7

Ahora quiero volver a nuestros últimos días en Hailsham. Hablo del período que va desde que teníamos trece años hasta que dejamos el centro a los dieciséis. En mi memoria, la vida en Hailsham se divide en dos grandes épocas bien diferenciadas: esta última de la que voy a hablar, y la que abarca todo lo vivido anteriormente. Los primeros años —aquellos de los que he estado hablando hasta ahora— tienden a desdibujarse y a superponerse en una especie de edad de oro, y cuando pienso en ellos, incluso en las cosas que no fueron tan buenas, no puedo evitar sentir una especie de fulguración dentro. Los últimos años los siento de una forma diferente. No es que fueran exactamente infelices —tengo multitud de recuerdos muy caros de aquel tiempo—, pero fueron mucho más serios, y, en determinados aspectos, más sombríos. Quizá lo he exagerado mentalmente, pero tengo la impresión de que entonces las cosas cambiaban muy deprisa, tan velozmente como el día entra en la noche.

Tomemos aquella charla con Tommy en la orilla del estanque: hoy pienso que marcó la línea divisoria entre las dos épocas. No es que me empezasen a suceder cosas cruciales inmediatamente después; pero aquella conversación, para mí al menos, supuso un punto de inflexión. Definitivamente empecé a ver las cosas de forma diferente. Si antes reculaba al verme ante situaciones o cosas delicadas, ahora me planteaba más y más preguntas, si no en voz alta sí al menos en mi fuero interno.

Aquella conversación en concreto me hizo ver con otros ojos a la señorita Lucy. La observaba detenidamente siempre que podía, y no por curiosidad sino porque había empezado a verla como la fuente más probable de importantes claves. Y fue así como, a lo largo del año o los dos años siguientes, llegué a captar diversas cosas extrañas que la señorita Lucy decía o hacía y que a mis amigas les pasaban completamente inadvertidas.

Aquella vez, por ejemplo —quizá unas semanas después de la charla del estanque—, en que la señorita Lucy nos estaba dando Lengua y Literatura. Habíamos estado leyendo poesía, y —no sabría decir cómo— acabamos hablando de los soldados en la Guerra Mundial. Y de dos prisioneros de guerra. Uno de los chicos preguntó si las alambradas que rodeaban el campo estaban electrificadas, y otro comentó lo extraño que tenía que ser vivir en un sitio así, en el que uno podía suicidarse cuando le viniera en gana con sólo tocar la alambrada. Sin duda lo dijo con toda seriedad, pero todos nos lo tomamos a broma. Estábamos, pues, riendo y hablando a un tiempo, y entonces Laura —muy propio de ella— se levantó de su asiento y nos obsequió con una desternillante mímica de alguien que tocaba una alambrada y se electrocutaba. Y al punto se armó un revuelo en el que todo el mundo chillaba y hacía como que tocaba una alambrada electrificada y se electrocutaba de inmediato.

Yo seguí mirando a la señorita Lucy durante todo aquel alboroto, y vi que, mientras miraba a la clase desde su tarima, por espacio de un instante, una expresión fantasmal se adueñó de su semblante. Luego —yo la seguía observando atentamente— se sobrepuso, sonrió y dijo:

—Menos mal que las vallas de Hailsham no están electrificadas. A veces ocurren accidentes terribles.

Dijo esto con una voz muy suave, que quedó casi ahogada en el griterío general. Pero yo la oí claramente: «A veces ocurren accidentes terribles». ¿Qué clase de accidentes? ¿Dónde? Pero nadie pareció oír lo que había dicho, y al poco seguimos analizando el poema.

Hubo otros pequeños incidentes de este tipo, y no mucho después del que acabo de relatar empecé a considerar que la señorita Lucy no era igual que los demás custodios. Es incluso posible que empezara a darme cuenta, ya entonces, de la naturaleza de sus desasosiegos y frustraciones. Pero seguramente exagero; lo más probable es que, a la sazón, reparara en todas estas cosas sin saber qué diablos significaban. Y si estos incidentes se me antojan hoy llenos de significado y coherencia, seguramente es porque hoy los veo a la luz de lo que sucedió después, en especial lo que pasó aquel día en el pabellón, cuando nos guarecimos de un aguacero.

