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A veces voy conduciendo por una larga y sinuosa carretera que atraviesa los pantanos, o a través de hileras de campos llenos de surcos, bajo un cielo grande y gris y sin el menor cambio en kilómetros y kilómetros, y me sorprendo pensando en el texto de mi trabajo, en el que se suponía que tenía que escribir entonces, cuando estábamos en las Cottages. Los custodios nos habían hablado de estos trabajos a lo largo de aquel último verano, tratando de ayudarnos a cada uno de nosotros a elegir el tema que habría de absorbernos provechosamente durante quizá dos años. Y aunque no sabría decir por qué —quizá veíamos algo en la actitud de los custodios—, nadie creía realmente que estos trabajos fueran tan importantes, y entre nosotros apenas hablábamos del asunto. Recuerdo cuando entré en el aula para decirle a la señorita Emily que el tema que había elegido era «la novela victoriana»; en realidad no había pensado demasiado en ello, y vi que ella se daba perfecta cuenta de mi escaso entusiasmo; se limitó a dirigirme una de sus miradas inquisitivas, y no dijo nada más.

Pero en cuanto llegamos a las Cottages estos trabajos cobraron una nueva importancia. En los primeros días —y, en el caso de algunos de nosotros, durante mucho más tiempo— fue como si cada cual se aferrara a su propio trabajo, la última tarea de Hailsham, una especie de obsequio de despedida de los custodios. Con los años llegarían a borrarse de nuestra mente, pero durante un tiempo aquellos trabajos nos ayudaron a mantenernos a flote en nuestro nuevo entorno.

Cuando hoy pienso en el mío, no hago sino evocarlo con cierto detenimiento: puedo dar con un enfoque absolutamente nuevo que no consideré entonces, o con diferentes escritores y obras que podría haber abordado. Estoy tomando café en una gasolinera, por ejemplo, mirando la autopista a través de los grandes ventanales, y ese trabajo acude a mi cabeza sin motivo alguno. Entonces disfruto allí sentada, repasándolo de nuevo de principio a fin. Sólo últimamente he barajado la idea de retomarlo y volver a trabajar en él, ahora que voy a dejar de ser cuidadora y voy a disponer de tiempo para hacerlo. Pero supongo que en el fondo no lo pienso en serio. Es una pizca de nostalgia que me ayuda a pasar el tiempo. Pienso en aquel trabajo del mismo modo en que podría pensar en un partido de rounders de Hailsham en el que hubiera jugado particularmente bien, o en una discusión ya remota para la que ahora se me ocurren montones de argumentos inteligentes que podría haber esgrimido entonces. Es en ese nivel en el que tiene lugar lo que digo, en el de los sueños de vigilia. Pero como ya he dicho, no era así cuando por primera vez llegamos a las Cottages.

Ocho de los que habíamos dejado Hailsham aquel verano fuimos a parar a las Cottages. Otros fueron a la Mansión Blanca, en las colinas galesas, o a la Granja de los Álamos, en Dorset. Entonces no sabíamos que todos estos lugares no tenían sino unos nexos muy lejanos con Hailsham. Al llegar a las Cottages esperábamos encontrar una versión de Hailsham para alumnos mayores, y supongo que así seguimos considerándolas durante un tiempo. Ciertamente no pensábamos mucho sobre nuestras vidas más allá de los límites de las Cottages, o sobre quiénes las regentaban, o de qué forma casaban con el mundo exterior. En aquellos días ninguno de nosotros pensaba mucho en esas cosas.

