11

Debo explicar por qué me molestó tanto lo que Ruth había dicho en su último comentario. Aquellos primeros meses en las Cottages habían sido un período extraño en nuestra amistad. Nos peleábamos por todo tipo de pequeñeces, pero al mismo tiempo confiábamos la una en la otra más que nunca. Concretamente, solíamos tener charlas a solas, normalmente en mi habitación de lo alto del Granero Negro, antes de irnos a dormir. Eran quizá como una especie de querencia de aquellas otras charlas que solíamos tener en el dormitorio de Hailsham cuando apagaban las luces. Sea como fuere, lo cierto es que, por mucho que nos hubiéramos peleado durante el día, al llegar la hora de acostarnos Ruth y yo volvíamos a estar sentadas en mi colchón, una al lado de la otra, con nuestras bebidas calientes, confiándonos nuestros más profundos sentimientos sobre nuestra nueva vida, como si entre nosotras no hubiera habido ningún serio desacuerdo. Y lo que hacía posible estos encuentros íntimos —e incluso la amistad misma en aquellos días— era el entendimiento mutuo de que todo lo que nos dijéramos en estos momentos iba a ser tratado con el mayor de los respetos, de que jamás traicionaríamos nuestras confidencias, y de que por mucho que nos peleáramos nunca utilizaríamos en contra de la otra nada de lo que hubiéramos podido decir en esas charlas. Cierto que nunca lo habíamos expresado así, explícitamente, pero era, como digo, una especie de acuerdo tácito, y hasta aquella tarde de la novela Daniel Deronda ninguna de nosotras lo había quebrantado en ningún momento. Y ésa era la razón por la que, cuando Ruth dijo que yo no había sido «nada lenta» al hacer amistad con ciertos veteranos, no sólo me enfadé sino que me sentí traicionada. Porque no había ninguna duda de lo que había querido decir al hacerlo: se estaba refiriendo a algo que le había confiado una noche sobre mí y el sexo.

Como cabe suponer, el sexo en las Cottages era diferente del que había habido en Hailsham. Era mucho más franco y directo, más «adulto». Uno no iba por ahí cotilleando y con risitas sobre quién lo había hecho con quién. Si sabías que entre dos alumnos había habido sexo, no empezabas inmediatamente a especular sobre si iban o no a convertirse en una pareja estable. Y si surgía un día una pareja nueva, no te ponías a hablar de ello en todas partes como si se tratara de un gran acontecimiento. Lo aceptabas con naturalidad y, a partir de entonces, cuando te referías a uno de ellos también te referías al otro, como cuando decías «Chrissie y Rodney» o «Ruth y Tommy». Cuando alguien quería tener sexo contigo, todo era también mucho más franco y directo. Se te acercaba un chico y te preguntaba si te apetecía pasar la noche con él en su cuarto, «para variar», o algo por el estilo. Sin grandes alharacas. A veces lo hacía porque quería llegar a formar una pareja contigo, otras porque quería sólo una relación de una noche.

El ambiente, como digo, era mucho más adulto. Pero cuando miro hoy hacia atrás, el sexo en las Cottages se me antoja un tanto funcional. Tal vez precisamente porque había dejado de existir todo cotilleo y todo secretismo. O tal vez porque hacía mucho frío.

Cuando recuerdo el sexo en las Cottages, pienso en que lo hacíamos en habitaciones heladoras y en la más completa oscuridad, normalmente bajo una tonelada de mantas. Y las mantas no eran a menudo ni siquiera tales, sino una extraña mezcla en la que podía haber viejas cortinas e incluso trozos de moqueta. A veces hacía tanto frío que lo que hacías era echarte encima todo lo que encontrabas a mano, y si en el fondo de todo aquel montón estabas haciendo sexo, era como si un alud de ropa de cama te estuviera embistiendo desde arriba, de forma que la mitad del tiempo no sabías si lo estabas haciendo con el chico o con toda aquella montaña.

En fin, el caso es que, poco después de nuestra llegada a las Cottages, tuve unos cuantos encuentros sexuales de una noche. No lo había planeado así. Mi plan era tomarme mi tiempo, y quizá llegar a formar pareja con alguien que yo hubiera elegido cuidadosamente. Jamás había tenido pareja, y después de haber observado a Ruth y a Tommy durante un tiempo, sentía mucha curiosidad y me apetecía intentarlo. Como digo, ése era mi plan, y cuando vi que todos mis amantes eran de una noche empecé a inquietarme un poco. Por eso decidí confiarme a Ruth aquella noche.

