9

Lo que sucedió fue que unos días después de que rompieran yo estaba en el Aula de Arte con otras chicas, trabajando en un bodegón. Recuerdo que hacía un calor sofocante, a pesar de tener el ventilador a plena potencia a nuestra espalda. Utilizábamos carboncillo, y como alguien se había llevado todos los caballetes, teníamos que trabajar con el tablero sobre el regazo. Yo estaba sentada junto a Cynthia E., y acabábamos de charlar quejándonos del calor. Entonces, no sé cómo, salió el tema de los chicos, y, sin levantar la vista del trabajo, Cynthia dijo:

—Y Tommy. Sabía que no iba a durar con Ruth. Bien, supongo que vas a ser la sucesora natural.

Lo dijo como si tal cosa. Pero Cynthia era una persona perspicaz, y el hecho de que no formara parte de nuestro grupo daba un peso aún mayor a su comentario. Lo que quiero decir es que no pude evitar pensar que lo que había dicho era lo que cualquier persona medianamente objetiva habría dicho del asunto. Después de todo, yo era amiga de Tommy desde hacía años, hasta que había empezado aquella moda de las parejas. Era perfectamente posible que, para alguien externo al grupo, yo fuera la «sucesora natural» de Ruth. Lo dejé pasar, sin embargo, y Cynthia, que no pretendía abundar sobre ese punto, no dijo más sobre el asunto.

Uno o dos días después, salía del pabellón con Hannah cuando de pronto sentí que me daba un codazo y hacía un gesto en dirección a un grupo de chicos que había en el Campo de Deportes Norte.

—Mira —dijo en voz baja—. Tommy. Allí sentado. Y solo.

Me encogí de hombros, como diciendo: «¿Y qué?». Y eso fue todo. Pero luego me sorprendí pensando y pensando en ello. Quizá lo único que había querido Hannah era hacer hincapié en el hecho de que Tommy, desde que había roto con Ruth, parecía estar un poco perdido. Pero no acababa de convencerme: conocía bien a Hannah. La forma en que me había dado el codazo y había bajado la voz era señal inequívoca de que también ella expresaba la presunción, probablemente ya general, de que yo era la «sucesora natural».

Ello, como ya he dicho, me había sumido en cierta confusión, porque hasta entonces me había aferrado a mi plan de Harry. De hecho, viéndolo retrospectivamente, estoy segura de que habría llegado a tener sexo con Harry si no se hubiera dado ese asunto de la «sucesora natural». Lo tenía todo planeado, y los preparativos iban por buen camino. Y sigo pensando que Harry habría sido una buena elección para aquella etapa de mi vida. Pienso que habría sido atento y delicado, y que habría entendido lo que esperaba de él.

Vi a Harry fugazmente hace un par de años, en el centro de recuperación de Wiltshire. Lo habían internado después de una donación. Yo no me encontraba en el mejor de los estados de ánimo, porque el donante a quien cuidaba acababa de «completar» la noche anterior. Nadie me echaba la culpa de ello —había sido una operación particularmente chapucera—, pero me sentía muy mal. Había estado levantada casi toda la noche, arreglando las cosas, y estaba en el vestíbulo preparándome para irme cuando vi a Harry entrando en la recepción. Iba en silla de ruedas (porque estaba muy débil —según supe después—, no porque no pudiera caminar), y no estoy segura de que cuando me acerqué para saludarle llegara siquiera a reconocerme. Supongo que no había ninguna razón por la que yo debiera ocupar un lugar especial en su memoria. Nunca habíamos tenido mucho que ver el uno con el otro, salvo aquella vez en que planeé emparejarme con él sexualmente. Para él, en caso de que me recordara, no sería sino aquella chica tonta que se había acercado a él un día y le había preguntado si quería hacer sexo con ella y se había retirado apresuradamente. Debía de ser bastante maduro para su edad, porque no se molestó ni fue por ahí contándole a la gente que yo era una chica fácil o algo parecido. Así que cuando vi que lo traían a aquel centro aquel día, sentí gratitud hacia él y pensé que ojalá hubiera sido su cuidadora. Miré a mi alrededor, pero a su cuidador, quienquiera que fuese, no se le veía por ninguna parte. Los camilleros estaban impacientes por llevarlo a su habitación, así que no hablé mucho con él. Le dije hola, y que esperaba que se sintiera mejor pronto, y él me sonrió cansinamente. Cuando mencioné Hailsham levantó los pulgares en señal de aprobación, pero estoy segura de que no me reconoció. Quizá más tarde, cuando no estuviera tan cansado, o cuando su medicación no fuera tan fuerte, trataría de ubicarme y recordarme.

