Cuando salí pude ver con toda claridad que la excitación de los primeros momentos de nuestra llegada se había esfumado por completo. Caminamos en silencio, con Rodney a la cabeza, a través de calles humildes en las que apenas penetraba el sol, de aceras tan estrechas que a menudo teníamos que avanzar en fila india. Fue un alivio desembocar al fin en High Street, donde el ruido hizo que no resultara tan obvio nuestro ánimo sombrío. Cuando cruzamos por un paso de peatones a la acera más soleada de la calle, pude ver que Rodney y Chrissie se consultaban algo en voz baja, y me pregunté en qué medida el mal ambiente entre nosotros se debería a su creencia de que les estábamos ocultando algún gran secreto de Hailsham, y en qué otra al hecho del ofensivo desaire infligido por Ruth a Tommy.
Entonces, en cuanto cruzamos High Street, Chrissie anunció que Rodney y ella querían ir a comprar tarjetas de cumpleaños. Ruth, al oírla, se quedó anonadada, pero Chrissie añadió:
—Nos gusta comprarlas en grandes cantidades. Así a la larga nos salen mucho más baratas. Y siempre tienes una a mano cuando llega el cumpleaños de alguien —señaló la entrada de un Woolworth’s—. Ahí se pueden conseguir muy buenas, y muy baratas.
Rodney asentía con la cabeza, y creí ver un punto de sorna en las comisuras de sus labios sonrientes.
—Por supuesto —dijo—. Acabas con un montón de tarjetas, como en todas partes, pero al menos puedes poner tus propias ilustraciones. Ya sabéis, personalizarlas y demás.
Los dos veteranos estaban de pie en medio de la acera —los sorteaba gente con cochecitos de niño—, a la espera de que nos mostráramos disconformes. Veía claramente que Ruth estaba furiosa, pero sin la cooperación de Rodney poco podía hacer.
Así que entramos en Woolworth’s, e inmediatamente me sentí mucho más alegre. Incluso hoy día me gustan los sitios como éste: grandes almacenes con miles de pasillos con expositores llenos de brillantes juguetes de plástico, tarjetas de felicitación, montones de cosméticos, y quizá hasta un fotomatón. Actualmente, si estoy en una ciudad y dispongo de tiempo libre, suelo entrar en algún sitio parecido, donde puedes vagar y disfrutar, sin comprar nada, y sin que a los dependientes les importe un comino que no lo hagas.
Pues bien, entramos en aquellos grandes almacenes y enseguida nos fuimos separando y tomando distintos pasillos. Rodney se quedó cerca de la entrada, junto a un gran expositor de tarjetas, y más adentro vi a Tommy bajo un enorme póster de un grupo pop, hurgando entre las cintas musicales. Después de unos diez minutos, cuando me hallaba al fondo de la tienda, creí oír la voz de Ruth y me dirigí hacia el lugar de donde procedía. Había ya entrado en el pasillo —lleno de animales de peluche y de grandes rompecabezas en cajas— cuando me di cuenta de que Ruth y Chrissie estaban juntas al otro extremo del pasillo, manteniendo una especie de tête-à-tête. No sabía qué hacer: no quería interrumpir, pero era hora de que nos fuéramos y tampoco quería darme la vuelta y seguir vagando por los pasillos. Así que me quedé quieta donde estaba, fingiendo mirar atentamente un rompecabezas, a la espera de que me vieran.
Y entonces me di cuenta de que estaban de nuevo hablando de aquel rumor. Chrissie estaba diciendo, en voz baja, algo como:
—Pero me sorprende que durante todo el tiempo que estuviste allí no te preocuparas más de cómo se hacía. A quién había que ir a ver y todo eso.
—No entiendes —decía Ruth—. Si fueras de Hailsham, lo entenderías. Para nosotros nunca fue tan tremendamente importante. Supongo que siempre hemos sabido que si queríamos saber más del asunto no teníamos más que hacer que nuestras preguntas llegaran a Hailsham.
