—Marie-Claude tiene razón —dijo la señorita Emily—. Es conmigo con quien tendríais que estar hablando. Marie-Claude trabajó duro en nuestro proyecto. Y la forma en que terminó todo la ha dejado un poco desilusionada. En cuanto a mí, sean cuales sean mis decepciones, no me siento tan mal respecto de ello. Creo que lo que hemos conseguido merece cierto respeto. Vosotros dos, por ejemplo. Habéis salido bien. Estoy segura de que podéis contarme muchas cosas que me harían sentirme orgullosa. ¿Cómo habéis dicho que os llamáis? No, no, esperad. Creo que puedo acordarme. Tú eres el chico con mal genio. Con mal genio, pero con un gran corazón. ¿No me equivoco? Y tú, por supuesto, eres Kathy H. Has hecho un buen trabajo como cuidadora. Hemos oído hablar mucho de ti. He podido recordar, ya veis. Me atrevería a decir que podría recordaros a todos.
—¿Y eso qué bien te hace a ti, o a ellos? —preguntó Madame, e inmediatamente después se apartó de la silla de ruedas, pasó junto a nosotros y fue a perderse en la oscuridad, tal vez para ocupar el sitio en el que la señorita Emily había estado antes.
—Señorita Emily —dije—. Me alegro mucho de volver a verla.
—Qué amable de tu parte. Te reconocí, pero tú seguramente no me habrías reconocido. De hecho, Kathy H., no hace mucho pasé por delante del banco en el que estabas sentada y no me reconociste. Miraste a George, el nigeriano corpulento que empujaba la silla. Oh, sí, le echaste una buena mirada, y él a ti. Yo no dije ni una palabra, y no pudiste saber que era yo. Pero esta noche, en que hay, por así decir, «contexto», nos reconocemos. Parecéis bastante impresionados al ver cómo estoy. No he estado bien últimamente, pero espero que este aparato no se convierta en un elemento permanente. Desgraciadamente, queridos, no voy a poder atenderos tanto como me gustaría, porque dentro de un rato van a venir unos hombres para llevarse la cómoda de mi alcoba. Es un mueble maravilloso. George lo ha acolchado para que no se dañe, pero he insistido en ir yo también, porque nunca se sabe con estos mozos. Manejan las cosas con rudeza, las tiran de cualquier manera dentro de la furgoneta, y luego su patrón dice que venían ya dañadas. Nos ha pasado ya antes, así que esta vez he insistido en ir con mi mueble durante todo el trayecto. Es un objeto bello, y lo tenía ya en Hailsham, así que he decidido venderlo por un buen precio. Me temo, pues, que cuando vengan tendré que dejaros. Pero veo, queridos míos, que os ha traído una misión muy cara a vuestro corazón. Debo decir que me alegro mucho de veros. Y que Marie-Claude se alegra también, aunque jamás lo diríais por su expresión. ¿No es cierto, queridos? Oh, ella finge que no, pero sí se alegra. Le emociona que hayáis venido a vernos. Está enfurruñada, pero no le hagáis caso, alumnos míos, no le hagáis caso. Bien, ahora trataré de responder a vuestras preguntas lo mejor que pueda. Yo también he oído ese rumor incontables veces. Cuando aún teníamos Hailsham, había dos o tres parejas al año que querían venir a hablarnos de eso. Una se dirigió a nosotros por escrito. Supongo que no era tan difícil dar con una gran finca como aquélla si se estaba dispuesto a infringir las normas. Así que ya veis, es un rumor que viene de mucho antes que vosotros.
Dejó de hablar, y yo dije:
—Lo que queremos saber, señorita Emily, es si ese rumor es cierto o no.
La mujer siguió mirándonos durante un instante, y aspiró profundamente.
—Dentro del mismo Hailsham, siempre que empezaba este rumor, yo me apresuraba a cortarlo de raíz. Pero sobre lo que los alumnos pudieran decir cuando se marchaban, ¿qué podía hacer yo? Al final llegué a creer, y Marie-Claude también, ¿verdad, querida?, llegué a creer que tal rumor no era sólo un rumor. Lo que quiero decir es que es algo que surge de la nada una y otra vez. Vas a la fuente, la ciegas, y con eso no evitas que vuelva a surgir en otra parte. Cuando llegué a esta conclusión, dejé de preocuparme. A Marie-Claude nunca le ha preocupado. Su modo de verlo era el siguiente: «Si son tan necios, déjales que lo crean». Oh, sí, y no pongas esa cara. Ésa fue tu opinión desde el principio. Y después de muchos años no es que yo llegara a la misma conclusión, pero empecé a pensar que, bueno, que quizá no debería preocuparme. No era obra mía, de todas formas. Habrá unas cuantas parejas que se sientan decepcionadas, pero la inmensa mayoría nunca llegará a intentar averiguarlo. Es algo que les hace soñar, una pequeña fantasía. ¿Qué daño puede hacer? Pero comprendo que para vosotros dos la cosa es diferente. Vosotros sois serios. Lo habéis pensado detenidamente. Habéis acariciado detenidamente esa esperanza. Y siento verdadero pesar por los alumnos como vosotros. No me complace en absoluto desilusionaros. Pero así son las cosas.
No quise mirar a Tommy. Yo me sentía asombrosamente en calma, y aunque las palabras de la señorita Emily deberían habernos destrozado, había en ellas un tono que implicaba algo más, algo aún no revelado, que dejaba entrever que no habíamos llegado aún al fondo del asunto. Existía incluso la posibilidad de que no estuviera diciendo la verdad. Así que pregunté:
—¿La cuestión, pues, es que los aplazamientos no existen? ¿No hay nada que ustedes puedan hacer?
La señorita Emily sacudió la cabeza de un lado a otro, despacio.