Pero estaba hablando de entonces, de cómo después de que Ruth y Tommy hubieran roto todos mis planes se sumieron en una nebulosa. Mirando hoy hacia atrás, siento un poco de lástima por Harry. Después de todas las insinuaciones que le había ido dirigiendo la semana anterior, heme allí de pronto susurrando cosas para rechazarle. Supongo que debí de suponer que se moría de ganas de practicar el sexo conmigo, y de que tendría que vérmelas y deseármelas para contenerlo. Porque cada vez que lo veía, salía rápidamente con alguna evasiva y me iba precipitadamente antes de que él pudiera contestar algo. Sólo mucho después, cuando pensé detenidamente en ello, se me ocurrió que acaso en ningún momento había acariciado la idea de tener una relación sexual conmigo. Por lo que sé, hasta tal vez le hubiera alegrado el poder olvidarlo todo, pero cada vez que nos veíamos en el pasillo o en los jardines, yo me acercaba y le susurraba cualquier excusa para no querer hacer sexo con él en aquel momento. Debí de parecerle bastante boba, y si no hubiera sido tan buen tipo me hubiera convertido en el hazmerreír de todo el mundo en un abrir y cerrar de ojos. En fin, quizá tardé un par de semanas en librarme de Harry, y entonces llegó la petición de Ruth.

Aquel verano, hasta que acabó el calor, adquirimos la extraña costumbre de escuchar música juntos en los campos. Desde los Saldos del año anterior habían empezado a verse walkmans en Hailsham, y aquel verano había por lo menos seis en circulación. Lo que hacía furor era sentarse en el césped unos cuantos alrededor de un walkman, y pasarse los cascos de unos a otros. Sí, parece una manera estúpida de escuchar música, pero creaba un feeling estupendo. Escuchabas durante unos veinte segundos, te quitabas los auriculares y se los pasabas al siguiente. Al cabo de un rato, y siempre que la cinta se pusiera una y otra vez, era asombroso lo parecido que podía resultar a haberla escuchado de corrido. Como digo, la cosa hizo furor aquel verano, y durante los descansos para el almuerzo podías ver grupitos de alumnos echados en el césped alrededor de unos cuantos walkmans. Los custodios no se mostraban muy entusiastas, porque decían que se contagiaban las infecciones de oído, pero no nos lo prohibían. No puedo recordar aquel último verano sin pensar en aquellas tardes haciendo corro en torno a los walkmans. De cuando en cuando pasaba alguien y preguntaba:

—¿Qué estáis escuchando?

Y si le gustaba lo que le respondíamos se sentaba y esperaba su turno para hacerse con los cascos. En aquellas sesiones había casi siempre un ambiente inmejorable, y no recuerdo que se negara a nadie el disfrute de los auriculares.

Y estaba en compañía de otras chicas disfrutando de una de esas ocasiones cuando se acercó Ruth y me preguntó si podíamos hablar un rato. Vi que se trataba de algo importante, así que dejé a aquellas chicas y las dos nos alejamos en dirección al barracón del dormitorio. Cuando llegamos a nuestra habitación, me senté en la cama de Ruth, cerca de la ventana —el sol había caldeado un poco la manta—, y ella se sentó en la mía, junto a la pared del fondo. Había una mosca azul zumbando en el aire, y durante unos minutos estuvimos riéndonos y jugando al «tenis de la mosca azul», lanzando manotazos al aire para hacer que la enloquecida criatura fuera de un extremo a otro de nosotras. Al final la mosca encontró el camino y salió por la ventana, y Ruth dijo:

—Quiero que Tommy y yo volvamos a estar juntos, Kathy. ¿Me ayudarás? —y luego me preguntó—: ¿Qué pasa?