Ruth me vio y dejó de hablar. Cuando dejé el rompecabezas y me volví hacia ellas, vi que me estaban mirando airadamente. Al mismo tiempo, era como si las hubiera sorprendido haciendo algo que no debían, y se separaron como con vergüenza.
—Es hora de que nos vayamos —dije, haciendo como que no había oído nada.
Pero Ruth no se lo tragó. Cuando pasaron a mi lado, me dirigió una mirada realmente maligna.
Así que, cuando salimos y seguimos a Rodney hacia el lugar donde el mes anterior había visto a la posible de Ruth, la sintonía entre nosotros era peor que nunca. Y las cosas difícilmente podían mejorar cuando Rodney no hacía más que equivocarse y llevarnos por calles que no eran. Al menos cuatro veces tomó confiadamente unas calles que salían de High Street, y las recorrimos hasta que se acabaron los comercios y las oficinas, y tuvimos que volver sobre nuestros pasos. Antes de que transcurriera mucho tiempo Rodney se había puesto a la defensiva y estuvo a punto de tirar la toalla. Pero al fin dimos con el lugar.
Habíamos dado la vuelta una vez más y nos dirigíamos hacia High Street cuando Rodney se detuvo bruscamente. Y señaló con un gesto callado una oficina de la acera de enfrente.
Y allí estaba. No era idéntica a la del anuncio de la revista que habíamos encontrado en el suelo helado aquel día, pero tampoco era tan distinta. La gran cristalera frontal se hallaba al nivel de la calle, de forma que cualquiera que pasara por delante podía mirar el interior: una gran planta diáfana con quizá una docena de mesas dispuestas en irregulares eles. Había pequeñas palmeras en macetas, máquinas relucientes y lámparas abatibles. La gente se movía entre las mesas, o se apoyaba en una mampara, y charlaba y se hacía bromas, o acercaban las sillas giratorias unas a otras para disfrutar de un café y un sándwich.
—Mira —dijo Tommy—. Es la pausa del almuerzo, pero no salen. No tienen por qué.
Seguimos mirando, y era un mundo que se nos antojaba elegante, acogedor, autosuficiente. Miré a Ruth y noté que sus ojos iban con ansiedad de una cara a otra de las oficinistas que se movían tras el cristal.
—Muy bien, Rod —dijo Chrissie—. ¿Quién decías que era su posible?
Lo dijo casi con sarcasmo, como si estuviera segura de que todo aquello no iba a resultar sino una gran equivocación de su pareja. Pero Rodney dijo en voz baja, con una excitación trémula:
—Aquélla. En aquel rincón. La del conjunto azul. La que ahora habla con la mujer grande de rojo.
No era nada obvio, pero cuanto más mirábamos más nos iba pareciendo que a Rodney no le faltaba un punto de razón. La mujer tenía unos cincuenta años, y conservaba una figura muy agradable. Su pelo era más oscuro que el de Ruth —aunque podía ser teñido—, y lo llevaba recogido atrás en una sencilla cola, tal como Ruth solía llevarlo. Se estaba riendo de algo que su amiga de rojo decía, y su cara, sobre todo cuando al final de la risa sacudía la cabeza, tenía ciertamente más de un atisbo de semejanza con Ruth.
Todos seguimos observándola sin decir una palabra. Entonces nos dimos cuenta de que en otra parte de la oficina, otra pareja de mujeres había reparado en nuestra presencia. Una de ellas levantó una mano y nos dirigió una seña incierta. Y ello rompió el ensalmo y salimos corriendo con tontas risitas de espanto.
