Creo que me habría sentido mejor en relación con lo que había pasado entre nosotras si Ruth me hubiera guardado rencor de alguna forma patente. Pero ésta debió de ser una de esas ocasiones en las que al parecer lo único que hacía era hundirse. Era como si se sintiera demasiado avergonzada por su impostura —demasiado aplastada por ella— como para estar furiosa o desear desquitarse. Las primeras veces que la vi después de nuestra conversación bajo el alero yo estaba preparada para afrontar como mínimo cierto enfurruñamiento, pero no, se comportó con impecable cortesía, aunque estuvo un poco inexpresiva. Supuse que tenía miedo de que volviera a ponerla en evidencia —lo del plumier, como es lógico, había quedado atrás—, y yo quería decirle que no tenía nada que temer. Lo malo era que, como ninguna de estas cosas las habíamos hablado abiertamente, no encontraba manera de hacérselo saber.
Mientras tanto, me esforzaba todo lo que podía por encontrar el momento de darle a entender que era cierto que ocupaba un lugar especial en el corazón de la señorita Geraldine. Me acuerdo de una vez, por ejemplo, en que un grupo de nosotras se moría de ganas de ir a jugar un partido de rounders durante el recreo, porque nos había retado un grupo de chicas del curso siguiente. Pero estaba lloviendo y no nos iban a dejar salir. Entonces vi que la señorita Geraldine era una de las custodias que nos tocaba, y dije:
—Si es Ruth la que va a pedírselo, tal vez nos deje.
Según puedo recordar, mi sugerencia no tuvo ningún eco; quizá no llegó a oírme nadie, porque la mayoría de nosotras estaba hablando al mismo tiempo. Pero lo importante es que lo dije estando justo detrás de ella, y pude ver claramente que le había gustado.
Otra vez, saliendo de una clase de la señorita Geraldine, coincidió que yo estaba yendo hacia la puerta justo detrás de la propia señorita Geraldine. Y lo que hice fue rezagarme un poco para que Ruth, que iba a mi espalda, pudiese adelantarme y pasar por el umbral junto a la señorita Geraldine. Lo hice sin que se notara, como si fuera la cosa más natural del mundo, lo que había que hacer, lo que la señorita Geraldine quería que hiciera, exactamente lo que cualquiera haría si viera que se había interpuesto sin querer entre dos amigas íntimas. En esa ocasión, recuerdo, Ruth, por espacio de un segundo, se sorprendió y se sintió un poco desconcertada, y antes de adelantarme me dirigió un rápido gesto de cabeza.
Pequeños detalles como éste sin duda complacían a Ruth, pero distaban aún mucho de poder borrar lo que había sucedido entre nosotras el día de la niebla bajo el alero, y la sensación de que jamás sería capaz de arreglar las cosas con ella no hacía sino acentuarse en mí día a día. Recuerdo muy especialmente una tarde en que estaba sentada en uno de los bancos de fuera del pabellón, tratando denodadamente de pensar en alguna solución a mi problema, mientras una honda mezcla de remordimiento y frustración me estaba llevando prácticamente al llanto. Si las cosas hubieran seguido así, no estoy segura de lo que podría haber pasado. Tal vez todo habría acabado olvidándose; o tal vez Ruth y yo nos habríamos apartado definitivamente. Y entonces, como caída del cielo, se me presentó la ocasión de poner las cosas en claro.
Estábamos en mitad de una de las clases de Arte del señor Roger, pero por alguna razón que no recuerdo éste había salido un rato del aula. Así que muchas de nosotras empezamos a pasearnos entre los caballetes, charlando y mirando lo que cada una estaba haciendo. Y entonces una chica llamada Midge A. se acercó y le dijo a Ruth en un tono perfectamente amistoso:
—¿Dónde tienes ese plumier? Es tan precioso.
Ruth se puso tensa y miró rápidamente a su alrededor para ver quién estaba presente. Éramos las de siempre, y quizá un par de compañeras más que en ese momento se paseaban entre nuestros caballetes. Yo no había dicho ni una palabra a nadie del asunto del registro de los Saldos, pero Ruth no lo sabía. Su voz sonó más suave que de costumbre cuando le contestó a Midge:
—No lo tengo aquí. Lo tengo en el arcón de mis cosas.
—Es tan bonito. ¿Dónde lo conseguiste?
