Me convertí en cuidadora de Tommy al año casi exacto del viaje que hicimos juntos para ver el barco. No había pasado mucho tiempo desde la tercera donación de Tommy, y aunque se estaba recuperando bien, seguía necesitando mucho descanso, y, según pudimos comprobar luego, no fue un mal modo de empezar esta nueva fase juntos. No tardé en acostumbrarme a Kingsfield, e incluso empezó a gustarme.
La mayoría de los donantes de Kingsfield consiguen una habitación para ellos solos después de la tercera donación, y a Tommy se le asignó una de las habitaciones individuales más grandes del centro. Hubo quien dio por sentado que era yo la que se la había conseguido, pero no era cierto; fue sencillamente suerte, y, de todas formas, tampoco era una habitación tan maravillosa. Creo que en los tiempos en que Kingsfield fue un centro de vacaciones la estancia asignada había sido un cuarto de baño, porque la única ventana que tenía era de cristal esmerilado y estaba muy alta, casi a la altura del techo. Sólo podías mirar al exterior subiéndote a una silla y abriéndola, y aun así sólo conseguías ver una zona de tupidos arbustos. La habitación tenía forma de L, de modo que, además de la cama, la silla y el armario, cabía también un pequeño pupitre con tapa (que constituía todo un extra, como explicaré más adelante).
No quiero dar una idea falsa del período que pasé en Kingsfield. Muchas cosas fueron apacibles, casi idílicas. Solía llegar todos los días después del almuerzo, y al entrar veía a Tommy tendido en la cama estrecha, siempre completamente vestido, porque no quería parecer «un paciente». Me sentaba en la silla y le leía cosas de los libros de bolsillo que le había llevado, obras como la Odisea o Las mil y una noches. O si no solíamos charlar, a veces sobre los viejos tiempos, a veces sobre otras cosas. A menudo, al caer la tarde, se quedaba dormido, mientras yo ponía al día mis informes en el pupitre de al lado. Era realmente asombroso cómo los años parecían esfumarse, y cómo nos sentíamos tan cómodos el uno con el otro.
Pero, como es lógico, no todo era como antes. Tommy y yo, por ejemplo, habíamos empezado a tener relaciones sexuales. No sé lo mucho o poco que Tommy habría pensado en nosotros respecto al sexo antes de que hubiéramos empezado. Él, al fin y al cabo, aún estaba recuperándose, y el sexo no era quizá lo primero que tenía en mente. Yo no quería forzarle en tal sentido, pero por otra parte pensaba que, si lo dejaba pasar demasiado tiempo, cuando quisiéramos empezar cada vez se nos haría más difícil convertirlo en una parte natural de nosotros mismos. Y otro de mis pensamientos decisivos, supongo, fue que si nuestros planes seguían los deseos de Ruth y nos decidíamos a solicitar un aplazamiento, resultaría un grave inconveniente el hecho de no haber tenido nunca relaciones sexuales. No es que pensara que ésa iba a ser una de las preguntas que nos harían necesariamente llegado el caso. Pero me preocupaba que pudiera resultar muy evidente nuestra falta de intimidad física.
Así que una tarde decidí empezar, y dejar que él lo aceptara o rechazara. Estaba echado en la cama de su habitación, como de costumbre, y miraba fijamente al techo mientras le leía. Cuando terminé, me acerqué, me senté en el borde de la cama y le deslicé una mano bajo la camiseta. En un abrir y cerrar de ojos estuve encima de su sexo, y aunque le costó un rato conseguir una erección, me di cuenta de inmediato de que se sentía feliz. Aquella primera vez no fue lo que se dice perfecta, pero lo cierto es que después de todos aquellos años de conocernos sin tener ninguna relación de este tipo era previsible que íbamos a necesitar una fase intermedia antes de lograr una relación plena. Así que después de un rato se lo hice con las manos, y al cabo se quedó allí tendido sin hacer nada, sin intentar satisfacerme, sin hacer el menor ruido, con aire apacible y quieto.
Pero incluso aquella primera vez hubo algo, un sentimiento, algo que corría parejo a nuestra sensación de que se trataba de un comienzo, de un umbral que estábamos trasponiendo. Yo no quise reconocerlo en mucho tiempo, e incluso cuando lo hice traté de persuadirme de que era algo que acabaríamos dejando atrás, junto con sus diversos dolores y padecimientos. Lo que quiero decir es que, ya desde aquella primera vez, había algo en Tommy que estaba teñido de tristeza, que parecía decir: «Sí, estamos haciendo esto ahora y estoy contento de hacerlo. Pero qué lástima que lo estemos haciendo tan tarde».