Nos paramos en la misma calle, un poco más lejos, hablando atropelladamente todos a un tiempo. Todos menos Ruth, que guardaba silencio en medio de nuestra algarabía. No era fácil leer en su cara en aquel momento: no estaba decepcionada, pero tampoco eufórica. Esbozaba una media sonrisa, de esas que una madre de familia normal podría esbozar cuando sus hijos brincan a su alrededor mientras le piden a gritos que, por favor, les dé permiso para hacer tal o cual cosa. Así que allí estábamos, todos exponiendo nuestro punto de vista, y yo estaba contenta de poder decir, con toda sinceridad, al igual que los demás, que aquella mujer que acabábamos de ver en absoluto podía descartarse como posible. Lo cierto es que nos sentíamos todos aliviados: sin ser conscientes por completo de ello, nos habíamos estado preparando para una gran decepción. Pero ahora podíamos volver tranquilamente a las Cottages, y Ruth podía encontrar aliento en lo que había visto, y los demás podíamos apoyarla. Y la vida de oficina que la mujer parecía estar llevando guardaba una similitud asombrosa con la que Ruth había descrito tan a menudo como la que deseaba para sí misma. Con independencia de lo que había pasado entre nosotros en el curso de aquel día, en el fondo ninguno quería que Ruth volviese abatida, y en aquel momento nos sentíamos todos a salvo de esa eventualidad. Y así habríamos seguido —no me cabe la menor duda— si hubiéramos dado carpetazo al asunto en aquel momento.
Pero Ruth dijo:
—Vamos a sentarnos allí, encima de aquel muro. Sólo unos minutos. Y en cuanto se olviden de nosotros podemos volver a echar otra ojeada.
Estuvimos de acuerdo, pero cuando caminábamos hacia el muro bajo que rodeaba el pequeño aparcamiento que Ruth nos había indicado, Chrissie dijo, quizá con un punto excesivo de vehemencia:
—Pero si no podemos verla otra vez, estamos todos de acuerdo en que es una posible. Y en que es una oficina preciosa. De verdad.
—Esperamos unos minutos —dijo Ruth—, y volvemos.
Yo no me senté en el murete, porque estaba húmedo y se estaba desmoronando, y porque pensé que en cualquier momento podría salir alguien y gritarnos por sentarnos donde no debíamos. Pero Ruth sí se sentó en él, y a horcajadas, como si estuviese a lomos de un caballo. Y aún hoy conservo vívida la imagen de aquellos diez, quince minutos que estuvimos allí esperando. Nadie hablaba ya de ningún posible. Hacíamos como que estábamos pasando el rato, quizá en un paisaje pintoresco durante un despreocupado día de excursión. Rodney estaba bailando un poco, para expresar lo bien que nos sentíamos. Se puso de pie sobre el murete, mantuvo el equilibrio unos instantes y luego se dejó caer adrede hacia un lado. Tommy hacía bromas sobre algunas de las personas que pasaban, y aunque no tenían ninguna gracia todos nos reíamos de buena gana. Sólo Ruth, a horcajadas sobre el murete, permanecía en silencio. Seguía con la sonrisa en la cara, pero apenas se movía. La brisa le despeinaba el pelo, y el brillante sol invernal le hacía arrugar los ojos, de forma que era difícil saber si sonreía ante nuestras payasadas o hacía muecas para protegerse del sol. Son las imágenes que conservo de aquellos momentos, mientras esperábamos a que Ruth decidiera cuándo volver a echar una segunda ojeada a la oficina. Bien, pues nunca pudo tomar tal decisión porque antes sucedió algo.
Tommy, que había estado haciendo el tonto con Rodney en el murete, de pronto se plantó de un salto en el suelo y se quedó quieto. Luego dijo:
—Es ella. Es la misma mujer.
Todos dejamos de hacer lo que estábamos haciendo y miramos hacia la figura que se acercaba caminando desde la oficina. Ahora llevaba un abrigo de color crema, y se esforzaba por cerrar sin detenerse en la acera el maletín que sostenía. El cierre se le resistía, así que aminoraba la marcha y volvía a intentarlo. Seguimos observándola en una especie de trance, y pasó a nuestra altura por la otra acera. Luego, cuando iba a torcer para tomar High Street, Ruth se bajó de un brinco y dijo:
—Veamos adónde va.