Era obvio que Midge lo preguntaba con toda candidez. Pero casi todas las que habíamos estado en el Aula Cinco cuando Ruth había traído el plumier por primera vez estábamos ahora presentes, esperando su respuesta, y vi que Ruth vacilaba. Sólo después, al revivir por completo la escena, llegué a apreciar cabalmente lo perfecta que había sido la ocasión para mis propósitos. En el momento ni siquiera lo pensé. Tercié antes de que Midge o cualquiera de las chicas tuviera la oportunidad de advertir que Ruth se encontraba ante un singular dilema.
—No podemos decirte dónde lo ha conseguido.
Ruth, Midge y todas las demás me miraron, quizá un tanto sorprendidas. Pero conservé la sangre fría y continué, dirigiéndome sólo a Midge:
—Hay un montón de razones por las que no podemos decirte de dónde viene.
Midge se encogió de hombros.
—Es un misterio, entonces.
—Un gran misterio —dije, y le dediqué una gran sonrisa para hacerle saber que no quería ser desagradable.
Las otras asentían con la cabeza para apoyarme, pero Ruth tenía una vaga expresión en el semblante, como si de pronto la preocupara algo que no tenía nada que ver con el asunto. Midge volvió a encogerse de hombros, y según creo recordar aquí acabó la cosa. O bien se fue en ese momento o bien se puso a hablar de algo completamente diferente.
Ahora, en gran parte por las mismas razones por las que yo no había sido capaz de hablar abiertamente con ella de mis malas artes con lo del registro de los Saldos, Ruth tampoco era capaz de agradecerme lo que había hecho por ella ante Midge. Pero por su forma de comportarse conmigo, no sólo en los días sino en las semanas que siguieron, estaba claro que le había gustado mucho que hubiera intercedido en su favor. Y como yo había pasado recientemente por la misma situación de desear hacer algo por ella, no me fue difícil reconocer su actitud de mantenerse atenta a la menor ocasión que se le presentara para hacer algo por mí, algo realmente fuera de lo corriente. Era una sensación estupenda, y recuerdo que pensé un par de veces que incluso sería mucho mejor que no tuviera ocasión de hacerlo en mucho tiempo, porque así se prolongarían y prolongarían entre nosotras las buenas vibraciones. Pero la oportunidad le llegó cuando perdí mi cinta preferida, aproximadamente un mes después del episodio de Midge.
Aún conservo una copia de aquella cinta, y hasta hace muy poco la escuchaba de vez en cuando mientras conducía por el campo abierto en un día de llovizna. Pero ahora la pletina del radiocasete del coche está tan mal que ya no me atrevo a ponerla. Y parece que jamás encuentro tiempo para ponerla cuando estoy en mi cuarto. Aun así, sigue siendo una de mis más preciadas pertenencias. A lo mejor a finales de año, cuando deje de ser cuidadora, puedo escucharla más a menudo.
El álbum se titula Canciones para después del crepúsculo, y es de Judy Bridgewater. La que conservo hoy no es la casete original, la que perdí, la que tenía en Hailsham. Es la que Tommy y yo encontramos años después en Norfolk (pero ésa es otra historia a la que llegaré más tarde). De lo que quiero hablar ahora es de la primera cinta, de la que me desapareció en Hailsham.
Antes debo explicar lo que en aquel tiempo nos traíamos entre manos con Norfolk. Fue algo que duró muchos años —llegó a ser una especie de broma privada de Hailsham, supongo—, y había empezado en una clase que tuvimos cuando aún éramos muy pequeños.
Fue la señorita Emily quien nos enseñó los diferentes condados de Inglaterra. Colgaba del encerado un gran mapa del país, y, a su lado, ponía un caballete. Y si estaba hablando, por ejemplo, de Oxfordshire, colocaba sobre el caballete un gran calendario con fotos de ese condado. Tenía una gran colección de estos calendarios, y así fuimos conociendo uno tras otro la mayoría de los condados. Señalaba un punto del mapa con el puntero, se volvía hacia el caballete y mostraba una fotografía. Había pueblecitos surcados por pequeños arroyos, monumentos blancos en laderas, viejas iglesias junto a campos. Si nos estaba hablando de algún lugar de la costa, había playas llenas de gente, acantilados y gaviotas. Supongo que quería que nos hiciéramos una idea de lo que había allí fuera, a nuestro alrededor, y me resulta asombroso, aún hoy, después de todos los kilómetros que he recorrido como cuidadora, hasta qué punto mi idea de los diferentes condados sigue dependiendo de aquellas fotografías que la señorita Emily ponía en el caballete. Si voy en coche, por ejemplo, a través de Derbyshire y me sorprendo buscando la plaza de un determinado pueblo, con su pub de falso estilo Tudor y un monumento a la memoria de los caídos, no tardo en darme cuenta de que lo que busco es la estampa que la señorita Emily nos enseñó la primera vez que oímos hablar de Derbyshire.
