Lo realmente extraño de nuestro viaje a Norfolk fue que, una vez de vuelta, apenas volvimos a hablar de él. Hasta el punto de que durante un tiempo corrieron todo tipo de rumores sobre lo que habríamos estado haciendo en aquel rincón de Inglaterra. Incluso entonces mantuvimos la boca cerrada, hasta que al final la gente perdió el interés.
Aún hoy sigo sin estar segura del porqué. Quizá sentimos que era cosa de Ruth, de que era prerrogativa suya si quería o no contarlo, y no hacíamos sino observar lo que ella hacía y decía. Y Ruth, por una u otra razón —quizá sentía cierto embarazo por cómo habían resultado las cosas en relación con su posible, quizá disfrutaba del misterio—, se había cerrado por completo a este respecto. Incluso entre nosotros evitábamos hablar del viaje a Norfolk.
Este aire de secreto me hizo más fácil no contarle que Tommy me había regalado la cinta de Judy Bridgewater. Aunque no llegué hasta el punto de esconderla. Estaba allí, entre mis cosas, en uno de los pequeños montones que tenía junto al rodapié; pero siempre me cercioré de que no quedara encima de ninguno de ellos. Había veces en que me moría de ganas de contárselo; en aquellos momentos, por ejemplo, en que me habría gustado recordar cosas de Hailsham con la cinta sonando al fondo. Pero cuanto más se alejaba en el tiempo aquel viaje a Norfolk y yo seguía sin contárselo, más iba sintiendo yo una especie de culpa secreta. Por supuesto, al final vio la cinta. Fue mucho después, probablemente en un tiempo en que le hizo mucho más daño descubrirla, pero a veces es este tipo de cosas las que nos depara la fortuna.
Al acercarse la primavera eran más y más los veteranos que dejaban las Cottages para iniciar su aprendizaje, y aunque se iban sin gran alboroto —era ésa la costumbre—, su número cada vez mayor hacía imposible que su marcha pasara inadvertida. No estoy segura de cuáles eran nuestros sentimientos al verlos partir. Parecían dirigirse a un mundo más emocionante, más grande. Pero no había la menor duda de que su marcha nos hacía sentirnos cada día más inquietos.
Entonces, un buen día —creo recordar que hacia el mes de abril—, Alice F. se convirtió en la primera alumna de Hailsham que abandonaba las Cottages, y no mucho después le llegó el turno a Gordon C. Ambos habían solicitado empezar su adiestramiento, pero a partir de entonces el ambiente del lugar cambió para siempre (al menos para nosotros).
También muchos veteranos parecían afectados por la gran cantidad de compañeros que partían, y, acaso como consecuencia directa de ello, se produjo un nuevo aluvión de rumores similares a los que Chrissie y Rodney habían hecho alusión en Norfolk. Se hablaba de que en alguna parte del país había estudiantes que habían conseguido aplazamientos porque habían demostrado que estaban enamorados; a veces, incluso, tales comentarios se referían a alumnos que no tenían relación con Hailsham. Los cinco que habíamos estado en Norfolk también en este caso rehuíamos hablar del asunto: incluso Chrissie y Rodney —un día en el epicentro de aquellas hablillas— miraban hacia otra parte cuando alguien se ponía a hablar de ello.
El «efecto Norfolk» también nos afectó a Tommy y a mí. Después de volver del viaje, supuse que íbamos a aprovechar cualquier oportunidad para hablar de nuestros pensamientos sobre la Galería. Pero quién sabe por qué —y no es que él tuviera más culpa que yo en esto—, no lo hicimos nunca (ni cuando estábamos a solas). La excepción, supongo, fue la vez de la casa del ganso, la mañana en que me enseñó sus animales imaginarios.
