El trabajo de cuidadora, en líneas generales, me satisfizo. Podría decirse incluso que me hizo dar lo mejor de mí misma. Pero alguna gente no está hecha para ese tipo de ocupación, y para ellos todo se convierte en una verdadera lucha. Puede que empiecen de un modo positivo, pero luego viene todo ese tiempo junto al dolor y la aflicción. Y tarde o temprano un donante no logra consumar la donación, aunque se trate tan sólo, pongamos, de la segunda donación y en absoluto se haya previsto que pudieran surgir complicaciones. Cuando un donante «completa» así, de forma totalmente imprevista, poco importa lo que te digan luego las enfermeras, o esa carta que te reitera que están seguros de que tú has hecho todo lo que estaba en tu mano y que esperan que sigas realizando bien tu trabajo. Durante un tiempo, al menos, te desmoralizas. Algunos de nosotros aprenden muy rápidamente a afrontarlo. Pero otros —como Laura, por ejemplo— jamás lo consiguen.
Luego está la soledad. Creces rodeado de una multitud de personas, y eso es, por tanto, lo que has conocido siempre, y de pronto te conviertes en cuidador. Y te pasas horas y horas solo, conduciendo a través del país, de centro en centro, de hospital en hospital, durmiendo cada día en un sitio, sin nadie con quien hablar de tus preocupaciones, sin nadie con quien reír. Sólo de cuando en cuando te topas con algún condiscípulo del pasado —un cuidador o un donante que reconoces de los viejos tiempos—, pero nunca dispones de mucho tiempo. Siempre estás con prisas, o estás demasiado exhausta para mantener una conversación como es debido. Y pronto las largas horas, el continuo viajar, el sueño interrumpido se han instalado en tu ser y han llegado a formar parte de tu persona. Y todo el mundo puede verlo, en tu manera de estar, en tu mirada, en el modo en que te mueves y hablas.
No pretendo afirmar que soy inmune a todo esto, pero he aprendido a vivir con ello. A algunos cuidadores, sin embargo, la mera actitud les traiciona. Muchos de ellos —lo sabes nada más verlos— no hacen sino cumplir el expediente, a la espera de que un día les digan que pueden parar y convertirse en donantes. Me irrita también la forma en que tantos de ellos «se encogen» en cuanto ponen un pie en un hospital. No saben qué decir a los médicos, son incapaces de hablar en favor de sus donantes. No es extraño que acaben frustrados y culpándose a sí mismos cuando las cosas salen mal. Yo trato de no ser un fastidio para nadie, pero me las he arreglado para hacerme oír cuando lo he juzgado necesario. Y cuando las cosas van mal, por supuesto que me disgusto, pero al menos puedo sentir que he hecho lo que he podido y sigo viendo la verdadera dimensión de las cosas.
Incluso he llegado a lograr que me guste la soledad. Eso no quiere decir que no desee tener un poco más de compañía cuando acabe el año y termine con todo esto. Pero me gusta la sensación de montar en mi pequeño coche, sabiendo que durante las dos horas siguientes estaré en la carretera con la sola compañía del asfalto, de ese gran cielo gris y de mis ensueños de vigilia. Y si me encuentro en una ciudad cualquiera y tengo unos minutos para mí, los disfrutaré deambulando por sus calles y mirando sus escaparates. Aquí, en mi cuarto amueblado, tengo estas cuatro lámparas de mesa, cada una de un color diferente pero las cuatro de diseño idéntico, y con el brazo flexible, de forma que puedes orientarlas hacia donde quieras. Así que quizá me ponga a buscar alguna tienda con una lámpara de ésas en el escaparate, no para comprarla, sino para compararla con las que tengo en casa.