En líneas generales era una charla nocturna como otra cualquiera. Estábamos con nuestras tazas de té, sentadas una al lado de la otra en mi colchón, con la cabeza ligeramente agachada para no darnos con las vigas. Hablábamos de los chicos de las Cottages, y de si alguno de ellos podría convenirme. Ruth estuvo como nunca: alentadora, divertida, sensata, llena de tacto. Por eso me animé a contarle lo de los chicos de una noche. Le dije que me había sucedido sin que yo lo deseara realmente; y que, aunque no pudiéramos tener niños haciéndolo, el sexo había hecho cosas extrañas en mis sentimientos, tal como la señorita Emily nos había advertido. Y luego le dije:

—Ruth, quería preguntártelo. ¿Alguna vez te pones de tal forma que lo único que quieres es hacerlo? ¿Casi con todo el mundo?

Ruth se encogió de hombros, y dijo:

—Tengo pareja. Si quiero hacerlo, lo hago con Tommy.

—Ya, entiendo. Puede que sea yo. Puede que haya algo en mí que no está bien, me refiero ahí abajo. Porque a veces realmente lo necesito, necesito hacerlo.

—Es extraño, Kathy.

Se quedó mirándome fijamente, con aire preocupado (lo cual me intranquilizó aún más).

—O sea que a ti nunca te pasa…

Volvió a encogerse de hombros.

—No para ponerme a hacerlo con todo el mundo. Lo que me cuentas suena un poco raro, Kathy. Pero quizá se te pase al cabo de un tiempo.

—A veces no me pasa en mucho tiempo. Y de pronto me viene. La primera vez me sucedió así. Él empezó a abrazarme y a besuquearme y lo único que yo quería era que me dejara en paz. Y de repente me vino, así, sin más. Y tuve que hacerlo.

Ruth sacudió la cabeza.

—Suena un tanto extraño. Pero probablemente se te pasará. Quizá tenga que ver con la comida que nos dan aquí.

No me fue de gran ayuda, pero me había mostrado su solidaridad y me sentí un poco mejor. Por eso me sobresaltó tanto que me lo soltara como me lo soltó, en medio de la discusión que tuvimos aquella tarde en el campo. De acuerdo, quizá no había nadie por allí cerca que hubiera podido oírlo, pero aun así había algo que no estaba en absoluto bien en lo que había hecho. En los primeros meses en las Cottages, nuestra amistad se había mantenido incólume, porque —para mí al menos— no existía la menor duda de que había dos Ruth completamente diferentes. Una era la Ruth que siempre trataba de impresionar a los veteranos, que no dudaba en ignorarme a mí, y a Tommy, y a cualquiera del grupo de Hailsham, si en algún momento pensaba que podíamos cortarle las alas. La Ruth que no me gustaba, la que podía ver todos los días dándose aires y fingiendo ser la que no era; la Ruth que daba golpecitos en el brazo, a la altura del codo. Pero la Ruth que se sentaba conmigo en mi cuarto del altillo al acabarse el día, con las piernas extendidas a lo largo del borde del colchón, con la taza humeante entre las manos, era la Ruth de Hailsham, y poco importaba lo que hubiera podido pasar durante el día porque yo podía reanudar mi conversación con ella donde la hubiéramos dejado la noche anterior. Y hasta aquella tarde en el campo había habido como un acuerdo tácito para que las dos Ruth no se mezclaran, para que la Ruth a quien yo confiaba mis cosas fuera precisamente la Ruth en quien se podía confiar. Y por eso, cuando me dijo aquello en el campo, aquello de que «al menos no había sido nada lenta en hacer amistad con algunos veteranos», me molesté muchísimo. Por eso cogí el libro y me fui sin despedirme.

