19

En aquellos días yo apenas conocía Kingsfield, así que Ruth y yo tuvimos que consultar el mapa varias veces, lo cual nos hizo llegar varios minutos tarde. No está bien equipado, en lo que a centros de recuperación se refiere, y si no fuera por las resonancias que hoy día despierta en mí no sería un sitio que estuviera deseando volver a visitar. Es un centro situado en un lugar apartado y de difícil acceso, y, pese a ello, cuando llegas a él no sientes una paz ni una quietud especiales. Sigues oyendo el tráfico de las grandes carreteras de más allá de las vallas, y tienes la sensación de que nunca han conseguido acondicionar el lugar como es debido. A muchas de las habitaciones de los donantes no se puede acceder con silla de ruedas, o hace mucho calor o hay demasiadas corrientes en ellas. No hay suficientes cuartos de baño, y los que hay no se pueden mantener limpios fácilmente, y en invierno son heladores y normalmente están demasiado lejos de los cuartos de los donantes. Kingsfield, en suma, deja mucho que desear y no puede ni compararse con el centro de Ruth en Dover, con sus relucientes azulejos y sus dobles ventanas que se cierran herméticamente con sólo girar la manilla.

Más tarde, cuando Kingsfield era ya el lugar familiar e inestimable en que llegaría a convertirse, en uno de los edificios de la administración vi un día una fotografía en blanco y negro enmarcada de Kingsfield antes de su remodelación, cuando aún era un campamento para familias en vacaciones. La fotografía probablemente se había tomado a finales de la década de los años cincuenta o principios de la de los sesenta, y muestra una gran piscina rectangular con un montón de gente feliz —padres, niños— chapoteando y pasándolo en grande. Alrededor de la piscina todo es cemento, pero la gente ha instalado hamacas y tumbonas, y grandes sombrillas para protegerse del sol. Cuando vi esto por primera vez, me resultó difícil darme cuenta de que se trataba de lo que los donantes hoy llaman «la Plaza», el sitio donde te paras cuando llegas en coche al centro. Por supuesto, el hueco de la piscina ya no existe, pero aún se distingue la línea del perímetro, y a un extremo de ese cuadrilátero han dejado en pie —como ejemplo de esa aura de cosa inacabada del lugar— la estructura de metal del trampolín más alto. Sólo cuando vi la fotografía entendí lo que era aquella estructura y por qué estaba allí, y hoy, cada vez que la veo, no puedo evitar imaginarme a un bañista lanzándose desde lo alto del trampolín y estrellándose contra el cemento.

Tal vez no habría reconocido fácilmente la Plaza en la fotografía de no haber sido por los edificios blancos de dos plantas y aspecto de bunker situados en los tres lados visibles de la zona de la piscina. Las familias debían de alojarse en ellos en las vacaciones, y aunque supongo que el interior habrá cambiado mucho, el exterior sigue siendo bastante parecido. Pienso que, en cierto modo, la Plaza actual no es tan diferente de lo que entonces fue la piscina. Es el núcleo social del centro, el lugar adonde los donantes salen a tomar un poco el aire y a charlar un rato. Alrededor de la Plaza hay unos cuantos bancos de madera tipo picnic, pero los donantes —sobre todo cuando el sol es muy fuerte, o llueve— prefieren reunirse bajo el tejado plano y saliente de la sala de recreo situada al fondo, detrás del viejo armazón del trampolín.

La tarde en que Ruth y yo fuimos a Kingsfield, el cielo estaba nublado y hacía frío, y cuando llegamos la Plaza estaba desierta (sólo se divisaban unas seis o siete figuras desvaídas bajo el tejado saliente). Cuando detuve el coche, junto a la vieja piscina —cuya existencia desconocía entonces, obviamente—, una de las figuras se separó del grupo y vino hacia nosotras. Era Tommy. Llevaba una chaqueta de chándal verde y descolorida, y parecía haber engordado unos cinco kilos desde la última vez que lo había visto.

A mi lado, Ruth, durante un instante, pareció presa del pánico.

—¿Qué hacemos? —dijo—. ¿Nos bajamos? No, no. No te muevas, no te muevas.

No sé qué estaría yo a punto de hacer, pero cuando Ruth me dijo esto —quién sabe por qué, y sin pensarlo realmente—, me bajé del coche. Ruth se quedó en su asiento, y ésa fue la razón por la que, al llegar Tommy al coche, su mirada se posó en mí en primer lugar, y fui la primera a quien dio un abrazo. Pude percibir en él el olor de alguna sustancia médica que no supe identificar. Luego, aunque aún no nos habíamos dicho nada, ambos sentimos que Ruth nos estaba mirando desde el interior del coche, y nos separamos.

El cielo se reflejaba con fuerza en el parabrisas, y no podía ver bien a Ruth. Pero me dio la impresión de que tenía una expresión seria, casi impávida, como si Tommy y yo fuéramos personajes de una obra de teatro que estuviera viendo. Había algo extraño en su expresión, y me sentí incómoda. Tommy, entonces, me dejó a un lado y se dirigió hacia el coche. Abrió una de las puertas traseras y se sentó en un asiento; y ahora era yo quien les miraba: se dijeron unas palabras, se dieron unos besos corteses en la mejilla.

Al otro extremo de la Plaza, los donantes que seguían bajo el tejado miraban también, y, aunque no sentía la menor animosidad contra ellos, de pronto deseé marcharme de allí cuanto antes. Pero no me monté en el coche de inmediato, porque quería que Tommy y Ruth tuvieran un poco más de tiempo a solas.