A veces me siento tan inmersa en mi propia compañía que si de improviso me topo con alguien que conozco, es como una especie de conmoción y tengo que sobreponerme para actuar con normalidad. Y fue así la mañana en que, cruzando el aparcamiento azotado por el viento de una gasolinera, vi de pronto a Laura, sentada al volante de uno de los coches aparcados, con la mirada perdida en dirección a la autopista. Estaba aún un poco lejos, y durante un instante fugaz, aunque no nos habíamos visto desde las Cottages, siete años atrás, estuve tentada de hacer como si no la hubiera visto y seguir caminando. Una reacción extraña, lo sé, si se considera que era una de mis amigas más íntimas. Como digo, puede que fuera en parte porque no me gusta que se me saque bruscamente de mis ensoñaciones. Pero también, supongo, que al ver a Laura allí hundida en el asiento me di cuenta al instante de que se había convertido en uno de esos cuidadores de los que estaba hablando, y una parte de mí no quiso tener nada que ver con ella.
Pero por supuesto, fui a hablar con ella. El viento frío me golpeó con fuerza mientras me dirigía hacia su coche de cinco puertas, aparcado lejos de los demás vehículos. Laura llevaba un anorak azul demasiado holgado, y el pelo mucho más corto que el que solía llevar en el pasado, y pegado a la frente. Cuando di unos golpecitos a la ventanilla, ella no dio ningún respingo, ni pareció sorprendida al verme después de todos aquellos años. Era casi como si hubiera estado allí en su coche esperando precisamente a alguien del pasado, si no a mí precisamente, sí a cualquier otro ex alumno de Hailsham. Y ahora que me veía aparecer a mí su primer pensamiento pareció ser: «¡Al fin!», porque vi que sus hombros se movían como cuando uno deja escapar un suspiro, y luego, sin más, se inclinó hacia el asiento del acompañante para abrirme la portezuela.
Charlamos durante unos veinte minutos. Apuré el tiempo hasta que no me quedó más remedio que marcharme. Hablamos sobre todo de ella: de lo agotada que estaba, de lo difícil que era uno de sus donantes, de lo mucho que detestaba a este médico o a aquella enfermera. Esperaba ver algún destello de la antigua Laura, con su sonrisa traviesa y sus eternas chanzas, pero no logré atisbar en ella nada de eso. Hablaba más deprisa de lo que acostumbraba a hacerlo entonces, y aunque parecía contenta de verme, varias veces me dio la impresión de que, con tal de haber podido hablar, no le habría importado demasiado que no hubiera sido conmigo sino con cualquier otra persona.
Quizá las dos sentimos que había algo peligroso en hablar de los viejos tiempos, porque durante mucho rato evitamos abordar el tema. Al final, de todas formas, acabamos hablando de Ruth, con quien Laura había coincidido en una clínica hacía unos años, cuando Ruth todavía era cuidadora. Empecé a interrogarla acerca de cómo estaba Ruth, y la vi tan reacia a hablarme de ello que acabé por decirle:
—Pero Laura, seguro que hablasteis de algo…
Dejó escapar un largo suspiro antes de decir:
—Ya sabes lo que suele pasar. Las dos teníamos muchísima prisa —luego añadió—: De todas formas, allá en las Cottages no nos habíamos separado precisamente como las mejores amigas. Así que quizá no estábamos tan encantadas de volver a vernos.
—No sabía que hubierais reñido también vosotras —dije.
Se encogió de hombros.
—No fue nada tremendo. Ya sabes cómo era Ruth entonces. Y, después de que tú te fueras, se volvió aún peor. Ya sabes, siempre diciéndole a todo el mundo lo que tenía que hacer. Así que yo procuraba mantenerme fuera de su alcance, eso fue todo. Nunca tuvimos una gran pelea ni nada parecido. ¿Así que no la has visto desde entonces?
—No. Es extraño, pero no la he vuelto a ver.
—Sí, es extraño. Lo normal sería que hubiéramos coincidido unos con otros mucho más a menudo. Yo he visto a Hannah unas cuantas veces. Y también a Michael H —calló, y luego dijo—: He oído un rumor: que Ruth tuvo una primera donación verdaderamente horrible. Es sólo un rumor, pero lo he oído más de una vez.
—También yo lo he oído.
—Pobre Ruth.
Nos quedamos en silencio unos instantes. Y al final Laura preguntó:
—Está bien, ¿no? Que ahora te dejen escoger a tus donantes.