Y en los días que siguieron, cuando practicábamos sexo plenamente y nos sentíamos felices de estar haciéndolo, incluso entonces estaba en nosotros esa sensación penosa. Yo hice todo lo posible para que cesara. Procuré que lo hiciéramos con toda el alma, sin restricciones, para que todo fuera como perderse en un delirio y no hubiera lugar para nada más. Si él estaba encima, yo levantaba las rodillas al máximo para abarcarlo; y, en cualquier otra postura, yo decía o hacía cualquier cosa que pensara que podía mejorarlo, hacerlo más apasionado. Pero la sensación seguía allí, nunca acababa de disiparse.
Quizá tuviera algo que ver con la habitación, con el modo en que el sol entraba a través del cristal esmerilado, pues incluso a comienzos del verano la luz parecía otoñal. O quizá fuera porque los sonidos que de cuando en cuando nos llegaban mientras estábamos allí acostados eran de donantes pululando, ocupándose de sus cosas abajo, en el exterior, y no de alumnos sentados en el césped, discutiendo sobre poemas y novelas. O quizá tuviera que ver con cómo a veces, incluso después de haber disfrutado de un sexo muy satisfactorio, estando tendidos, abrazados, mientras aún flotaban sobre nuestras cabezas átomos de lo que acabábamos de hacer, Tommy podía decir cosas como: «Yo era capaz de hacerlo dos veces seguidas sin esforzarme. Pero ya no puedo». Luego, la sensación saltó al primer plano, y tuve que empezar a taparle la boca con la mano siempre que comenzaba a decir ese tipo de cosas, para poder seguir acostados en paz. Estoy segura de que Tommy también lo percibía, porque siempre que nos asaltaba esa sensación nos abrazábamos muy fuerte, como si de ese modo lográramos conjurarla.
Durante las primeras semanas apenas sacamos a colación a Madame, o la conversación con Ruth de aquel día en el coche. Pero el hecho de haberme convertido en su cuidadora me servía de recordatorio de que no estábamos allí para pasar el rato. Al igual que, por supuesto, los dibujos de animales de Tommy.
A menudo, a lo largo de los años, me he preguntado por los animales imaginarios de Tommy, e incluso aquel día en que fuimos a ver el barco estuve tentada de preguntarle por ellos. ¿Seguía dibujándolos? ¿Conservaba los de las Cottages? Pero todo lo que rodeaba aquel asunto me hacía muy difícil preguntárselo.
Entonces, una tarde, quizá al cabo de un mes de que hubiéramos empezado, abrí la puerta de su habitación y lo vi en el pupitre, afanado en una hoja, con la cara casi pegada al papel. Cuando llamé a la puerta me dijo que entrara, pero ni siquiera levantó la cabeza o dejó de hacer lo que estaba haciendo, y en cuanto eché una ojeada me di cuenta de que estaba dibujando una de sus criaturas imaginarias. Me quedé en el umbral, indecisa sobre si entrar o no, pero al final vi que levantaba la mirada y cerraba el cuaderno (idéntico a aquellos cuadernos negros que le facilitaba Keffers en las Cottages, hacía tantos años). Entonces di unos pasos hacia él y nos pusimos a hablar de algo sin relación alguna con sus dibujos, y al poco Tommy guardó el cuaderno sin que ninguno de nosotros lo mencionase. Pero a menudo, a partir de entonces, al entrar veía el cuaderno encima del pupitre o tirado junto a la almohada.
Un día en que estábamos en su habitación y disponíamos de unos minutos antes de salir para unos chequeos, percibí algo extraño en su modo de actuar: como cierta timidez e intensidad que me hizo intuir una apetencia de sexo por su parte. Pero dijo:
—Kath, quiero que me digas una cosa. Y dime la verdad.
Entonces sacó el cuaderno del pupitre y me enseñó tres bocetos de una especie de rana, aunque con una larga cola, como si una parte del anfibio hubiera seguido siendo renacuajo. Al menos eso era lo que parecía cuando lo mirabas a cierta distancia. De cerca, cada boceto era una masa de mínimos detalles, muy similar a los animales que le había visto años atrás en las Cottages.
—Estos dos los he hecho como de metal —dijo—. ¿Ves? Todo tiene una superficie brillante. Pero este de aquí lo he hecho como de goma. ¿Lo ves? Casi como un borrón. Quiero hacer una versión definitiva, un dibujo bueno de verdad, pero no puedo decidirme. Dime con sinceridad, Kath. ¿Qué te parecen?