—Nada. Que me ha sorprendido un poco, después de lo que pasó. Por supuesto que te ayudaré.

—No le he contado a nadie que quiero volver con Tommy. Ni siquiera a Hannah. Eres la única en la que confío.

—¿Qué quieres que haga?

—Que hables con él. Siempre te has llevado de maravilla con Tommy. A ti te escuchará. Y sabrá que no estás hablando por hablar.

Durante un instante seguimos sentadas en la cama, bamboleando los pies desde los colchones.

—Es estupendo que me digas esto —dije al cabo—. Seguramente soy la persona más adecuada. Para hablar con Tommy y todo eso.

—Lo que quiero es que volvamos a empezar desde cero. Estamos prácticamente en paz, porque los dos hemos hecho tonterías para herirnos mutuamente, pero ya basta. ¡Con la mema de Martha H.! ¡Te lo puedes creer! Puede que lo hiciera para que me riera un rato. Pues bien, puedes decirle que sí, que me reí a gusto, y que el marcador sigue en empate. Ya es hora de que maduremos y empecemos de nuevo. Sé que puedes razonar con él, Kathy. Sé que vas a tratar el asunto del mejor modo posible. Y si no está dispuesto a ser sensato, no tiene ningún sentido que me empeñe en seguir con él.

Me encogí de hombros.

—Tienes razón, Tommy y yo siempre hemos podido hablar.

—Sí, y te respeta de verdad. Lo sé porque me lo ha comentado muchas veces. Dice que tienes agallas y que siempre haces lo que dices que vas a hacer. Un día me dijo que si alguna vez llegaba a estar acorralado, prefería que tú le guardases las espaldas en lugar de cualquiera de los chicos —lanzó una carcajada rápida—. Me admitirás que es un auténtico cumplido. Así que, ya ves, tendrás que ser tú la que vengas a salvarnos. Tommy y yo estamos hechos el uno para el otro, y te escuchará. Harás esto por nosotros, ¿verdad, Kathy?

No dije nada durante un instante. Luego pregunté:

—Ruth, ¿vas en serio con Tommy? Me refiero a que, si le convenzo y volvéis a estar juntos, ¿no volverás a hacerle daño?

Ruth dejó escapar un suspiro de impaciencia.

—Por supuesto que voy en serio. Somos ya adultos. Pronto nos iremos de Hailsham. Esto ya no es ningún juego.

—De acuerdo. Hablaré con él. Como dices, pronto nos iremos de aquí. No podemos permitirnos perder el tiempo.

Después de zanjar el asunto, recuerdo que seguimos sentadas en las camas durante un rato, charlando. Pero Ruth quería volver sobre el tema una y otra vez: lo estúpido que estaba siendo Tommy, cómo estaban hechos el uno para el otro, cuan diferentemente harían las cosas a partir de entonces; y que iban a ser mucho más discretos, y que en adelante practicarían el sexo en mejores sitios y en mejores ocasiones. Hablamos de todo ello, y Ruth quería mi consejo a cada momento. Entonces, llegado un punto, yo estaba mirando por la ventana, hacia las colinas a lo lejos, cuando me sobresaltó sentir que Ruth, súbitamente a mi lado, me apretaba con fuerza los hombros.

—Kathy, sabía que podíamos confiar en ti —dijo—. Tommy tiene razón. Eres la persona con la que hay que contar cuando estás en un atolladero.