Teníamos quince años, y era nuestro último año en Hailsham. Habíamos estado en el pabellón preparándonos para un partido de rounders. Los chicos atravesaban esa fase en la que «disfrutaban» de los partidos de rounders para poder flirtear con nosotras, y aquella tarde éramos más de treinta chicos y chicas. El aguacero había empezado cuando estábamos cambiándonos, y enseguida nos juntamos todos en la veranda —protegida por el tejado del pabellón— y nos dispusimos a esperar a que escampara. Pero no dejaba de llover, y cuando el último de nosotros se unió al grupo la veranda estaba atestada y todo el mundo hervía de inquietud. Recuerdo que Laura estaba mostrándome un modo de sonarse la nariz particularmente repugnante en caso de querer ahuyentar a un chico.

La señorita Lucy era la única custodia presente. Estaba inclinada sobre la barandilla de enfrente, escrutando la lluvia como si tratara de ver a través del campo de deportes. Por aquella época yo seguía observándola con la misma atención que de costumbre, y, aunque estaba riéndome con Laura, de vez en cuando le lanzaba furtivas miradas a la espalda. Recuerdo que me pregunté si no había algo extraño en su postura, en cómo agachaba la cabeza quizá de forma un tanto exagerada, como un animal agazapado a punto de saltar sobre su presa. Y se inclinaba tanto hacia fuera por encima de la barandilla que las gotas del canalón que sobresalía del tejado casi la rozaban, aunque ella no daba muestras de que le importara. Me recuerdo incluso tratando de convencerme de que no había nada raro en ello —que sólo estaba deseosa de que dejara de llover—, y volviendo a prestar atención a lo que estaba diciendo Laura. Luego, unos minutos más tarde, había olvidado por completo a la señorita Lucy y me estaba partiendo de risa por algo, y de pronto me di cuenta de que todo el mundo se callaba a mi alrededor, y de que la señorita Lucy estaba hablando.

De pie, en el mismo punto que antes, pero ahora con la espalda contra la barandilla, con un fondo de cielo lluvioso, encarándonos, estaba diciendo:

—No, no. Lo siento. Voy a tener que interrumpiros —vi que les hablaba a dos chicos sentados enfrente de ella. No es que su voz sonara extraña exactamente, pero estaba hablando muy alto, con el tono que utilizaba para anunciarnos algo a toda la clase, y por eso se había callado todo el mundo—. No, Peter. Voy a tener que pedirte que te calles. No puedo seguir escuchándote y guardar silencio —y entonces levantó la mirada para incluir al resto de los presentes, y aspiró profundamente—: Muy bien —dijo—. Podéis oírlo todos. Es para todo el mundo. Ya es hora de que alguien os hable bien claro.

Esperamos, y ella siguió mirándonos con fijeza. Más tarde unos dirían que creían que nos iba a echar una buena reprimenda; otros, que se disponía a anunciar una nueva norma sobre cómo jugar los partidos de rounders. Pero antes de que dijera ni media palabra yo sabía que iba a tratar de algo completamente diferente.

—Chicos, tendréis que perdonarme por haber escuchado lo que decíais. Estabais justo detrás de mí y no he podido evitarlo. Peter, ¿por qué no les dices a tus compañeros lo que le estabas diciendo a Gordon hace un momento?

Peter J. parecía desconcertado, y vi cómo se aprestaba a poner su cara de inocencia herida. Pero la señorita Lucy volvió a decir, ahora con mayor delicadeza:

—Adelante, Peter. Diles a tus compañeros lo que le estabas diciendo a Gordon.

Peter se encogió de hombros.

—Estábamos hablando de qué tal si nos hacíamos actores. Del tipo de vida que llevaríamos.