—No hay nada de verdad en ese rumor. Lo siento. Lo siento de verdad.
Tommy, de pronto, preguntó:
—¿Alguna vez fue verdad? ¿Antes de que cerraran Hailsham?
La señorita Emily siguió negando con la cabeza.
—Nunca fue verdad. Ni antes del escándalo Morningdale, ni antes de que Hailsham fuera considerado como un modelo en su género, un ejemplo de cómo podíamos conseguir un modo mejor y más humano de hacer las cosas. Ni siquiera entonces hubo tal cosa. Es mejor aclararlo rotundamente. Era un rumor cargado de buenas intenciones. Y eso es todo lo que siempre ha sido. Oh, ¿serán ésos los hombres que vienen por la cómoda?
Sonó el timbre, y se oyeron unos pasos que bajaban las escaleras para ir a abrir. Llegaron unas voces masculinas desde el pasillo estrecho, y Madame salió de la oscuridad a nuestra espalda, pasó por delante de nosotros y salió del salón. La señorita Emily se inclinó hacia delante en la silla de ruedas, aguzando el oído. Y luego dijo:
—No son ellos. Es otra vez ese hombre horrible de la casa de decoración. Marie-Claude se encargará de hablar con él. Así que, queridos míos, tenemos unos minutos más. ¿Hay alguna otra cosa de la que queráis hablarme? Esto, por supuesto, va en contra de todas las reglas, y Marie-Claude no debería haberos hecho pasar. Y, naturalmente, yo debería haber hecho que os despidiera en cuanto he sabido que estabais aquí. Pero Marie-Claude no hace mucho caso de las reglas últimamente, y debo decir que yo tampoco. Así que si queréis quedaros un rato más, podéis hacerlo.
—Si el rumor no fue nunca cierto —dijo Tommy—, ¿por qué se llevaban todos nuestros trabajos de arte? ¿Tampoco existía la Galería, entonces?
—¿La Galería? Bien, en ese rumor sí había algo de verdad. Hubo una galería. Y, en cierto modo, aún la hay. Hoy día está aquí, en esta casa. Y tuve que reducir el número de piezas, lo cual lamento. Pero no había sitio para todas. ¿Para qué nos llevábamos vuestros trabajos? Es ésa vuestra pregunta, ¿no es cierto?
—No es sólo eso —dije en voz baja—. Para empezar, ¿para qué hacíamos todos aquellos trabajos artísticos? ¿Por qué enseñarnos, y animarnos, y hacernos producir todo aquello? Si lo único que vamos a hacer en la vida es donar, y luego morirnos, ¿para qué todas aquellas clases? ¿Para qué todos aquellos libros y debates?
—¿Y por qué Hailsham, en primer lugar? —dijo Madame desde el pasillo. Volvió a pasar por nuestro lado y se adentró de nuevo en la parte oscura—. Una buena pregunta por vuestra parte.
La mirada de la señorita Emily la buscó en la oscuridad, y por espacio de un momento quedó fija en algún punto a nuestra espalda. Sentí deseos de darme la vuelta para ver qué podían estar diciéndose con la mirada, pero casi había vuelto a ser como cuando estábamos en Hailsham, y teníamos que seguir mirando hacia el frente y con una atención plena. Y al final la señorita Emily dijo:
—Sí, antes que nada, ¿por qué Hailsham? A Marie-Claude le gusta preguntar eso a menudo últimamente. Pero no hace tanto, antes del escándalo Morningdale, jamás se le habría ocurrido formular una pregunta semejante. No le habría cabido en la cabeza. ¡Sabes que es verdad, no me mires así! En aquel tiempo sólo había una persona capaz de formular una pregunta así, y esa persona era yo. Me lo pregunté mucho antes de Morningdale, desde el principio mismo. Y eso les facilitó las cosas al resto de mis colegas de Hailsham; todos podían seguir con lo que hacían sin preocuparse. Y también vosotros los alumnos. Mientras yo me mantuviera firme, ninguna duda os pasaría por la cabeza a ninguno de vosotros. Pero tú has hecho tus preguntas, querido muchacho. Contestemos a la más sencilla, y ello quizá responda también a las demás. ¿Por qué nos llevábamos vuestros trabajos artísticos? ¿Por qué hacíamos tal cosa? Has dicho algo muy interesante antes, Tommy. Cuando estabas hablando de esto con Marie-Claude. Has dicho que era porque la obra de arte revelaba cómo era su autor. Cómo era en su interior. Eso es lo que has dicho, ¿no es cierto? Bien, no estabas en absoluto errado en eso. Nos llevábamos vuestros trabajos artísticos porque pensábamos que nos permitirían ver vuestra alma. O, para decirlo de un modo más sutil, para demostrar que teníais alma.
Hizo una pausa. Y Tommy y yo nos miramos por primera vez en un largo rato. Y entonces pregunté:
—¿Por qué tenían que demostrar una cosa así, señorita Emily? ¿Es que alguien creía que no la teníamos?
Una fina sonrisa se dibujó en su semblante.
—Es conmovedor, Kathy, verte tan desconcertada. Demuestra, en cierto modo, que hicimos bien nuestro trabajo. Como dices, ¿por qué habría alguien de dudar que teníais alma? Pero tengo que decirte, querida mía, que no era algo comúnmente admitido cuando empezamos nuestra andadura hace tantos años. Y aunque hayamos recorrido un largo camino desde entonces, no es aún una idea universalmente aceptada, ni siquiera hoy día. Vosotros, alumnos de Hailsham, por mucho que llevéis ya tiempo en el mundo, seguís sin saber casi nada. En este mismo momento, en todo el país, hay alumnos que se educan en condiciones deplorables, condiciones que vosotros los alumnos de Hailsham difícilmente podríais imaginar. Y ahora que nosotros ya no estamos, las cosas no van a hacer sino empeorar.
