Cuando acabe el año dejaré de ser cuidadora, y aunque mi condición de tal me ha dado mucho, he de admitir que acogeré de buen grado la oportunidad de descansar, y de pararme para pensar y recordar. Estoy segura de que, al menos en parte, este apremio íntimo por ordenar todos estos viejos recuerdos tiene que ver con ello, con el hecho de estar preparándome para este inminente cambio en mi vida. Lo que realmente pretendía, supongo, era poner en claro las cosas que sucedieron entre Tommy y Ruth y yo después de hacernos mayores y dejar Hailsham. Pero ahora me doy cuenta de que, en gran medida, lo que ocurrió más tarde tuvo su origen en nuestra época de Hailsham, y por eso, antes que nada, quiero examinar detenidamente esos recuerdos tempranos. Reseñar, por ejemplo, toda aquella curiosidad que sentíamos por Madame. En cierto nivel, no se trataba más que de unas niñas haciendo chiquilladas. Pero en otro, como se verá, de lo que se trataba era del comienzo de un proceso que a lo largo de los años fue creciendo en intensidad hasta llegar a dominar nuestras vidas.
A partir de aquel día, la mención de Madame se convirtió, si no en un tabú, sí en algo sumamente raro entre nosotras. Y ello pronto trascendió nuestro grupito y llegó a ser conocido por casi todos los alumnos de nuestro curso. Seguíamos sintiendo la misma curiosidad de siempre acerca de ella, pero todas intuíamos que indagar más en su persona —en lo que hacía con nuestro trabajo, en si existía o no una galería— nos adentraría en un terreno para el que aún no estábamos preparadas.
El tema de la Galería, sin embargo, surgía de vez en cuando, de forma que cuando unos años más tarde Tommy, a la orilla del estanque, empezó a contarme su extraña charla con la señorita Lucy, sentí que algo tiraba con insistencia de mi memoria. Pero fue sólo después, cuando lo dejé sentado en la roca y me apresuraba hacia los campos para reunirme con mis amigas, cuando el recuerdo afloró en mí.
Era algo que la señorita Lucy nos había dicho una vez en clase. Lo había retenido en mi memoria porque me había intrigado entonces, y también porque había sido una de las poquísimas ocasiones en las que la Galería se había mencionado de forma tan deliberada ante un custodio.
Estábamos inmersos en lo que luego daría en llamarse la «controversia de los Vales». Tommy y yo hablamos hace unos años de la controversia de los Vales, y al principio no nos pusimos de acuerdo sobre cuándo había tenido lugar. Yo decía que teníamos diez años, y él opinaba que fue más tarde, pero al final se convenció de la exactitud de mi recuerdo: estábamos en cuarto de primaria; poco después del incidente con Madame, pero tres años antes de nuestra charla en el estanque.
La controversia de los Vales, supongo, formaba parte del hecho de que, con los años, el ansia de poseer se hizo más y más intensa en nuestros corazones. Durante años —creo haberlo dicho ya— pensamos que la elección de alguno de nuestros trabajos para la sala de billar suponía un gran triunfo, por mucho que se lo llevara Madame luego, pero al llegar a los diez años albergábamos una mayor ambivalencia a este respecto. Los Intercambios, con su sistema de Vales a modo de moneda, nos habían proporcionado un preciso útil de apreciación para valorar lo que producíamos. Nos interesaban ya las camisetas, la decoración de la cama, el personalizar el pupitre. Y, por supuesto, también nos interesaban mucho nuestras «colecciones».
No sé si donde normalmente estudian los niños se hacen «colecciones». Pero cuando te topas con algún antiguo alumno de Hailsham, tarde o temprano acaba aflorando con nostalgia el tema de las «colecciones». En aquella época, claro, era algo que dábamos por descontado. Todos teníamos debajo de la cama un arcón de madera con nuestro nombre en el que guardábamos nuestras pertenencias: lo que comprábamos en los Saldos o en los Intercambios. Puedo acordarme de uno o dos compañeros a quienes no les importaban demasiado sus colecciones, pero la mayoría de nosotros le dedicábamos a la nuestra un celo exquisito, y sacábamos algunos tesoros para enseñarlos y escondíamos otros con cuidado para que nadie los viera.