—Sí —dijo la señorita Lucy—. Y le estabas diciendo a Gordon que tendríais que ir a Estados Unidos para poder tener más oportunidades.

Peter J. se encogió otra vez de hombros y masculló en voz baja:

—Sí, señorita Lucy.

Pero la señorita Lucy desplazaba ahora la mirada hacia todos nosotros.

—Sé que no lo decís con mala intención, y que se dicen muchas cosas de este tipo continuamente. Las oigo todos los días, y no está bien que se os haya permitido seguir diciéndolas —vi cómo seguían cayéndole gotas del canalón encima del hombro, pero ella no parecía darse cuenta—. Si nadie os habla —continuó—, lo haré yo. El problema, a mi juicio, es que se os ha dicho y no se os ha dicho. Se os ha dicho, sí, pero ninguno de vosotros lo ha entendido realmente; y me atrevería a decir que hay cierta gente que se siente muy contenta de que la cosa quede ahí. Yo no. Si habéis de llevar vidas como es debido tenéis que saberlo, y saberlo bien. Ninguno de vosotros irá a Estados Unidos, ninguno de vosotros será estrella de cine. Y ninguno de vosotros trabajará en un supermercado, como el otro día oí que alguien tenía intención de hacer. Vuestras vidas están fijadas de antemano. Os haréis adultos, y luego, antes de que os hagáis viejos, antes de que lleguéis incluso a la edad mediana, empezaréis a donar vuestros órganos vitales. Para eso es para lo que cada uno de vosotros fue creado. No sois como los actores que veis en los vídeos, no sois ni siquiera como yo. Se os trajo a este mundo con una finalidad, y vuestro futuro, el de todos vosotros, ha sido decidido de antemano. Así que no debéis volver a hablar de ese modo nunca. Abandonaréis Hailsham relativamente pronto, y tampoco tendrá que pasar mucho tiempo antes de que llegue el día en que os preparéis para vuestras primeras donaciones. No debéis olvidarlo. Si habéis de llevar vidas mínimamente decorosas, tenéis que saber quiénes sois y lo que os espera en la vida. A todos y cada uno de vosotros.

Se quedó callada, pero me dio la impresión de que siguió diciendo cosas en el interior de su cabeza, porque durante un tiempo su mirada siguió recorriéndonos, yendo de cara en cara como si aún nos estuviera hablando. Y sentimos un gran alivio cuando dio la vuelta y se puso a mirar de nuevo el campo de deportes.

—Ya no hace tan mal tiempo —dijo, pese a que seguía lloviendo con la misma insistencia que antes—. Salgamos ahí fuera. A lo mejor sale también el sol.

Creo que eso fue todo lo que dijo. Cuando hablé de ello con Ruth hace unos años en el centro de Dover, ella insistía en que la señorita Lucy nos había dicho mucho más; que nos había explicado cómo, antes de las donaciones, pasaríamos un tiempo como cuidadores, cuál era la secuencia normal de las donaciones, los centros de recuperación, etc.; sin embargo, yo estoy completamente segura de que no fue así. Puede que lo intentara cuando empezó a hablar. Pero imagino que, una vez que abordó el tema, empezó a ver las caras incómodas, perplejas que tenía enfrente, y se dio cuenta de la imposibilidad de terminar lo que había empezado.

Es difícil decir con claridad qué tipo de impacto causó en el pabellón la revelación de la señorita Lucy. La noticia circuló con rapidez por todo Hailsham, pero las charlas versaban más sobre la propia señorita Lucy que sobre lo que había intentado transmitirnos. Algunos alumnos pensaban que había perdido el juicio durante unos instantes; otros, que habían sido la señorita Emily y los otros custodios quienes le habían pedido que nos dijera lo que nos dijo; y había incluso quienes, habiendo estado presentes cuando nos habló, pensaban que la señorita Lucy nos había reprendido por haber sido demasiado escandalosos en la veranda. Lo cierto es que se debatió asombrosamente poco lo que había dicho. Y si el asunto salía a colación, la gente solía decir:

—Bueno, ¿y qué? Ya lo sabíamos.