Las Cottages eran lo que quedaba de una granja que había dejado de funcionar unos años antes. Constaba de una vieja casa de labranza, y de graneros, anexos y establos diseminados a su alrededor que habían sido reformados para alojarnos. Había otras edificaciones más distantes, en la periferia, que prácticamente se estaban derrumbando, de las que apenas podíamos hacer uso pero de las que nos sentíamos vagamente responsables, sobre todo a causa de Keffers. Éste era un viejo gruñón que aparecía dos o tres veces por semana en su furgoneta embarrada para supervisar las Cottages. No le gustaba mucho hablar con nosotros, y su modo de hacer la ronda —siempre suspirando y sacudiendo la cabeza con expresión asqueada— dejaba bien claro que a su juicio ni por asomo estábamos cuidando bien el lugar. Pero jamás quedaba claro qué más quería que hiciéramos. A los recién llegados nos había entregado una lista de tareas, y los alumnos que ya estaban allí —«los veteranos», como Hannah los llamaba— habían fijado desde hacía tiempo unos turnos de trabajo que los ex alumnos de Hailsham acatamos con escrupulosidad. En realidad no había mucho más que hacer que dar parte de los canalones con goteras y limpiar con la fregona después de las inundaciones.

La vieja casa de labranza —el corazón de las Cottages— tenía varias chimeneas donde quemábamos los troncos cortados que se apilaban en los graneros. Si no encendíamos las chimeneas teníamos que arreglarnos con unas grandes estufas cuadradas (lo malo es que funcionaban con bombonas de gas, y a menos de que hiciera verdadero frío, Keffers no solía traer suficientes). Siempre le pedíamos que nos dejara las que necesitábamos, pero él sacudía la cabeza con aire sombrío, como si fuéramos a utilizarlas frívolamente o a hacerlas explotar. Así, recuerdo que la mayor parte del tiempo, salvo los meses de verano, hacía mucho frío. Te ponías dos, tres jerséis, y los vaqueros se te quedaban tiesos y fríos. A veces no nos quitábamos las botas de agua en todo el día, e íbamos dejando rastros de barro y de humedad por todas las habitaciones. Keffers, al ver esto, volvía a sacudir la cabeza, pero cuando le preguntábamos qué otra cosa podíamos hacer, en el estado en que estaba el piso, no respondía ni media palabra.

Puede que la forma en que lo cuento pueda dar a entender que allí todo era horrible, pero a ninguno de nosotros nos importaba en absoluto la falta de confort; formaba parte del encanto de vivir en las Cottages. A fuerza de ser sinceros, sin embargo, la mayoría de nosotros habríamos admitido de buen grado —sobre todo al principio— que echábamos en falta a los custodios. Durante un tiempo, unos cuantos de nosotros incluso intentamos considerar a Keffers como a una especie de custodio, pero él se negó en redondo a entrar en el juego. Te acercabas a saludarle cuando le veías llegar en su furgoneta, y él se quedaba mirándote como si estuvieras loco. En realidad, era algo que se nos había repetido una y otra vez: después de Hailsham ya no habría más custodios, y tendríamos que cuidarnos los unos de los otros. Y he de decir que, en general, Hailsham nos preparó muy bien en tal sentido.

La mayoría de los compañeros con los que había tenido cierta intimidad en Hailsham vinieron también a las Cottages aquel verano. No me habría importado que viniera Cynthia E., la chica que aquella vez en el Aula de Arte había dicho que yo era la «sucesora natural» de Ruth, pero fue a Dorset con el resto de su grupo. Y oí que Harry, el chico con quien por poco me inicio en el sexo, había ido a Gales. Pero todos los de nuestro grupo habíamos seguido juntos. Y si alguna vez echábamos de menos a los demás, siempre podíamos decirnos que nada nos impedía que fuéramos a visitarles. A pesar de todas las clases de la señorita Emily, a la sazón aún no teníamos una idea cabal de las distancias, ni de lo fácil o difícil que era llegar a este o aquel sitio. Hablábamos de pedirles a los veteranos que nos llevaran con ellos cuando fueran de viaje, o de que con el tiempo aprenderíamos a conducir y podríamos ir a ver a nuestros compañeros del pasado siempre que quisiéramos.