No me lo preguntó en el tono acusador que en ocasiones emplean algunos, así que asentí con la cabeza y dije:
—No siempre. Pero a mí me ha ido bien con unos cuantos. Así que sí, que me dejan decirles mis preferencias de vez en cuando.
—Pues si puedes elegir —dijo Laura—, ¿por qué no te haces cuidadora de Ruth?
Me encogí de hombros.
—Ya lo he pensado. Pero no estoy muy segura de que sea una buena idea.
Laura pareció desconcertada.
—Pero tú y Ruth… Fuisteis siempre tan buenas amigas.
—Sí, supongo que sí. Pero me pasó como a ti, Laura. Al final acabamos no siendo tan buenas amigas.
—Oh, pero eso fue hace mucho tiempo. Ruth ha tenido una racha pésima. Y he oído que también ha tenido problemas con sus cuidadores. Han tenido que cambiárselos muchas veces.
—No me sorprende, la verdad —dije—. ¿Te imaginas? ¿Ser la cuidadora de Ruth?
Laura se echó a reír, y durante unos segundos vi en sus ojos un destello que me hizo pensar que al fin iba a hacer uno de sus comentarios socarrones. Pero el destello cesó, y Laura siguió allí sentada frente al volante, con aire de gran cansancio.
Hablamos un poco más de sus problemas, en especial de cierta enfermera jefe que la tenía tomada con ella. Había llegado el momento de irme; abrí la puerta del coche y le dije que teníamos que seguir hablando la próxima vez que nos viéramos. Pero mientras lo decía las dos éramos profundamente conscientes de algo que aún no habíamos mencionado, y creo que las dos sentimos que no estaba bien en absoluto que nos despidiéramos de ese modo. De hecho, hoy tengo la certeza de que en aquel momento nuestras mentes discurrían por idénticos senderos, y le oí decir:
—Es muy extraño. Pensar que todo pertenece al pasado…
Me volví en el asiento para mirarla otra vez.
—Sí. Es realmente extraño —dije—. Me parece increíble que haya desaparecido para siempre.
—Tan extraño… —repitió Laura—. Supongo que ahora ya me tendría que dar igual. Pero no es así.
—Sé lo que quieres decir.
Fue este último intercambio, cuando finalmente mencionamos el cierre de Hailsham, lo que de pronto nos acercó como en otros tiempos, y nos abrazamos de forma absolutamente espontánea, no tanto para consolarnos como para afirmar Hailsham, el hecho de que aún pervivía en la memoria de ambas. Y acto seguido me apeé y me dirigí apresuradamente hacia mi coche.
Había empezado a oír rumores del cierre de Hailsham aproximadamente un año antes de mi encuentro con Laura en aquel aparcamiento. Estaba hablando con un cuidador o con un donante, por ejemplo, y en un momento dado éste lo mencionaba de pasada, como convencido de que yo tenía que saberlo con todo detalle. «Usted estuvo en Hailsham, ¿no? ¿Así que es cierto?». O algo parecido. Entonces, un día en que estaba saliendo de una clínica de Suffolk, me topé con Roger C., que había estado en un curso posterior al mío, y me contó lo que sin ningún género de dudas estaba a punto de pasar con Hailsham. Iban a cerrarlo en cualquier momento, y tenían planeado vender la casa y los terrenos a una cadena de hoteles. Recuerdo bien mi primera reacción al oírlo.
—Pero y ¿qué va a pasar con sus alumnos? —dije.
Roger, como es obvio, pensó que me refería a los alumnos que seguían en Hailsham, los pequeños que dependían de sus custodios, y puso cara de preocupación, y empezó a barajar posibilidades sobre cómo tendrían que trasladarlos a otras casas del país, pese a que algunas de ellas estuvieran muy lejos de Hailsham. Pero eso no era lo que yo había querido decir, por supuesto. Yo me refería a nosotros, a todos los alumnos que habían crecido conmigo y se hallaban ahora diseminados por el país, a cuidadores y donantes, separados hoy pero aún vinculados de algún modo al lugar de donde todos proveníamos.