No puedo recordar lo que le contesté. Lo que recuerdo es la intensa mezcla de emociones que me embargó en ese momento. Me di cuenta inmediatamente de que era la manera que tenía Tommy de dejar atrás todo lo que había pasado con sus dibujos en las Cottages, y sentí alivio, gratitud, absoluto gozo. Pero también era consciente de por qué habían vuelto a salir a la palestra sus animales, y de todos los posibles niveles de intención tras la pregunta aparentemente natural de Tommy. Comprendí que me estaba diciendo que, pese a no haber hablado apenas de ello abiertamente, no había olvidado; me estaba diciendo que no se dormía en los laureles, y que trataba por todos los medios de cumplir con su parte de los preparativos.
Pero eso no fue todo lo que sentí aquel día ante aquellas peculiares ranas. Porque volvía de nuevo aquella sensación extraña, al principio débil y como en sordina, pero luego, progresivamente, más y más intensa, hasta llegar a convertirse en uno de mis pensamientos recurrentes. Al mirar aquellos dibujos no podía evitar pensar en ello, por mucho que intentara apartarlo de mi cabeza. Pensaba que los dibujos de Tommy no eran ya tan frescos. Cierto que en muchos aspectos aquellas ranas eran muy parecidas a lo que yo le había visto en las Cottages, pero les faltaba algo, y ahora parecían recargadas, e incluso casi copiadas. Así que la sensación había vuelto, por mucho que yo había intentado apartarla. Y se resumía en lo siguiente: lo estábamos haciendo demasiado tarde. Había habido un tiempo para ello, pero lo habíamos dejado pasar, y había algo de ridículo, e incluso de censurable, en el modo en que ahora concebíamos y planeábamos nuestro futuro.
Ahora que vuelvo sobre este punto, se me ocurre que acaso existía otra razón para que nos resistiéramos tanto a hablar abiertamente de nuestros planes. Era un hecho cierto que ninguno de los donantes de Kingsfield había oído hablar jamás de aplazamientos o de algo semejante, y probablemente sentíamos a ese respecto cierto vago embarazo, casi como si compartiéramos un secreto infamante. Y puede que también tuviéramos miedo de lo que pudiera pasar si algo de aquello llegaba a oídos de los otros donantes.
Pero como digo, no quiero pintar con tintes demasiado oscuros el tiempo que pasé en Kingsfield. Porque en general, y sobre todo después del día en que Tommy me preguntó sobre sus animales, no parecían existir más sombras del pasado, y nos entregamos por entero a la mutua compañía. Y aunque Tommy nunca volvió a pedirme consejo sobre sus dibujos, le encantaba trabajar en ellos estando yo delante, y muchas veces pasábamos las tardes de este modo: yo en la cama, leyendo en voz alta; él en el pupitre, dibujando.
Quizá habríamos sido felices si las cosas hubieran continuado de este modo durante más tiempo; si hubiéramos podido disfrutar de más tardes charlando, practicando sexo, leyendo en voz alta y dibujando. Pero como el verano llegaba a su fin, y Tommy recuperaba las fuerzas, y cada día se hacía más factible la posibilidad del aviso para una cuarta donación, comprendimos que no podíamos seguir posponiendo las cosas indefinidamente.
Para mí había sido un período tremendamente atareado, y llevaba casi una semana sin ir a Kingsfield. Llegué aquel día por la mañana, y recuerdo que llovía a mares. La habitación de Tommy estaba casi a oscuras, y se oía el ruido del agua en un canalón cercano a la ventana. Tommy había estado abajo en la sala principal, desayunando con sus compañeros donantes, pero había vuelto a subir y ahora estaba sentado en la cama, con aire ausente, sin hacer nada. Entré, exhausta —llevaba muchas noches sin dormir como es debido—, y caí casi desplomada en la estrecha cama, empujando a Tommy contra la pared. Me quedé así durante unos instantes, y me habría dormido como un leño si Tommy no me hubiera estado clavando en las rodillas un dedo del pie. Al final me incorporé y dije:
—Vi a Madame ayer. No hablé con ella. Pero la vi.
Tommy se quedó mirándome, pero siguió callado.
—Vi cómo se acercaba por la calle y se metía en su casa. Ruth no se equivocó. Era su dirección, su puerta, todo.