Claro que en la práctica, sobre todo durante los primeros meses, raras veces salíamos de los confines de las Cottages. Ni siquiera paseábamos por los campos de los alrededores ni nos aventurábamos hasta el pueblo más cercano. Pero no creo que tuviéramos miedo exactamente. Sabíamos que nadie nos prohibiría salir de los límites de las Cottages, siempre que estuviéramos de vuelta el día y a la hora en que Keffers debía anotarnos en su libro de registro. El verano de nuestra llegada, veíamos constantemente cómo los veteranos hacían sus bolsas y mochilas y se iban para dos o tres días, lo que a nosotros nos parecía un relajo temerario. Los observábamos con asombro, y nos preguntábamos si al año siguiente nosotros haríamos lo mismo. Lo haríamos, por supuesto, pero durante nuestra primera etapa fue algo sencillamente inimaginable. No hay que olvidar que hasta entonces jamás habíamos salido de los terrenos de Hailsham, y estábamos un tanto desconcertados. Si alguien me hubiera dicho entonces que antes de que pasara un año no sólo iba a acostumbrarme a dar largos paseos sola, sino que empezaría también a aprender a conducir un coche, habría pensado que estaba loco.

Hasta Ruth se había sentido amilanada aquel día soleado en que el minibús nos dejó delante de la casa de labranza, rodeó el pequeño estanque y desapareció ladera arriba. A lo lejos veíamos colinas que nos recordaban a las también distantes colinas de Hailsham, pero se nos antojaban extrañamente tortuosas, como cuando dibujas a un amigo y te sale bien, pero no perfecto, y la cara que ves en la hoja te pone los pelos de punta. Pero al menos era verano, y en las Cottages las cosas aún no se habían puesto como se pondrían unos meses después, con la proliferación de charcos helados y la tierra congelada y áspera y dura como la piedra. El sitio era hermoso y acogedor, con hierba crecida por todas partes (una auténtica novedad para nosotros). Al llegar nos quedamos allí quietos, los ocho hechos una piña, mirando cómo Keffers entraba y salía de la casa, aguardando a que de un momento a otro nos dirigiera la palabra. Pero no lo hizo, y lo único que le pudimos oír fue las irritadas frases que masculló sobre los alumnos que ya vivían en la granja. Salió a coger algo de la furgoneta, nos echó una mirada lúgubre, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta a su espalda.

No mucho después, sin embargo, los veteranos, que se habían estado divirtiendo un rato al ver nuestro aire patético —nosotros haríamos más o menos lo mismo el verano siguiente—, salieron y se hicieron cargo de nosotros. De hecho, al recordarlo, me doy cuenta de que tuvieron que dejar lo que estaban haciendo para ayudarnos a instalarnos. Pero las primeras semanas fueron muy extrañas, y nos sentíamos felices de tenernos unos a otros. Siempre íbamos juntos a todas partes, y pasábamos largos ratos fuera de la casa, de pie, sin saber muy bien qué hacer, con aire desmañado.

Es extraño recordar cómo fue todo al principio, porque cuando pienso en los dos años que pasamos en las Cottages, aquel aturdido y asustado comienzo no parece casar bien con todo lo demás. Si alguien menciona hoy las Cottages, lo que me viene a la cabeza es una serie de días sin complicaciones, en los que entrábamos y salíamos de los cuartos de unos y otros, y en la languidez con que la tarde entraba en la noche; y mi montón de viejos libros de bolsillo, con las hojas blandas y combadas, como si alguna vez hubieran pertenecido al mar. Pienso en cómo solía leerlos, tendida boca abajo en la hierba en las tardes cálidas, con el pelo —en aquellos días me lo estaba dejando largo— siempre cayéndome por la cara y entorpeciéndome la visión. Pienso en mi despertar por las mañanas en lo alto del Granero Negro, mientras me llegaban las voces de los alumnos que discutían de poesía o filosofía en el campo. O en los largos inviernos, en los desayunos en las cocinas humeantes, alrededor de la mesa, entre conversaciones sobre Kafka o Picasso llenas de meandros. En el desayuno siempre manteníamos este tipo de debates; nunca con quién había tenido sexo alguien la noche anterior, o por qué Larry y Helen habían dejado de hablarse.