Aquella misma noche, tratando de dormir en un hostal de paso, no podía dejar de pensar en algo que me había sucedido unos días antes. Había estado en una ciudad de la costa norte de Gales. Aunque no había dejado de llover con fuerza durante toda la mañana, después del almuerzo había escampado y había salido un poco el sol. Volvía paseando hacia donde había dejado el coche por una de esas largas carreteras rectas que bordean el mar, y no había casi gente, así que veía ante mí una línea ininterrumpida de adoquines mojados. Al rato, como a unos treinta metros frente a mí, se paró una furgoneta, y bajó de ella un hombre vestido de payaso. Abrió la puerta trasera y sacó un montón de globos de helio, como una docena, y durante un momento estuvo sosteniéndolos en una mano mientras con la otra revolvía la trasera de la furgoneta en busca de algo. Cuando me acerqué pude apreciar que los globos tenían caras —con orejas bien moldeadas— que me miraban como una pequeña tribu y se bamboleaban en el aire, por encima de su dueño, esperándole.
Entonces el payaso se enderezó, cerró la puerta trasera de la furgoneta y echó a andar en mi misma dirección, varios pasos por delante, con una pequeña maleta en una mano y los globos en la otra. El paseo marítimo era largo y recto, y caminé detrás del payaso durante lo que me pareció una eternidad. A veces me sentía incómoda ante la situación, y llegué incluso a pensar que el hombre acabaría por darse la vuelta para decirme algo; pero como aquél era el camino que debía seguir, no podía hacer nada para remediarlo. El payaso y yo seguimos, pues, caminando por el empedrado desierto, aún mojado de la lluvia de la mañana, y los globos chocaban unos contra otros y me sonreían. De vez en cuando, veía la mano del payaso, donde convergían todos los cordeles, y me daba cuenta de que los llevaba bien entrelazados y sujetos en el puño cerrado. Aun así, temía que uno de los cordeles pudiera soltarse y el globo libre escapase hacia lo alto y se perdiera en el cielo encapotado.
Acostada y en vela, pues, la noche siguiente a mi encuentro con Roger, no podía dejar de ver aquellos globos de días antes. Pensé en el cierre de Hailsham, y en qué pasaría si alguien se hubiera acercado al hombre de los globos con unas tijeras y hubiera cortado el manojo de cordeles justo donde se entrelazaban, un poco por encima del puño del payaso. En cuanto esto sucediera, los globos se alzarían por separado y dejarían de pertenecer al mismo grupo para siempre. Cuando me estaba contando lo del cierre de Hailsham, Roger había hecho un comentario: imaginaba que para nosotros tal cierre no habría de suponer gran cosa. Y, en cierto modo, tal vez no le faltaba razón. Pero resultaba turbador el pensamiento de que las cosas allí no continuaban como de costumbre; de que custodios como la señorita Geraldine, por ejemplo, no estuvieran dando instrucciones a los grupos de alumnos de secundaria en el Campo de Deportes Norte.
En los meses que siguieron a mi conversación con Roger, no podía dejar de pensar en ello, en el cierre de Hailsham y en todas sus consecuencias. Y supongo que empecé a tomar conciencia de que todas aquellas cosas que siempre había querido hacer y que jamás dudé que llegaría a hacer tarde o temprano, debía hacerlas pronto o me quedaría definitivamente sin hacerlas. No es que me entrara el pánico o algo semejante. Pero sin duda era como si la desaparición de Hailsham lo hubiera sacudido todo a mi alrededor. Por eso, lo que Laura me había dicho aquel día —sobre convertirme en la cuidadora de Ruth— me había causado un gran impacto, por mucho que me hubiera mostrado tan evasiva con ella en aquel momento. Era casi como si una parte de mí ya hubiera tomado esa decisión, y las palabras de Laura no hubieran hecho sino destapar un velo que la hubiera estado cubriendo.