Pero cuando pienso en ello ahora, veo las cosas más desde el punto de vista de Ruth. Veo, por ejemplo, cómo debió de sentarle que hubiera sido yo la primera en romper nuestro acuerdo tácito, y que la pequeña pulla de aquella tarde del campo bien podía haber sido tan sólo una revancha. Esto no se me ocurrió en ningún momento entonces, pero hoy creo que es una posible explicación del incidente. Después de todo, inmediatamente antes de que hiciera aquel comentario yo le había estado hablando del asunto de los golpecitos en el codo. Es un poco difícil de explicar pero, como he dicho, había llegado a darse una especie de inteligencia entre nosotras en cuanto al modo de comportarse de Ruth ante los veteranos. A menudo fanfarroneaba y daba a entender cosas que yo sabía que no eran ciertas. Y a veces, como también he dicho, hacía cosas para impresionar a los veteranos a nuestras expensas. Pienso que Ruth, en cierto modo, creía que lo que hacía lo estaba haciendo en beneficio de todos nosotros. Y mi papel, en mi calidad de amiga más íntima, era prestarle un callado apoyo, como si hubiera estado en la primera fila de un patio de butacas mientras ella interpretaba su papel en el escenario. Ruth luchaba por llegar a ser alguien distinto, y quizá soportaba una presión mayor que el resto de nosotros, porque, como digo, había asumido la responsabilidad del grupo. Así pues, la forma en que le hablé de lo de los golpecitos en el codo bien pudo considerarlo una traición, la cual habría hecho comprensible su desquite. Como ya he dicho, se trata de una explicación que no se me ha ocurrido hasta hace poco. En aquel tiempo no me fue posible ver las cosas desde una perspectiva más amplia, ni examinar detenidamente mi papel en ellas. Supongo que, en general, nunca aprecié como debía el gran esfuerzo de Ruth por avanzar, por crecer, por dejar definitivamente atrás Hailsham. Al recordarlo hoy, me viene a la cabeza algo que me dijo una vez siendo su cuidadora en el centro de recuperación de Dover. Estábamos sentadas en su habitación, tomando el agua mineral y las galletas que le había llevado mientras contemplábamos la puesta de sol, como tantas veces hacíamos, y le estaba contando que, en el arcón de pino de mi habitación amueblada, conservaba casi todo lo que atesoraba en el antiguo arcón de mis cosas de Hailsham. Y en un momento dado, sin pretender llegar a ninguna parte ni demostrar nada, le pregunté:

—Tú nunca conservaste tus cosas de Hailsham, ¿verdad?

Ruth, incorporada en la cama, se quedó callada durante un buen rato, mientras la tarde caía sobre la pared de azulejos, a su espalda. Y al cabo dijo:

—Acuérdate de cómo los custodios, cuando nos íbamos a marchar, insistieron en que podíamos llevarnos todas nuestras cosas. Así que yo lo saqué todo del arcón y lo metí en mi bolsa de viaje. Mi plan era encontrar un buen arcón de madera donde poder guardarlo todo en cuanto llegara a las Cottages. Pero cuando llegamos, vi que ninguno de los veteranos tenía cosas personales. Sólo nosotros, y no era normal. Seguro que todos nos dimos cuenta, no sólo yo, pero no hablamos de ello, ¿verdad? Así que no busqué un nuevo arcón. Mis cosas siguieron en la bolsa meses y meses, y al final me deshice de ellas.

La miré con fijeza.

—¿Tiraste todas tus cosas a la basura?

Ruth sacudió la cabeza, y durante los minutos que siguieron pareció repasar mentalmente los diferentes objetos de su antiguo arcón de Hailsham. Y luego dijo:

—Las puse en una gran bolsa de plástico, pero no podía soportar la idea de tirarlo todo al cubo de la basura, así que un día en que el viejo Keffers estaba a punto de salir para el pueblo, me acerqué a él y le pedí que por favor llevara la bolsa a una tienda. Sabía de la existencia de tiendas de caridad, y me había informado sobre ellas. Keffers hurgó un poco en la bolsa, pero no lograba hacerse una idea de lo que era cada cosa (¿por qué habría de saberlo?). Lanzó una carcajada y dijo que ninguna tienda de las que él conocía querría semejantes cosas. Y yo le dije que eran cosas buenas, buenas de verdad. Y al ver que me estaba poniendo sentimental, cambió de registro. Y dijo algo como: «De acuerdo, señorita, lo llevaré a la gente de Oxfam». Luego hizo un esfuerzo enorme y dijo: «Ahora que lo he visto mejor, tiene usted razón. ¡Son cosas estupendas!».