Avanzamos a través de senderos estrechos y serpeantes. Y llegamos a una campiña abierta y monótona y enfilamos una carretera casi vacía. Lo que recuerdo de aquella parte de nuestra excursión para ver el barco es que, por primera vez en una larga temporada, el sol se puso a brillar débilmente a través de la grisura de las nubes, y que cada vez que miraba a Ruth, que iba a mi lado, la veía con una sonrisa apacible. En cuanto a los temas de los que hablamos, lo que recuerdo es que nos comportábamos en gran medida como si nos hubiéramos estado viendo con regularidad y no tuviéramos la menor necesidad de hablar de nada que no fuera lo que nos esperaba en los minutos inmediatamente siguientes. Le pregunté a Tommy si ya había visto el barco, y él me respondió que no, que aún no había ido a verlo, pero que muchos otros donantes del centro sí lo habían visto (también a él se le habían presentado varias oportunidades de hacerlo, pero no las había aprovechado).

—No es que no quisiera ir a verlo —dijo, inclinándose hacia delante desde el asiento trasero—. Pero no me apetecía mucho, la verdad. Estuve a punto de ir una vez, con un par de compañeros y sus cuidadores, pero tuve unas hemorragias y no pude.

Luego, un poco más adelante —seguíamos surcando la campiña desierta—, Ruth se volvió todo lo que pudo en el asiento, hasta encarar directamente a Tommy, y se quedó así, mirándole. Seguía con su tenue sonrisa en el semblante, pero no dijo nada, y yo, por el retrovisor, veía a Tommy con aire claramente incómodo. Miraba por la ventanilla de su lado, y luego miraba a Ruth, y luego otra vez por la ventanilla. Al cabo de un rato, sin dejar de mirar fijamente a Tommy, Ruth empezó a contar una complicada anécdota sobre no sé qué donante de su centro, alguien de quien Tommy y yo no habíamos oído hablar nunca, y durante su relato no dejó de mirar a su antiguo novio ni un instante, sin que la sonrisa amable se le borrara en ningún momento del semblante. Bien porque la anécdota en cuestión me empezaba a aburrir sobremanera, bien porque lo que quería era ayudar al pobre Tommy, al cabo de un par de minutos la interrumpí diciendo:

—Sí, vale, vale… No necesitamos saber hasta los mínimos detalles de esa mujer…

Lo dije sin malicia, sin segundas intenciones. Pero antes de que hubiera acabado de decirlo, antes incluso de que Ruth llegara a callarse por completo, Tommy dejó escapar una risa repentina, una especie de explosión, un ruido que jamás le había oído antes. Y dijo:

—Eso es exactamente lo que estaba a punto de decir. Hace rato que he dejado de seguir lo de la mujer esa.

Mis ojos estaban fijos en la carretera, de forma que no estoy segura de a quién de nosotras dos se dirigía. En cualquier caso, Ruth dejó de hablar y fue volviéndose despacio hasta quedar en su postura normal en el asiento, de nuevo con la cara frente al asfalto. No parecía particularmente molesta, pero su sonrisa se había esfumado y sus ojos miraban fijamente hacia la lejanía, hacia algún punto del cielo que teníamos enfrente. Pero tengo que ser sincera: en aquel momento yo no estaba pensando en Ruth. Mi corazón había dado un pequeño brinco, porque fue como si —con aquella especie de risa de connivencia—, de un plumazo, Tommy y yo hubiéramos vuelto a estar muy unidos después de tantos años.

Encontré el desvío que teníamos que tomar unos veinte minutos después de nuestra salida de Kingsfield. Avanzamos por una carretera curva bordeada de tupidos setos, y aparcamos junto a un grupo de sicómoros. Eché a andar hacia el comienzo del bosque seguida de Ruth y Tommy pero, enfrentada a tres senderos bien visibles que se internaban entre los árboles, hube de pararme para consultar el croquis que había traído para no perdernos. Mientras estaba allí quieta, tratando de descifrar la letra de la persona que había trazado aquel plano esquemático, advertí de pronto que Ruth y Tommy estaban a mi espalda, sin hablar, esperando, casi como niños a quienes se les ha de decir qué hacer a continuación.

Entramos en el bosque, y aunque la senda no era en absoluto accidentada reparé en que Ruth iba perdiendo poco a poco el resuello. Tommy, por el contrario, parecía caminar sin dificultad, aunque en su modo de andar creí percibir una levísima cojera. Llegamos a una valla de alambre de espino, ladeada y herrumbrosa, y con el alambre caído y deformado en multitud de puntos. Cuando Ruth lo vio, se detuvo bruscamente.

—Oh, no —dijo, con ansiedad; se volvió hacia mí y añadió—: No dijiste nada de esto. ¡No dijiste que tuviéramos que pasar por encima de una alambrada de espino!

—No cuesta tanto —dije—. Podemos pasar por debajo, si quieres. No tenemos más que levantarla: uno la sostiene mientras los otros dos pasan por debajo.