Salimos de nuestro trance y empezamos a seguirla. De hecho, Chrissie tuvo que recordarnos que aflojáramos el paso o alguien iba a pensar que éramos una pandilla de atracadores que perseguían a una mujer. La seguimos por High Street, pues, a una distancia razonable, riéndonos tontamente, esquivando a la gente que pasaba, separándonos y volviéndonos a juntar. Debían de ser ya las dos de la tarde, y la acera estaba atestada de gente que hacía compras. A veces casi llegábamos a perderla, pero pronto recuperábamos su rastro, y nos demorábamos ante los escaparates cuando ella entraba en una tienda, y nos poníamos a sortear los cochecitos de bebé y a los ancianos en cuanto veíamos que salía.
Entonces la mujer salió de High Street y se adentró en las pequeñas calles cercanas al paseo marítimo. Chrissie temía que la mujer advirtiera nuestra presencia al haber dejado el gentío de High Street, pero Ruth continuó siguiéndola sin preocuparse lo más mínimo, y nosotros la seguimos a ella.
Al final entramos en una calle lateral estrecha flanqueada de casas normales, aunque con alguna que otra tienda. Tuvimos que caminar de nuevo en fila india, y en un momento dado vimos venir hacia nosotros a una furgoneta y tuvimos que pegarnos casi a las fachadas para permitirle el paso. Al poco, en la calle, no había más que la mujer y el grupo de chicos que la seguía, y si aquélla se hubiera dado la vuelta no habría podido evitar vernos. Pero se limitaba a seguir su camino, a una docena de pasos de nosotros, y al final entró a un local con el cartel «The Portway Studios».
Desde entonces he vuelto muchas veces a Portway Studios. Ha cambiado de dueños hace unos años, y ahora vende todo tipo de pequeñas artesanías: cerámicas, platos, animales de arcilla. En aquel tiempo eran dos grandes salas blancas donde exponían sólo pintura, magníficamente dispuesta, con grandes espacios entre cuadro y cuadro. El letrero de madera que colgaba entonces de la entrada sigue siendo el mismo. En fin, volviendo a aquel día, Rodney dijo que si nos quedábamos esperando en medio de aquella pequeña calle tranquila, sin duda despertaríamos sospechas, así que decidimos entrar en la galería, donde al menos podríamos fingir que contemplábamos las pinturas.
Al entrar vimos que la mujer a la que seguíamos estaba hablando con otra mujer mucho mayor de pelo plateado, que parecía al frente del negocio. Estaban sentadas a ambos extremos de un pequeño escritorio cercano a la puerta, y no había nadie más en la galería. Ninguna de las dos mujeres nos prestó atención cuando pasamos ante ellas; nos dispersamos y tratamos de hacer como que nos fascinaban aquellos cuadros.
Lo cierto es que, a pesar de lo interesada que yo estaba en la posible de Ruth, empecé a disfrutar de las pinturas que veía y de la absoluta paz del lugar. Era como si nos hubiéramos alejado cientos de kilómetros de High Street. Las paredes y los techos eran de color verde menta, y aquí y allá se veía un retazo de red de pesca o un trozo podrido de un barco encastrado en lo alto de la pared, al lado de las molduras. Las pinturas —óleos en su mayoría, en azules y verdes oscuros— eran también de tema marinero. Puede que fuera el cansancio, que se apoderaba súbitamente de nosotros —estábamos de viaje desde antes del alba—, pero yo no fui la única que se sumió en una especie de ensueño. Íbamos todos de un lado para otro, y nos quedábamos mirando un cuadro tras otro, y sólo ocasionalmente hacíamos algún que otro comentario en voz baja («¡Venid, mirad éste!»). Y durante todo el tiempo oíamos charlar a la posible de Ruth y a la mujer de pelo plateado. No hablaban en voz muy alta, pero en aquel lugar su conversación llenaba todo el espacio. Hablaban de un hombre que ambas conocían, de que no tenía la menor idea de cómo tratar a sus hijos. Y poco a poco, mientras escuchábamos lo que decían, y les echábamos una mirada de vez en cuando, algo empezó a cambiar. Me sucedió a mí, y estaba segura de que también les estaba sucediendo a mis compañeros. Si lo hubiéramos dejado después de ver a la mujer a través del ventanal de su oficina, incluso si la hubiéramos perdido mientras la perseguíamos por la ciudad, habríamos podido volver a las Cottages con una exultante sensación de triunfo. Pero ahora, en aquella galería, la mujer era demasiado cercana, mucho más cercana de lo que en realidad habríamos querido. Y cuanto más la oíamos hablar y más la mirábamos, menos parecida a Ruth la veíamos. Era una sensación que fue acrecentándose en nosotros de forma casi imperceptible, y podría asegurar que Ruth, absorta en una pintura del otro extremo de la sala, la estaba experimentando tanto como cualquiera de nosotros. Y probablemente por eso nos demoramos tanto en aquella galería; estábamos posponiendo el momento en que tendríamos que conferenciar sobre el asunto.