»Pero no estaba muy convencido. Supongo que se lo llevó todo y lo tiró por ahí en algún cubo de basura. Pero al menos yo no tuve que saberlo —sonrió y añadió—: Tú eras diferente. Lo recuerdo. A ti nunca te avergonzaron tus cosas personales, y siempre las conservabas. Ojalá hubiera hecho yo lo mismo.

Lo que trato de decir es que todos nosotros nos esforzábamos cuanto podíamos por adaptarnos a nuestra nueva vida, y supongo que hicimos cosas que más tarde habríamos de lamentar. Me indignó profundamente el comentario de Ruth aquella tarde en el campo, pero no tiene sentido que ahora trate de juzgarla —ni a ella ni a ninguno de mis compañeros— por su comportamiento en aquellos días primeros de nuestra estancia en las Cottages.

Al llegar el otoño, y familiarizarme más con nuestro entorno, empecé a reparar en cosas que antes había pasado por alto. Estaba, por ejemplo, aquella extraña actitud hacia los alumnos que se habían ido recientemente. Los veteranos, al volver de sus excursiones a la Mansión Blanca y la Granja de los Álamos, nunca escatimaban anécdotas de personajes que habían conocido allí; pero raras veces mencionaban a los alumnos que, hasta muy poco antes de que llegáramos nosotros, sin duda habían tenido que ser sus más íntimos amigos.

Otra cosa que advertí —y que sin duda tenía que ver con lo anterior— fue el enorme silencio que se abatía sobre ciertos veteranos cuando se iban a seguir ciertos «cursos» (que hasta nosotros sabíamos que tenían relación con su preparación para convertirse en cuidadores). Estaban fuera cuatro o cinco días, durante los cuales apenas se les mencionaba, y cuando volvían nadie les preguntaba nada. Supongo que hablaban con sus amigos más íntimos en privado. Pero se daba por sentado que de estos viajes no se hablaba abiertamente. Recuerdo una mañana en que, a través del cristal empañado de la ventana de la cocina, vi a dos veteranos que salían para un curso, y me pregunté si la primavera o el verano siguiente se habrían ido para siempre y todos tendríamos que tener mucho cuidado de no mencionarlos.

Pero quizá exagero al decir que se convertía en tabú el tema de los alumnos que habían dejado las Cottages. Si tenían que mencionarse, se mencionaban. Lo más normal era que se refirieran a ellos de forma indirecta, relacionándolos con un objeto o una tarea. Por ejemplo, si había que hacer reparaciones en una cañería de desagüe del techo, se armaba un animado debate sobre «cómo solía arreglarlo Mike». Y delante del Granero Negro había un tocón que todo el mundo llamaba «el tocón de Dave», porque durante tres años —hasta apenas tres semanas antes de nuestra llegada a las Cottages—, Dave se sentaba en él para leer y escribir (a veces incluso cuando hacía frío o llovía). Luego estaba Steve, quizá el más memorable de todos. Ninguno de nosotros llegamos a descubrir nunca el tipo de persona que había sido Steve, si exceptuamos el hecho de que le gustaban las revistas porno.

De cuando en cuando te encontrabas una revista porno detrás de un sofá o en medio de una pila de viejos periódicos. Eran lo que se ha dado en llamar porno «suave», aunque en aquel tiempo nosotros no sabíamos de tales distinciones. Nunca habíamos visto nada parecido en Hailsham, y no sabíamos qué pensar. Los veteranos solían echarse a reír cuando aparecía una en alguna parte; pasaban las hojas rápida y displicentemente y la tiraban a un lado, así que nosotros hacíamos lo mismo. Cuando Ruth y yo recordábamos todo esto hace unos años, ella afirmaba que las revistas en cuestión circulaban por docenas en las Cottages.

—Nadie admitía que le gustaban —dijo—. Pero acuérdate de cómo era la cosa. Aparecías en una habitación donde la gente estaba mirando una, y todos fingían que se aburrían como ostras. Sin embargo volvías al cabo de media hora y la revista ya no estaba.