Pero cuando pienso ahora en todo ello, la imagen de nuestro grupo aquel primer día, hechos una piña delante de la casa, no me resulta tan chocante, después de todo. Porque, en cierto modo, quizá no habíamos dejado atrás nuestro pasado de un modo tan rotundo como imaginábamos. Porque en algún rincón de nuestro interior, una parte de nosotros mismos seguía no sólo asustada ante el mundo que nos rodeaba, sino —por mucho que nos despreciáramos por ello— totalmente incapaz de liberarse de su dependencia de los demás.

Los veteranos, que como es lógico no sabían nada de los avatares de la relación de Tommy y Ruth, los trataban como a una pareja estable desde hacía tiempo, lo cual pareció complacer enormemente a Ruth. Porque durante las primeras semanas de nuestra estancia en las Cottages, hizo alarde de llevar tiempo emparejada: rodeaba siempre con el brazo a Tommy, y a veces lo besuqueaba en cualquier rincón de una habitación cuando todavía quedaba gente en ella. Esas cosas quizá habrían estado bien en Hailsham, pero en las Cottages parecían más bien inmaduras. Las parejas de veteranos jamás hacían ostentaciones de este tipo en público, y se comportaban del modo discreto en que lo harían el padre y la madre de una familia normal y corriente.

En estas parejas de veteranos de las Cottages, por cierto, había algo que yo capté y que a Ruth —pese a estar observándolas constantemente— se le había pasado por alto, y era que gran parte de sus maneras y gestos los habían copiado de la televisión. Caí en la cuenta de ello cuando me fijé con detenimiento en una de ellas —Susie y Greg—, probablemente los alumnos mayores de las Cottages y a quienes todo el mundo tenía por responsables del lugar. Había una cosa que Susie siempre hacía cada vez que Greg se embarcaba en una larga disertación sobre Proust o alguien parecido: nos dirigía una sonrisa al resto de nosotros, ponía los ojos en blanco y decía muy enfáticamente, aunque de forma apenas audible: «Dios nos salve». En Hailsham, veíamos la televisión con mesura, y lo mismo hacíamos en las Cottages (aunque no había nada que nos impidiera verla todo el día, a nadie le apetecía mucho abusar de ella). Pero en la casa de labranza había un viejo televisor, y otro en el Granero Negro, y yo solía encenderlo de cuando en cuando. Así es como supe que «Dios nos salve» venía de una serie norteamericana, de esas en las que todo el auditorio ríe al unísono cada vez que alguien abre la boca. Había un personaje —una mujer grande que vivía en la casa de al lado de los protagonistas— que hacía exactamente lo que hacía Susie: cuando su marido acometía una larga perorata, el auditorio esperaba a que ella pusiera los ojos en blanco y dijera «Dios nos salve» para estallar en una única y enorme carcajada. En cuanto me percaté de esto empecé a reconocer muchas otras cosas que las parejas de veteranos habían tomado de programas de televisión: el modo de hacerse señas unos a otros, de sentarse en los sofás, e incluso de discutir y de salir en tromba de las habitaciones.

Lo que quiero decir, en suma, es que Ruth no tardaría en darse cuenta de que su forma de comportarse con Tommy no era el apropiado en las Cottages, y en dar un giro a sus modos de pareja cuando había gente delante. Y, muy especialmente, tomaría prestado un gesto de los veteranos. En Hailsham, el hecho de que una pareja se despidiera —aunque fueran a estar sólo unos minutos separados— era pretexto suficiente para que se permitieran un gran despliegue de besuqueos y abrazos. En las Cottages, por el contrario, cuando una pareja se decía adiós, apenas había palabras, y menos aún besos o abrazos. En lugar de ello, le dabas a tu pareja un golpecito con los nudillos en el brazo, a la altura del codo, como se suele hacer cuando se quiere atraer la atención de alguien. Normalmente era la chica la que lo hacía, en el momento en que se separaban. Cuando llegó el invierno este hábito cesó, pero estaba en pleno vigor cuando llegamos. Ruth pronto se lo apropió, y se lo hacía a Tommy siempre que se separaban. Al principio Tommy no sabía a qué obedecía aquello, y se volvía bruscamente hacia Ruth diciendo: «¿Qué pasa?». Ella le miraba airadamente, como si estuvieran interpretando una obra de teatro y él hubiera olvidado lo que tenía que decir en ese momento. Supongo que al final Ruth tuvo que hablar con él acerca de ello, porque al cabo de aproximadamente una semana se las arreglaban para hacerlo impecablemente, como las parejas de veteranos, más o menos.