Entonces, de pronto, vimos que la mujer se había ido, y seguimos allí de pie, evitando mirarnos a los ojos. Pero ninguno de nosotros había pensado continuar el seguimiento de la posible de Ruth, y a medida que transcurrían los segundos era como si estuviéramos poniéndonos de acuerdo, sin palabras, en cómo veíamos ahora la situación.
Al final la mujer de pelo plateado se levantó del escritorio y le dijo a Tommy, que era el que más cerca estaba de ella:
—Es un trabajo especialmente atractivo. Ese cuadro es uno de mis preferidos.
Tommy se volvió hacia ella y dejó escapar una risa. Entonces, cuando corrí a socorrerle, la dama preguntó:
—¿Sois estudiantes de Arte?
—No exactamente —dije, antes de que Tommy pudiera responder—. Somos…, bueno, aficionados.
La mujer de pelo plateado nos dirigió una sonrisa radiante, y se puso a contarnos que el artista cuya obra estábamos contemplando era pariente suyo, y nos detalló su carrera hasta la fecha. Ello, al menos, tuvo el efecto de sacarnos de aquella especie de trance en el que estábamos inmersos, y todos nos agrupamos en torno a la mujer para escuchar lo que decía, tal como habríamos hecho en Hailsham si un custodio se hubiera puesto a hablarnos. Al ver nuestra reacción, la mujer de pelo plateado siguió hablando, y nosotros seguimos asintiendo con la cabeza y soltando exclamaciones mientras nos contaba dónde habían sido pintados aquellos cuadros, los días en los que al artista le gustaba trabajar, y cómo algunos los había pintado sin boceto previo. Luego su discurso llegó a una especie de final natural, y todos dejamos escapar sendos suspiros, le dimos las gracias y nos fuimos.
La calle era tan estrecha que no pudimos caminar normalmente en un buen trecho, y creo que todos lo agradecimos. No bien nos alejábamos de la galería en fila india, pude ver cómo Rodney, unos pasos más adelante, extendía teatralmente los brazos como si estuviera tan lleno de júbilo como en los primeros momentos de nuestra llegada a la ciudad. Pero no resultaba en absoluto convincente, y en cuanto llegamos a una calle más amplia nos paramos para reagruparnos.
Estábamos de nuevo cerca de un acantilado. Y, al igual que antes, si mirabas por encima del pretil veías unos senderos que zigzagueaban por la pendiente hasta llegar al mar, sólo que ahora al fondo veías también el paseo marítimo con hileras de puestos de madera.