Pero Ruth parecía realmente descompuesta, y no se movió. Y fue entonces, al verla allí de pie, al ver cómo sus hombros subían y bajaban con la respiración, cuando Tommy pareció al fin caer en la cuenta de lo débil que estaba Ruth. Tal vez lo había notado antes y no había querido asumirlo. Pero ahora se quedó mirándola fijamente durante largo rato. Y creo que lo que sucedió después —es obvio que no puedo tener la certeza— fue que Tommy y yo recordamos a un tiempo lo que acababa de pasar en el coche, cuando él y yo, en cierto modo, nos habíamos aliado en contra de ella. Y lo que hicimos, casi instintivamente, fue ir de inmediato hasta Ruth para ayudarla; yo la cogí por un brazo, y Tommy, en el otro costado, la sostuvo por el codo, y la fuimos llevando con suavidad hacia la valla.

Sólo la solté cuando tuve que pasar al otro lado. Luego levanté el alambre de espino todo lo que pude, y entre Tommy y yo ayudamos a Ruth a pasar por debajo de la alambrada. Al final no le costó demasiado hacerlo; era más bien una cuestión de seguridad en uno mismo, y con nuestra ayuda pareció perderle el miedo a aquel obstáculo. Ya en mi lado, incluso hizo ademán de ayudarme a mantener la valla levantada para que pasara Tommy. A él no le costó en absoluto hacerlo.

—Sólo hay que agacharse lo suficiente. A veces me falta destreza para ciertas cosas —le dijo Ruth.

Tommy parecía avergonzado, y me pregunté si se sentiría un poco violento por lo que acababa de pasar, o si acaso seguiría acordándose de nuestra pequeña confabulación contra Ruth en el coche. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los árboles que había un poco más adelante y dijo:

—Supongo que será por allí. ¿No es eso, Kath?

Miré en el croquis y eché a andar, y Ruth y Tommy me siguieron. Nos adentramos entre los árboles; todo se oscureció de pronto, y a medida que avanzábamos el terreno se volvía cada vez más pantanoso.

—Espero que no nos perdamos —oí que Ruth le decía a Tommy riendo, pero alcancé a ver un claro no lejos de donde estábamos.

Entonces, con tiempo para reflexionar, caí en la cuenta de por qué estaba tan preocupada por lo que había pasado en el coche. No se trataba simplemente de que Tommy y yo nos hubiéramos aliado contra Ruth, sino que había que tener también en cuenta cómo se lo había tomado ella. En los viejos tiempos habría sido impensable que nuestra amiga hubiera permitido que algo así pasara sin ningún contraataque por su parte. En este punto de mis cavilaciones, me detuve en el sendero y esperé a que Ruth y Tommy me alcanzaran, y cuando Ruth estuvo a mi lado le pasé un brazo por los hombros.

Mi gesto no pareció demasiado sensiblero; pareció más bien algo propio de un cuidador, porque entonces yo ya había advertido cierta inestabilidad en su modo de andar, y me preguntaba si no me habría hecho una falsa idea sobre lo débil que estaba. Le costaba respirar, y a medida que caminábamos juntas iba dando bandazos y cargándome todo su peso en el costado. Pero ya habíamos cruzado la zona de árboles y estábamos en el claro. Entonces vimos el barco.

En realidad no habíamos llegado a ningún claro: era más bien que el bosque breve que acabábamos de atravesar se había acabado, y ahora nos encontrábamos en una marisma abierta que se extendía hasta donde la vista se perdía. El cielo blanquecino parecía inmenso, y se veía reflejado de cuando en cuando en los retazos de agua que salpicaban el terreno. No mucho tiempo atrás, sin duda los bosques habían ocupado una extensión más vasta, porque aquí y allá podían verse fantasmales troncos muertos que se alzaban en el fango, la mayoría de ellos meros tocones de un metro o poco más. Y, más allá de los troncos muertos, quizá a unos cincuenta o sesenta metros, estaba el barco, encallado en la marisma, bajo un sol tenue.

—Oh, es idéntico a como me contó mi amigo —dijo Ruth—. Es bello de verdad.

Nos envolvía el silencio, y cuando echamos a andar hacia el barco empezamos a oír el chapoteo bajo nuestras suelas. Y al poco me di cuenta de que mis pies se hundían bajo las matas de hierba.

—Muy bien, ya no vamos a ir más allá —dije en voz alta.

Ruth y Tommy, que estaban a mi espalda, no pusieron objeción alguna, y cuando miré por encima del hombro vi que Tommy volvía a tener a Ruth cogida del brazo. Pero era obvio que lo hacía para que pudiera apoyarse en él. Di unas cuantas zancadas hacia el tronco más cercano, donde el terreno era más firme, y me agarré a él para mantener el equilibrio. Siguiendo mi ejemplo, Tommy y Ruth fueron hasta otro tronco muerto, hueco y más consumido que el mío, situado detrás de mí, a unos pasos a mi izquierda. Y desde allí contemplamos el barco encallado. Vi que la pintura del casco se estaba desconchando, y que la pequeña cabina de madera se estaba viniendo abajo. La pintura había sido un día azul celeste, pero ahora, por efecto del sol, parecía casi blanca.

—¿Cómo habrá llegado hasta aquí? —dije.

Había alzado la voz para que Ruth y Tommy me oyeran, e imaginaba que al poco me llegaría el eco. Pero mi voz sonó sorprendentemente cercana, como si estuviéramos en un recinto alfombrado.

Entonces oí que Tommy decía a mi espalda:

—Puede que ahora Hailsham tenga un aspecto parecido, ¿no os parece?

—¿Por qué iba a ser como esto? —dijo Ruth, en tono de verdadera turbación—. No tiene por qué convertirse en una ciénaga sólo porque lo hayan cerrado.