Yo no había visto en la televisión con mis propios ojos lo del golpecito en el codo, pero estaba segura de que la idea venía de ahí, y de que Ruth no lo sabía. Por eso, aquella tarde en que yo estaba echada en la hierba leyendo Daniel Deronda y Ruth estaba tan insoportable, decidí que ya era hora de que alguien le abriera los ojos.

Era casi otoño y se acercaba el frío. Los veteranos empezaban a pasar más tiempo dentro de casa, y volvían a las tareas en las que habían estado ocupados antes del verano. Pero quienes habíamos llegado de Hailsham seguíamos sentándonos fuera, sobre la hierba sin cortar, deseosos de seguir hasta cuando pudiéramos con la única rutina a la que estábamos acostumbrados. Pero aquella tarde concreta no había más que tres o cuatro compañeros más leyendo en la hierba, y dado que había procurado encontrar un rincón tranquilo y apartado para leer, estaba segura de que nadie podría oír lo que pudiera pasar entre nosotras.

Leía Daniel Deronda echada sobre una lona vieja, como digo, cuando se acercó Ruth paseando y se sentó a mi lado. Examinó la tapa del libro y asintió para sí misma. Luego, al cabo de unos segundos —como yo ya sabía que haría—, empezó a contarme la trama de Daniel Deronda. Hasta entonces mi humor había sido excelente, y me había gustado ver a Ruth, pero ahora estaba irritada. Me había hecho esto un par de veces, y también había visto cómo se lo hacía a otros. Para empezar, estaba la actitud que adoptaba al hacerlo: entre despreocupada y sincera, como si esperara que la gente le agradeciera su ayuda. Lo cierto es que incluso entonces era yo vagamente consciente de lo que se escondía detrás de aquello. En aquellos meses primeros habíamos llegado a la conclusión de que nuestro grado de aclimatación a las Cottages —cómo nos las estábamos arreglando— se veía reflejado en cierto modo en la cantidad de libros que leíamos. Suena extraño, pero así fue. Era una idea que había germinado entre quienes habíamos venido de Hailsham; una idea que dejábamos deliberadamente en nebulosa, y bastante evocadora, por cierto, del modo en que abordábamos el sexo en Hailsham. Podías ir por ahí dando a entender que habías leído todo tipo de cosas, moviendo la cabeza con aire de inteligencia cuando alguien mencionaba, pongamos por caso, Guerra y paz, y un consenso general hacía que nadie investigara demasiado la veracidad de lo que decías. No hay que olvidar que, dado que los de nuestro grupo habíamos estado siempre juntos desde nuestra llegada a las Cottages, era imposible que cualquiera hubiera leído Guerra y paz sin que los demás lo hubiéramos sabido. Pero al igual que con el sexo en Hailsham, había una norma no escrita que hacía posible una dimensión misteriosa en la que uno se retiraba a leer todo lo que diría luego que había leído.

Era, lo he dicho, un pequeño juego que nos permitíamos hasta cierto punto. Aun así, fue Ruth la que lo llevó más lejos que nadie. Era la que siempre afirmaba haber leído de principio a fin todo lo que cualquiera pudiera estar leyendo; y era la única que ponía en práctica la idea de que para demostrar su superior modo de lectura tenía que ir por ahí contándole a la gente la trama de las novelas que ésta estaba leyendo. Por eso, cuando vi que empezaba a hacérmelo con Daniel Deronda —que no me estaba gustando demasiado—, cerré el libro, me incorporé en la hierba y le dije sin el menor aviso previo:

—Ruth, tenía ganas de preguntártelo. ¿Por qué le das siempre esos golpecitos en el brazo a Tommy cuando os estáis despidiendo? Ya sabes a lo que me refiero.