El granero al que llamábamos «la casa del ganso» estaba en la periferia de las Cottages, y como tenía el tejado lleno de goteras y la puerta permanentemente fuera de sus goznes, apenas se utilizaba para nada, salvo para que las parejas buscaran intimidad en los meses más cálidos. Para entonces yo me había habituado a dar largos paseos solitarios, y creo que fue al comienzo de uno de ellos, justo cuando estaba dejando atrás la casa del ganso, cuando oí que Tommy me llamaba. Me volví y lo vi descalzo, encaramado torpemente en un trozo de tierra seca rodeado de enormes charcos, con una mano apoyada contra un costado del granero para mantener el equilibrio.
—¿Dónde están tus botas, Tommy? —le pregunté.
Aparte de ir descalzo, llevaba el jersey grueso y los vaqueros de siempre.
—Estaba…, bueno, dibujando… —Se echó a reír, y levantó un pequeño cuaderno negro parecido a los que Keffers solía llevar consigo a todas partes.
Habían pasado ya más de dos meses desde nuestro viaje a Norfolk, pero en cuanto vi el cuadernito supe de qué se trataba. Aunque esperé hasta que dijo:
—Si quieres, Kath, te los enseño.
Me guió hasta el interior de la casa del ganso, dando saltitos sobre el terreno irregular. En contra de lo que pensaba, no estaba oscuro, porque la luz del sol entraba por los tragaluces. Contra una de las paredes se veían varios muebles, seguramente arrumbados durante el año anterior: mesas rotas, frigoríficos viejos, ese tipo de cosas. Al parecer Tommy había arrastrado hasta el centro del recinto un sofá de dos plazas con el relleno sobresaliéndole por los desgarrones del plástico negro, y supongo que era allí donde había estado sentado dibujando cuando me vio pasar. En el suelo, a unos pasos, vi sus botas de agua caídas hacia un lado, con las medias de fútbol asomando por las aberturas.
Tommy se sentó de un brinco en el sofá y se acarició el dedo gordo del pie.
—Perdona, me duelen un poco los pies. Me he descalzado sin darme cuenta. Creo que me he hecho unos pequeños cortes. ¿Quieres ver los dibujos, Kath? Ruth los vio la semana pasada, así que he estado deseando enseñártelos desde entonces. Nadie más los ha visto. Échales una ojeada, Kath.
Fue la primera vez que vi sus animales. Cuando me habló de ellos en Norfolk había imaginado que serían algo parecido —aunque de menor tamaño— a esos dibujos que todos hemos hecho cuando éramos pequeños. Así que me quedé asombrada ante el minucioso detalle de cada uno de ellos. De hecho te llevaba unos segundos darte cuenta de que se trataba de animales. Mi primera impresión fue muy semejante a la que hubiera tenido al quitar la tapa de atrás de una radio: canales diminutos, tendones entrelazados, ruedecitas y tornillos en miniatura dibujados con obsesiva precisión, y sólo cuando alejé la hoja un poco pude apreciar que se trataba, por ejemplo, de algún tipo de armadillo, o de un pájaro.
—Es mi segundo cuaderno —dijo Tommy—. ¡No permitiré que nadie vea el primero por nada del mundo! Me ha llevado tiempo empezar a aprender…
Ahora estaba tendido en el sofá, poniéndose un calcetín en el pie y tratando de parecer despreocupado, pero yo sabía que estaba inquieto, a la espera de mi reacción. Aun así, tardé cierto tiempo en manifestarle mi más sincera admiración. En parte quizá por el temor de que los trabajos artísticos podrían volver a causarle problemas serios. Pero también porque los dibujos que estaba viendo eran tan diferentes de todo lo que los custodios nos habían enseñado en Hailsham que no sabía cómo juzgarlos. Dije algo como:
—Dios, Tommy… Esto tiene que exigirte una gran concentración. Es asombroso que aquí puedas tener luz suficiente para dibujar todas estas cosas tan pequeñas —y a continuación, mientras pasaba las hojas, y acaso porque seguía buscando las palabras adecuadas, acabé diciendo—: Me pregunto qué diría Madame si viera esto.