—Supongo que no —dijo Tommy—. No tiene por qué. Pero ahora siempre me imagino así Hailsham. No tiene lógica, lo sé. El caso es que esto es bastante parecido a la imagen de Hailsham que tengo en la cabeza. Sólo que allí no hay barco, claro. Y, bien pensado, tampoco estaría tan mal si ahora estuviera como esto.

—Qué extraño —dijo Ruth—, porque la otra mañana tuve un sueño. Soñé que estaba en el Aula Catorce. Sabía que habían cerrado Hailsham, pero allí estaba yo, en el Aula Catorce, y miraba por la ventana y todo lo que alcanzaba mi vista estaba inundado. Era como un lago gigante. Y veía desperdicios flotando bajo la ventana, envases vacíos, todo tipo de cosas. Pero no tenía ninguna sensación de pánico ni nada parecido. Todo era bonito y estaba tranquilo, como esto. Sabía que no estaba en peligro, que Hailsham estaba así sólo porque lo habían cerrado.

—¿Sabéis? —dijo Tommy—. Meg B. estuvo un tiempo en nuestro centro. Ahora ya no está, se fue al norte, a no sé qué sitio. Para su tercera donación. No me he enterado de cómo le ha ido. ¿Alguna de vosotras lo sabe?

Negué con la cabeza, y cuando vi que Ruth no decía nada me volví para mirarla. Al principio me pareció que seguía mirando el barco, pero luego vi que tenía la mirada fija en la estela vaporosa de un avión que, a lo lejos, surcaba el cielo lentamente hacia lo alto. Y le oí decir:

—Os diré algo que he oído. De Chrissie. He oído que Chrissie ha «completado». En la segunda donación.

—Yo he oído lo mismo —dijo Tommy—. Debe de ser verdad. He oído exactamente lo mismo. Una lástima. También para ella era sólo la segunda. Me alegro de que no me haya pasado a mí.

—Creo que sucede muchas más veces de lo que nos dicen —dijo Ruth—. Mi cuidadora en el centro probablemente sabe que esto es cierto. Pero no lo dirá nunca.

—No existe esa gran conspiración sobre el asunto —dije, volviéndome hacia el barco—. A veces sucede. Ha sido muy triste lo de Chrissie. Pero eso no es lo normal. Hoy día son muy cuidadosos.

—Apuesto a que pasa muchas más veces de las que nos dicen —insistió Ruth—. Es una de las razones por las que no paran de trasladarnos de un sitio a otro entre donaciones.

—Un día me encontré con Rodney —dije—. No mucho después de que Chrissie «completara». Lo vi en esa clínica del norte de Gales. Le estaba yendo muy bien.

—Pero apuesto a que se sentía fatal por lo de Chrissie —dijo Ruth. Luego, volviéndose hacia Tommy, dijo—: No nos cuentan ni la mitad de la mitad, ¿sabes?

—La verdad —dije— es que no se lo había tomado demasiado mal. Estaba triste, como es lógico. Pero estaba bien. Llevaban un par de años sin verse, de todas formas. Me dijo que pensaba que a Chrissie eso no le habría quitado demasiado el sueño. Y supongo que él la conocía de sobra para saberlo.

—¿Por qué iba a saberlo? —dijo Ruth—. ¿Cómo iba a saber él lo que sentía Chrissie? ¿Lo que Chrissie habría querido? No era él quien estaba en esa mesa de operaciones, tratando de aferrarse a la vida. ¿Cómo diablos iba a saberlo?

Aquel estallido de ira casaba mucho mejor con la Ruth de los viejos tiempos, y me hizo volverme de nuevo hacia ella. Puede que fuera sólo el fulgor airado de sus ojos, pero creí ver que su expresión para conmigo era adusta, dura.

—No puede ser bueno —dijo Tommy—. «Completar» a la segunda donación. No puede ser nada bueno.

—No creo que Rodney se sintiera bien —dijo Ruth—. No hablaste con él más que unos minutos. ¿Cómo puedes estar segura de nada si apenas cruzaste con él unas palabras?

—Ya —dijo Tommy—, pero si, como dice Kath, habían roto hacía…

—Eso no cambia las cosas —le cortó Ruth—. En cierto modo, podría haberlo hecho peor todavía.

—He visto mucha gente en la situación de Rodney —dije yo—. Acaban aceptándolo.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Ruth—. ¿Cómo diablos puedes saberlo? Sigues siendo cuidadora.

—Veo muchas cosas como cuidadora. Montones de cosas.

—No puede saberlo, ¿verdad, Tommy? No puede saber lo que es esto.

Durante un momento las dos miramos a Tommy, pero él siguió con la mirada fija en el barco. Y luego dijo:

—Había un tipo en mi centro. Siempre preocupado porque no lograría pasar de la segunda. Solía decir que lo sentía en los huesos. Pero todo salió bien. Acaba de superar la tercera, y está estupendamente —se llevó una mano a los ojos para protegérselos—. No fui un buen cuidador. Ni siquiera aprendí a conducir. Creo que por eso me llegó tan pronto el aviso para mi primera donación. Sé que no es como debería funcionar la cosa, pero así es como fue en mi caso. Y la verdad es que no me importa. Soy un donante bastante bueno, pero como cuidador era pésimo.