Volvió a callar, y durante un instante pareció examinarnos detenidamente a través de sus ojos entrecerrados. Y luego continuó:
—Nosotros, al menos, nos preocupamos de que todos quienes estabais a nuestro cuidado crecierais en un medio maravilloso. Y procuramos también que, después de que nos dejarais, pudierais manteneros lejos de lo peor de esos horrores. Como mínimo pudimos hacer eso por vosotros. Pero ese sueño vuestro, ese sueño de poder llegar a aplazar… Conceder tal cosa siempre ha estado fuera de nuestro alcance, incluso cuando estuvimos en la cima de nuestra influencia. Lo siento. Sé que lo que estoy diciendo no va a ser bien recibido por vosotros. Pero no debéis abatiros. Confío en que sepáis apreciar lo mucho que fuimos capaces de ofreceros. ¡Miraos ahora! Habéis llevado una buena vida; sois educados y cultos. Siento que no pudiéramos conseguiros más de lo que os conseguimos, pero tendríais que daros cuenta de que un día las cosas fueron mucho peor. Cuando Marie-Claude y yo empezamos, no había sitios como Hailsham. Fuimos los primeros, junto con Glenmorgan House. Luego, unos años después, vino Saunders Trust. Juntos formamos un pequeño pero influyente movimiento que desafiaba frontalmente la forma en que se estaban llevando los programas de donaciones. Y, lo que es más importante, demostramos al mundo que si los alumnos crecían en un medio humano y cultivado, podían llegar a ser tan sensibles e inteligentes como los seres humanos normales. Antes de eso, los clones (o alumnos, como nosotros preferíamos llamaros) no tenían otra finalidad que la de abastecer a la ciencia médica. En los primeros tiempos, después de la guerra, eso es lo que erais para la mayoría de la gente. Objetos oscuros en tubos de ensayo. ¿Estás de acuerdo, Marie-Claude? Está muy callada. Normalmente, cuando se habla de este tema, no hay quien la haga callar. Vuestra presencia, queridos míos, parece que le ha sellado la boca. Muy bien. En fin, respondiendo a tu pregunta, Tommy: por eso nos llevábamos vuestros trabajos artísticos. Seleccionábamos los mejores y organizábamos exposiciones. A finales de los setenta, cuando mayor era nuestra influencia, organizábamos grandes actos por todo el país. Asistían ministros, obispos, todo tipo de gente famosa. Se pronunciaban discursos, se prometían cuantiosos fondos. «¡Eh, mirad!», decían. «¡Mirad estas obras de arte! ¿Cómo puede atreverse alguien a afirmar que estos chicos son seres inferiores a los humanos?». Oh, sí, en aquella época hubo un gran apoyo a nuestro movimiento; estábamos con el aire de los tiempos.
Durante los minutos siguientes, la señorita Emily siguió rememorando distintos acontecimientos de aquel tiempo, haciendo mención de numerosas personas cuyos nombres no significaban nada para nosotros. De hecho, hubo breves instantes en los que fue como si estuviéramos de nuevo escuchándola en una de sus charlas matinales de aquel tiempo, cuando se iba por las ramas y ninguno de nosotros podíamos seguirla. Parecía disfrutar del momento, y alrededor de sus ojos se instaló una sonrisa amable. Entonces, de pronto, salió de su remembranza y dijo en un tono nuevo:
—Pero nunca perdimos el contacto con la realidad, ¿no es así, Marie-Claude? No como nuestros colegas de Saunders Trust. Incluso en nuestros mejores tiempos sabíamos lo difícil que era la batalla que estábamos librando. Y entonces vino el escándalo Morningdale, y luego un par de cosas más, y antes de que pudiéramos darnos cuenta todo nuestro duro trabajo se había ido al traste.
—Pero lo que no entiendo —dije— es cómo la gente podía querer que se tratase tan mal a los alumnos…
—Desde la perspectiva de hoy, Kathy, tu extrañeza es perfectamente razonable. Pero tienes que tratar de entenderlo desde un punto de vista histórico. Después de la guerra, a comienzos de los años cincuenta, cuando los grandes avances científicos se sucedían rápidamente uno tras otro, no había tiempo para hacer balance, para formularse las preguntas pertinentes. De pronto se abrían ante nosotros todas aquellas posibilidades nuevas, todas aquellas vías para curar tantas enfermedades antes incurables. Esto fue lo que más atrajo la atención del mundo, lo más ambicionado por todas sus gentes. Y durante una larga etapa el mundo prefirió creer que los órganos surgían de la nada, o cuando menos que se creaban en una especie de vacío. Sí, hubo debates. Pero cuando la gente empezó a preocuparse de…, de los alumnos, cuando se paró a pensar en cómo se os criaba, o si siquiera tendríais que haber sido creados, entonces, digo, ya era demasiado tarde. No había forma de volver atrás. A un mundo que había llegado a ver el cáncer como una enfermedad curable, ¿cómo podía pedírsele que renunciase a esa cura, que volviese a la era oscura? No se podía volver atrás. Por incómoda que pudiera sentirse la gente en relación con vuestra existencia, lo que le preocupaba abrumadoramente era que sus hijos, sus esposas, sus padres, sus amigos, no murieran de cáncer, de enfermedades neuromotoras o del corazón. De forma que durante mucho tiempo se os mantuvo en la sombra, y la gente hacía todo lo posible para no pensar en vuestra existencia. Y si lo hacían, trataban de convencerse a sí mismos de que no erais realmente como nosotros. De que erais menos que humanos, y por tanto no había que preocuparse. Y así es como estaban las cosas hasta que irrumpió en escena nuestro pequeño movimiento. Pero ¿os dais cuenta de a qué nos estábamos enfrentando? Prácticamente estábamos intentando la cuadratura del círculo. Porque el mundo necesitaba alumnos que donaran. Y, mientras siguiera necesitándolos, siempre existiría una barrera que impediría veros como realmente humanos. Bien, peleamos por nuestra causa durante muchos años, y lo que conseguimos para vosotros, al menos, fue numerosas mejoras, aunque, por supuesto, ese «vosotros» no fuisteis más que un puñado de elegidos. Pero llegó el escándalo Morningdale, y luego otras cosas, y antes de que pudiéramos darnos cuenta la situación había cambiado por completo. Ya nadie quería verse relacionado con ningún tipo de apoyo a nuestra causa, y nuestro pequeño movimiento (Hailsham, Glenmorgan, Saunders Trust) pronto fue barrido de la escena.