Me presenté por primera vez en el centro de recuperación de Ruth en Dover —una institución moderna, con paredes de azulejos blancos— unas semanas después de mi conversación con Laura. Habían transcurrido unos dos meses desde la primera donación de Ruth, que, como Laura había dicho, no había tenido ningún éxito. Cuando entré en su habitación, la vi sentada en el borde de la cama, en camisón, y me dirigió una gran sonrisa. Se levantó para darme un abrazo, pero se sentó casi de inmediato. Me dijo que me veía mejor que nunca, y que el pelo me quedaba de maravilla. Yo también le dije cosas bonitas a ella, y durante la media hora siguiente creo que estuvimos verdaderamente encantadas de volver a vernos. Charlamos de todo tipo de cosas —de Hailsham, de las Cottages, de lo que habíamos hecho desde entonces—, y era como si pudiéramos seguir charlando y charlando eternamente. Dicho de otro modo, fue un comienzo muy esperanzador (mucho más, en cualquier caso, de lo yo que me había atrevido a imaginar).
Aun así, aquella primera vez no dijimos nada del modo en que nos habíamos separado. Quizá si hubiéramos hablado de ello desde el comienzo las cosas habrían sido diferentes, quién sabe. El caso es que orillamos el asunto, y cuando llevábamos hablando un buen rato parecíamos de acuerdo en fingir que nada había sucedido entre nosotras.
Ello no habría sido un gran error si aquella entrevista hubiera sido la única. Pero en cuanto me convertí oficialmente en su cuidadora y empecé a verla con regularidad, la sensación de que algo no iba bien se hizo cada día más intensa. Di en el hábito de ir a verla tres o cuatro veces a la semana, al caer la tarde, con agua mineral y un paquete de sus galletas preferidas, y todo tendría que haber sido maravilloso, pero al principio fue cualquier cosa salvo eso. Empezábamos a hablar de algo —de algo completamente inocuo—, y sin ninguna razón aparente acabábamos callándonos. O, si lográbamos seguir con una conversación el tiempo suficiente, cuanto más duraba más cautelosa y forzada se volvía.
Y una tarde en que iba yo por el pasillo de su planta a visitarla oí a alguien en las duchas que había frente a su cuarto. Imaginé que era Ruth, y entré en su cuarto para esperarla, y me quedé contemplando la vista que se disfrutaba desde la ventana, que dominaba todos los tejados cercanos. Al cabo de unos cinco minutos entró Ruth envuelta en una toalla. Si he de ser justa —no me esperaba hasta una hora más tarde—, diré que inmediatamente después de una ducha, sin más ropa que una toalla, todos nos sentimos un poco vulnerables. La expresión de alarma que se dibujó en su cara, sin embargo, me dejó absolutamente desconcertada. Creo que debo explicar un poco esto. Por supuesto, ya había imaginado que se sorprendería al verme. Pero el caso es que, después de haberme visto, y de decirse a sí misma que era yo, hubo un nítido segundo, quizá dos, en que siguió mirándome si no con miedo sí con auténtica cautela. Era como si hubiera estado esperando y esperando mi llegada para que le hiciera algo, y pensara que el momento había llegado.
La expresión se borró de su semblante un instante después, y seguimos comportándonos como de costumbre, pero aquel incidente supuso para nosotras una verdadera sacudida. A mí me hizo darme cuenta de que Ruth no confiaba en mí, y entraba dentro de lo probable incluso que ni ella misma hubiera sido cabalmente consciente de ello hasta ese instante. En cualquier caso, a partir de aquel día las cosas empeoraron entre nosotras. Era como si hubiéramos rociado el aire con algo que, en lugar de despejarlo, nos hubiera hecho más conscientes que nunca de todo lo que nos separaba. La cosa llegó al punto de que, antes de subir a verla, me quedaba unos minutos en el coche haciendo acopio de fuerzas para afrontar la dura prueba que me esperaba. Después de una revisión, cuando terminamos todos sus chequeos en un silencio sepulcral, nos sentamos y soportamos otro largo tramo de silencio, y yo ya estaba a punto de decidirme a informar de que no había resultado, y que debía dejar de ser su cuidadora. Pero todo volvió a cambiar de nuevo, y la causa de ello fue el barco.