Luego le conté cómo el día anterior, dado que estaba en la costa sur, había ido a Littlehampton al atardecer, y como había hecho las dos veces anteriores, había recorrido aquella calle larga —cercana al paseo marítimo—, con hileras de casas adosadas con nombres como «Wavecrest» y «Seaview»[4], y al final había ido al banco público contiguo a la cabina telefónica, y me había sentado en él, y había esperado —una vez más, igual que las otras veces— con los ojos fijos en la casa de la acera de enfrente.
—Fue como hacer de detective. Las veces anteriores me había sentado en el banco durante más de media hora, y nada, absolutamente nada. Pero algo me decía que esta vez iba a tener suerte.
(Estaba tan cansada. Casi me quedé dormida en el banco. Pero levanté la mirada y allí estaba, acercándose por la calle hacia su casa.)
—Era de dar miedo —continué—. Porque estaba exactamente igual que en Hailsham. Quizá la cara había envejecido un poco. Pero por lo demás apenas se veía la diferencia. Hasta la misma ropa. Aquel elegante traje gris.
—No podía ser el mismo traje.
—No lo sé. Pero lo parecía.
—¿Y no intentaste hablar con ella?
—Por supuesto que no, tonto. Tenemos que ir paso a paso. Nunca fue precisamente amable con nosotros, ¿te acuerdas?
Le conté cómo pasó ante mis ojos por la otra acera, sin dirigirme en ningún momento la mirada; cómo, por espacio de un segundo, pensé que al llegar a la cancela de la casa (la que yo había estado vigilando) pasaría de largo, y que Ruth se había equivocado de dirección. Pero Madame había girado bruscamente al llegar a ella, había recorrido el breve camino de entrada de dos o tres zancadas y había desaparecido en el interior de la casa.
Una vez que hube acabado, Tommy se quedó callado unos segundos. Y al final dijo:
—¿Estás segura de que no vas a meterte en ningún lío? ¿Yendo siempre a sitios adónde no deberías ir?
—¿Por qué piensas que estoy tan cansada? He estado trabajando horas y más horas para que me diera tiempo a todo. Y ahora por lo menos la hemos encontrado.
La lluvia seguía cayendo fuera. Tommy se volvió hacia un costado y puso la cabeza sobre mi hombro.
—Ruth nos ha allanado el camino —dijo con voz suave—. No se equivocó.
—Sí, lo hizo muy bien. Pero ahora todo depende de nosotros.
—Bien, ¿y cuál es el plan, Kath? ¿Tenemos algún plan?
—Iremos allí. Iremos a verla y se lo preguntaremos. La semana que viene, cuando te lleve a las pruebas que tienen que hacerte. Pediré permiso para que puedas pasar fuera todo el día. Y en el camino de vuelta iremos a Littlehampton.
Tommy suspiró y pegó aún más la cabeza a mi hombro. Si alguien le hubiera estado observando, tal vez habría pensado que no estaba mostrando excesivo entusiasmo, pero yo sabía lo que sentía. Llevábamos tanto tiempo pensando en los aplazamientos, en la teoría de la Galería, en todo, y ahora, de pronto, íbamos a afrontarlo. Definitivamente daba miedo.
—Si lo conseguimos… —dijo Tommy, finalmente—. Supón que lo conseguimos. Supón que nos deja tres años, por ejemplo; tres años para nosotros. ¿Qué haríamos exactamente? ¿Entiendes lo que te digo, Kath? ¿Adónde iríamos? No podríamos quedarnos aquí, esto es un centro para donantes.
—No lo sé, Tommy. Puede que nos diga que volvamos a las Cottages. Pero sería mejor en otra parte. La Mansión Blanca, tal vez. O quizá tienen otros sitios. Sitios especiales para gente como nosotros. Tendremos que esperar a ver qué nos dice.
Seguimos apaciblemente echados en la cama durante unos minutos más, oyendo caer la lluvia. En un momento dado, empecé a clavarle un pie en el cuerpo, como me había estado haciendo él antes. Y luego él contraatacó, y me echó los dos pies fuera de la cama.
—Si vamos a ir de verdad —dijo luego—, tendremos que decidir qué animales. Ya sabes, elegir los mejores para llevarlos. Puede que seis o siete. Tendremos que hacerlo todo con mucho cuidado.
—De acuerdo —dije. Me puse de pie y estiré los brazos—. O puede que más. Quince, veinte. Sí, iremos a verla. ¿Qué daño puede hacernos? Iremos a hablar con ella.