Lo dije en tono jocoso, y Tommy respondió con una risita, pero entonces hubo algo nuevo en el aire, algo que no había habido anteriormente. Seguí pasando las hojas del cuaderno —Tommy había llenado ya como una cuarta parte de él— sin mirarle, deseando no haber mencionado a Madame. Finalmente, le oí decir:
—Supongo que tendré que mejorar mucho antes de que ella pueda verlos.
No estaba segura de si me estaba invitando a que le dijera lo buenos que eran sus dibujos, pero entonces yo ya empezaba a estar verdaderamente fascinada por aquellas criaturas fantásticas que tenía ante mis ojos. Pese a sus metálicos, recargados rasgos, había algo tierno, incluso vulnerable en cada uno de ellos. Recordé que en Norfolk me había contado que, mientras los dibujaba, pensaba con preocupación en cómo se protegerían, o en cómo conseguirían coger las cosas, y, al verlos yo ahora, sentí una preocupación semejante. Sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, había algo que me seguía impidiendo elogiarle abiertamente. Entonces Tommy dijo:
—De todas formas, no los hago sólo por lo de Madame y demás, sino porque me gusta hacerlos. Me estaba preguntando, Kath, si debo seguir manteniéndolo en secreto. Porque a lo mejor no hay nada malo en que la gente sepa que estoy dibujando esto. Hannah sigue pintando sus acuarelas, y hay un montón de veteranos que siguen haciendo cosas por el estilo. No me refiero exactamente a ir enseñándolos a todo el mundo. Pero estaba pensando que, bueno, no hay razón por la que deba seguir manteniéndolo en secreto.
Por fin me vi capaz de mirarle y de decir con cierta convicción:
—Tommy, no hay razón, no hay ninguna razón en absoluto. Son buenos. De verdad, muy buenos. Si es por eso por lo que te escondes aquí para dibujarlos, estás haciendo una auténtica tontería.
No respondió, pero una especie de mueca risueña se dibujó en su semblante, como si se estuviera sonriendo con una broma íntima, y supe cuan feliz le habían hecho mis palabras. No creo que habláramos mucho después de esto. Creo recordar que se puso enseguida las botas de agua y que ambos salimos de la casa del ganso. Como digo, ésa fue prácticamente la única vez que aquella primavera Tommy y yo mencionamos directamente su teoría.
Luego vino el verano. Había pasado un año desde nuestra llegada a las Cottages. Un nuevo grupo de alumnos llegó en un minibús —más o menos como habíamos llegado nosotros en su día—, pero ninguno de ellos era de Hailsham. Ello, en cierto modo, nos supuso un alivio: creo que a todos nos inquietaba cómo podría complicar las cosas una nueva hornada de alumnos de Hailsham. Pero para mí, al menos, el que no hubiera venido ningún alumno de Hailsham acrecentaba la sensación de que Hailsham era ahora algo ya lejano, un lugar que pertenecía al pasado, y de que los lazos que unían a nuestro viejo grupo estaban empezando a deshacerse. No era sólo que gente como Hannah estuviera siempre hablando de seguir el ejemplo de Alice y solicitar que la destinaran a otro lugar para empezar el adiestramiento, sino que había otras, como Laura, que se habían emparejado con chicos que no eran de Hailsham, y a partir de entonces sus compañeras de siempre casi podíamos olvidarnos de que en un tiempo habíamos sido íntimas.
