Desde días antes de ir a verla yo tenía en la cabeza la imagen de Tommy y de mí delante de su puerta, haciendo acopio del ánimo suficiente para tocar el timbre, y esperando allí luego con el corazón en vilo. Pero la realidad resultó muy otra, y tuvimos la suerte de que se nos ahorrara ese tormento.
Y es que merecíamos un poco de suerte, porque el día no nos había sido en absoluto propicio hasta entonces. El coche nos había dado problemas en el viaje de ida, y llegamos una hora tarde a las pruebas de Tommy. Luego, un error en el laboratorio había hecho que Tommy tuviera que repetir tres de los análisis. Esto lo había dejado un tanto grogui, de forma que cuando, hacia el final de la tarde, salimos finalmente para Littlehampton, empezó a marearse y tuvimos que parar varias veces para que pudiera pasearse un poco hasta que se le pasara.
Por fin, justo antes de las seis, llegamos a nuestro destino. Aparcamos el coche detrás de un bingo, sacamos del maletero la bolsa de deportes con los cuadernos de Tommy, y nos dirigimos hacia el centro urbano. Había hecho buen día, y aunque las tiendas estaban cerrando seguía habiendo mucha gente a la entrada de los pubs, charlando y bebiendo. Cuanto más paseábamos mejor se sentía Tommy, hasta que se acordó de que no había comido a causa de las pruebas, y dijo que tenía que comer algo antes de enfrentarnos a la tarea que nos esperaba. Así que empezamos a buscar un sitio donde comprar un sándwich, y de pronto me agarró del brazo con tal fuerza que pensé que le estaba dando algún tipo de ataque. Pero lo que hizo fue decirme al oído en voz muy baja:
—Ahí está, Kath. Mira. Junto a la peluquería.
Y, en efecto, era ella, caminando por la otra acera, con su pulcro traje gris, idéntico a los que había llevado siempre.
Empezamos a seguir a Madame a una razonable distancia, primero por la zona peatonal y luego por High Street, ahora casi desierta. Creo que en ese momento los dos recordamos el día en que seguimos por las calles de otra ciudad a la posible de Ruth. Pero esta vez las cosas resultaron mucho más sencillas, porque Madame pronto nos condujo a la calle larga cercana al paseo marítimo.
Como la calle era completamente recta y la luz del atardecer la iluminaba hasta el fondo, vimos que podíamos seguir a Madame desde muy lejos —no necesitábamos que fuera mucho más que un punto— sin correr el menor riesgo de perderla. De hecho, en ningún momento dejamos de oír el eco de sus tacones, del que el rítmico golpear de la bolsa de Tommy contra su pierna parecía una especie de réplica.
Seguimos a Madame durante largo rato, y dejamos atrás la hilera de casas idénticas. Entonces se acabaron las casas de la acera de enfrente y aparecieron en su lugar varias zonas llanas de hierba; y, más allá de ellas, se divisaban los techos de las casetas de la playa, alineadas junto a la orilla. El agua no era visible, pero la intuías por el gran cielo abierto y el alboroto de las gaviotas.
Las casas de nuestra acera continuaban sin cambio alguno, y al cabo de un rato le dije a Tommy:
—Ya no falta mucho. ¿Ves aquel banco de allí? Es donde me senté a esperarla. La casa está un poco más allá.
Hasta que dije esto, Tommy había estado bastante tranquilo. Pero de pronto pareció inquietarse y empezó a andar mucho más rápido, como si quisiera alcanzarla enseguida. Pero no había nadie entre Madame y nosotros, y a medida que Tommy iba acortando la distancia yo tenía que agarrarle del brazo para hacerle ir más despacio. Temía que en cualquier momento Madame se diera la vuelta y nos viera, pero no lo hizo, y pronto llegó a su cancela y recorrió el breve trecho que la separaba de su puerta. Se detuvo en ella y buscó las llaves en el bolso, y un instante después estábamos ante la cancela, mirándola. No se había vuelto, y se me ocurrió la idea de que había sabido todo el tiempo que la estábamos siguiendo y había hecho caso omiso de nosotros deliberadamente. Pensé también que Tommy estaba a punto de gritarle algo, y que sería precisamente algo que no debía. Por eso me adelanté, y lo hice rápidamente y sin vacilación, y desde la cancela.