De todos modos, a lo que voy es que a la colección de calendarios de la señorita Emily le faltaba algo: en ninguno de ellos había ninguna fotografía de Norfolk. Cada una de estas clases se repetía varias veces, y yo siempre me preguntaba si la señorita Emily acabaría encontrando alguna foto de Norfolk. Pero era siempre la misma historia. Movía el puntero sobre el mapa y decía, como si se le hubiera ocurrido en el último momento:
—Y aquí está Norfolk. Un sitio muy bonito.
Recuerdo que aquella vez en concreto hizo una pausa y se quedó pensativa, quizá porque no había planeado lo que tenía que venir después en lugar de una fotografía. Y al final salió de su ensimismamiento y volvió a golpear el mapa con la punta del puntero.
—¿Veis? Está aquí en el este, en este saliente que se adentra en el mar, y por tanto no está de paso hacia ninguna parte. La gente que viaja hacia el norte o el sur —movió el puntero para arriba y para abajo— pasa de largo. Por eso es un rincón muy tranquilo de Inglaterra, y un sitio muy bonito. Pero también es una especie de rincón perdido.
Un rincón perdido. Así es como lo llamó, y así empezó todo. Porque en Hailsham teníamos nuestro propio «rincón perdido» en la tercera planta, donde se guardaban los objetos perdidos. Si perdías o encontrabas algo, ahí es donde ibas a buscarlo o a dejarlo. Alguien —no recuerdo quién— dijo después de esa clase que lo que la señorita Emily había dicho era que Norfolk era el «rincón perdido» de Inglaterra, el lugar adonde iban a parar todas las cosas perdidas del país. La idea arraigó, y pronto llegó a ser aceptada como un hecho por todo el curso.
No hace mucho tiempo, cuando Tommy y yo recordábamos esto, él afirmó que en realidad nunca creímos lo del «rincón perdido», que fue más bien una broma desde el principio. Pero yo estoy segura de que se equivocaba. Bien es verdad que cuando cumplimos doce o trece años el asunto de Norfolk se había convertido ya en algo jocoso. Pero mi recuerdo del «rincón perdido» me dice —y la memoria de Ruth coincide con la mía— que al principio creímos en ello de forma literal y a pies juntillas; que de la misma forma que los camiones llegaban a Hailsham con la comida y los objetos para los Saldos, tenía lugar una operación similar —a mucha mayor escala— a todo lo largo y ancho de Inglaterra, y todas las cosas que se perdían en los campos y trenes del país iban a parar a ese lugar llamado Norfolk. Y el hecho de que nunca hubiéramos visto ninguna fotografía de ese lugar sólo contribuía a incrementar su aura de misterio.
Puede que suene a tontería, pero no se ha de olvidar que para nosotros, en esa etapa de nuestra vida, cualquier lugar más allá de Hailsham era como una tierra de fantasía. No teníamos sino nociones muy vagas del mundo exterior, y de lo que en él podía ser posible e imposible. Además, nunca nos molestamos en analizar con detenimiento nuestra teoría sobre Norfolk. Lo que nos importaba —como dijo Ruth un día en aquella habitación alicatada de Dover, mientras estábamos sentadas contemplando cómo caía la tarde— era que «cuando perdíamos algo precioso, y buscábamos y buscábamos por todas partes y no lo encontrábamos, no debíamos perder por completo la esperanza. Nos quedaba aún una brizna de consuelo al pensar que un día, cuando fuéramos mayores y pudiéramos viajar libremente por todo el país, siempre podríamos ir a Norfolk y encontrar lo que habíamos perdido hacía tanto tiempo».