Nadie dijo nada durante un rato. Luego Ruth dijo, con voz más calma:

—Creo que fui una cuidadora bastante buena. Pero cinco años fueron suficientes para mí. Era un poco como tú, Tommy. Me vi más en mi piel cuando me convertí en donante. Me sentía bien. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que se suponía que teníamos que hacer?

No estaba segura de si esperaba o no que le respondiera. No lo había dicho en ningún tono de protagonismo, y era perfectamente posible que se tratara de una afirmación surgida del puro hábito, era de ese tipo de cosas que los donantes suelen decirse continuamente unos a otros. Cuando me volví de nuevo hacia ellos, Tommy seguía cubriéndose los ojos con la mano.

—Qué pena que no podamos acercarnos más al barco —dijo—. Quizá otro día, cuando esto esté más seco, podamos venir de nuevo a verlo.

—Estoy contenta de haberlo visto —dijo Ruth, con voz suave—. Es hermoso. Pero creo que ahora quiero que nos vayamos. Hace un viento muy frío.

—Al menos ya lo hemos visto —dijo Tommy.

Charlamos con mucha más libertad mientras volvíamos hacia el coche que en el trayecto de ida desde Kingsfield. Ruth y Tommy cambiaban impresiones sobre sus respectivos centros —la comida, las toallas, ese tipo de cosas—, y yo participé en todo momento en la conversación, pues no dejaban de hacerme preguntas sobre otros centros (si esto o lo otro era normal, etcétera). Ruth caminaba ahora con paso mucho más firme, y cuando llegamos a la valla y levanté la alambrada, ella apenas vaciló para pasar al otro lado.

Montamos en el coche; Tommy iba de nuevo en la trasera, y durante un rato todo pareció ir perfectamente bien entre nosotros. Tal vez —mirando hoy hacia atrás— se percibía en el aire como un barrunto de que alguien estaba callando algo, pero también es posible que hoy lo piense sólo por lo que sucedió después.

El modo en que empezó fue como una repetición de lo que nos había pasado antes. Salimos a la larga carretera desierta, y Ruth hizo un comentario sobre un cartel publicitario que acabábamos de pasar. Ni siquiera recuerdo el cartel; era una de esas enormes imágenes colocadas al borde de la carretera. Hizo el comentario casi para sí misma, y sin querer darle más importancia. Dijo algo como: «Oh, Dios mío, mirad eso. Parece como si trataran de descubrirnos algo nuevo».

Pero Tommy dijo desde el asiento trasero:

—Pues a mí me gusta. También ha salido en los periódicos. Creo que tiene algo.

Quizá yo había estado deseando tener de nuevo esa sensación: la de que Tommy y yo volviéramos a sentirnos muy unidos. Porque aunque el paseo hasta el barco no había estado mal, empezaba a sentir que, aparte de nuestro primer abrazo, y del momento en el coche de horas antes, Tommy y yo no teníamos demasiado que ver el uno con el otro. Sea como fuere, me oí decir:

—La verdad es que a mí también me gusta. Exige bastante más esfuerzo de lo que uno cree, hacer esos carteles.

—Cierto —dijo Tommy—. Alguien me dijo que lleva semanas y semanas organizarlo todo. Incluso meses. A veces trabajan toda la noche, día tras día, hasta que les sale bien.

—Es muy fácil —dije— criticar cuando pasas por delante de ellos en las carreteras.

—Es lo más fácil del mundo —dijo Tommy.

Ruth no dijo nada, y siguió mirando la carretera desierta que se extendía ante nosotros.

—Ya que estamos en el tema de los carteles —dije después de unos instantes—, os diré que hay uno que he visto cuando veníamos. Tiene que estar ya muy cerca. Esta vez estará en nuestro lado. Tiene que aparecer en cualquier momento.

—¿De qué es? —preguntó Tommy.

—Ya lo verás. Aparecerá enseguida.

Miré a Ruth. No había ira en sus ojos, sólo una especie de recelo. También una suerte de esperanza, pensé, en que cuando el cartel apareciera fuera absolutamente inocuo (algo que nos recordara a Hailsham, algo de ese tipo). Podía ver todo esto en su semblante, en el modo en que no llegaba a reflejar ninguna expresión determinada, sino que fluctuaba de una a otra. Y todo ello sin dejar de mirar hacia el asfalto que tenía enfrente.

Aminoré la marcha y frené, y el coche se detuvo dando pequeños brincos sobre la áspera hierba del arcén.

—¿Por qué paramos, Kath? —preguntó Tommy.

—Porque desde aquí lo ves mejor. Si nos acercamos más, tendremos que levantar mucho la vista.

Oí cómo Tommy se movía en el asiento trasero, tratando de lograr un ángulo de visión mejor. Ruth no se movió, y no estoy segura de que ni siquiera estuviera mirando el cartel.

—De acuerdo, no es lo mismo exactamente —dije al cabo de un momento—, pero me lo recordaba. Oficina de planta diáfana, gente elegante y risueña…

Ruth siguió en silencio, pero Tommy dijo desde su asiento:

—Ya caigo. Te refieres al sitio que fuimos a ver aquella vez.

—No sólo a ése —dije yo—. Se parece también muchísimo al anuncio aquel. Al que encontramos en el suelo. ¿Te acuerdas, Ruth?

—No estoy segura —dijo Ruth en voz baja.

—Venga, Ruth. Claro que te acuerdas. Estaba en una revista que nos encontramos en un sendero. Cerca de un charco. A ti te impresionó mucho. No hagas como que no te acuerdas.