Fue sólo un cortés «Disculpe», pero Madame giró en redondo como si le hubiera arrojado algo. Y cuando su mirada cayó sobre nosotros, me recorrió un frío intenso, muy parecido al que había sentido años atrás la vez que la acosamos en Hailsham, a la entrada de la casa principal. Tenía los mismos ojos fríos, y su cara era quizá aún más severa que la que yo recordaba. No sé si nos reconoció en ese primer momento, pero sin duda vio y decidió en un solo instante lo que éramos, porque la vi ponerse rígida, como si un par de grandes arañas hubieran empezado a avanzar hacia ella.
Entonces algo cambió en su expresión. No es que se volviera más cálida. Pero desapareció de ella la repugnancia, y nos estudió con atención, encogiendo los ojos ante el sol, ya declinante.
—Madame —dije, apoyándome en la cancela—. No queremos asustarla ni nada parecido. Pero estuvimos en Hailsham. Yo soy Kathy H., no sé si me recuerda. Y éste es Tommy D. No hemos venido a causarle ningún problema.
Retrocedió unos pasos hacia nosotros.
—De Hailsham… —dijo, y una pequeña sonrisa se dibujó en su cara—. Bueno, es toda una sorpresa. Si no pensáis causarme ningún problema, ¿por qué estáis aquí?
Tommy, de pronto, dijo:
—Tenemos que hablar con usted. He traído unas cosas —dijo, levantando la bolsa—. A lo mejor las quiere para su galería. Tenemos que hablar con usted.
Madame siguió allí de pie, sin apenas moverse bajo el tenue sol, con la cabeza ladeada, como si escuchara algún sonido de la orilla del mar. Luego volvió a sonreír, aunque la sonrisa no parecía ir dirigida a nosotros, sino sólo a sí misma.
—Muy bien, pues. Pasad adentro. Veremos de qué queréis hablarme.
Al entrar reparé en que la puerta principal tenía paneles de cristal coloreado, y cuando Tommy la cerró a nuestra espalda, nos envolvió la penumbra. Estábamos en un pasillo tan estrecho que tenías la sensación de poder tocar las dos paredes con sólo extender un poco los codos. Madame se detuvo y se quedó quieta, con la espalda hacia nosotros, y pareció ponerse de nuevo a escuchar. Miré más allá de ella y alcancé a ver que el pasillo, pese a su estrechez, se dividía en dos: a la izquierda había una escalera que subía; a la derecha, un pasaje aún más estrecho que conducía hacia el interior de la casa.
Siguiendo el ejemplo de Madame, me puse a escuchar. Pero en la casa reinaba el silencio. Luego, quizá de algún lugar del piso de arriba, llegó un débil golpe sordo. Aquel pequeño ruido pareció significar algo para ella, porque se volvió hacia nosotros y señaló el pasaje oscuro y dijo:
—Id ahí dentro y esperadme. Bajaré enseguida.
Empezó a subir las escaleras, y, al ver nuestra indecisión, se inclinó sobre el pasamanos y señaló de nuevo la oscuridad.
Tommy y yo nos dirigimos hacia ella y enseguida nos encontramos en lo que debía de ser el salón de la casa. Era como si un sirviente hubiera dispuesto el lugar para la noche y se hubiera marchado: las cortinas estaban echadas y había unas débiles lámparas de mesa encendidas. Olí el viejo mobiliario, probablemente Victoriano. La chimenea estaba cegada con un tablero, y donde debía haber estado el fuego había una especie de tapiz: una extraña ave —parecida a un búho— que te miraba fijamente. Tommy me tocó el brazo y apuntó con el dedo hacia un cuadro enmarcado que colgaba de un rincón, sobre una pequeña mesa redonda.
—Es Hailsham —susurró.
Nos acercamos a mirarlo. Yo no estaba tan segura de que fuera Hailsham. Era una bonita acuarela, pero la lámpara de mesa de debajo tenía la tulipa arrugada y con restos de telarañas, y en lugar de iluminar el cuadro imprimía una especie de brillo sobre su cristal velado, de forma que apenas podías apreciar lo que éste representaba.
—Es lo que rodeaba la parte de atrás del estanque de los patos —dijo Tommy.
—¿A qué te refieres? —le respondí en un susurro—. Ahí no hay ningún estanque. Es sólo un trozo de campo.