Estuvimos unos momentos contemplando aquella vista, dejando que el viento nos golpeara en la cara. Rodney seguía tratando de mostrarse alegre, como si hubiera decidido no permitir que nada de lo que hubiera podido pasarnos pudiera echar a perder aquel viaje. Le estaba señalando a Chrissie algo en la lejanía, sobre la superficie del mar, pero ella apartó la mirada de él y dijo:
—Bien, creo que todos estamos de acuerdo, ¿no? Ésa no es Ruth —soltó una risita y puso una mano sobre el hombro de Ruth—. Lo siento. Todos lo sentimos. Pero no podemos culpar de nada a Rodney, la verdad. No era tan descabellado. Tenéis que admitir que cuando la vimos a través de aquel ventanal parecía… —dejó la frase en suspenso, y volvió a tocar el hombro de Ruth.
Ruth no dijo nada, pero esbozó un pequeño encogimiento de hombros, casi como para conjurar el tacto de la mano de su amiga. Miraba hacia lo lejos con los ojos entrecerrados, más hacia el cielo que hacia el mar. Yo sabía que estaba disgustada, pero alguien que no la hubiera conocido tan bien habría supuesto que simplemente estaba pensativa.
—Lo siento, Ruth —dijo Rodney, al tiempo que también le daba un golpecito en el hombro. Pero él tenía una sonrisa en el rostro, como si ni por asomo pensara que alguien pudiera censurarle por su error. Era la forma de disculparse de alguien que ha querido hacerte un favor y no ha tenido éxito.
Recuerdo que, al mirar entonces a Chrissie y a Rodney, pensé «sí, son buena gente». Se estaban portando amablemente al tratar de alegrar a Ruth. Al mismo tiempo, sin embargo, recuerdo que sentí también —a pesar de que eran ellos los que la estaban consolando, mientras Tommy y yo seguíamos callados— cierto resentimiento hacia ellos en nombre de Ruth. Porque, por mucho que se solidarizaran con ella, veía que en su interior se sentían aliviados. Aliviados porque las cosas hubieran resultado como habían resultado; porque se hallaban en posición de consolar a Ruth en lugar de haber quedado relegados en caso de unas esperanzas renovadas de su amiga. Se sentían aliviados por no tener que afrontar, más descarnadamente que nunca, la idea que les fascinaba y les mortificaba y les asustaba a un tiempo: la existencia de todo tipo de posibilidades para los alumnos de Hailsham y ninguna para ellos. Recuerdo que pensé entonces en lo diferentes de nosotros que eran en realidad Chrissie y Rodney.
Entonces Tommy dijo:
—No veo por qué puede importar tanto. Nos hemos divertido un montón.
—Puede que tú sí te hayas divertido un montón, Tommy —dijo Ruth en tono frío, con la mirada aún fija en algún punto de la lejanía—. No pensarías lo mismo si al que hubiéramos estado buscando hubiera sido tu posible.
—Seguro que sí —dijo Tommy—. No creo que sea tan importante. Encontrar a tu posible, a la persona de donde sacaron el modelo que utilizaron contigo. No entiendo qué puede variar eso.
—Gracias por tu profunda contribución al asunto —replicó Ruth.
—Pues yo creo que Tommy tiene razón —dije yo—. Es tonto suponer que vas a tener la misma vida que tu modelo. Estoy de acuerdo con Tommy. Nos hemos divertido mucho. No tendríamos que ponernos tan serios.
Y alargué también la mano para tocar en el hombro a Ruth. Quería que comprobase el contraste de mi tacto con el de Chrissie y Rodney, y deliberadamente elegí el mismo punto donde lo habían hecho ellos. Esperé alguna reacción, alguna señal de que aceptaba la comprensión de Tommy y mía de un modo distinto a como aceptaba la de los veteranos. Pero no hizo ningún gesto, ni siquiera el pequeño encogimiento de hombros con que había reaccionado ante Chrissie.
A mi espalda oí a Rodney paseándose de un lado a otro y haciendo ruidos para dar a entender que se estaba quedando helado ante el fuerte viento.
—¿Qué tal si vamos a visitar a Martin? —dijo—. Su apartamento está allí mismo, detrás de esas casas.
Ruth suspiró de pronto y se volvió hacia nosotros.