Por supuesto, hizo que no lo sabía, así que yo, paciente, le expliqué de qué le estaba hablando. Ruth me escuchó hasta el final, y se encogió de hombros.

—No me había dado cuenta de que lo estuviera haciendo. Lo habré copiado de algo que he visto.

Unos meses atrás yo lo habría dejado así —o probablemente ni siquiera lo habría sacado a colación—, pero aquella tarde seguí adelante, y le expliqué que el golpecito que le daba a Tommy era un tic sacado de una serie de televisión.

—No es lo que hace la gente ahí fuera, en la vida normal, si es lo que tú creías.

Ruth —pude percibirlo— estaba ahora furiosa, pero no sabía muy bien cómo contraatacar. Apartó la mirada y se encogió de hombros de nuevo.

—Bueno, ¿y qué? —dijo—. No es tan importante. Lo hacemos muchos de nosotros.

—Querrás decir que lo hacen Chrissie y Rodney…

En cuanto me oí decir esto caí en la cuenta de que me había equivocado; de que hasta que no había mencionado a aquella pareja había tenido a Ruth contra las cuerdas. Pero ahora se había liberado. Era como cuando haces un movimiento de ajedrez y en cuanto separas los dedos de la ficha ves que has cometido un error, y te entra el pánico porque no sabes aún la magnitud del desastre al que puedes verte abocado a continuación. Ciertamente, pues, vi un brillo en los ojos de Ruth; y cuando me habló lo hizo en un tono de voz completamente diferente.

—¿Así que es eso lo que disgusta a la pobrecita Kathy? ¿Que Ruth no le hace demasiado caso? Ruth tiene unos amigos nuevos más mayores y la hermana pequeña se da cuenta de que no se juega con ella tan a menudo como antes…

—Cállate. Ya te lo he dicho: no es así como funciona en las familias de verdad. No tienes ni idea de cómo es.

—Oh, Kathy, la gran experta en familias de la realidad. Lo siento tanto. Pero así están las cosas, ¿no? Aún sigues con esa idea. Nosotros los de Hailsham tenemos que mantenernos juntos. El grupito tiene que seguir como una piña, no tenemos que hacer nunca nuevas amistades.

—Nunca he dicho eso. Estoy hablando de Chrissie y Rodney. Es bastante tonto cómo imitas todo lo que hacen.

—Pero tengo razón, ¿no? —dijo Ruth—. Estás molesta porque me las he arreglado para avanzar, para hacer nuevos amigos. Algunos de los veteranos casi no saben cómo te llamas, y ¿quién puede echárselo en cara? Nunca hablas con nadie que no sea de Hailsham. Pero no puedes pretender que yo te lleve todo el tiempo de la mano. Hace ya casi dos meses que estamos aquí.

No piqué el anzuelo, y dije:

—No te preocupes por mí. No te preocupes por Hailsham. Pero sigues dejando a Tommy en la estacada. Te he estado observando, y lo has hecho varias veces esta semana. Lo dejas tirado, como si fuera una pieza de repuesto. Y no es justo. Se supone que tú y Tommy sois una pareja. Y eso significa que tendrías que estar pendiente de él.

—Tienes mucha razón, Kathy. Somos una pareja, como dices. Y como te estás inmiscuyendo, te lo diré. Hemos hablado de ello, y estamos de acuerdo. Si a veces no tiene ganas de hacer algo con Chrissie y Rodney, está en su derecho. No voy a exigirle que haga cosas para las que aún no está preparado. Pero hemos convenido en que tampoco él puede impedir que yo las haga. Pero es un buen detalle de tu parte que te preocupes por nosotros —calló unos instantes. Luego, con una voz diferente, añadió—: Ahora que lo pienso: en lo que a hacer amigos se refiere, al menos no has sido nada lenta con algunos veteranos.

Me observó con detenimiento, y soltó una carcajada, como diciendo: «Seguimos siendo amigas, ¿no?». Pero a mí no me pareció que hubiera nada gracioso en el último comentario que había hecho. Recogí mi libro de la hierba y me fui sin decir ni una palabra.