—No, el estanque estaría detrás de ti —Tommy parecía increíblemente irritado—. Tienes que acordarte. Si rodeas la parte de atrás del estanque, con el estanque a tu espalda, y miras hacia el Campo de Deportes Norte…
Volvimos a guardar silencio, porque llegaba ruido de voces desde alguna parte de la casa. Parecía la voz de un hombre, y quizá venía de arriba. Entonces oímos una voz, que sin ninguna duda era la de Madame bajando las escaleras, que decía:
—Sí, tienes razón. Toda la razón.
Esperamos a que Madame entrara en el salón, pero sus pasos no se detuvieron y siguieron hacia el fondo de la casa. Me vino repentinamente a la cabeza que se disponía a preparar té y bollitos, que traería al salón en un carrito, pero luego pensé que era una tontería, que seguramente hasta había olvidado que la esperábamos, y que en cuanto se acordara vendría a decirnos que nos marcháramos. Entonces una bronca voz de varón dijo algo arriba, pero nos llegó tan amortiguada que deduje que vendría del segundo piso. Los pasos de Madame volvieron al pasillo, y le oímos decir:
—Ya te he dicho lo que tienes que hacer. Hazlo como te he dicho.
Tommy y yo esperamos unos minutos más. Entonces la pared de la parte de atrás del salón empezó a moverse, y casi inmediatamente vi que no era en realidad una pared sino unas puertas correderas que separaban la parte frontal, donde estábamos, de lo que de otro modo sería una gran estancia alargada y diáfana. Madame había descorrido las puertas sólo a medias, y ahora estaba allí en el hueco, mirándonos con fijeza. Traté de ver lo que había a su espalda, pero era todo oscuridad. Pensé que quizá esperaba a que le explicáramos por qué estábamos allí, pero al final dijo:
—Me habéis dicho que sois Kathy H. y Tommy D. ¿Estoy en lo cierto? Y estuvisteis en Hailsham ¿hace cuánto?
Se lo dije, pero su expresión no dejaba traslucir si nos recordaba o no. Siguió en el umbral, como dudando si pasar a la parte donde estábamos nosotros. Pero entonces Tommy dijo:
—No queremos robarle mucho tiempo. Pero hay algo de lo que tenemos que hablar con usted.
—Así parece. Muy bien, pues. Será mejor que os pongáis cómodos.
Alargó las manos y las puso sobre los respaldos de dos sillones gemelos que tenía enfrente. Había algo extraño en sus maneras, como si en realidad no nos estuviera invitando a tomar asiento. Me dio la sensación de que si hacíamos lo que nos estaba sugiriendo y nos sentábamos en aquellos sillones, ella iba a seguir allí de pie, a nuestra espalda, sin siquiera quitar las manos de los respaldos. Pero cuando empezamos a movernos hacia los sillones ella también echó a andar hacia delante, y al pasar entre nosotros creí ver que encogía los hombros como en un respingo, aunque puede ser que sólo lo imaginara. Cuando nos volvimos para sentarnos, ella ya estaba junto a las ventanas, enfrente de las pesadas cortinas de terciopelo, mirándonos con dureza, como si estuviéramos en una clase y ella fuera la profesora. Al menos eso fue lo que me pareció en ese momento. Tommy, más tarde, diría que pensó que estaba a punto de ponerse a cantar, y que las cortinas se abrirían y, en lugar de la calle y el descampado lleno de hierba que conducía hasta el mar, aparecería ante nuestros ojos un escenario con un gran decorado —como los que solíamos montar en Hailsham— y todo un coro para secundarla. Cuando me lo dijo me hizo mucha gracia, y pude imaginarla otra vez, con las manos juntas y los codos hacia fuera, en ademán de ponerse a cantar. Pero dudo que Tommy pudiera estar pensando eso realmente cuando la teníamos frente a frente. Recuerdo que noté lo tensa que se ponía, y que temí que Tommy fuera a decir alguna tontería. Por eso, cuando nos preguntó, sin indelicadeza, qué es lo que queríamos, me apresuré a intervenir.