Pero eso era precisamente lo que la señorita Lucy había puesto de relieve. «Se os ha dicho y no se os ha dicho», fueron sus palabras literales. Hace unos años, cuando Tommy y yo volvimos a hablar de ello, y le recordé la idea de que «se nos había dicho y no se nos había dicho», soltó otra de sus teorías.

Tommy pensaba que posiblemente los custodios, a lo largo de todos nuestros años en Hailsham, habían calculado cuidadosa y deliberadamente qué decirnos en cada momento, de forma que fuéramos siempre demasiado jóvenes para entender cabalmente lo que se nos decía. Por supuesto, nosotros lo habíamos interiorizado hasta cierto punto, y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que toda aquella información se hubiera grabado en nuestra mente sin que jamás la hubiéramos examinado con detenimiento.

Esto me suena un poco como a teoría de la conspiración —no creo que los custodios fueran tan arteros—, pero no niego que pueda haber algo de verdad en ello. Ciertamente, tengo la impresión de que siempre he sabido lo de las donaciones de un modo vago, y a una edad tan temprana como los seis o siete años. Y es curioso el hecho de que cuando fuimos más mayores y los custodios nos daban esas charlas, nada nos resultaba una total sorpresa. Era como si lo hubiéramos oído todo alguna vez, en alguna parte.

Algo que me viene a la cabeza ahora es que cuando los custodios empezaron a darnos charlas sobre sexo, solían hacerlo al tiempo que nos hablaban de las donaciones. A aquella edad —hablo de cuando teníamos unos trece años— sentíamos gran inquietud y expectación respecto al sexo, y obviamente relegábamos la otra información a un segundo plano. Dicho de otro modo, es posible que los custodios se las arreglaran para irnos transmitiendo subrepticiamente una gran cantidad de información básica sobre nuestro futuro.

Aunque, para ser justos, es muy probable que lo más natural fuera hacer coincidir ambos asuntos. Si, pongamos por caso, nos estaban explicando que, cuando tuviéramos relaciones sexuales, debíamos tener mucho cuidado para evitar el contagio de enfermedades, habría sido muy extraño no mencionar el hecho de que para nosotros era mucho más importante que para la gente normal del exterior. Y ello, sin duda, nos llevaba al tema de las donaciones.

Luego estaba el hecho de que no pudiéramos tener niños. La señorita Emily solía darnos ella misma muchas de las charlas sexuales, y recuerdo una vez que trajo del aula de biología un esqueleto de tamaño natural para mostrarnos cómo se hacía el sexo. Contemplamos con absoluto asombro cómo sometía al esqueleto a diferentes posturas y contorsiones, y movía el puntero de una a otra de sus partes sin la menor muestra de embarazo. Explicaba las líneas maestras de cómo tenía que hacerse, qué es lo había que meter, y dónde, y las diferentes variantes, como si estuviéramos en una clase de Geografía. Entonces, de pronto, con el esqueleto hecho un obsceno ovillo encima de la mesa, se dio la vuelta y empezó a explicarnos que teníamos que tener cuidado con quién practicábamos el sexo. No sólo por las enfermedades, sino porque, dijo, «el sexo afecta a las emociones de formas que no podemos ni imaginar». Teníamos que ser extraordinariamente cautelosos con las relaciones sexuales en el mundo exterior, sobre todo con gente que no fueran estudiantes, porque en el mundo exterior «sexo» significaba todo tipo de cosas. En el mundo exterior la gente llegaba a pelearse y a matar porque determinada persona hubiera tenido sexo con otra. Y la razón de que el sexo significara tanto —mucho más, por ejemplo, que la danza o el tenis de mesa— estaba en que la gente del exterior era diferente de nosotros: a través del sexo podía tener hijos. Por eso era tan importante para ellos la cuestión de quién lo hacía con quién. Y aunque, como sabíamos, era absolutamente imposible para nosotros tener hijos, teníamos que comportarnos como ellos. Teníamos que respetar las reglas y tratar el sexo como algo muy especial.