El caso es que, cuando cumplimos los diez años, la idea de que era un gran honor el que Madame se llevara alguna de tus obras ya había entrado en conflicto con el sentimiento de que nos estábamos quedando sin nuestros bienes con mayor valor de mercado. Y esta nueva situación llegó a su punto álgido con la controversia de los Vales.
Todo comenzó cuando cierto número de alumnos, principalmente varones, empezaron a decir entre dientes que cuando Madame se llevaba una obra el autor debería recibir Vales a cambio. Estuvo de acuerdo un gran número de alumnos, pero a otros la idea les pareció escandalosa. Circularon argumentos en favor y en contra durante un tiempo, y un buen día Roy J. —que estaba en el curso siguiente al nuestro y tenía gran cantidad de obras en la Galería de Madame— decidió ir a ver a la señorita Emily para hablar del asunto.
La señorita Emily, jefa de los custodios, era la mayor de todos ellos. No era especialmente alta, pero había algo en su porte —iba siempre muy tiesa y con la cabeza erguida— que te hacía pensar que lo era. Llevaba el pelo plateado recogido atrás, pero siempre tenía hebras sueltas que le ondeaban en torno. A mí me sacaban de quicio, pero la señorita Emily no les prestaba la menor atención, como si ni siquiera merecieran su desprecio. Al atardecer resultaba una visión bastante extraña: una mujer con multitud de cabellos sueltos que ella ni se molestaba en apartarse de la cara mientras hablaba contigo con voz pausada y calma. Nos inspiraba mucho temor, y no pensábamos en ella del modo en que pensábamos en los demás custodios. Pero la considerábamos justa y respetábamos sus decisiones; probablemente hasta en primaria sentíamos que su presencia, aunque intimidatoria, era lo que nos hacía sentirnos tan a salvo a todos en Hailsham.
Se requería cierto valor para ir a verla sin haber sido convocado; y hacerlo con el tipo de exigencias que iba a plantearle Roy parecía poco menos que suicida. Pero Roy no recibió la terrible reprimenda que todos nos esperábamos, y en los días que siguieron nos llegaron rumores de charlas —e incluso discusiones— de custodios sobre el asunto de los Vales. Al final se anunció que recibiríamos vales, pero no muchos, porque era un «honor de lo más alto» que el trabajo de alguien fuera seleccionado por Madame. Pero la decisión no sentó bien en ninguno de los bandos, y continuó la controversia.
Y éste era el mar de fondo cuando aquella mañana Polly T. le formuló aquella pregunta a la señorita Lucy. Estábamos en la biblioteca, sentados alrededor de la gran mesa de roble, y recuerdo que había un leño ardiendo en la chimenea. Leíamos teatro, y en un momento dado, una frase de la obra dio pie a Laura para que hiciera una broma sobre los Vales, y todos reímos, incluida la señorita Lucy. Luego la señorita Lucy dijo que, como en Hailsham no se hablaba de otra cosa, dejáramos la obra que estábamos leyendo y pasáramos el resto de la clase intercambiando puntos de vista sobre los Vales. Y eso es lo que estábamos haciendo cuando Polly preguntó, sin que viniera en absoluto a cuento: «Señorita, ¿por qué Madame se lleva nuestras cosas?».
Nos quedamos todos callados. La señorita Lucy no solía enfadarse a menudo, pero cuando lo hacía ya podías prepararte, y durante un momento pensamos que a Polly se le iba a caer el pelo. Pero enseguida vimos que la señorita Lucy no estaba enfadada, sino sumida en sus pensamientos. Recuerdo que yo sí estaba furiosa con Polly por haber quebrantado de forma tan estúpida una regla no escrita, pero al mismo tiempo sentía una enorme expectación ante la posible respuesta de la señorita Lucy. Y era obvio que no era la única con tan contrapuestas emociones: prácticamente todo el mundo fulminó con la mirada a Polly, para luego volverse con impaciencia hacia la señorita Lucy, lo cual, supongo, no era demasiado justo para la pobre Polly. Al cabo de lo que nos pareció una eternidad, la señorita Lucy dijo:
—Todo lo que puedo decir hoy es que existe una buena razón para que lo haga. Una razón muy importante. Pero si intentara ahora explicárosla a vosotros, creo que no la entenderíais. Un día, espero, se os explicará debidamente.