Es muy probable que al principio me saliera todo un tanto embarullado, pero al cabo de un rato, en cuanto fui convenciéndome de que iba a escucharme hasta el final, me tranquilicé y continué mi exposición con mucha más claridad. Durante semanas y semanas había estado dándole vueltas a lo que le diría cuando llegara el momento. Pensaba en ello en el curso de mis largos viajes en coche, y mientras estaba sentada a las mesas tranquilas de las cafeterías de las gasolineras. Y me parecía tan difícil. Y al final había pergeñado un plan: memorizaría palabra por palabra unos cuantos puntos básicos y trazaría un mapa mental del camino a seguir para pasar de un punto a otro. Pero ahora que la tenía allí enfrente la mayor parte de lo que había preparado se me antojaba bien innecesario, bien completamente equivocado. Lo extraño —y Tommy estuvo de acuerdo cuando lo hablamos después— era que, por mucho que en Hailsham no hubiera sido sino una figura hostil del mundo exterior, ahora que la teníamos de nuevo frente a frente, y aunque no había dicho o hecho nada que pudiera sugerir la menor calidez hacia nosotros, Madame me parecía alguien mucho más cercano a nosotros, más íntimo que cualquiera de las personas que había conocido en los últimos años. Por eso, en un momento dado, todo lo que llevaba preparado en la cabeza desapareció de repente, y le hablé sencilla y sinceramente, casi como lo hubiera hecho en el pasado a cualquiera de nuestros custodios. Le conté lo que habíamos oído, los rumores sobre los alumnos de Hailsham y sobre los aplazamientos; le expliqué que nos dábamos cuenta de que tales rumores podían muy bien no ser ciertos, y que no nos hacíamos vanas ilusiones al respecto.
—Y aun en caso de ser ciertos —dije—, nos hacemos cargo de que usted estará más que cansada del asunto, de todas esas parejas acudiendo a usted para declarar rotundamente que están enamoradas. Tommy y yo jamás habríamos venido a molestarla si no estuviéramos totalmente seguros.
—¿Seguros? —Fue la primera vez que habló en todo el rato, y Tommy y yo dimos un respingo hacia atrás a un tiempo—. ¿Dices que estáis seguros? ¿Seguros de estar enamorados? ¿Cómo se puede saber eso? ¿Creéis que el amor es tan sencillo? Así que estáis enamorados… Profundamente enamorados. ¿Es lo que me estáis diciendo?
Su tono era casi sarcástico, pero entonces, con una especie de conmoción, vi que, mientras nos miraba primero a uno y luego al otro, pequeñas lágrimas le caían por las mejillas.
—¿Creéis de veras eso? ¿Que estáis profundamente enamorados? ¿Y, por tanto, venís a verme para un… aplazamiento? ¿Por qué? ¿Por qué a mí?
Si esto lo hubiera dicho de un modo determinado, como dando por sentado que la idea era totalmente descabellada, estoy segura de que me habría sentido por completo desolada. Pero no lo había dicho así. Había formulado las preguntas como si fueran parte de un examen y ella supiera las respuestas; incluso como si hubiera hecho pasar a muchas parejas por esa prueba multitud de veces. Y eso es lo que hizo que no perdiera la esperanza. Pero Tommy debía de estar muy inquieto, porque de pronto dijo:
—Hemos venido a verla por la Galería. Creemos saber para qué es su galería.
—¿Mi galería? —Se apoyó en el alféizar de la ventana, y las cortinas se balancearon un poco a su espalda. Aspiró despacio y dijo—: Mi galería. Querrás decir mi colección. Todas esas pinturas y poemas, todas esas cosas vuestras que he ido reuniendo año tras año. Fue un trabajo duro, pero creía en él. Todos creíamos en él en aquel tiempo. Así que crees que sabes para qué ha sido todo ese esfuerzo, por qué lo hice. Bien, pues sin duda será enormemente interesante oírlo. Porque he de decir que es algo que yo misma me pregunto continuamente —de pronto desplazó la mirada de Tommy a mí, y añadió—: ¿Voy demasiado lejos?
No sabía qué decir, así que dije:
—No, no.
—Sí, voy demasiado lejos —dijo—. Lo siento. Siempre suelo ir demasiado lejos cuando se trata de este asunto. Olvidad lo que acabo de decir. Joven, ibas a decirme algo sobre mi galería. Adelante, por favor.
—Así es como usted lo sabría —dijo Tommy—. Tendría algo en lo que basarse para decidir. Porque, de otro modo, ¿cómo lo iba a saber cuando los alumnos vinieran a usted diciendo que estaban enamorados?