—Creo que sí me acuerdo —dijo Ruth casi en un susurro.

Pasó un camión que provocó un leve bamboleo en nuestro coche y que nos ocultó fugazmente la valla publicitaria. Ruth agachó la cabeza, como si esperara que el camión fuera capaz de borrar la imagen del anuncio para siempre, y cuando pudimos verla de nuevo con claridad, no volvió a levantar la mirada.

—Es curioso —dije— recordar todo eso ahora. ¿Te acuerdas de lo que solías decir entonces? ¿Que algún día trabajarías en una oficina como ésa?

—Ah, sí, y por eso hicimos aquel viaje aquella vez —dijo Tommy, como si acabara de acordarse en ese momento—. Cuando fuimos a Norfolk. Fuimos a buscar a tu posible. Que trabajaba en una oficina.

—¿No piensas a veces que tendrías que haber estudiado a fondo si era factible? —le dije a Ruth—. Muy bien, habrías sido la primera. La primera de la que cualquiera de nosotros habría oído decir que conseguía hacer algo semejante. Pero tú podrías haberlo conseguido. ¿No te has preguntado nunca qué habría pasado si lo hubieras intentado?

—¿Cómo iba a intentarlo? —La voz de Ruth era apenas audible—. No era más que un sueño. Eso es todo.

—Pero si al menos hubieras estudiado más a fondo el asunto… ¿Cómo sabes que no era posible? Puede que te hubieran dejado.

—Sí, Ruth —dijo Tommy—. Quizá tendrías que haberlo intentado. Después de pasarte el día hablando de ello. Creo que Kath lleva un poco de razón.

—No es cierto que hablara tanto de ello, Tommy. Al menos yo no me acuerdo de haberme pasado el día hablando de ello.

—Tommy tiene razón. Tendrías que haberlo intentado. Luego podrías ver un cartel como éste y recordar que fue eso lo que un día quisiste hacer, y que al menos indagaste a fondo para ver si era factible.

—¿Cómo iba a poder indagarlo?

Por primera vez, la voz de Ruth se había endurecido, pero luego dejó escapar un suspiro y volvió a agachar la mirada. Y Tommy dijo:

—No hacías más que hablar como si creyeras tener derecho a un tratamiento especial. En mi opinión, podrías haberlo conseguido. Podrías haberlo preguntado, al menos.

—De acuerdo —dijo Ruth—. Decís que tendría que haber estudiado a fondo la posibilidad de hacerlo. ¿Cómo? ¿Adónde habría tenido que acudir? No había forma alguna de hacerlo.

—Pero Tommy tiene razón —dije—. Si tú te creías especial, al menos tenías que haberlo preguntado. Tendrías que haber ido a ver a Madame y habérselo preguntado.

En cuanto dije esto —en cuanto mencioné a Madame—, me di cuenta de que había cometido un error. Ruth levantó la mirada hacia mí, y vi que una especie de triunfo iluminaba su cara. A veces se ve en las películas: una persona apunta a otra con una pistola, y el que sostiene el arma obliga al otro a hacer todo tipo de cosas. Entonces, de repente, la persona armada comete un error, hay una pelea, y la pistola está en la mano de la persona amenazada. Y esta segunda persona mira a la primera persona con un destello, una especie de expresión de «no puedo creer la suerte que tengo» que promete todo tipo de venganzas. Bien, pues así es como de pronto Ruth me estaba mirando, y aunque yo no había dicho nada sobre posibles aplazamientos, había mencionado a Madame, y sabía que había dado un traspié y me había adentrado en un terreno completamente nuevo.

Ruth vio mi pánico y giró sobre su asiento para mirarme directamente. Así que me preparé para su contraataque; me dije firmemente que, soltara lo que soltara para atacarme, las cosas ahora serían diferentes, y no se saldría con la suya como siempre había hecho en el pasado. Me estaba diciendo a mí misma todo esto, y no me esperaba en absoluto lo que ella me dijo a continuación.

—Kathy —dijo—. No espero que puedas perdonarme nunca. Ni siquiera veo ninguna razón por la que deberías hacerlo. Pero te lo voy a pedir, de todas formas.

Me sentí tan desconcertada ante esto que lo único que se me ocurrió decir fue bastante inane.

—¿Perdonarte por qué? —dije.

—¿Por qué? Para empezar, la forma en que siempre te mentí en lo de tus impulsos. Cuando me contabas, ¿te acuerdas?, que a veces te acuciaban tanto que querías hacerlo casi con cualquiera.

Tommy volvió a moverse a nuestra espalda, pero Ruth se inclinaba hacia mí y me miraba con fijeza, como si por un momento Tommy no estuviera en el coche con nosotras.

—Sabía cómo te preocupaba —continuó—. Te lo debería haber dicho. Te debería haber dicho que también a mí me pasaba lo mismo, todo lo que describías. Hoy ya eres consciente de ello, lo sé. Pero entonces no lo eras, y tendría que habértelo dicho. Tendría que haberte contado que, a pesar de estar con Tommy, a veces no podía evitar hacerlo también con otros chicos. Al menos con tres, mientras estuvimos en las Cottages.

Dijo esto último sin mirar hacia donde estaba Tommy. Pero no era tanto que estuviera haciendo como si éste no existiese, sino más bien que trataba de llegar a mí con tanta intensidad que todo lo demás a nuestro alrededor se había desdibujado.