Y además estaba Ruth, que seguía fingiendo no acordarse de las cosas de Hailsham. De acuerdo, eran detalles triviales, pero que cada día me hacían sentirme más irritada con ella. Una vez, por ejemplo, después de un largo desayuno, estábamos sentadas a la mesa de la cocina Ruth y yo y unos cuantos veteranos. Uno de ellos había estado hablando de que comer queso a altas horas de la noche te alteraba sin remedio el sueño, y yo me volví hacia Ruth para decirle algo como: «¿Te acuerdas de cómo la señorita Geraldine nos lo decía siempre?». Lo dije como de pasada, y Ruth no habría tenido más que dirigirme una sonrisa o un leve asentimiento de cabeza, pero lo que hizo fue quedarse mirándome con expresión vacía, como si no tuviera la más remota idea de lo que le estaba hablando. Sólo cuando les expliqué a los veteranos: «Una de nuestras custodias», asintió Ruth frunciendo el ceño, como si acabara de acordarse de pronto.
En aquella ocasión no le dije nada, pero hubo otra —un atardecer que estábamos sentadas en la vieja marquesina de autobuses— en que no la dejé salirse con la suya. Monté en cólera porque una cosa era que jugara a aquel juego delante de los veteranos, y otra muy distinta que lo hiciera estando las dos solas y en mitad de una conversación seria. Me había referido, de pasada, al hecho de que, en Hailsham, el atajo hacia el estanque que atravesaba la parcela de ruibarbo era un camino prohibido. Al ver que Ruth adoptaba un aire de extrañeza, abandoné por completo la argumentación que estaba esgrimiendo y dije:
—Ruth, no es posible que lo hayas olvidado. Así que no me tomes el pelo.
Si no hubiera empleado un tono tan seco y rotundo —si hubiera hecho una broma al respecto, por ejemplo, y hubiera seguido hablando—, quizá ella habría visto lo absurdo de su actitud y habría soltado una carcajada. Pero la había sacudido verbalmente, y lo que hizo fue mirarme con expresión de ira y decirme:
—¿Y qué importancia tiene eso? ¿Qué tiene que ver esa parcela de ruibarbo con lo que hablamos? Limítate a seguir con lo que estabas diciendo.
Estaba haciéndose tarde, y empezaba a oscurecer, y en la vieja marquesina de autobuses notábamos la humedad que sucede a una tormenta eléctrica. Así que no me sentía con humor para entrar en por qué importaba tanto. Y aunque dejé este punto de fricción y seguí con la conversación que estábamos teniendo, el ánimo era ya frío entre nosotras y muy poco propicio para ayudarnos a solucionar el difícil asunto que teníamos entre manos.
Pero para explicar el asunto que estábamos discutiendo tendré que retroceder cierto tiempo. De hecho, habré de remontarme varias semanas hasta el principio del verano. Yo había mantenido una relación con uno de los veteranos, un chico llamado Lenny, que, si he de ser sincera, se había debido sobre todo a una necesidad sexual. Pero de pronto Lenny había decidido irse de las Cottages a recibir su adiestramiento. Ello me desasosegó un tanto, y Ruth se había portado de maravilla conmigo, vigilándome constantemente pero con suma discreción, siempre presta a alegrarme si me veía taciturna. Y me hacía pequeños favores, como prepararme sándwiches o hacerse cargo de mi turno de limpieza.
Entonces, aproximadamente unas dos semanas después de que Lenny se hubiera ido, estábamos las dos sentadas en mi cuarto del altillo, pasada la medianoche, charlando con sendas tazas de té en las manos, y Ruth me estaba haciendo reír de verdad a propósito de Lenny. No había sido un mal chico, pero cuando empecé a contarle a Ruth ciertas cosas de carácter muy íntimo, todo lo relacionado con él empezó a parecemos cómico, y no parábamos de reírnos. En un momento dado, Ruth estaba pasando un dedo por las casetes apiladas en pequeños montones a lo largo del rodapié. Lo hacía con actitud distraída, mientras seguía riéndose (más tarde empecé a sospechar que no lo había hecho por casualidad, que quizá había visto la cinta allí días antes, que hasta quizá la había mirado detenidamente para cerciorarse, y luego había esperado a la mejor ocasión para «descubrirla». Años después, así se lo insinué a Ruth con delicadeza, y ella pareció no saber de qué le estaba hablando, así que es posible que me equivocase). De cualquier forma, allí estábamos riendo y riendo cada vez que yo contaba otro detalle íntimo del pobre Lenny, y de pronto fue como si alguien quitara un tapón. Veo a Ruth, echada sobre un costado sobre la alfombra, mirando atentamente los lomos de las casetes a la tenue luz de mi cuarto, y, en un momento dado, veo la cinta de Judy Bridgewater en su mano. Después de lo que me pareció una eternidad, dijo:
—¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a tenerla?