Estoy segura de que Ruth tenía razón en eso. Norfolk había llegado a ser una verdadera fuente de consuelo para nosotros, probablemente mucho más de lo que estábamos dispuestos a admitir entonces, y por eso seguimos hablando de ello —aunque en un tono más bien de broma— cuando nos hicimos mayores. Y por eso también, muchos años después, el día en que Tommy y yo encontramos en la costa de Norfolk otra cinta igual a la que yo había perdido antaño, no nos limitamos a pensar que era algo en verdad curioso, sino que, en nuestro interior, los dos sentimos como una especie de punzada, como un antiguo deseo de volver a creer en algo tan caro a nuestro corazón en un tiempo.
Pero quería hablar de la cinta, de Canciones para después del crepúsculo, de Judy Bridgewater. Supongo que al principio fue un LP —la fecha de grabación es 1956—, pero lo que yo tenía era una casete, cuya portada debía de ser la misma que la de la funda del disco. Judy Bridgewater lleva un vestido de raso violeta, uno de aquellos vestidos sin hombros que se llevaban en aquel tiempo, y se le ve de cintura para arriba porque está sentada en un taburete. Creo que se supone que es Suramérica, porque detrás de ella hay palmeras y unos camareros de tez morena con esmoquin blanco. Ves a Judy desde el punto de vista de quien en ese momento le estuviera sirviendo las bebidas. Y te devuelve una mirada amistosa, no demasiado sexy, como si te conociera desde hace mucho tiempo y estuviera flirteando contigo sólo un poquito. Y hay otra cosa en esta portada: Judy tiene los codos encima de la barra, y entre sus dedos hay un cigarrillo encendido. Y fue precisamente por este cigarrillo por lo que, desde que la encontré en un Saldo, me había mostrado tan sigilosa en relación con la cinta.
No sé cómo habrá sido en otros centros, pero en Hailsham los custodios eran sumamente estrictos con el hábito de fumar. Estoy segura de que habrían preferido que ni nos hubiéramos enterado de la existencia del tabaco; pero dado que tal cosa era imposible, cada vez que surgía cualquier referencia al hecho de fumar se aseguraban de aleccionarnos firmemente en contra de un modo u otro. Cuando se nos mostraba la fotografía de algún escritor famoso, o de algún líder mundial, y éste sostenía un cigarrillo entre los dedos, se hacía un alto en la clase para afearle la conducta en tal sentido. Circulaba incluso el rumor de que algunos libros clásicos —como los de Sherlock Holmes, por ejemplo— no tenían cabida en nuestra biblioteca porque los personajes principales fumaban mucho, y cuando nos topábamos con alguna página arrancada de un libro ilustrado o una revista, sabíamos que era porque en esa página aparecía la fotografía de alguien fumando. Y además estaban las clases expresamente dedicadas a mostrarnos fotografías de los terribles efectos del tabaco en nuestro organismo. De ahí la conmoción de aquella vez en que Marge K. le preguntó aquello a la señorita Lucy.
Estábamos sentados en el césped después de un partido de rounders, y la señorita Lucy nos había estado dando la típica charla sobre el tabaco cuando de pronto Marge le preguntó si ella había fumado alguna vez un cigarrillo. La señorita Lucy se quedó callada unos instantes, y luego dijo:
—Me gustaría poder decir que no. Pero si he de ser sincera, fumé durante una temporada. Unos dos años. Cuando era más joven.
Fue toda una conmoción. Antes de que la señorita Lucy hubiera tenido tiempo para responder, todos miramos furibundamente a Marge, indignados por la rudeza de la pregunta (para nosotros era como si le hubiera preguntado si alguna vez había atacado a alguien con un hacha). Y recuerdo que durante cierto tiempo le hicimos la vida imposible a Marge; de hecho, lo que he contado antes —la noche en que la obligamos a pegar la cara a la ventana y mirar el bosque— no fue sino una parte de lo que tendría que soportar los días siguientes. Pero en el momento del incidente, cuando la señorita Lucy dijo lo que dijo, estábamos demasiado confusos para pensar en Marge. Creo que lo que hicimos fue quedarnos mirando fijamente a la señorita Lucy, horrorizados, a la espera de lo que diría a continuación.
Cuando por fin habló, pareció sopesar con sumo cuidado cada palabra.