—Estuve a punto de decírtelo unas cuantas veces —prosiguió Ruth—, pero no lo hice. Incluso entonces me daba cuenta de que llegaría un día en que mirarías hacia atrás y te darías cuenta y me maldecirías por ello. Pero seguía sin decírtelo. No hay razón alguna para que me perdones ni ahora ni nunca, pero ahora quiero pedírtelo porque…

Calló súbitamente.

—¿Por qué qué? —dije yo.

Ruth soltó una risa y dijo:

—Porque nada. Me gustaría que me perdonaras, pero no espero que lo hagas. En cualquier caso, eso no es ni la mitad de lo que hice, ni una mínima parte, en realidad. Lo más grave fue que hice que Tommy y tú os mantuvierais apartados —su voz había vuelto a perder intensidad, y ahora era casi como un susurro—: Eso fue lo peor de todo.

Se volvió un poco hacia atrás para, por primera vez, poder mirar a Tommy. Pero inmediatamente después se volvió de nuevo hacia mí, aunque cuando siguió hablando fue como si lo estuviera haciendo con los dos.

—Eso fue lo peor de todo lo que hice —repitió—. Ni siquiera os estoy pidiendo perdón por ello. Dios, me lo he dicho mentalmente tantas veces que no puedo creer que lo esté haciendo ahora realmente. Deberíais haber estado juntos. No pretendo negar que lo supe siempre. Por supuesto que lo supe, casi desde que puedo recordar. Pero os mantuve separados. No estoy pidiendo que me perdonéis. No es eso lo que anhelo ahora. Lo que quiero es poner las cosas en claro. Remediar en lo posible lo que os hice.

—¿A qué te refieres, Ruth? —preguntó Tommy—. ¿Qué quieres decir con «remediarlo»? —Su voz era suave, llena de una curiosidad casi infantil, y creo que fue eso lo que me hizo romper a llorar.

—Kathy, escucha —dijo Ruth—. Tú y Tommy tenéis que intentar conseguir un aplazamiento. Si sois vosotros dos, seguro que se os dará una oportunidad. Una oportunidad de verdad.

Había extendido la mano para ponerla sobre mi hombro, pero se la aparté con una sacudida brusca y la miré airadamente a través de las lágrimas.

—Es demasiado tarde para eso. Demasiado tarde.

—No es demasiado tarde, Kathy. Escucha: no es demasiado tarde. Muy bien, Tommy ha hecho ya dos donaciones, pero ¿quién dice que eso tiene que ser por fuerza un impedimento?

—Ya es demasiado tarde para eso —dije. Estaba llorando otra vez—. Es estúpido hasta pensar en ello. Tan estúpido como querer trabajar en una oficina como aquélla. Ahora todos estamos más allá de eso.

Ruth sacudía la cabeza.

—No es demasiado tarde. Tommy, díselo.

Yo estaba apoyada en el volante, y no podía ver a Tommy. Le oí emitir una especie de murmullo de perplejidad, pero no dijo nada.

—Escucha —dijo Ruth—. Escuchadme los dos. He insistido en que los tres hiciéramos este viaje porque quería deciros lo que os he dicho. Pero también quería hacerlo para poder daros algo —había estado hurgando en los bolsillos de su anorak, y nos estaba mostrando un papel arrugado—. Tommy, será mejor que cojas esto. Consérvalo. Y cuando Kathy cambie de opinión, podréis utilizarlo.

Tommy alargó la mano entre los asientos delanteros y cogió el papel.

—Gracias, Ruth —dijo, como si le acabaran de dar una chocolatina. Luego, al cabo de unos segundos, añadió—: ¿Qué es? No lo entiendo.

—Es la dirección de Madame. Y, como me decías tú a mí antes, al menos tienes que intentarlo.

—¿Cómo la has conseguido? —le preguntó Tommy.

—No fue fácil. Me llevó mucho tiempo, y corrí algunos riesgos. Pero al final me hice con ella, y es para vosotros. Ahora os toca a vosotros encontrar a Madame e intentarlo.

Dejé de llorar e hice girar la llave de contacto.

—Basta ya de este asunto —dije—. Tenemos que llevar a Tommy al centro. Y luego tenemos que volver nosotras.

—Pero pensaréis en ello, los dos, ¿verdad?

—Yo lo que quiero ahora es volver —dije.

—Tommy, ¿guardarás bien esa dirección, por si Kathy cambia de opinión?

—Sí, la guardaré —asintió Tommy. Luego, mucho más solemnemente que la vez anterior, dijo—: Gracias, Ruth.

—Hemos visto el barco —dije—, pero ahora tenemos que volver. Puede que tardemos más de dos horas en llegar a Dover.

Volví a salir a la calzada, y mi memoria me dice que no hablamos mucho durante nuestro viaje de vuelta a Kingsfield. Cuando llegamos a la Plaza aún quedaba un pequeño grupo de donantes apiñados bajo el tejado saliente. Giré en redondo antes de dejar que Tommy se apeara. Ninguna de nosotras lo abrazamos o besamos, pero nos quedamos mirando cómo se alejaba hacia el grupo de donantes, y en un momento dado dio la vuelta y nos dedicó un saludo y una gran sonrisa.