Entre una cosa y otra, no tuve ocasión de hablar con Tommy hasta pasados unos días. Entonces, durante el descanso del almuerzo, lo vi en un extremo del Campo de Deportes Sur, jugando con un balón de fútbol. Había estado peloteando con otros dos chicos, pero ahora estaba solo, haciendo filigranas con el balón en el aire. Fui hasta él y me senté en el césped, a su espalda, apoyando la mía contra un poste de la valla. No podía ser mucho después de que le hubiera enseñado el calendario de Patricia C. y se hubiera marchado intempestivamente, porque recuerdo que no sabíamos muy bien cuál era la situación entre nosotros. Él siguió jugueteando con el balón, frunciendo el ceño en su ensimismamiento —rodilla, pie, cabeza, pie—, mientras yo seguía sentada detrás de él cogiendo tréboles y mirando hacia aquel bosque de la lejanía que un día nos había infundido tanto miedo. Al final, decidí salir de aquel punto muerto y dije:

—Tommy, hablemos. Hay algo de lo que quiero hablar contigo.

En cuanto dije esto, dejó que el balón se alejara rodando y vino a sentarse a mi lado. Era muy propio de Tommy, cuando sabía que yo tenía ganas de hablar con él, hacer ver de pronto que se despojaba de todo rastro de enfurruñamiento, y en su lugar me daba muestras de un entusiasmo agradecido que me recordaba cómo nos sentíamos en primaria cuando un custodio que había estado riñéndonos volvía a mostrarse amable. Aún estaba un poco sin resuello, y, aunque yo sabía que sus jadeos se debían al fútbol, no dejaban de acentuar la impresión que transmitía de vehemencia. Dicho de otro modo, antes de que hubiéramos abierto la boca ya se había ganado mi apoyo. Entonces le dije:

—Tommy, me doy perfecta cuenta de que no has sido muy feliz últimamente.

—¿Qué quieres decir? —dijo él—. Soy muy feliz. De veras.

Y me dedicó una sonrisa de oreja a oreja, seguida de una sonora risotada. Y me pareció el colmo. Años después, cuando de vez en cuando veía un amago de ello, me limitaba a sonreír. Pero en aquel tiempo me ponía los nervios de punta: si Tommy te decía, por ejemplo: «Estoy muy molesto con eso», tenía que poner de inmediato una cara larga, abatida, para apoyar lo que decía. No quiero decir que lo hiciera irónicamente. Pensaba de verdad que resultaba más convincente. Así que ahora, para probar que era feliz, helo ahí tratando de irradiar cordialidad y alegría. Y, como digo, llegaría un tiempo en el que eso me inspiraría ternura; pero aquel verano lo único que conseguía era hacerme ver lo pueril que seguía siendo, y lo fácil que tenía que ser aprovecharse de su persona. Yo entonces no sabía gran cosa del mundo que nos esperaba más allá de los confines de Hailsham, pero barruntaba que íbamos a necesitar hacer uso de toda nuestra inteligencia, y cuando Tommy se comportaba de ese modo me invadía algo muy parecido al pánico. Hasta aquella tarde siempre se lo había pasado por alto —siempre me había parecido demasiado difícil de explicar—, pero al fin estallé y le dije:

—¡Tommy, no sabes lo estúpido que pareces cuando te ríes de ese modo! ¡Cuando uno quiere fingir que es feliz, no tiene por qué hacer eso! ¡Créeme, no se hace así! ¡De ninguna manera! Escúchame, tienes que hacerte mayor. Y tienes que volver a encarrilarte. Todo se te ha estado desmoronando últimamente, y los dos sabemos por qué.

Tommy parecía muy desconcertado. Cuando estuvo seguro de que yo había terminado, dijo:

—Tienes razón. De un tiempo a esta parte es como si las cosas se me estuvieran viniendo abajo. Pero no sé a qué te refieres, Kath. ¿Qué quieres decir con que los dos sabemos por qué? No veo cómo puedes saberlo. No se lo he dicho a nadie.

—No sé todos los detalles, como es lógico. Pero todos sabemos que has roto con Ruth.