Aquella charla de la señorita Emily da una idea cabal de lo que estoy diciendo. Estábamos hablando de sexo, pero pronto salían a relucir los temas específicos de nuestra condición. Supongo que éste era el modo en que «se nos decía y no se nos decía».

Pienso que al final debimos de asimilar bastante información, porque recuerdo que, hacia esa edad, tuvo lugar un gran cambio en el modo de tratar todo lo que tenía que ver con las donaciones. Hasta entonces, como he dicho, habíamos hecho cuanto estaba en nuestra mano para evitar el tema; habíamos reculado a la menor señal de que íbamos a adentrarnos en ese terreno; y siempre que algún idiota había sido descuidado a este respecto —como Marge en aquella ocasión—, se había llevado un castigo severo. Pero desde que tuvimos trece años, como digo, las cosas empezaron a cambiar. Seguíamos sin hablar de las donaciones o de cualquier cosa que tuviera que ver con ellas; seguíamos considerando incómodo todo lo relacionado con la cuestión, y al mismo tiempo llegó a ser algo sobre lo que bromeábamos, del mismo modo que bromeábamos sobre el sexo. Mirando hacia atrás hoy, yo diría que la norma de no hablar abiertamente de las donaciones seguía en vigor y con la misma fuerza de siempre. Pero ahora no estaba mal, e incluso era algo obligado, que de cuando en cuando se hiciera alguna alusión jocosa a aquellas cosas que nos esperaban en el horizonte.

Un buen ejemplo de lo que digo es lo que sucedió aquella vez en que Tommy se hizo un corte en el codo. Debió de ser justo antes de mi charla con él junto al estanque; por la época, supongo, en que Tommy estaba saliendo de aquella fase en la que se metían con él y le tomaban el pelo.

No era un tajo muy profundo, y aunque se le mandó a Cara de Cuervo para que lo examinara, volvió casi de inmediato con una gasa en el codo. Nadie volvió a pensar mucho en ello hasta un par de días después, cuando Tommy se quitó la gasa y nos enseñó una herida a medio cerrarse. Se le veían trocitos de piel que empezaban a pegarse, y pequeñas partículas rojas y blandas asomándole por debajo. Estábamos a mitad del almuerzo, así que todos le hicimos corro y exclamamos: «¡Ajjj!». Luego Christopher H., de un curso superior al nuestro, dijo con un semblante absolutamente serio:

—Lástima que sea en esa parte del codo. En cualquier otra parte, no habría tenido la menor importancia.

Tommy pareció preocuparse (Christopher era alguien a quien él admiraba mucho en aquella época), y le preguntó a qué se refería. Christopher siguió comiendo, y luego dijo como si tal cosa:

—¿No lo sabes? Si está justo en el codo, se te puede abrir como una cremallera. En cuanto dobles el brazo bruscamente. Y se te abriría no sólo esa parte, sino el codo entero. Como una bolsa que se abre con una cremallera. Pensaba que lo sabías.

Oí a Tommy quejarse de que Cara de Cuervo no le hubiera advertido de ese riesgo, pero Christopher se encogió de hombros y dijo:

—Pensaba que lo sabías, seguro. Todo el mundo lo sabe.

Los compañeros de alrededor mascullaron algo en señal de asentimiento.

—Tienes que mantener el brazo completamente recto —dijo alguien—. Doblarlo lo más mínimo puede ser peligrosísimo.

Al día siguiente vi a Tommy con el brazo recto y rígido, y con aire preocupado. Todo el mundo se reía de él, y eso me enfurecía, pero tenía que admitir que la cosa tenía cierta gracia. Luego, hacia el final de la tarde, salíamos del Aula de Arte cuando Tommy se acercó a mí en el pasillo y me dijo:

—Kath, ¿podría hablar un momento contigo?