Puede parecer extraño, pero en el trayecto de vuelta al centro de Ruth no hablamos en absoluto de nada de lo que nos había sucedido en el viaje. En parte porque Ruth estaba exhausta, la última conversación en el arcén parecía haber esquilmado sus fuerzas. Pero creo también que las dos teníamos la sensación de que las conversaciones serias que acabábamos de mantener ya eran suficientes para una sola jornada, y que si intentábamos continuarlas las cosas volverían a torcerse. No estoy segura de cómo se sentía Ruth en nuestro viaje de vuelta al centro, pero en lo que a mí respecta, una vez que las intensas emociones se hubieron asentado, una vez que la noche empezaba a caer sobre los campos y las luces se habían encendido a ambos lados del asfalto, me sentí bien. Era como si algo que se hubiera estado cerniendo sobre mí durante largo tiempo se hubiera ahora esfumado, y aunque las cosas distaban mucho de estar bien, era como si ahora al menos hubiera una puerta abierta hacia algún lugar mejor. No estoy diciendo que estuviera eufórica ni nada parecido. Todo lo que había entre nosotros tres parecía estar en un punto verdaderamente delicado, y me sentía tensa (aunque en absoluto era una tensión negativa).

Ni siquiera hablamos de Tommy más allá de comentar el buen aspecto que tenía, y de preguntarnos cuántos kilos habría engordado. También pasamos largos tramos del trayecto contemplando la carretera juntas, sin decir nada.

Hasta unos días después no fui a visitarla para tratar de evaluar cómo podía habernos afectado aquel viaje. Toda la cautela, todo el recelo entre Ruth y yo se habían esfumado, y fue como si volviéramos a recordar todo lo que habíamos significado la una para la otra en otro tiempo. Y ése fue el comienzo, el comienzo de aquella época nueva —con el verano en puertas, y con la salud de Ruth al menos estable— en que yo llegaba al atardecer con galletas y agua mineral, y nos sentábamos juntas ante la ventana, mirando cómo iba descendiendo el sol sobre los tejados, hablando de Hailsham, de las Cottages, de cualquier cosa que se nos pasaba por la cabeza. Cuando pienso hoy en Ruth siento tristeza por su partida, como es lógico; pero también siento una genuina gratitud por ese período que tuvimos al final.

Hubo, sin embargo, algo de lo que jamás hablamos como es debido: de lo que nos había dicho a Tommy y a mí en el arcén aquel día. Ruth aludía a ello sólo muy de cuando en cuando. Y decía algo como lo siguiente:

—¿Has seguido pensando en lo de ser la cuidadora de Tommy? Sabes que si quieres puedes arreglarlo.

Y pronto tal idea —la de convertirme en cuidadora de Tommy— sustituyó a todo lo demás. Le decía que sí, que seguía pensando en ello, que de todas formas no era tan sencillo, ni siquiera para mí, arreglar algo de tal naturaleza. Luego solíamos dejar el tema. Pero tengo la certeza de que la idea jamás se alejaba mucho de la mente de mi amiga, y por eso, incluso la noche misma en que la vi por última vez, y pese a que no podía hablar, supe lo que quería decirme.

Fue tres días después de su segunda donación, cuando por fin, a altas horas de la madrugada, me dejaron entrar a verla. Estaba en una habitación individual, y parecía que habían hecho todo lo que era posible hacer por ella. Para mí era ya obvio, por la forma de actuar de los médicos, el coordinador, las enfermeras, que no tenían confianza alguna en que fuera a conseguirlo. La miré en aquella cama de hospital, bajo la luz mortecina, y reconocí la expresión de su cara (que tantas veces había visto en otros donantes). Era como si anhelara que sus ojos vieran directamente hacia dentro, para poder patrullar y conciliar del mejor modo posible las distintas zonas de dolor de sus entrañas, al igual, quizá, que un cuidador inquieto correría de un rincón a otro del país para atender en el lecho del dolor a tres o cuatro de sus donantes. En sentido estricto, conservaba la conciencia pero estaba en otra parte, y a mí, allí de pie, junto a su cama metálica, no me era posible llegar a ella. De todas formas, acercaba una silla y me sentaba y le cogía una mano entre las mías, y se la apretaba cada vez que una oleada de dolor la hacía retorcerse.

Estaba a su lado todo el tiempo que me permitían: tres horas, tal vez más. Y, como digo, la mayor parte del tiempo Ruth estaba muy lejana, muy dentro de sí misma. Pero una vez la vi retorcerse de un modo horriblemente antinatural, e hice ademán de levantarme e ir a llamar a las enfermeras para que le administrasen más analgésicos, y entonces, por espacio de apenas unos segundos, Ruth me miró de frente y supo exactamente quién era. En una de las pocas islas de lucidez que los donantes a veces tienen en medio de sus atroces batallas, siguió mirándome, y aunque no habló supe lo que su mirada me decía. Así que le dije:

—Está bien, voy a hacerlo, Ruth. Voy a ser la cuidadora de Tommy en cuanto pueda.

Lo dije en voz muy baja, porque no creía que pudiera oír mis palabras aunque se las dijera a voz en grito. Pero tenía la esperanza de que, si nuestras miradas seguían unidas durante unos cuantos segundos, ella sabría leer mi expresión como yo había sabido leer la suya. Luego el momento pasó, y ella volvió a su lejanía. Nunca podré saberlo con certeza, pero creo que me entendió. Y aunque no lo hubiera hecho, lo que ahora pienso es que probablemente Ruth supo todo el tiempo, antes incluso de que lo supiera yo, que llegaría a ser la cuidadora de Tommy, y que «lo intentaríamos», tal como ella nos había instado aquel día en el coche.