Sólo Dios sabe cómo funcionan estas cosas. A veces es una broma en particular, a veces un rumor. Viaja de centro en centro, y se propaga por todo el país en cuestión de días, y de pronto todo donante habla de ello. Bien, en esta ocasión se refería a un barco. La primera vez que oí hablar de ello fue a un par de donantes míos en el norte de Gales. Luego, unos días después, también Ruth me habló de ello. Me sentía aliviada de que hubiéramos dado con algo de que hablar, y le animé a que continuara.
—El cuidador del chico de la planta siguiente —dijo— acaba de venir de verlo. Dice que no está lejos de la carretera, así que cualquiera puede llegar hasta él sin demasiados problemas. Es un barco plantado ahí mismo, varado en medio de las marismas.
—¿Cómo ha llegado ahí? —pregunté.
—¿Cómo voy a saberlo? Quizá querían deshacerse de él, sea quien sea su propietario. O puede que en algún momento, cuando todo estaba inundado, se deslizara hasta aquí y luego quedara encallado. Quién sabe. Parece que es un viejo barco de pesca. Con una pequeña cabina en la que podrían caber, apretados, un par de pescadores en días de tormenta.
Las veces siguientes que fui a verla, siempre se las arreglaba para volver a tocar el tema del barco. Y una tarde, cuando empezó a contarme cómo a uno de los donantes internados en el centro lo había llevado su cuidador a ver el barco, le dije:
—Mira, no está lo que se dice cerca, ¿sabes? Se tarda como una hora en coche, puede que una hora y media.
—No estaba sugiriendo nada. Sé que tienes otros donantes de los que ocuparte.
—Pero a ti te gustaría verlo. Te encantaría ver ese barco, ¿verdad, Ruth?
—Supongo que sí. Supongo que me gustaría. Te pasas día tras día aquí metida. Sí, sería estupendo ver algo así.
—¿Y no piensas —dije con voz suave, sin un ápice de sarcasmo— que, ya que tendríamos que hacer todo ese viaje, deberíamos pensar en la posibilidad de visitar a Tommy? ¿No está su centro en la misma carretera donde se supone que está el barco?
La cara de Ruth no dejó traslucir nada al principio.
—Supongo que sí, que podríamos pensarlo —dijo. Luego se echó a reír, y añadió—: De verdad, Kathy, no es ésa la única razón por la que no hago más que hablar del barco. Quiero ver el barco, por el barco mismo. Últimamente me he pasado el tiempo entrando y saliendo de hospitales, y ahora estoy aquí encerrada. Las cosas como ésta importan mucho más que en otro tiempo. Pero de acuerdo, lo sabía. Sabía que Tommy estaba en ese centro de Kingsfield.
—¿Estás segura de que quieres verle?
—Sí —dijo Ruth, sin la menor vacilación, mirándome de frente—. Sí, quiero verle —luego, en voz baja, dijo—: No he visto a ese chico desde hace muchísimo tiempo. Desde que estuvimos en las Cottages.
Al fin, pues, hablamos de Tommy. No entramos a fondo en el asunto y no me enteré de mucho más de lo que ya sabía. Pero creo que las dos nos sentimos mejor al haber hablado finalmente de Tommy. Ruth me contó que, cuando dejó las Cottages el otoño siguiente a mi partida, Tommy y ella hacían la vida más o menos por su cuenta.
—Como de todas formas íbamos a tener el adiestramiento en sitios diferentes —dijo—, no merecía la pena que hubiera una ruptura en toda regla. Así que seguimos juntos hasta que me marché.
Y, al llegar a este punto, ya no dijimos mucho más sobre el asunto.
En cuanto al viaje para ver el barco, la primera vez que hablamos de ello ni accedí ni me negué a llevarla. Pero en las dos semanas siguientes Ruth siguió insistiendo e insistiendo, y al final envié un mensaje al cuidador de Tommy a través de un contacto, diciendo que a menos que Tommy nos comunicara lo contrario, nos presentaríamos en Kingsfield un día determinado de la semana siguiente, por la tarde.