—Para ser sincera —dijo—, he sabido desde el principio que era una tontería.
—Sí —dijo Tommy con viveza—. Nos hemos divertido un montón.
Ruth le dirigió una mirada irritada.
—Tommy, por favor, cállate de una vez con lo de la maldita diversión. Nadie te escucha —luego, volviéndose hacia Chrissie y Rodney, prosiguió—: No quise decirlo cuando me hablasteis por primera vez de esa mujer. Pero lo cierto es que no era viable. Jamás, jamás utilizan a gente como esa mujer. Pensad un poco. ¿Por qué iba a querer prestarse a ser modelo de nadie? Todos lo sabemos, así que ¿por qué no lo asumimos? No se nos modela de ese modo…
—Ruth —corté con firmeza—. Ruth, cállate.
Pero ella siguió hablando:
—Todos lo sabemos. Se nos modela a partir de gentuza. Drogadictos, prostitutas, borrachos, vagabundos. Y puede que presidiarios, siempre que no sean psicópatas. De ahí es de donde venimos. Lo sabemos todos, así que por qué no decirlo. ¿Una mujer como ésa? Por favor… Sí, Tommy. Un poco de diversión. Divirtámonos un poco fingiendo. Esa otra mujer mayor de la galería, su amiga, ha pensado que éramos estudiantes de Arte. ¿Creéis que nos habría hablado así si hubiera sabido lo que somos realmente? ¿Qué creéis que habría dicho si se lo hubiéramos preguntado? «Perdone, pero ¿cree usted que su amiga ha hecho alguna vez de modelo para una clonación?». Nos habría echado de la galería. Lo sabemos, así que sería mejor que lo expresáramos con claridad. Si queréis buscar posibles, si queréis hacerlo como es debido, buscad en la cloaca. Buscad en los cubos de basura. Buscad en los retretes, porque es de ahí de donde venimos.
—Ruth —la voz de Rodney era firme y entrañaba una advertencia—. Olvidemos esto y vayamos a ver a Martin. Hoy tiene la tarde libre. Os va a gustar. Te partes de risa con él.
Chrissie rodeó a Ruth con un brazo.
—Venga, Ruth. Hagamos lo que dice Rodney.
Ruth se enderezó, y Rodney empezó a andar.
—Bien, podéis iros —dije, en voz baja—. Yo no voy.
Ruth se volvió hacia mí y me miró fijamente.
—Vaya. ¿Quién es la molesta ahora?
—No estoy molesta. Pero a veces no dices más que estupideces, Ruth.
—Oh, mirad quién se ha molestado, ahora. Pobre Kathy. Nunca le gusta que se hable claro.
—No tiene nada que ver con eso. No quiero visitar a un cuidador. Se supone que no tenemos que hacerlo, y ni siquiera conozco a ese tipo.
Ruth se encogió de hombros e intercambió una mirada con Chrissie.
—Bien —dijo—, no tenemos por qué ir juntos a todas partes. Si la damita no quiere venir con nosotros, no tiene por qué hacerlo. Que se vaya por ahí sola —se inclinó hacia Chrissie y le susurró teatralmente—: Es lo mejor cuando Kathy se pone de morros. Si la dejamos sola se le pasará.
—Estate en el coche a las cuatro —me dijo Rodney—. Si no, tendrás que hacer dedo —luego soltó una carcajada—. Venga, Kathy. No te enfurruñes. Ven con nosotros.
—No. Id vosotros. A mí no me apetece.
Rodney se encogió de hombros y echó de nuevo a andar. Ruth y Chrissie le siguieron, pero Tommy no se movió. Sólo cuando vio que Ruth le miraba fijamente, dijo:
—Me quedo con Kath. Si vamos a separarnos, yo me quedo con Kath.
Ruth lo miró con furia, se dio la vuelta y empezó a andar. Chrissie y Rodney miraron a Tommy con expresión incómoda, y al final siguieron a Ruth y se alejaron.