Le conté —de forma tan neutra como pude— cómo Tommy y yo habíamos dado con ella el día del viaje a Norfolk, mientras ella y los demás estaban visitando a Martin. Siguió examinándola con suma atención, y al cabo dijo:
—Así que Tommy la encontró para ti…
—No, la encontré yo. Yo la vi primero.
—Ninguno de los dos me lo contó —se encogió de hombros—. Si me lo contaste, no me enteré.
—Lo de Norfolk era verdad —dije—. ¿Te acuerdas? Lo de que era el rincón perdido de Inglaterra.
Se me pasó por la cabeza durante un instante que Ruth podría hacer como que tampoco se acordaba de ello, pero la vi asentir con gesto pensativo.
—Tendría que haberme acordado cuando estábamos allí —dijo—. Quizá habría encontrado mi bufanda roja.
Nos echamos a reír las dos, y pareció cesar la incomodidad entre nosotras. Pero en la forma en que Ruth puso la cinta en su sitio sin seguir hablando de ella percibí algo que me hizo pensar que la cosa no terminaba allí.
No sé si el rumbo que tomó la conversación después de aquello fue de algún modo obra de Ruth a la luz de su descubrimiento, o si de todas formas la conversación nos hubiera llevado por aquellos derroteros, y fue sólo más tarde cuando Ruth cayó en la cuenta de que con ella podía hacer lo que hizo. Seguimos hablando de Lenny, en particular sobre cómo practicaba el sexo, y volvimos a reírnos de lo lindo. A estas alturas creo que me sentía aliviada de que se hubiera acabado enterando de lo de la cinta y no hubiera montado ninguna escena, y tal vez por ello yo no estaba siendo tan cautelosa como debía. Porque al cabo de un rato habíamos pasado de reírnos de Lenny a reírnos de Tommy. Al principio todo fue bienhumorado e inocuo, como si lo que hacíamos lo estuviéramos haciendo con afecto hacia su persona, pero de pronto me di cuenta de que nos estábamos riendo de sus animales.
Como digo, nunca he sabido a ciencia cierta si Ruth llevó la conversación adrede hasta ese punto concreto. Si he de ser justa, ni siquiera tengo la certeza de que fuera ella la que mencionó por primera vez los animales imaginarios. Y, una vez que empezamos, yo reía tanto como ella (que si uno de ellos parecía que llevaba calzoncillos, que si para otro se había inspirado en un erizo aplastado…). Supongo que en algún momento yo tenía que haber dicho que los dibujos eran buenos, que Tommy había hecho un magnífico trabajo para llegar donde había llegado. Pero no lo hice. En parte por la cinta; y tal vez también, si he de ser sincera, porque me complacía la idea de que Ruth no se tomara en serio lo de los animales de Tommy (y todo lo que ello implicaba). Creo que cuando aquella madrugada nos separamos, nos sentíamos tan unidas como en el pasado. Al salir me tocó la mejilla, y me dijo:
—Es fantástico cómo te mantienes siempre con la moral alta, Kathy.