Tommy seguía un tanto perplejo. Y al final lanzó otra risita, pero esta vez auténtica.

—Ya veo por dónde vas —dijo entre dientes, y se quedó un instante callado para pensar qué decir a continuación—. Para serte sincero, Kath —dijo al cabo—, no es eso lo que ahora me preocupa. Sino algo completamente diferente. Me paso el tiempo pensando en ello. En la señorita Lucy.

Y así es como llegué a oírlo, así es como llegué a enterarme de lo que había pasado entre Tommy y la señorita Lucy a principios del verano. Más tarde, cuando hube dedicado al caso la reflexión suficiente, deduje que tuvo que suceder apenas unos días después de la mañana en que vi a la señorita Lucy en el Aula Veintidós, garabateando en unas hojas de papel. Y como ya he dicho, me dieron ganas de darme de puntapiés por no haber sido capaz de sonsacárselo antes.

Había sucedido por la tarde, cercana ya la «hora muerta», cuando las clases terminan y aún se disfruta de un rato libre hasta la cena. Tommy había visto a la señorita Lucy saliendo de la casa principal, cargada de láminas de gráficos y de archivadores, y al ver que podía caérsele cualquier cosa en cualquier momento corrió a ofrecerle ayuda.

—Bien, me permitió que le llevara unas cuantas cosas y dijo que íbamos a dejarlo todo en su estudio. Hasta para los dos era demasiado todo lo que llevábamos, y se me cayeron algunas cosas en el camino. Íbamos acercándonos al Invernadero cuando de repente se paró, y pensé que se le había caído algo a ella. Pero me estaba mirando, así, a la cara, toda seria. Y dijo que teníamos que hablar, que teníamos que tener una buena charla. Yo dije que muy bien. Entramos en el Invernadero, y en su estudio, y dejamos todas las cosas en el suelo. Y entonces me dice que me siente, y acabo exactamente en el mismo sitio donde estuve sentado la vez pasada, ya sabes, aquella vez de hacía años. Y veo que está recordando también aquella ocasión, porque se pone a hablar sobre ella como si hubiera sucedido el día anterior. Sin explicaciones, sin nada de nada; empieza a decir cosas como ésta: «Tommy, cometí un error cuando te dije lo que te dije. Y tendría que habértelo hecho saber hace mucho tiempo». Y acto seguido me dice que debo olvidar lo que me dijo entonces. Que me hizo un flaco favor diciéndome que no me preocupara por no ser creativo. Que los otros custodios siempre habían tenido razón al respecto, y que no había excusa alguna para que mis trabajos artísticos fueran una porquería…

—Un momento, Tommy. ¿Dijo esa palabra exactamente, «porquería»?

—Si no fue «porquería» fue algo muy, parecido. Deficiente. Quizá eso. O incompetente. Pero pudo decir perfectamente «porquería». Dijo que sentía mucho haberme dicho lo que me había dicho aquella vez, porque si no lo hubiera hecho yo ahora tal vez tendría resuelto ese problema.

—¿Y qué decías tú cuando te estaba diciendo eso?

—No sabía qué decir. Al final me preguntó qué pensaba. Me dijo: «¿Qué estás pensando, Tommy?». Así que le dije que no estaba seguro, pero que no tenía que preocuparse porque yo estaba bien por esas fechas. Y ella dijo que no, que no estaba bien. Que mi arte era una porquería, y que en parte la culpa era suya por decirme lo que me había dicho. Y yo le dije que qué importaba. Que estaba bien, que ya nadie se reía de mí por eso. Pero ella sigue sacudiendo la cabeza y dice: «Sí importa. No tendría que haberte dicho lo que te dije». Así que se me ocurre que quizá está hablando de después, ya sabes, de cuando hayamos dejado Hailsham. Y digo: «Pero estaré bien, señorita. Soy una persona capaz, sé cómo cuidarme. Cuando llegue el momento de las donaciones, lo haré bien». Y cuando digo esto ella se pone a negar con la cabeza, sacudiéndola una y otra vez con fuerza, y me entra miedo de que se maree. Luego dice: «Escucha, Tommy, tu arte es importante. Y no sólo porque es una prueba. Sino por tu propio bien. Sacarás mucho de él, para tu solo provecho».