—En mi caso, no estuvo bien. Fumar no era bueno para mí, así que lo dejé. Pero lo que debéis entender es que para vosotros, para todos vosotros, fumar es mucho, mucho peor de lo que pueda serlo para mí.
Hizo una pausa y se quedó callada. Alguien dijo después que se había sumido en una ensoñación, pero yo estaba segura, al igual que Ruth, de que estaba midiendo cuidadosamente cómo continuar. Y al final dijo:
—Se os ha advertido de ello. Sois estudiantes. Sois… especiales. De modo que el manteneros bien, el hecho de mantener en óptimo estado el interior de vuestro cuerpo, es mucho más importante para cada uno de vosotros de lo que pueda serlo para mí.
Volvió a guardar silencio y nos miró de un modo extraño. Luego, cuando hablamos de ello, algunos de nosotros estábamos seguros de que la señorita Lucy había deseado vivamente que alguien le preguntara por qué. Por qué era mucho peor para nosotros. Pero nadie lo había hecho. A menudo he pensado en aquel día, y hoy, a la luz de lo que pasó después, estoy convencida de que si se lo hubiéramos preguntado la señorita Lucy nos lo habría contado todo. Sólo habría hecho falta una pregunta más sobre el hábito de fumar.
¿Por qué habíamos guardado silencio aquel día, entonces? Supongo que porque incluso a aquella edad —teníamos nueve o diez años— sabíamos lo bastante como para mostrarnos cautelosos en aquel terreno. Hoy resulta difícil precisar cuánto sabíamos entonces. Ciertamente, sabíamos —aunque no en un sentido profundo— que éramos diferentes de nuestros custodios, y también de la gente normal del exterior; tal vez sabíamos incluso que en un futuro lejano nos esperaban las donaciones. Pero no sabíamos realmente lo que ello significaba. Si evitábamos cuidadosamente ciertos temas, muy probablemente lo hacíamos porque nos producían embarazo. Detestábamos el modo en que nuestros custodios —normalmente muy por encima de todo— se mostraban incómodos siempre que nos aproximábamos a este terreno. Nos sentíamos turbados al advertir ese cambio en ellos. Creo que ésa es la razón por la que no preguntamos más, y por la que castigamos tan cruelmente a Marge K. por haber sacado a colación aquel tema después del partido de rounders.
Y ésa era la razón, en fin, por la que yo me mostraba tan sigilosa con la cinta. Hasta le di la vuelta a la portada, de forma que sólo podías ver a Judy con el cigarrillo si abrías la caja de plástico. Pero el motivo por el que aquella cinta significaba tanto para mí no tenía nada que ver con el cigarrillo, o con la forma de cantar de Judy Bridgewater, que es una de esas cantantes de la época, del tipo bar musical, nada del gusto de los alumnos de Hailsham. Lo que hacía tan especial aquella cinta era una canción concreta: el tema número tres: Nunca me abandones.
Es una canción lenta, y es noche avanzada, y es Norteamérica, y hay un trozo que vuelve y vuelve, en el que Judy canta: «Nunca me abandones… Oh, baby, baby… Nunca me abandones…». Tenía once años entonces, y no había escuchado mucha música, pero esa canción…, esa canción me llegó de verdad. Siempre procuraba tener la cinta rebobinada en ese punto, y en cuanto podía la ponía.
Pero la verdad es que no se me presentaban demasiadas ocasiones de oírla (era unos años antes de que empezaran a aparecer los walkmans en los Saldos). En la sala de billar había un gran aparato de música, pero yo apenas la ponía allí porque la sala siempre estaba llena de gente. En el Aula de Arte también había un radiocasete, pero el ruido solía ser el mismo que en la sala de billar. El único sitio donde podía escucharla con tranquilidad era en nuestro dormitorio.
En aquella época nos habían cambiado ya a los pequeños dormitorios de seis camas situados en los barracones separados, y en el nuestro teníamos un casete portátil en la estantería de encima del radiador. Así que allí es donde solía ir —durante el día, cuando a nadie más se le ocurría rondar por los dormitorios— a poner una y otra vez mi canción preferida.