—¿Qué es el escándalo Morningdale que menciona usted una y otra vez, señorita Emily? —pregunté—. Tendrá que contárnoslo, porque jamás habíamos oído hablar de él.
—Bueno, supongo que no hay ninguna razón para no hacerlo. En el mundo exterior nunca tuvo un gran eco. El nombre viene del científico James Morningdale, hombre de mucho talento en su campo. Llevó a cabo su trabajo en un remoto rincón de Escocia, donde supongo que pensó qué llamaría menos la atención. Lo que quería era ofrecer a la gente la posibilidad de tener hijos con características mejoradas. Inteligencia superior, superiores dotes atléticas, ese tipo de cosas. Por supuesto, había habido otros con similares ambiciones, pero Morningdale llevó sus investigaciones mucho más lejos que ninguno de sus precursores, mucho más allá de los límites legales. Bien, fue descubierto y se puso fin a sus investigaciones, y aquí pareció zanjarse la cuestión. Sólo que, por supuesto, la cuestión no estaba zanjada, al menos no para nosotros. Como he dicho, el caso jamás llegó a tener un gran eco, aunque sí creó cierta atmósfera, ¿entendéis? Hizo que la gente recordara; le hizo recordar un miedo que siempre había sentido. Una cosa es crear alumnos, como vosotros, para el programa de donaciones. Pero ¿una generación de niños creados que luego ocuparía su puesto en la sociedad? ¿Unos niños palmariamente superiores a nosotros? Oh, no. Eso asustaba a la gente. Y la gente retrocedió ante ello.
—Pero señorita Emily —dije—, ¿qué tiene que ver todo eso con nosotros? ¿Por qué tuvo que cerrar Hailsham por algo como lo que está diciendo?
—Tampoco nosotros vimos ninguna relación clara, Kathy. No al principio, al menos. Y ahora pienso a menudo que somos culpables por no haberla visto a tiempo. Si hubiéramos estado más alerta, menos absortos en nosotros mismos; si hubiéramos trabajado duro en aquella fase, cuando nos llegaron por primera vez las noticias de Morningdale, tal vez habríamos podido impedirlo. Oh, Marie-Claude no está de acuerdo. Ella piensa que todo habría sucedido de igual forma con independencia de lo que nosotros hubiéramos hecho, y puede que tenga algo de razón. Después de todo, no fue sólo Morningdale. En aquella misma etapa hubo otras cosas. Aquella horrible serie de televisión, por ejemplo. Todo ello contribuyó al cambio en el aire de los tiempos. Pero supongo que, bien mirado, el error fundamental fue ése. Nuestro pequeño movimiento era siempre demasiado frágil, siempre demasiado dependiente del humor de quienes nos apoyaban. Mientras el talante general se inclinara a nuestro favor, mientras tal sociedad anónima o tal político vislumbrara un beneficio en el hecho de apoyarnos, nos manteníamos a flote. Pero siempre fue una verdadera lucha, y después de Morningdale, después de que el talante general cambiara, ya no tuvimos ninguna oportunidad. El mundo no quería que se le recordase cómo funcionaba realmente el programa de donaciones. No quería pensar en vosotros, los alumnos, o en las condiciones en que fuisteis traídos a este mundo. En otras palabras, queridos míos, quería que volvierais a las sombras. A esas sombras en las que habíais estado antes de que personas como Marie-Claude y yo apareciéramos en escena. Y toda aquella gente influyente que un día se había mostrado tan deseosa de ayudarnos, bueno, pues toda esa gente no tardó en desaparecer. Perdimos a nuestros patrocinadores, uno tras otro, en poco más de un año. Seguimos con nuestra tarea todo el tiempo que pudimos; resistimos dos años más que Glenmorgan. Pero al final, como sabéis, nos vimos obligados a cerrar, y hoy apenas queda rastro del trabajo que llevamos a cabo. Ya nadie podrá encontrar un lugar como Hailsham en ninguna parte del país. Todo lo que se podrá encontrar, como de costumbre, son esos vastos «hogares» del gobierno, y aunque hoy son mucho mejores de lo que solían ser en un tiempo, dejadme deciros, queridos míos, que si llegarais a ver cómo son aún las cosas en algunos de esos centros no lograríais conciliar el sueño en varios días. Y en lo que se refiere a Marie-Claude y a mí, aquí nos tenéis, retiradas en esta casa, con una montaña de trabajos vuestros ahí arriba. Es lo que nos queda para recordarnos lo que hicimos. Y una montaña de deudas, también, que como es lógico no nos resultan en absoluto agradables. Y los recuerdos, supongo, de todos vosotros. Y el saber que os hemos brindado una vida mejor que la que habríais tenido en otras circunstancias.