—Un momento. ¿Qué quería decir con «prueba»?

—No lo sé. Pero ésa fue la palabra, no me equivoco. Dijo que nuestro arte era importante, y «no sólo porque era una prueba». Dios sabe qué querría decir con eso. Incluso se lo pregunté cuando lo dijo. Le dije que no entendía lo que me estaba diciendo, y que si tenía algo que ver con Madame y con su galería. Y ella lanzó un fuerte suspiro y dijo: «La galería de Madame…, sí, es importante. Mucho más importante de lo que yo pensaba en un tiempo. Hoy lo sé». Y luego dijo: «Mira, Tommy, hay montones de cosas que tú no entiendes, y yo no puedo explicártelas. Cosas de Hailsham, de vuestro lugar en ese mundo más grande, todo tipo de cosas. Pero quizá algún día, quizá algún día quieras saberlo y lo averigües. No te lo pondrán fácil, pero si lo deseas, si lo deseas de verdad, puede que lo descubras». Se puso a sacudir otra vez la cabeza, aunque no con tanta fuerza como antes, y dijo: «Pero ¿por qué ibas tú a ser diferente? Los alumnos que salen de aquí nunca llegan a saber demasiado. ¿Por qué ibas tú a ser diferente?». No tenía ni idea de a qué diablos se refería, así que volví a decir: «Estaré bien, señorita». Se quedó callada unos segundos, y luego, de pronto, se puso de pie y se inclinó hacia mí y me abrazó. Pero no en plan excitante. Sino como solían abrazarnos de niños. Yo me mantuve todo lo quieto que pude. Luego volvió a ponerse derecha y volvió a decir que sentía mucho lo que me había dicho aquella vez; y que aún no era demasiado tarde, y que debía empezar enseguida a recuperar el tiempo perdido. No creo que yo contestara nada, y ella me miró y pensé que iba a abrazarme de nuevo. Pero en lugar de hacerlo, dijo: «Hazlo por mí, Tommy». Le dije que haría todo lo que estuviera en mi mano, porque entonces lo que quería era irme. Seguramente estaba rojo como un tomate, con lo del abrazo y todo eso. Quiero decir que no es lo mismo…, ¿no crees?, ahora que ya somos mayores.

Hasta este momento había estado tan absorta en el relato de Tommy que había olvidado la finalidad de nuestra charla. Pero su referencia a que nos habíamos hecho mayores me recordó la misión que me había traído hasta él.

—Mira, Tommy —dije—. Tendremos que volver a hablar de esto detenidamente. Y pronto. Es muy importante, y ahora entiendo lo mal que has tenido que sentirte. Pero de todas formas, vas a tener que sobreponerte un poco más. Vamos a irnos de Hailsham este verano. Para entonces tienes que tener todo arreglado, y hay algo que puedes arreglar ahora mismo. Ruth me ha dicho que está dispuesta a declarar un empate en vuestras rencillas y a pedirte que vuelvas con ella. Y yo creo que es una buena oportunidad que no debes desaprovechar. No lo eches todo a perder, Tommy.

Se quedó callado unos segundos. Y dijo:

—No sé, Kath. Está todo ese montón de cosas sobre las que tengo que pensar…

—Tommy, escúchame. Eres afortunado. De todos los chicos que hay aquí, eres el que te has llevado a Ruth. Cuando nos vayamos, si estás con ella, no tendrás que preocuparte. Es la mejor, y mientras estés con ella estarás bien. Dice que quiere empezar de cero. Así que no lo estropees.