¿Qué es lo que tenía de especial esa canción? Bueno, lo cierto es que no solía escuchar con atención toda la letra; esperaba a que sonara el estribillo: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…», y me imaginaba a una mujer a quien le habían dicho que no podía tener niños, y que los había deseado con toda el alma toda la vida. Entonces se produce una especie de milagro y tiene un bebé, y lo estrecha con fuerza contra su pecho y va de un lado para otro cantando: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…», en parte porque se siente tan feliz y en parte porque tiene miedo de que suceda algo, de que el bebé se ponga enfermo o de que se lo lleven de su lado. Incluso en aquella época me daba cuenta de que no podía ser así, de que tal interpretación no casaba con el resto de la letra. Pero a mí no me importaba. La canción trataba de lo que yo decía, y la escuchaba una y otra vez, a solas, siempre que podía.
Por aquella época tuvo lugar un extraño incidente que quiero reseñar aquí. Me causó una gran desazón, y aunque no habría de entender su significado real hasta muchos años después, creo que, incluso entonces, llegué a vislumbrar su profunda trascendencia.
Era una tarde soleada y había ido al dormitorio a buscar algo. Recuerdo lo luminoso que estaba todo porque las cortinas no habían sido descorridas por completo, y el sol entraba a raudales y podías ver el polvo en el aire. No tenía intención de escuchar la cinta, pero al verme allí a solas sentí un impulso y cogí la casete del arcón de mis cosas y la puse en la pletina.
Puede que el volumen lo hubiera dejado alto la última en utilizar el aparato, no lo sé; pero estaba mucho más alto que de costumbre, y probablemente por eso no la oí llegar. O quizá me dejé ganar por la pura complacencia. El caso es que empecé a bambolearme lentamente al compás de la canción, abrazando contra mi pecho a un bebé imaginario. De hecho, para hacerlo todo más embarazoso, fue una de esas veces en las que abrazaba una almohada haciendo como que era mi bebé, y danzaba despacio, con los ojos cerrados, cantando suavemente con Judy cada vez que sonaba el estribillo: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…».
La canción casi había terminado cuando algo me hizo percibir que no estaba sola. Abrí los ojos y me encontré mirando a Madame, que me observaba a través de la puerta entreabierta.
Me quedé petrificada. Al cabo de uno o dos segundos, empecé a sentir un tipo nuevo de alarma, porque intuí que en la situación había además algo muy extraño. La puerta, como digo, estaba entreabierta —había una norma que estipulaba que las puertas de los dormitorios no podían cerrarse del todo más que cuando nos íbamos a dormir—, pero Madame ni siquiera había llegado a ocupar el umbral. Estaba afuera, en el pasillo, muy quieta, con la cabeza ladeada para poder ver lo que sucedía dentro. Y lo extraño del caso era que estaba llorando. Tal vez había sido uno de sus sollozos lo que había irrumpido en la canción y me había sacado bruscamente de mi ensueño.
Cuando pienso en ello hoy, creo que Madame, si bien no era una custodia, era la única adulta presente y tendría que haber dicho o hecho algo, aunque no fuera más que echarme una reprimenda. En tal caso, yo habría sabido cómo actuar. Pero se quedó allí de pie, llorando y llorando, mirándome a través de la puerta con la misma mirada con que siempre nos miraba, como si estuviera viendo algo que le pusiera los pelos de punta. Pero en aquella ocasión había algo más: algo en su mirada que no supe descifrar.
No supe qué decir ni qué hacer, ni qué iba a suceder a continuación. Quizá entraría en el dormitorio, me gritaría, me pegaría incluso; no tenía la menor idea de cómo reaccionaría. Pero lo que hizo fue darse la vuelta e irse. Me di cuenta de que la cinta estaba ya en la siguiente canción, y apagué la pletina y me senté en la cama que tenía más cerca. Y al hacerlo vi, a través de la ventana de enfrente, cómo la figura de Madame se dirigía deprisa hacia la casa principal. No miró hacia atrás, pero por el modo en que encorvaba la espalda supe que no había dejado de llorar.
Cuando volví con mis amigas unos minutos después, no les conté lo que acababa de pasarme. Una de ellas me notó algo extraño y dijo algo, pero yo me encogí de hombros y seguí callada. No es que me sintiera avergonzada exactamente, pero fue un poco como la vez en que todas habíamos acosado a Madame en el patio, cuando acababa de bajarse del coche. Lo que deseaba más que nada en el mundo era que lo que acababa de sucederme no hubiera sucedido, y pensé que el mejor favor que podía hacerme a mí y a todos mis compañeros era no decir ni media palabra del asunto.