—No trates de pedirles que te den las gracias —se oyó decir a Madame a nuestra espalda—. ¿Por qué iban a estar agradecidos? Han venido aquí en busca de mucho más. Lo que nosotros les dimos, todos esos años, todas esas luchas en su beneficio… ¿Qué saben ellos de eso? Creen que es una dádiva divina. Hasta que han venido a esta casa, no sabían nada de esto. Lo único que ahora sienten es desencanto, porque no les hemos dado todo lo que creían posible.
Nadie dijo nada durante un rato. Luego se oyó un ruido en la calle, y el timbre volvió a sonar. Madame surgió de nuevo de la oscuridad y salió al pasillo.
—Esta vez seguro que son esos hombres —dijo la señorita Emily—. Tendré que prepararme. Pero podéis quedaros un poco más. Tienen que bajar el mueble dos tramos de escaleras. Marie-Claude cuidará de que no lo dañen.
Tommy y yo no podíamos creer que aquello fuera el final. Ninguno de los dos se levantó para irse, aunque, de todas formas, no parecía haber nadie para ayudar a la señorita Emily a dejar la silla de ruedas. Por espacio de un instante me pregunté si no se levantaría ella sola, pero vi que se quedaba inmóvil, inclinada hacia delante, como antes, escuchando atentamente. Y Tommy dijo:
—Así que definitivamente no hay nada. Ni aplazamientos, ni nada de nada.
—Tommy —susurré, y lo fulminé con la mirada.
Pero la señorita Emily dijo con voz suave:
—No, Tommy. No hay nada. Vuestra vida debe seguir ahora el rumbo que tenía prefijado.
—¿Lo que nos está diciendo, señorita Emily —dijo Tommy—, es que todo lo que hicimos, todas las clases, todo…, no era más que para lo que nos acaba de contar? ¿No había nada más en todo aquello?
—Veo —dijo la señorita Emily— que puede parecer que no erais más que simples peones. Y no hay duda de que es posible mirarlo de ese modo. Pero pensad en ello. Erais peones muy afortunados. Entonces había cierto clima que hoy ha desaparecido por completo. Tendréis que reconocer que a veces es así como funcionan las cosas en este mundo. Las opiniones de la gente, sus sentimientos, un día van en una dirección, y otro día en otra. Y coincide que vosotros crecisteis en un momento concreto de ese proceso.
—Puede que fuera sólo una corriente que vino y se fue —dije yo—. Pero para nosotros es nuestra vida.
—Sí, es cierto. Pero pensad en ello. Estabais mucho mejor que muchos que vinieron antes que vosotros. Y quién sabe lo que van a tener que afrontar los que vengan después. Lo siento, alumnos míos, pero ahora tenéis que marcharos. ¡George! ¡George!
Llegaba mucho ruido del pasillo, y quizá por eso George no podía oírla y no respondió. Tommy preguntó:
—¿La señorita Lucy se fue por eso?
Durante un instante pensé que la señorita Emily, cuya atención se había centrado en el trajín del pasillo, no le había oído. Pero se inclinó en la silla de ruedas y empezó a moverse despacio hacia la puerta. Había tantas mesitas de café y sillas en su camino que parecía imposible que llegara a conseguir abrirse paso entre ellas. Me disponía ya a levantarme para hacerle un hueco cuando vi que se detenía bruscamente.
—Lucy Wainright —dijo—. Ah, sí. Tuvimos un pequeño problema con ella —hizo una pausa, e hizo girar la silla de ruedas para encarar a Tommy—. Sí, tuvimos un pequeño problema con ella. Un pequeño desacuerdo. Pero respondo a tu pregunta, Tommy: el desacuerdo con Lucy Wainright no tuvo nada que ver con lo que acabo de contaros. No directamente, en todo caso. No, fue más…, digamos, un asunto interno.
Pensé que iba a dejarlo ahí, así que pregunté:
—Señorita Emily, si no le importa nos gustaría saber la razón. ¿Qué sucedió con la señorita Lucy?
La señorita Emily enarcó las cejas.
—¿Lucy Wainright? ¿Era importante para vosotros? Perdonadme, queridos alumnos, olvido ciertas cosas. Lucy no estuvo con nosotros mucho tiempo, así que para nosotros no es sino un personaje secundario en nuestra memoria de Hailsham. Y nuestro recuerdo de ella no es en absoluto feliz. Pero si estuvisteis precisamente en aquellos años, entiendo que… —Rió para sí misma, y pareció recordar algo. En el pasillo, Madame estaba reprendiendo a gritos a los hombres, pero la señorita Emily parecía haber perdido interés en ese asunto. Estaba rastreando en sus recuerdos con expresión absorta. Y al cabo dijo—: Una chica estupenda, Lucy Wainright. Pero después de estar con nosotros un tiempo, empezó a tener esas ideas. Pensaba que teníamos que haceros más conscientes. Más conscientes de lo que os esperaba en la vida: quiénes erais, para qué habíais sido concebidos. Creía que había que daros una imagen lo más vívida posible de vuestra situación. Que cualquier cosa menos que eso era casi como engañaros. Y nosotros lo estudiamos y llegamos a la conclusión de que estaba equivocada.
—¿Por qué? —preguntó Tommy—. ¿Por qué llegaron a esa conclusión?