En fin, lo que quiero decir es que siempre que aparecía alguna de estas revistas, la gente se apresuraba a decir que eran de «la colección de Steve». Steve, dicho de otro modo, era el responsable de cuanta revista porno pudiera aparecer en cualquier momento en las Cottages. Como ya he dicho, nunca averiguamos mucho más acerca de Steve. Pero incluso entonces veíamos el lado divertido del asunto, porque cuando alguien veía una de ellas y decía «Mira, una de las revistas de Steve», lo hacía con un punto de ironía.

Estas revistas, por cierto, solían llevar a mal traer al viejo Keffers. Se decía que era muy religioso y que estaba radicalmente en contra no sólo del porno, sino del sexo en general. A veces se ponía como un loco —le veías la cara iracunda y llena de manchas bajo las patillas grises— y se movía con ruido por todo el lugar, e irrumpía sin llamar en los cuartos de los alumnos, decidido a requisar hasta la última de las «revistas de Steve». En tales ocasiones nos esforzábamos por encontrarlo divertido, pero había algo realmente aterrador en él cuando estaba en ese estado. Para empezar, de pronto dejaba de rezongar en voz alta como hacía normalmente y callaba, y bastaba su silencio para conferirle un aura pavorosa.

Recuerdo una vez en que Keffers había recogido seis o siete «revistas de Steve» y había salido en tromba con ellas hacia la furgoneta. Laura y yo estábamos observándole desde lo alto de mi habitación, y yo me reía de algo, que acababa de decir Laura. Entonces vi que Keffers abría la puerta de su furgoneta, y quizá porque necesitaba ambas manos para mover unas cosas de su interior, dejó las revistas encima de unos ladrillos que había junto al cobertizo de la caldera (unos veteranos habían intentado construir una barbacoa unos meses antes, y los habían dejado allí apilados). La figura de Keffers, agachada y con la cabeza y los hombros dentro de la furgoneta, siguió revolviendo y revolviendo en su interior durante largo rato, y algo me dijo que, pese a su furia de un momento atrás, había olvidado por completo las revistas. En efecto, minutos después vi que se enderezaba, subía a la furgoneta y se ponía al volante, cerraba la puerta de golpe y apretaba el acelerador.

Cuando le dije que Keffers se había dejado las revistas, Laura dijo:

—Bueno, no van a durar mucho ahí. Tendrá que volver a requisarlas todas el día en que decida empezar una nueva purga.

Pero cuando pasé junto al cobertizo de la caldera aproximadamente media hora después, vi que nadie había tocado las revistas. Por un instante pensé en llevármelas a mi cuarto, pero sabía que si las encontraban en él algún día, las tomaduras de pelo no me iban a dejar vivir en paz en mucho tiempo; no habría modo humano de que alguien entendiera mis motivos para haberlas guardado. Por tanto, las cogí y me metí en el cobertizo con ellas.

El cobertizo de la caldera era en realidad otro granero, construido a un extremo de la casa de labranza y atestado de viejas segadoras y horcas, maquinaria que Keffers suponía que no ardería si alguna vez la caldera decidía explotar. Keffers también tenía un banco de trabajo, así que puse las revistas encima, aparté algunos trapos y me aupé para sentarme sobre el tablero. La luz no era muy buena, pero había una ventana mugrienta a mi espalda, y cuando abrí la primera revista comprobé que podía verla con la suficiente claridad.

Había montones de fotografías de chicas con las piernas abiertas o poniendo el culo en pompa. He de admitir que ha habido veces en las que al mirar fotografías de este tipo he acabado excitándome, aunque jamás he fantaseado con hacerlo con una chica. Pero aquella tarde no era eso lo que buscaba. Pasé las hojas con rapidez, sin dejarme distraer por ningún efluvio de sexo que pudiera emanar de aquellas páginas. De hecho, apenas me detenía en los cuerpos contorsionados, porque en lo que me fijaba era en las caras. Me detenía en las caras de las modelos, incluso en las de los pequeños encartes de anuncios de vídeos y demás, y no pasaba a las siguientes sin haberlas examinado cuidadosamente.

Las había mirado ya casi todas cuando de pronto tuve la certeza de que había alguien afuera, de pie, justo al lado de la puerta. Había dejado la puerta abierta porque así se dejaba normalmente, y porque quería que hubiera luz. Antes me había sorprendido ya dos veces levantando la mirada, pues creía haber oído un pequeño ruido, pero al no ver a nadie, había seguido con lo que estaba haciendo. Ahora era distinto: bajé la revista y lancé un hondo suspiro para que quienquiera que estuviese afuera pudiera oírlo.

