisaje salvo cuando algún puñado de pájaros, al oír el motor del coche, levantaba el vuelo desde los surcos. Al final divisé unos cuantos árboles, no lejos del arcén, y conduje hacia ellos, y me detuve, y bajé del coche.

Me vi ante unas cuantas hectáreas de tierra cultivada. Había una valla que me impedía el paso, con dos filas de alambre de espino, y vi cómo esta valla y el grupo de tres o cuatro árboles cuyas copas se alzaban sobre mi cabeza eran las únicas barreras contra el viento en kilómetros y kilómetros. A lo largo de la valla, sobre todo en la hilera inferior de alambre de espino, se habían enmarañado todo tipo de brozas y desechos. Eran como esos restos que pueden verse en las orillas del mar: el viento habría arrastrado parte de ellos a través de largas distancias, hasta que aquella valla y aquellos árboles los habían detenido. En lo alto de las ramas, ondeando al viento, se veían trozos de plástico y bolsas viejas. Fue la única vez —allí de pie, mirando aquella extraña basura, sintiendo cómo el viento barría aquellos yermos campos— en que me permití imaginar una pequeña fantasía. Porque, después de todo, aquello era Norfolk, y hacía apenas dos semanas que había perdido a Tommy. Pensé en todos aquellos desperdicios, en los plásticos que se agitaban entre las ramas, en la interminable ristra de materias extrañas enganchadas entre los alambres de la valla, y entrecerré los ojos e imaginé que era el punto donde todas las cosas que había ido perdiendo desde la infancia habían arribado con el viento, y ahora estaba ante él, y si esperaba el tiempo necesario una diminuta figura aparecería en el horizonte, al otro extremo de los campos, y se iría haciendo más y más grande hasta que podría ver que era Tommy, que me hacía una seña, que incluso me llamaba. La fantasía no pasó de ahí —no permití que fuera más lejos—, y aunque las lágrimas me caían por las mejillas, no estaba sollozando abiertamente ni había perdido el dominio de mí misma. Aguardé un poco, volví al coche y me alejé en él hacia dondequiera que me estuviera dirigiendo.