No la presionamos. El aire que flotaba sobre la mesa se había llenado de embarazo, y pese a la curiosidad que sentíamos por saber más del asunto, deseábamos con todas nuestras fuerzas que la charla se apartara de aquel terreno espinoso. Así, instantes después, todos nos sentimos aliviados al vernos de nuevo discutiendo —acaso un tanto artificialmente— sobre los Vales. Pero las palabras de la señorita Lucy me habían intrigado, y seguí pensando en ellas una y otra vez durante los días que siguieron. Por eso aquella tarde junto al estanque, cuando Tommy me estaba contando su charla con la señorita Lucy, y lo que le había dicho sobre que «no nos enseñaban lo suficiente» acerca de determinadas cosas, el recuerdo de aquella vez en la biblioteca —unido quizá a uno o dos pequeños episodios parecidos— empezó a espolear mi espíritu inquisitivo.
Mientras aún estamos en el asunto de los vales, quiero decir algo acerca de los Saldos, que ya he mencionado un par de veces. Los Saldos eran importantes para nosotros, porque era el medio por el que podíamos hacernos con cosas del exterior. El polo de Tommy, por ejemplo, era de un Saldo. En los Saldos era donde conseguíamos la ropa, los juguetes, las cosas especiales que no habían sido hechas por otros alumnos.
Una vez al mes, una gran furgoneta blanca descendía por la larga carretera, y la excitación podía palparse tanto en los jardines como en el interior de la casa. Cuando se detenía en el patio delantero, toda una multitud la estaba esperando, la mayoría alumnos de primaria, porque una vez que dejabas atrás los doce o trece años no era conveniente mostrarte excesivamente ilusionado. Pero lo cierto es que todos sentíamos un gran entusiasmo.
Mirando hoy hacia atrás, resulta curioso pensar en tal excitación, pues los Saldos solían ser muy decepcionantes. Normalmente no se encontraba nada demasiado especial, y nos gastábamos los Vales en renovar lo que se nos había roto o se nos estaba quedando viejo con cosas muy similares. Pero lo curioso del caso, supongo, era que alguna vez todos habíamos encontrado algo en algún Saldo, algo que se había convertido en especial: una chaqueta, un reloj, unas tijeras de artesanía que nunca llegabas a usar pero que guardabas con orgullo junto a la cama. Todos habíamos encontrado algo parecido en el pasado, de suerte que, por mucho que fingiéramos que no nos importaba demasiado, no podíamos liberarnos de los viejos sentimientos de entusiasmo y esperanza.
De hecho no resultaba ocioso rondar en torno a la furgoneta mientras la estaban descargando. Lo que hacías —si eras alumno de primaria— era seguir de la furgoneta al almacén y del almacén a la furgoneta a los dos hombres con mono que cargaban grandes cajas de cartón, y preguntarles lo que había dentro. La respuesta habitual era la siguiente: «Un montón de cosas bonitas, pequeño». Pero si seguías preguntando: «Pero ¿seguro que son muchas y buenas?», ellos, tarde o temprano, acababan por sonreír y decirte: «Oh, yo diría que sí, pequeño. Un buen montón de cosas buenísimas», con lo que te arrancaban un gritito de alborozo.
Las cajas llegaban a menudo sin la tapa de arriba, de forma que podías echar una ojeada al interior y entrever todo tipo de objetos, y a veces, aunque en rigor no debían hacerlo, los hombres te dejaban mover las cosas para poder ver mejor las que te interesaban. Y así, cuando aproximadamente una semana después tenía lugar el Saldo, habían circulado ya todo tipo de rumores, quizá sobre un chándal concreto o una casete, y si en alguna ocasión surgía algún problema, casi siempre era porque varios alumnos habían puesto los ojos en el mismo objeto.