La mirada de Madame había vuelto a fijarse en mí, pero me dio la sensación de que estaba mirando hacia algún punto de mi brazo. De hecho, yo misma me lo miré para ver si tenía alguna caca de pájaro o algo parecido en la manga. Y luego la oí decir:
—¿Y por eso piensas que he reunido todas esas cosas vuestras? Mi galería, como siempre la llamasteis vosotros. Cuando me enteré de que la llamabais así me eché a reír. Pero con el tiempo yo también llegué a pensar en ella con ese apelativo. Mi galería. Bien, ahora, muchacho, explícamelo. Explícame por qué mi galería podría ayudarme a discernir quiénes de vosotros estabais realmente enamorados.
—Porque le ayudaría a mostrarle cómo somos —dijo Tommy—. Porque…
—¡Por qué, por supuesto —le interrumpió de pronto Madame—, vuestro arte revelaría vuestro ser más íntimo! Es eso, ¿no? ¡Por qué vuestro arte mostraría vuestra alma! —Se volvió bruscamente hacia mí, y dijo—: ¿Voy demasiado lejos?
Antes nos había hecho la misma pregunta, y de nuevo tuve la impresión de que estaba mirando hacia un punto de mi manga. Pero ahora empezaba a tomar más y más cuerpo la sospecha que me había asaltado vagamente la primera vez que había preguntado: «¿Voy demasiado lejos?». Miré a Madame detenidamente, pero ella pareció acusar mi mirada inquisitiva y se volvió de nuevo hacia Tommy.
—Muy bien —dijo—. Continuemos. ¿Qué era lo que me estabas diciendo?
—El problema —dijo Tommy— es que yo estaba un poco confuso en aquel tiempo.
—Me estabas diciendo algo sobre tu arte. Sobre cómo el arte revela el alma del artista.
—Bueno, lo que trato de decir —insistió Tommy— es que yo estaba tan confuso en aquel tiempo que no llegué a hacer ningún arte. No hice nada. Hoy sé que debería haber creado algo, pero estaba hecho un lío. Así que no tiene nada mío en su galería. Sé que es culpa mía, y sé que probablemente es demasiado tarde, pero he traído algunas cosas para que las vea —levantó la bolsa y empezó a abrir la cremallera—. Algunas las he hecho hace muy poco, pero otras son de hace mucho tiempo. Y seguro que usted ya tiene cosas de Kath. Se llevó muchas para la galería. ¿No es cierto, Kath?
Durante unos segundos ambos me miraron. Y luego Madame dijo, con voz apenas audible:
—Pobres criaturas. ¿Qué es lo que os hemos hecho? ¿Con todos nuestros planes y proyectos…? —Dejó la última frase en el aire, y creí ver otra vez lágrimas en sus ojos. Luego se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Seguimos con esta conversación? ¿Queréis continuar?
Fue al decir esto cuando la idea vaga que me había asaltado antes cobró más entidad. Antes, «¿Voy demasiado lejos?». Y ahora, «¿Seguimos con esta conversación?». Caí en la cuenta, con un pequeño escalofrío, de que aquellas preguntas nunca me las había formulado a mí, ni a Tommy, sino a otra persona, a alguien que estaba detrás de nosotros, en la mitad oscura del salón, escuchando.
Me volví lentamente y escruté la oscuridad. No pude ver nada, pero oí un sonido, un sonido mecánico, asombrosamente lejano, la casa parecía prolongarse hacia lo oscuro mucho más allá de lo que yo había imaginado. Y entonces alcancé a distinguir una forma que venía hacia nosotros, y oí una voz de mujer que decía:
—Sí, Marie-Claude. Continuemos.
Yo seguía mirando la oscuridad cuando oí que Madame dejaba escapar una especie de bufido y se acercaba a grandes zancadas y pasaba a nuestro lado y se adentraba en la oscuridad. Se oyeron más ruidos mecánicos, y Madame surgió de las sombras empujando una silla de ruedas. Pasó de nuevo entre Tommy y yo, y por espacio de otro instante —porque la espalda de Madame nos impedía verla— seguí sin ver a la persona de la silla de ruedas. Pero entonces Madame hizo girar la silla hasta dejarla frente a nosotros, y dijo:
—Háblales. Es contigo con quien han venido a hablar.
—Supongo que sí.
La figura de la silla de ruedas era endeble y contrahecha, y fue su voz, más que cualquier otra cosa, la que me permitió reconocerla.
—Señorita Emily… —dijo Tommy con voz muy suave.
—Háblales —dijo Madame, como lavándose las manos de todo aquel asunto. Pero siguió detrás de la silla de ruedas, con los ojos encendidos clavados en nosotros.