Pero un par de años después hablé de ello con Tommy. Fue en los días que siguieron a nuestra conversación en la orilla del estanque, en la que me confió lo que en cierta ocasión le había dicho la señorita Lucy; los días en los que —según me doy cuenta hoy— se inició aquel proceso de indagación —de preguntarnos cosas sobre nosotros mismos— que habría de continuarse a lo largo de los años. Cuando le conté a Tommy lo que me había pasado con Madame en el dormitorio, lo que hizo fue brindarme una explicación harto sencilla. Para entonces todos sabíamos ya algo que en aquel tiempo yo aún no sabía, es decir, que ninguno de nosotros podía tener niños. Es posible que, de algún modo, yo hubiera recibido ya esa información cuando era más pequeña, y no la hubiera registrado por completo, y que por eso entendí lo que entendí cuando oí aquella canción por vez primera. Porque en aquel tiempo carecía de datos explícitos que me permitieran entenderlo. Como digo, cuando Tommy y yo hablamos de ello, nos lo habían explicado ya a todos cabalmente. A ninguno de nosotros, por cierto, nos importó gran cosa; de hecho, recuerdo que a algunos compañeros les encantó que pudiéramos mantener relaciones sexuales sin tener que preocuparnos de las consecuencias (aunque el sexo en serio aún se hallaba en la lejanía para la mayoría de nosotros). En cualquier caso, cuando le conté a Tommy lo que me había pasado, dijo:
—Seguramente Madame no es una mala persona, aunque sea bastante repelente. Así que cuando te vio bailando, abrazando a tu bebé imaginario, pensó que era trágico que no pudieras tener niños. Y por eso se puso a llorar.
—Pero Tommy —apunté—, ¿cómo podía saber ella que la canción tenía que ver con una mujer que tenía un bebé? ¿Cómo podía saber que la almohada que tenía entre los brazos se suponía que era un bebé? Sólo lo era en mi imaginación.
Tommy pensó en ello unos segundos, y luego, medio en broma, dijo:
—Quizá Madame pueda leer la mente de la gente. Es una mujer muy extraña. Quizá pueda ver el interior de las personas. No me extrañaría nada.
Esto nos produjo un pequeño escalofrío, y aunque soltamos unas risitas no seguimos hablando del asunto.
La cinta desapareció un par de meses después del incidente con Madame. No vi ninguna relación entre ambas cosas entonces, y no veo razón alguna para relacionarlas hoy. Una noche, en el dormitorio, justo antes de que apagaran las luces, me puse a revolver en mi arcón para pasar el rato hasta que las demás volvieran del cuarto de baño. Es extraño, pero cuando me di cuenta de que la cinta no estaba, mi primer pensamiento fue que no debía dejar que nadie viera el pánico que sentía. Puedo recordar incluso cómo me esforcé por tararear como ensimismada una tonadilla mientras seguía buscando. He pensado mucho en ello y aún sigo sin saber cómo explicarlo: las que estaban conmigo en aquel dormitorio eran mis más íntimas amigas, y sin embargo no quería que supieran lo trastornada que estaba por haber perdido aquella cinta.
Supongo que tenía que ver con el hecho de que lo mucho que la cinta significaba para mí fuera un íntimo secreto. Quizá todos nosotros, en Hailsham, teníamos pequeños secretos como éste; pequeños rincones privados, por ejemplo, creados de la nada y donde podíamos recluirnos a solas con nuestros miedos y nuestros anhelos. Pero el hecho de tener tales necesidades no nos hubiera parecido aceptable en aquel tiempo (como si, en cierta medida, fuera algo que nos hiciera quedar mal ante los compañeros).
De todas formas, en cuanto me cercioré de que la cinta no estaba entre mis cosas, pregunté a todas y cada una de mis compañeras de dormitorio, como de pasada, si la habían visto en alguna parte. Aún no estaba totalmente angustiada, porque existía la posibilidad de que me la hubiera dejado olvidada en la sala de billar; y, por otra parte, tenía la esperanza de que alguien la hubiera cogido prestada con intención de devolvérmela por la mañana.