—¿Por qué? Su intención era buena, estoy segura. Y veo que le teníais afecto. Era una excelente custodia. Pero lo que quería hacer era demasiado teórico. Llevábamos muchos años dirigiendo Hailsham, y sabíamos ya lo que podía funcionar, y lo que era mejor para los alumnos a la larga, en su futuro después de Hailsham. Lucy Wainright era una idealista, y no hay nada malo en ello. Pero no tenía sentido práctico. Nosotros podíamos daros algo, ¿comprendéis?, algo que ni siquiera hoy nadie puede arrebataros, y para poder hacerlo en primer lugar teníamos que protegeros. Hailsham no habría sido Hailsham si no lo hubiéramos hecho. Muy bien, a veces ello requería que os ocultáramos cosas, que os mintiéramos. Sí, en cierto sentido os engañamos. Supongo que hasta podríais decir eso. Pero os protegimos durante todos aquellos años, y de ese modo os dimos una infancia. La intención de Lucy era sin duda inmejorable, aunque si hubiera puesto en práctica lo que quería, vuestra felicidad en Hailsham habría corrido grave riesgo. ¡Miraos hoy! Estoy tan orgullosa de ver lo que sois. Habéis construido vuestras vidas sobre lo que nosotros os dimos. No seríais quienes hoy sois si no os hubiéramos protegido. No os habríais centrado en vuestras clases, no os habríais ensimismado en vuestro arte y en vuestra escritura. ¿Por qué ibais a hacerlo, de haber sabido lo que os aguardaba fuera? Nos habríais dicho que nada tenía sentido, y ¿con qué argumentos íbamos nosotros a discutíroslo? Así que Lucy tenía que irse.
Ahora Madame gritaba a los hombres. No era exactamente que hubiera perdido los estribos, pero su voz retumbaba con una severidad pavorosa, y los hombres —que hasta ese momento habían estado discutiendo con ella— callaron por completo.
—Quizá haya sido mejor que me haya quedado aquí con vosotros —dijo la señorita Emily—. Marie-Claude, en este tipo de cosas, es mucho más eficiente que yo.
No sé lo que me hizo decirlo. Tal vez el hecho de saber que nuestra visita estaba a punto de acabarse; tal vez el que sintiera una viva curiosidad acerca de cuáles eran los sentimientos mutuos de la señorita Emily y de Madame. El caso es que bajé la voz y, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta, dije:
—A Madame nunca le gustamos. Siempre tenía miedo de nosotros. De esa forma en que a la gente le dan miedo las arañas y otros bichos.
Aguardé a ver si la señorita Emily se ponía furiosa (sin importarme ya gran cosa si lo hacía o no). Y, en efecto, se volvió hacia mí bruscamente, como si le hubiera arrojado una bolita de papel, y sus ojos fulguraron de un modo que me recordó sus días de Hailsham. Pero su voz era calma y suave cuando replicó:
—Marie-Claude lo ha dado todo por vosotros. No ha hecho más que trabajar y trabajar y trabajar. No te equivoques en eso, niña mía. Marie-Claude está de vuestro lado, y siempre estará de vuestro lado. ¿Os tiene miedo? Todos os tenemos miedo. Mientras estuve en Hailsham, yo misma tenía que vencer casi todos los días el miedo que me inspirabais. Había veces en que os miraba desde la ventana de mi estudio y sentía tal grima… —calló, y de nuevo vi aquel brillo en sus ojos—. Pero estaba decidida a que esos sentimientos no me impidieran hacer lo que era justo. Luché contra esos sentimientos, y salí victoriosa. Ahora, si sois tan amables de ayudarme a levantarme de la silla… George me estará esperando con las muletas.
Con un codo apoyado en Tommy y el otro en mí, caminó con cuidado hasta salir al pasillo, donde un hombre corpulento con uniforme de enfermero, sobresaltado, dio un respingo y se apresuró a tenderle unas muletas.
La puerta principal estaba abierta, y me sorprendió ver que aún había claridad diurna. La voz de Madame llegaba desde el exterior; hablaba con los hombres, pero ya con más calma. Creí llegada la hora de que Tommy y yo desapareciéramos de allí, pero la señorita Emily, firme entre las dos muletas mientras George la ayudaba a ponerse el abrigo, nos cerraba el paso, así que esperamos. Supongo que también esperábamos para despedirnos de la señorita Emily; puede que, después de todo, quisiéramos darle las gracias. No estoy segura. Pero en aquel momento lo que a ella le preocupaba era su cómoda. Una vez fuera, se puso a explicarles a los hombres algo urgente, y se alejó con George, sin mirar hacia atrás para volver a vernos.
Tommy y yo nos quedamos en el pasillo durante unos segundos más, sin saber qué hacer. Cuando al final salimos a la calle, advertí que, aunque el cielo aún no estaba oscuro, las farolas se habían encendido a todo lo largo de la calle. Una furgoneta blanca puso en marcha el motor. Justo detrás de ella vimos un viejo Volvo, y a la señorita Emily en el asiento del acompañante. Madame se inclinaba sobre la ventanilla, y asentía a algo que le estaba diciendo la señorita Emily, mientras George cerraba el maletero e iba hasta la puerta del conductor. La furgoneta blanca inició la marcha, y el Volvo salió a continuación.
Madame se quedó mirando durante largo rato hacia los vehículos que se alejaban. Luego dio media vuelta en ademán de entrar en la casa, y al vernos allí en la acera se detuvo bruscamente, y casi retrocedió dando un saltito.
—Nos vamos ya —dije—. Gracias por haber hablado con nosotros. Por favor, dígale adiós a la señorita Emily de nuestra parte.
Vi cómo me estudiaba a la luz mortecina de la tarde. Luego dijo:
—Kathy H. Me acuerdo de ti. Sí, te recuerdo.
Se quedó en silencio, pero siguió mirándome.
—Creo que sé lo que está pensando —dije finalmente—. Creo que puedo adivinarlo.
—Muy bien —dijo ella. Su voz sonaba como ausente, y su mirada parecía desvaída—. Muy bien. Puedes leer la mente. Dime.
—Una tarde me vio usted en el dormitorio. No había nadie, y yo estaba escuchando una cinta, una canción. Y estaba bailando, con los ojos cerrados. Y usted me vio.