Esto fue quizá un par de semanas después de que me hubiera acercado a él en el campo de deportes para recordarle lo de su polo preferido, así que se suponía que éramos bastante amigos. Fuera como fuese, el hecho de que viniera de ese modo a preguntarme si podía hablar conmigo en privado resultaba un tanto embarazoso, y me dejó un poco desconcertada. Quizá eso pueda explicar en parte por qué no fui más amable.

—No es que esté muy preocupado ni nada parecido —empezó, en cuanto me hubo llevado aparte—. Pero quiero prevenirme, eso es todo. Con la salud no hay que correr riesgos. Necesito que alguien me ayude, Kath —lo que le preocupaba, me explicó, era lo que podía hacer mientras dormía. Doblar el brazo, por ejemplo—. Siempre tengo sueños de ésos en los que peleo contra montones de soldados romanos.

En cuanto le interrogué un poco, me di perfecta cuenta de que multitud de compañeros —incluso muchos de los que no habían estado en aquel almuerzo— habían ido a repetirle la advertencia de Christopher. De hecho, algunos habían llevado mucho más lejos la patraña: le habían contado que un alumno que se había ido a dormir con un tajo en el codo como el suyo se había despertado con todo el esqueleto del brazo y la mano a la vista, y toda la piel suelta al lado «como uno de esos guantes largos de My Fair Lady».

Lo que Tommy me pedía era que le ayudara a ponerse una tablilla en el brazo para mantenerlo recto durante la noche.

—No me fío de nadie más —dijo, levantando una gruesa regla que solía usar—. Son capaces de ponérmela de forma que se suelte mientras duermo.

Me miraba con absoluta inocencia, y no supe qué decir. Una parte de mí se moría de ganas de decirle lo que le estaban haciendo, y supongo que sabía que no hacerlo sería como traicionar la confianza que se había creado entre nosotros desde el momento en que le recordé lo del polo en el campo de deportes. Y si me avenía a entablillarle el brazo me convertía al instante en uno de los principales ejecutores de la broma. Y todavía me sentía avergonzada por no habérselo dicho en un principio. Pero hay que tener en cuenta que yo era aún muy jovencita, y que sólo disponía de unos segundos para decidirme. Y cuando alguien te pide que hagas algo en un tono tan lastimero, es muy difícil negarse.

Supongo que lo que primó en mí fue el deseo de que no se disgustara. Porque me daba cuenta de que, a pesar de todo su desasosiego por el brazo, a Tommy le emocionaba la preocupación por su salud que creía que todos le estaban demostrando. Claro que yo sabía que se iba a enterar de la verdad tarde o temprano, pero en aquel momento no fui capaz de decírselo. Lo menos malo que se me ocurrió fue preguntarle:

—¿Te ha dicho Cara de Cuervo que hagas esto?

—No. Pero imagina lo furiosa que se pondría si el codo se me sale todo entero.

Seguía sintiéndome mal, pero le prometí entablillarle el brazo más tarde —en el Aula Catorce, media hora antes de la campana nocturna—, y lo vi marchar tranquilizado y agradecido.

El caso es que no tuve que pasar por ello, porque Tommy lo averiguó todo antes. Hacia las ocho de la tarde estaba yo bajando la escalera principal cuando oí unas grandes carcajadas que venían de la planta baja. Se me encogió el corazón porque supe inmediatamente que tenían que ver con Tommy. Me detuve en el rellano de la primera planta y miré por encima de la barandilla y vi que Tommy salía de la sala de billar con grandes y sonoras zancadas. Recuerdo que pensé: «Al menos no está chillando». Y no lo hizo en ningún momento: fue hasta el guardarropa, recogió sus cosas y se fue de la casa principal. Y durante todo este tiempo, las risotadas siguieron saliendo por la puerta abierta de la sala de billar, mientras algunas voces aullaban cosas como la siguiente:

—¡Si pierdes los estribos, el codo se te sale sin remedio!

Pensé en salir detrás de él y alcanzarlo en la oscuridad antes de que llegara al barracón del dormitorio, pero recordé que le había prometido entablillarle el codo para pasar la noche, y no me moví. Y me dije a mí misma una y otra vez: «Al menos no ha tenido una rabieta. Al menos se ha controlado el mal genio».