Así que no estaba en absoluto preparada para lo que sucedería días después en el cementerio. Ruth, en el verano, había descubierto una vieja y preciosa iglesia a menos de un kilómetro de las Cottages, y detrás de ella un intrincado terreno lleno de viejas lápidas que se erguían en la hierba. Todo estaba lleno de maleza, pero se respiraba paz y Ruth iba allí a leer a menudo, en un banco cercano a las verjas traseras, bajo un gran sauce. Al principio no me entusiasmaba gran cosa esta nueva costumbre suya, pues recordaba que el verano anterior todos nos sentábamos juntos en la hierba, justo enfrente de las Cottages. Pero el caso es que si en uno de mis paseos tomaba esa dirección, y reparaba en que era muy probable que Ruth estuviera allí leyendo, acababa entrando por la puerta baja de madera y enfilando el sendero sembrado de malas hierbas y bordeado de lápidas. Aquella tarde hacía calor y todo estaba en calma, y bajaba por el sendero en una especie de ensoñación, leyendo los nombres de las lápidas, cuando vi que en el banco, bajo el sauce, no estaba sólo Ruth sino también Tommy.
Tommy no estaba sentado, sino con un pie apoyado en el herrumbroso brazo del banco, y hacía una especie de ejercicio de estiramiento mientras charlaban. No parecían mantener una conversación particularmente importante, y no dudé en acercarme a ellos. Quizá debería haber detectado algo en el modo en que me saludaron, pero puedo asegurar que ese algo en absoluto había sido obvio. Yo tenía un chisme que me moría de ganas de contarles —algo relacionado con uno de los recién llegados—, de modo que durante un rato no hice más que parlotear mientras ellos asentían con la cabeza y me hacían alguna pregunta que otra. Tardé bastante en darme cuenta de que algo no iba bien, e incluso cuando después de caer en ello hice una pausa y pregunté: «¿Os he interrumpido en algo?», lo hice en un tono más jocoso que preocupado.
Entonces Ruth dijo:
—Tommy me ha estado contando su gran teoría. Dice que ya te la había contado a ti. Hace siglos. Pero ahora, muy gentilmente, me está haciendo partícipe a mí también.
Tommy me dirigió una mirada, y estaba a punto de decir algo, pero Ruth dijo en un susurro fingido:
—¡La gran teoría de Tommy sobre la Galería!
Entonces los dos me miraron, como si ahora la pelota estuviera en mi tejado y dependiera de mí lo que sucediera a continuación.
—No es una mala teoría —dije—. No sé, pero puede que sea cierta. ¿Qué piensas tú, Ruth?
—En realidad se la he tenido que sacar a este Chico Tierno. No es que te murieras de ganas de contársela a Ruth, ¿eh, querido parlanchín? Sólo se ha dignado hacerlo cuando le he apretado bien las clavijas para que me explicara lo que había detrás de todo ese arte.
—No lo estoy haciendo sólo por eso —dijo Tommy en tono hosco. Seguía con el pie sobre el brazo oxidado del banco, y continuaba con su ejercicio de estiramiento—. Lo único que he dicho ha sido que si mi teoría sobre la Galería era cierta, entonces siempre podría intentar aportar mis animales…
—Tommy, cariño, no te pongas en ridículo delante de nuestra amiga. Delante de mí, vale, pero no delante de nuestra querida Kathy.
—No entiendo por qué te parece tan graciosa —dijo Tommy—. Es una teoría tan buena como cualquier otra.
—No es la teoría lo que a la gente le parecería chistoso, querido parlanchín. Puede que hasta les pareciera correcta. Pero la idea de que tú podrías sacar provecho de ella enseñándole a Madame tus pequeños animales…
Ruth sonrió y sacudió la cabeza.
Tommy no dijo nada y siguió con su ejercicio de estiramiento. Yo deseaba salir en su defensa, y trataba de dar con las palabras capaces de hacerle sentirse mejor sin poner a Ruth aún más furiosa. Pero fue entonces cuando Ruth dijo lo que dijo. Fue ya lo bastante horrible entonces, pero aquel día, en el camposanto de la iglesia, no me hacía la menor idea de hasta dónde habrían de llegar sus repercusiones. Lo que dijo fue:
—No soy sólo yo, cariño. Kathy, aquí presente, piensa que tus animales son una absoluta patochada.