—Eso está muy bien. Sabes leer la mente. Deberías trabajar en un escenario. Acabo de reconocerte. Y sí, me acuerdo de aquella vez. Y aún pienso en ella en ocasiones.
—Es extraño. Yo también.
—Ya veo.
Podíamos haber acabado la conversación ahí. Podíamos habernos dicho adiós e irnos cada cual por nuestro lado. Pero Madame dio un paso hacia nosotros, sin dejar de mirarme a la cara en ningún momento.
—Eras mucho más joven entonces —dijo—. Pero sí, eres tú.
—No tiene que contestarme si no quiere —dije—. Pero es algo que siempre me ha intrigado. ¿Puedo preguntárselo?
—Me lees la mente. Pero yo no puedo leer la tuya.
—Bueno, aquel día usted estaba… disgustada. Me estaba mirando, y cuando me di cuenta y abrí los ojos, usted seguía observándome, y creo que estaba llorando. De hecho sé que estaba llorando. Me estaba mirando y lloraba. ¿Por qué?
La expresión de Madame no había cambiado, y continuó mirándome a la cara.
—Estaba llorando —acabó diciendo con voz muy suave, como si tuviera miedo de que los vecinos estuvieran escuchando— porque al entrar oí la música. Pensé que algún alumno descuidado había dejado una casete puesta. Pero cuando fui a entrar en el dormitorio te vi, sola, apenas una chiquilla, bailando. Con los ojos cerrados, como has dicho, y muy lejos, y con tal expresión de anhelo. Bailabas con tanta sensibilidad. Y la música, la canción. Había algo en la letra. Estaba tan llena de tristeza.
—La canción —dije— se titulaba Nunca me abandones —entoné para ella un par de versos en voz muy baja, casi en un susurro—. «Nunca me abandones. Oh, baby, baby… Nunca me abandones…».
Movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí, era esa canción. La he oído una o dos veces desde entonces. En la radio, en la televisión. Y siempre me ha recordado a aquella chiquilla que bailaba a solas en el dormitorio.
—Dice que no puede leer la mente —dije—. Pero quizá la leyó aquel día. Quizá por eso, al verme, se echó a llorar. Porque, fuera lo que fuere lo que decía la letra de aquella canción, yo, en mi cabeza, cuando estaba bailando, tenía mi propia interpretación. ¿Sabe? Imaginaba que trataba de una mujer a la que le habían dicho que no podía tener hijos. Pero resulta que tuvo uno, y estaba tan feliz, y lo apretaba con todas sus fuerzas contra su pecho, muerta de miedo de que algo pudiera separarlos, y no paraba de cantar «baby, baby, nunca me abandones…». La canción no trata de eso ni mucho menos, pero eso es lo que yo tenía en la cabeza entonces. Puede que me leyera usted la mente, y por eso le pareció todo tan triste. A mí no me parecía tan triste en aquel momento, pero ahora, cuando pienso en ello, sí me lo parece un poco.
Había estado hablándole a Madame, pero sentía a Tommy moviéndose a mi lado, y era consciente de la textura de su ropa, de todo lo que tenía que ver con su persona. Y Madame dijo:
—Es muy, muy interesante. Pero ni entonces podía ni hoy puedo leer la mente de nadie. Lloraba por una razón totalmente diferente. Cuando te vi bailando aquella tarde, vi también algo más. Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña, con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable, el suyo, un mundo que ella, en el fondo de su corazón, sabía que no podía durar, y lo estrechaba con fuerza y le rogaba que nunca, nunca la abandonara. Eso es lo que yo vi. No te vi realmente a ti, ni lo que estabas haciendo. Pero te vi y se me rompió el corazón. Y jamás lo he olvidado.
Entonces se acercó hasta quedar casi a un paso de nosotros.
—Lo que nos habéis dicho esta tarde me ha emocionado también —miró a Tommy, y luego a mí—. Pobres criaturas. Me gustaría tanto poder ayudaros. Pero ahora estáis solos.
Alargó la mano, sin dejar de mirarme a la cara ni un instante, y la puso en mi mejilla. Sentí cómo un temblor la recorría de pies a cabeza, pero dejó la mano donde estaba, y vi que volvían a asomar a sus ojos las lágrimas.
—Pobres criaturas —repitió, casi en un susurro.
Y dio media vuelta y entró en la casa.
En el viaje de regreso apenas hablamos de nuestra visita a Madame y a la señorita Emily. O, si lo hicimos, fue de las cosas menos importantes, como de lo envejecidas que nos habían parecido, o de las cosas que habíamos visto en su casa.
Me mantuve todo el tiempo en las carreteras secundarias menos iluminadas que conocía, donde sólo nuestros faros turbaban la total oscuridad. De cuando en cuando nos cruzábamos con otros faros, y entonces tenía la sensación de que pertenecían a otros cuidadores que volvían a casa solos, o quizá, como yo, con un donante a su lado. Era consciente, por supuesto, de que otras muchas gentes utilizaban esas carreteras, pero aquella noche me daba la impresión de que aquellos apartados vericuetos del país existían sólo para gente como nosotros, mientras que las grandes y rutilantes autopistas, con sus gigantescos letreros y sus confortables cafeterías, eran para todos los demás. No sé si Tommy estaba pensando algo parecido. Quizá sí, porque en un momento dado comentó:
—Kath, conoces unas carreteras bastante raras.
Rió un poco al decirlo, pero enseguida pareció sumirse en sus pensamientos. Y luego, cuando avanzábamos por una vía particularmente oscura, en medio de ninguna parte, dijo de pronto:
—Creo que la que tenía razón era la señorita Lucy. No la señorita Emily.