La cinta no apareció a la mañana siguiente, ni ningún día después, y hoy aún sigo sin saber qué pudo ser de ella. Lo cierto —supongo— es que en Hailsham, a la sazón, había más robos de los que tanto nosotros como los custodios estábamos dispuestos a admitir. Pero la razón de que esté contando ahora esto es que quiero explicar lo de Ruth y su forma de reaccionar entonces. Lo que no se ha de olvidar es que perdí la cinta menos de un mes después de que Midge hubiera interrogado a Ruth en el Aula de Arte sobre el plumier y yo me hubiera apresurado a ayudarla. Desde entonces, como ya he dicho, Ruth había estado intentando hacer algo por mí a cambio, y la desaparición de la cinta le brindó una oportunidad perfecta. Podría incluso decirse que no fue hasta después de que me desapareciera la cinta cuando las cosas volvieron a la normalidad entre nosotras, quizá por primera vez desde aquella mañana lluviosa en la que le conté lo del registro de los Saldos bajo el alero de la casa principal.
La noche en que por primera vez eché en falta la cinta me aseguré de preguntar por ella a todo el mundo, y eso, por supuesto, incluyó también a Ruth. Mirando hoy hacia atrás, veo hasta qué punto debió de darse cuenta exacta, en aquel mismo momento, de lo mucho que para mí significaba tal pérdida, y al mismo tiempo lo importante que era para mí que no se armara ningún revuelo por ello en el dormitorio. Así que aquella noche me había respondido con un distraído encogimiento de hombros, y había seguido con lo que estaba haciendo. Pero a la mañana siguiente, volvía yo del cuarto de baño cuando oí que Ruth le preguntaba a Hannah —en tono despreocupado, sin darle demasiada importancia— si estaba segura de que no había visto mi cinta.
Como dos semanas después, cuando ya había asumido plenamente el hecho de haber perdido la cinta, Ruth se acercó a mí un día durante el descanso del almuerzo. Era uno de los primeros días realmente primaverales de aquel año, y yo estaba sentada en el césped charlando con un par de chicas más mayores. Cuando Ruth llegó hasta nosotras y me preguntó si quería ir a dar un paseo con ella, supe claramente que tenía en mente algo concreto. Así que dejé a las chicas con las que estaba hablando y la seguí hasta el fondo del Campo de Deportes Norte, y luego ladera arriba de la colina norte hasta la valla de madera, desde donde miramos hacia abajo y vimos el retazo de verde moteado por los grupos de alumnos. En la cima de la colina corría una fuerte brisa, y recuerdo que me sorprendió, porque cuando estaba abajo sentada en el césped no la había percibido. Seguimos allí de pie, quietas, mirando durante un rato los jardines de Hailsham, y en un momento dado Ruth me tendió una pequeña bolsa. Cuando la cogí, supe de inmediato que dentro había una casete, y el corazón me dio un brinco. Pero Ruth me dijo rápidamente:
—No, Kathy, no es la tuya. No es la que has perdido. He intentado encontrarla para dártela, pero ha desaparecido por completo.
—Sí —dije—. Y se habrá ido a Norfolk.
Nos reímos. Luego saqué la cinta de la bolsa con aire de desilusión, y no estoy muy segura de que tal expresión desencantada no siguiera en mi semblante cuando me puse a mirar detenidamente el regalo de mi amiga.
Era una cinta titulada Veinte melodías clásicas de baile. Cuando la oí más tarde, vi que era una música de orquesta de las que ponen en los bailes de salón. En el momento en que me la estaba dando yo no sabía de qué música se trataba, como es lógico, pero sabía que no era nada parecido a Judy Bridgewater. Y comprendí también, casi de inmediato, que Ruth nunca llegaría a saberlo, y que para ella, que no sabía nada de música, aquella cinta que me regalaba podía llenar el hueco que me había dejado la mía. Y de pronto sentí que mi desencanto se esfumaba y que en su lugar iba germinando una genuina dicha. En Hailsham no solíamos abrazarnos mucho. Pero al darle las gracias, le apreté una mano con fuerza entre las mías. Y ella dijo:
—La encontré en el Saldo pasado. Pensé que es del tipo de cosas que te gustan.
La sigo conservando. No la pongo mucho porque su música no tiene nada que ver con nada. Es un objeto, como un broche o un anillo, y ahora que Ruth se ha ido se ha convertido en uno de mis más preciados bienes.