Mi primer impulso fue negarlo, y echarme a reír. Pero el modo en que Ruth había hablado denotaba una gran firmeza, y los tres nos conocíamos lo bastante para saber que en sus palabras tenía que haber algo de verdad. Así que al final me quedé callada, mientras mi mente se remontaba frenéticamente atrás en busca del momento en que se basaba para decir lo que decía, hasta detenerse con frío horror en aquella noche en mi cuarto, con las tazas de té sobre el regazo. Y Ruth añadió:
—Mientras la gente piense que haces esas pequeñas criaturas como una especie de broma, perfecto. Pero no digas nunca que las haces en serio. Por favor.
Tommy había dejado sus estiramientos y me miraba con aire inquisitivo. De pronto volvió a ser como un niño, carente por completo de fachada; pero pude ver también cómo detrás de sus ojos iba tomando cuerpo algo oscuro e inquietante.
—Mira, Tommy, tienes que entenderlo —siguió Ruth—. El que Kathy y yo nos partamos de risa con tus cosas no tiene la menor importancia. Porque se trata sólo de nosotros tres. Así que, por favor, no metamos a nadie más en esto.
He pensado una y otra vez en aquellos instantes. Tendría que haber encontrado algo que decir. Podría haberlo negado, sencillamente, aunque lo más probable es que Tommy no me hubiera creído. Y me habría sido enormemente difícil explicar las cosas sinceramente, y con todos sus matices. Pero podría haber hecho algo. Podría haberme enfrentado con Ruth, haberle dicho que estaba tergiversando las cosas, que aun admitiendo el hecho de haberme reído, jamás lo había hecho en el sentido que ella quería darle. Podría incluso haberme acercado a Tommy y haberle dado un abrazo, allí mismo, delante de Ruth. Es algo que se me ocurrió años más tarde, y probablemente no hubiera sido una opción viable en aquel tiempo, dada la persona que yo era, y dada la forma en que los tres nos comportábamos entre nosotros. Pero habría podido salvar la situación, una situación en la que las palabras nunca habrían hecho sino empeorar las cosas.
Pero, no dije ni hice nada. En parte, supongo, porque me quedé absolutamente anonadada ante el hecho de que Ruth hubiera empleado tan malas artes. Recuerdo que, al verme ante tamaño aprieto, me invadió un enorme cansancio, una especie de letargia. Era como tener que resolver un problema de matemáticas cuando tienes la mente exhausta, y sabes que existe una solución remota pero no puedes reunir la energía suficiente para tratar de dar con ella. Algo en mí tiró la toalla. Una voz me decía: «Muy bien, déjale que piense lo peor. Que lo piense. Deja que lo piense…». Y supongo que lo miré con resignación, con un semblante que lo que le decía era: «Sí, es verdad, ¿qué esperabas?». Y ahora recuerdo, como si la estuviera viendo, la cara de Tommy, la ira que reculaba ya y era reemplazada por una expresión casi de asombro, como si yo fuera una mariposa de una especie rara que se hubiera posado en un poste de la valla.
No es que temiera echarme a llorar o perder la compostura o algo parecido. Pero decidí dar media vuelta e irme. Incluso aquel día, más tarde, me di cuenta de que había sido un gran error. Y todo lo que puedo decir es que, en aquel momento, lo que más temía en el mundo era que cualquiera de los dos se fuera y yo tuviera que quedarme a solas con el otro. No sé por qué, pero no me parecía una opción viable el que se fuera de allí bruscamente más de uno de nosotros, y quise asegurarme de que ese uno fuera yo. Así que me volví y desanduve el camino a través de las tumbas, hacia la puerta baja de madera, y por espacio de varios minutos sentí como si en realidad hubiera sido yo quien había salido triunfante, y que ahora que se habían quedado solos, uno en compañía del otro, debían padecer un destino que ambos merecían de sobra.