Aguardé a las risitas, o quizá a que dos o tres alumnos irrumpieran bruscamente en el granero, deseosos de aprovechar el haberme sorprendido con un montón de revistas pornográficas. Pero no sucedió nada. Así que dije en voz alta, en un tono que quería ser cansino:

—Encantada de que te unas a mí en esto. ¿Por qué esa timidez?

Me llegó una risa, y a continuación apareció Tommy en el umbral.

—Hola, Kath —dijo tímidamente.

—Entra, Tommy. Ven a divertirte.

Tommy se acercó a mí con cautela, y se quedó quieto a unos pasos. Luego miró hacia la caldera y dijo:

—No sabía que te gustaran ese tipo de fotos.

—A las chicas también nos está permitido mirarlas, ¿no?

Seguí pasando las páginas, y durante unos segundos Tommy permaneció callado. Y luego le oí decir:

—No estaba intentando espiarte. Pero te he visto desde mi cuarto. He visto que salías y cogías esa pila de revistas que se ha dejado Keffers.

—También puedes mirarlas tú cuando yo termine.

Tommy rió incómodamente.

—Sólo es sexo. Supongo que ya lo he visto todo.

Soltó otra risa, pero esta vez, cuando levanté la vista para mirarle, vi que me estaba observando con expresión muy seria. Y oí que me preguntaba:

—¿Estás buscando algo concreto, Kath?

—¿A qué te refieres? Sólo estoy mirando estas fotos guarras.

—¿Sólo por gusto?

—Supongo que tendría que responder que sí —dejé una revista a un lado y abrí la siguiente.

Entonces oí las pisadas de Tommy, e instantes después noté que estaba a mi lado. Cuando volví a alzar la mirada, sus manos planeaban ansiosas por el aire, como si yo estuviera haciendo un trabajo manual complicado y él se muriera de ganas de ayudarme.

—Kath, no se hace… Bien, si lo estás haciendo por gusto, no se miran así. Tienes que ir mirando cada foto con mucho más detenimiento. Si las pasas tan deprisa no consigues nada.

—¿Cómo sabes lo que funciona para las chicas? ¿O es que ya las has mirado con Ruth? Perdona, lo he dicho sin pensar.

—Kath, ¿qué es lo que quieres?

No le hice caso. Había visto casi todo el montón, y sentía impaciencia por terminarlo. Y Tommy dijo:

—Una vez te vi haciendo esto mismo.

Dejé las fotos y lo miré.

—¿Qué pasa, Tommy? ¿Te ha reclutado Keffers para la patrulla contra el porno?

—No te estaba espiando. Pero te vi la semana pasada, después de que hubiéramos estado todos en el cuarto de Charley. Había una de esas revistas, y pensaste que no íbamos a volver. Yo tuve que volver para recoger mi jersey, y como las puertas de Claire estaban abiertas se podía ver todo el cuarto de Charley. Y allí estabas, mirando aquella revista.

—Bueno, ¿y qué? Todos tenemos que darnos gusto de alguna manera.

—No lo hacías por gusto. Lo vi perfectamente, lo mismo que ahora. Lo veo en tu cara, Kath. Aquella vez, en el cuarto de Charley, tenías una cara muy extraña. Como si estuvieras triste, no sé. Y también un poco asustada.

Brinqué fuera del banco de trabajo, recogí las revistas y se las lancé a los brazos.

—Toma. Dáselas a Ruth. A ver si les puede sacar algún provecho.

Pasé junto a él y salí del cobertizo. Sabía que se sentiría decepcionado porque no le había contado nada de mí misma, pero en aquel punto yo no había reflexionado apropiadamente sobre mi persona, así que difícilmente iba a contarle mis cosas a nadie. Desde luego no me importaba que hubiera entrado en el cobertizo donde yo estaba. No me importaba en absoluto. Me sentía reconfortada, casi protegida. Acabaría diciéndole lo que quería saber, pero no lo haría hasta unos meses más tarde, cuando organizamos aquella excursión a Norfolk.