No recuerdo si le respondí. Si lo hice, ciertamente no fue nada profundo. Pero ése fue el momento en que percibí algo en su voz, o quizá en su modo de comportarse, que hizo que se disparara un lejano timbre de alarma. Recuerdo que aparté la vista de la carretera para dirigirla a él, pero lo vi allí sentado a mi lado, en calma, con la mirada fija en el asfalto.
Unos minutos después, dijo de pronto:
—¿Podemos parar, Kath? Lo siento, pero tengo que bajarme un momento.
Pensé que se estaba mareando otra vez, así que aminoré la marcha inmediatamente y detuve el coche en el arcén, casi rozando el seto. Era un tramo completamente oscuro, y aunque dejé los faros encendidos, estaba muy nerviosa por miedo a que un vehículo tomara la curva a mucha velocidad y chocara contra nosotros. Por eso, cuando Tommy se bajó y desapareció en la oscuridad, no le acompañé. Pero en la forma en que se había bajado del coche había creído ver una firme determinación que daba a entender que, por mucho que se sintiera mal, prefería arreglárselas solo. Sea como fuere, ésa era la razón por la que yo aún seguía en el coche, y estaba preguntándome si arrancar y estacionarlo un poco más arriba de la ladera cuando de pronto oí el primer grito.
Al principio ni siquiera pensé que fuera él, sino algún loco que anduviera rondando entre los arbustos. Estaba ya fuera del coche cuando me llegó el segundo grito, y el tercero, y entonces ya sabía que era Tommy, y ello no atenuó en absoluto mi sensación de apremio. Antes bien, durante un instante, al no poder ubicar a Tommy, estuve al borde del pánico. No podía ver nada, y cuando traté de ir hacia los gritos me topé con una espesura impenetrable. Logré encontrar un hueco entre los matorrales, crucé una zanja y llegué a una valla. Me las arreglé para pasar por encima de ella y hundí los pies en un barro blando.
Ahora podía ver mucho mejor dónde me encontraba. Era un campo que descendía abruptamente un poco más adelante, y alcancé a ver las luces de un pueblecito situado al fondo del valle. El viento era muy fuerte, y una ráfaga me golpeó con tal virulencia que me vi obligada a agarrarme a un poste de la valla. La luna no era aún llena, pero iluminaba lo bastante para permitirme ver la figura de Tommy. Gritaba y lanzaba puñetazos y patadas, hecho una fiera, unos metros más allá, donde el campo empezaba a descender con brusquedad.
Intenté correr hacia él, pero era como si el barro succionara mis pies hacia abajo. El barro también le impedía a Tommy moverse libremente, porque en un momento dado vi que, al lanzar una patada, resbalaba y se lo tragaba la negrura de la noche. Pero siguió soltando maldiciones, y llegué a donde había caído en el momento mismo en que se estaba levantando. A la luz de la luna vi su cara, manchada de barro y distorsionada por la cólera, y estiré las manos y le agarré con fuerza los brazos para que dejara de agitarlos frenéticamente. Él trató de zafarse, pero yo no le solté, hasta que dejó de gritar y me pareció que al fin su furia amainaba. Al poco me di cuenta de que él también me tenía entre sus brazos. Y durante lo que se me antojó una eternidad seguimos allí de pie, en lo alto de aquel campo, sin decir nada, abrazándonos, mientras el viento soplaba contra nosotros y nos tiraba de la ropa, y seguimos aferrándonos el uno al otro como si fuera la única manera de impedir que nos arrastrara al fondo de la noche.
Cuando por fin nos separamos, Tommy dijo entre dientes:
—Lo siento de veras, Kath —luego lanzó una risa temblorosa y añadió—: Menos mal que ahora no hay vacas. Se habrían llevado un buen susto.
Vi que estaba haciendo todo lo posible por tranquilizarme, por asegurarme que todo había pasado, pero el pecho seguía palpitándole con fuerza y las piernas le temblaban. Volvimos juntos hacia el coche tratando de no resbalar.
—Apestas a caca de vaca —dije, al rato.
—Oh, Dios, Kath, ¿cómo voy a explicar esto? Tendremos que entrar por la parte de atrás.
—Tienes que dar cuenta de tu llegada.
—Oh, Dios —dijo. Y volvió a reírse.
Encontré unos trapos en el coche, y nos limpiamos como pudimos la bosta de vaca. Pero cuando revolvía el maletero en busca de los trapos, saqué la bolsa de deportes con sus dibujos de animales, y al subir al coche vi que Tommy la metía en la trasera y la ponía sobre el asiento.
Recorrimos un trecho sin hablar mucho. Tommy se había puesto la bolsa sobre el regazo, y yo aguardaba a que dijera algo acerca de los dibujos, e incluso se me ocurrió que estaba incubando otro arrebato, y que iba a tirarlos todos por la ventanilla. Pero siguió con la bolsa bien sujeta con las dos manos mientras miraba fijamente la carretera oscura que se extendía ante nosotros. Después de un largo silencio, dijo:
—Siento lo de antes, Kath. De veras que lo siento. Soy un verdadero idiota —y luego añadió—: ¿En qué piensas, Kath?
—Estaba pensando —dije— en el pasado, en Hailsham, cuando te ponías como loco, como ahora, y no podíamos entenderte. No podíamos comprender cómo cogías aquellas rabietas. Y me ha venido a la cabeza la idea, bueno, una especie de pensamiento. Que quizá la razón de que te pusieras como te ponías era que, de una manera o de otra, tú siempre lo supiste.
Tommy se quedó pensativo ante esto, y sacudió la cabeza.
—No lo creo, Kath. No, siempre se trató sólo de mí, de mi persona. Era un idiota. Eso es todo —luego dejó escapar una débil risa, y dijo—: Pero es una idea curiosa. Quizá sí, quizá lo sabía, en lo más hondo de mi ser. Y el resto de vosotros no.