Aguardé su respuesta, pero Tommy no dijo nada, y volví a sentir que me invadía aquella sensación parecida al pánico. Me incliné hacia delante y dije:

—Mira, bobo, no vas a tener muchas más oportunidades. ¿No te das cuenta de que no vamos a estar aquí, juntos, mucho más tiempo?

Para mi sorpresa, la respuesta de Tommy, cuando al fin llegó, fue considerada y calma (el lado de Tommy que habría de aflorar más y más en los años que siguieron):

—Me doy cuenta, Kath. Es precisamente por eso por lo que no puedo volver con Ruth a toda prisa. Tenemos que pensar con sumo cuidado en el siguiente paso —suspiró, y me miró directamente—. Como bien dices, Kath, vamos a marcharnos de Hailsham muy pronto. Esto ya no es un juego. Tenemos que pensar en ello a conciencia.

De pronto me encontré sin palabras, y seguí allí sentada arrancando tréboles. Sentía sus ojos en mí, pero no levanté la mirada. Podíamos haber seguido así durante un buen rato más, pero nos interrumpieron. Creo que volvieron los chicos con los que antes había estado peloteando, o puede que fueran otros alumnos que pasaban por allí y que al vernos se sentaron con nosotros. Sea como fuere, nuestra charla íntima había terminado, y me fui con la sensación de que al final no había hecho lo que había ido a hacer, y que en cierto modo le había fallado a Ruth.

Nunca llegué a evaluar el tipo de impacto que nuestra charla había causado en Tommy, porque fue al día siguiente mismo cuando se conoció la noticia. Era media mañana, y habíamos estado en una de esas dichosas Instrucciones Culturales. Eran clases en las que teníamos que interpretar a diversos tipos de gentes del mundo exterior: camareros de café, policías, etcétera. Estas clases siempre nos exaltaban y preocupaban al mismo tiempo, así que todos estábamos con los nervios de punta. Entonces, finalizada la clase, estábamos saliendo en fila cuando Charlotte F. entró corriendo en el aula, y a partir de ahí la nueva de que la señorita Lucy dejaba Hailsham se extendió como la pólvora. El señor Chris, que había dado la clase y que debía de saberlo de antemano, salió arrastrando los pies y con aire culpable antes de que pudiéramos preguntarle nada. Al principio no sabíamos bien si Charlotte se limitaba a transmitir un rumor, pero cuanto más nos contaba más claro estaba que se trataba de una realidad. Aquella misma mañana, más temprano, los alumnos de otro curso de secundaria habían entrado en el Aula Doce para la clase de Iniciación a la Música que tenía que impartirles la señorita Lucy. Pero en el aula se habían encontrado con la señorita Emily, que les dijo que la señorita Lucy no podía venir en aquel momento, y que la clase la daría ella. Y en el curso de los veinte minutos siguientes todo se había desarrollado con normalidad. Pero de pronto —en mitad de una frase, al parecer—, la señorita Emily había dejado de hablar de Beethoven y había anunciado que la señorita Lucy había abandonado Hailsham para no volver jamás. La clase en cuestión había terminado varios minutos antes de lo previsto —la señorita Emily casi se había ido a la carrera y con ceño preocupado— y la noticia empezó a propagarse en cuanto aquellos alumnos pusieron el pie fuera de clase.

Corrí inmediatamente en busca de Tommy, porque deseaba con toda el alma que lo oyera de mis labios. Pero cuando salí al patio vi que era demasiado tarde. Allí estaba Tommy, en el otro extremo, al lado de un corro de chicos, asintiendo a lo que le estaban contando. Los otros chicos estaban muy animados, incluso quizá excitados, pero los ojos de Tommy parecían vacíos. Aquella misma tarde, Tommy y Ruth volvieron a estar juntos, y recuerdo que varios días después Ruth me buscó para darme las gracias por «arreglar tan bien las cosas». Le dije que seguramente no había logrado hacer gran cosa, pero ella no admitió mis dudas en tal sentido. Definitivamente me había entronizado en lo más alto. Y así fue más o menos como siguieron las cosas en nuestros últimos días en Hailsham.