Pero me he apartado un poco del asunto. La razón de que haya hablado de esto es que el concepto de cosas que «se abren como una cremallera» trascendió del codo de Tommy para convertirse en una broma entre nosotros referida a las donaciones. La idea era que, llegado el momento, con sólo abrirte la cremallera de una parte de ti mismo, se te saldría un riñón u otra víscera cualquiera, que tenderías a quien procediese. No es que la cosa nos pareciese muy graciosa en sí misma; era más bien una forma que teníamos de hacernos perder el apetito. Te abrías la «cremallera» del hígado, por ejemplo, y lo tirabas en el plato de alguien. Ese tipo de broma. Recuerdo que una vez Gary B., que tenía un apetito insaciable, volvía con su tercer plato de pudin, y prácticamente todos los de la mesa «se abrieron la cremallera» de partes de sí mismos y fueron amontonándolas en el bol de Gary, mientras él seguía atiborrándose a conciencia.

A Tommy nunca le gustó gran cosa que lo de las cremalleras se pusiera de moda otra vez, pero para entonces las tomaduras de pelo dirigidas contra su persona eran agua pasada y nadie lo relacionaba ya con esta broma. Era algo que hacíamos para reírnos un poco, para conseguir que alguien dejase de comer lo que tenía en el plato, y también, supongo, como un modo de reconocimiento de lo que nos esperaba en el futuro. Y esto es lo que quería decir antes. En aquel tiempo de nuestra vida ya no nos apartábamos con espanto cuando se mencionaba el asunto de las donaciones, como habíamos hecho un año o dos atrás; pero tampoco pensábamos en ello muy seriamente, ni lo sometíamos a debate. Todo aquello de «abrirse la cremallera» no era sino una manifestación perfectamente comprensible del modo en que el asunto nos afectaba cuando teníamos trece años.

Así que diría que la señorita Lucy tenía razón cuando un par de años después afirmó que «se nos había dicho y no se nos había dicho». Y —lo que es más— ahora que pienso en ello diría también que lo que la señorita Lucy nos dijo aquella tarde condujo a un cambio de actitud real en todos nosotros. Fue a partir de aquel día cuando cesaron las bromas sobre las donaciones, y cuando empezamos a pensar juiciosamente en las cosas. Si algo varió fue precisamente que las donaciones volvieron a ser un tema que todos orillábamos, pero no de la forma en que lo habíamos hecho cuando éramos más pequeños. Ahora ya no era incómodo o embarazoso, sino sencillamente sombrío y serio.

—Es extraño —me dijo Tommy cuando hace unos años lo recordamos todo de nuevo—. Ninguno de nosotros se paró a pensar en cómo se sintió ella, la señorita Lucy. Nunca nos preocupó si se había buscado algún problema al decirnos lo que nos dijo. Éramos tan egoístas entonces…

—Pero no puedes culparnos a nosotros —dije—. Se nos enseñó a pensar en nuestros compañeros, pero jamás en nuestros custodios. No se nos ocurrió nunca la idea de que hubiera diferencias entre ellos.

—Pero teníamos edad suficiente —dijo Tommy—. Con nuestra edad tendría que habérsenos ocurrido. Sin embargo no se nos ocurrió. No pensamos en absoluto en la pobre señorita Lucy. Ni siquiera después, ya sabes, cuando tú la viste.

Supe al instante a qué se refería. Hablaba de aquella mañana de principios de nuestro último verano en Hailsham, cuando me topé con la señorita Lucy en el Aula Veintidós. Al pensar en ello ahora, me doy cuenta de que Tommy tenía razón. A partir de aquel momento debería haber sido meridianamente claro, incluso para nosotros, cuan atribulada estaba la señorita Lucy. Pero como dijo Tommy, jamás consideramos nada desde su punto de vista, y jamás se nos ocurrió decir o hacer algo para apoyarla.