Los Saldos contrastaban vivamente con el callado ambiente de los Intercambios. Se celebraban en el comedor, y eran multitudinarios y ruidosos. De hecho, los empujones y los gritos formaban parte de la diversión, aunque la mayor parte del tiempo reinaba el buen humor. Salvo, como digo, en alguna que otra ocasión en que las cosas se iban de las manos y había alumnos que se agarraban y forcejeaban e incluso llegaban a pelearse. Los monitores, entonces, amenazaban con cerrar el tenderete, y a la mañana siguiente todos debíamos enfrentarnos a una reprimenda colectiva de la señorita Emily.
Nuestra jornada en Hailsham empezaba todas las mañanas con una reunión de custodios y alumnos, por lo general bastante breve: unos cuantos anuncios, quizá un poema leído por un alumno. La señorita Emily no solía hablar mucho; se sentaba muy tiesa en el escenario, asintiendo con la cabeza a cada cosa que se decía, de cuando en cuando dirigiendo una mirada gélida hacia cualquier susurro que hubiera podido oírse entre los alumnos. Pero a la mañana siguiente de un acontecimiento excepcional —como era el caso de un Saldo tumultuoso— las cosas eran diferentes. Nos ordenaba sentarnos en el suelo —en estas reuniones matinales solíamos estar de pie—, y no había comunicados ni actos de ninguna clase. La señorita Emily nos hablaba durante veinte, treinta minutos (e incluso más, a veces). Raramente alzaba la voz, pero en estas ocasiones había en ella algo acerado, y ninguno de nosotros, ni siquiera los de quinto de secundaria, se atrevía a emitir el menor sonido.
Entre los alumnos había una sensación general de mala conciencia, por haber —en cierto nivel colectivo— fallado a la señorita Emily, pero por mucho que lo intentábamos no lográbamos seguir sus peroratas. En parte por su lenguaje. «Indigno de privilegio» y «mal uso de la oportunidad» eran dos de sus expresiones habituales (Ruth y yo conseguimos dar con ellas cuando rememorábamos el pasado en su cuarto del centro de Dover). El tenor general de su alocución era muy claro: siendo como éramos alumnos de Hailsham, todos éramos muy especiales, y por tanto el hecho de que nos portáramos mal resultaba enormemente decepcionante. Más allá de estas afirmaciones, sin embargo, las cosas se volvían oscuras. A veces seguía disertando con apasionamiento, para de pronto detenerse en seco con un: «¿Qué es? ¿Qué es? ¿Qué puede ser lo que nos frustra?». Y seguía allí de pie, con los ojos cerrados, con el ceño fruncido como si tratara de dar con la respuesta. Y aunque nos sentíamos desconcertados e incómodos, seguíamos sentados en el suelo, deseando que la señorita Emily diera con fuera lo que fuese lo que estaba necesitando su cabeza. Luego retomaba el discurso con un suspiro suave —señal de que iba a perdonarnos—, o bien salía de su silencio con un estallido: «¡Pero a mí no se me va a coaccionar! ¡Oh, no! ¡Y tampoco a Hailsham!».
Al recordar estas largas disertaciones, Ruth señalaba lo extraño que era que fueran tan ininteligibles, pues la señorita Emily, en clase, podía ser tan clara como el agua. Cuando dije que a veces la había visto vagando por Hailsham como en un sueño, hablando sola, Ruth se ofendió y dijo:
—¡La señorita Emily no fue jamás así! Hailsham no habría podido ser como era si hubiera tenido al frente a una persona chiflada. La señorita Emily tenía un intelecto tan afilado como un bisturí.
No discutí. Ciertamente, la señorita Emily podía ser asombrosamente sagaz. Si, por ejemplo, estabas en alguna parte de la casa principal o de los jardines donde no debías estar, y oías que se acercaba un custodio, normalmente siempre había algún sitio donde podías esconderte. Hailsham estaba lleno de escondites, dentro y fuera de la casa: aparadores, recovecos, arbustos, setos. Pero si a quien veías acercarse era a la señorita Emily, el corazón se te encogía, porque siempre sabía que te habías escondido y dónde. Era como si tuviera un sexto sentido. Podías meterte dentro de un aparador, cerrar las puertas bien cerradas y no mover ni un solo músculo, pero sabías que los pasos de la señorita Emily se detendrían ante el aparador y que su voz diría:
—Muy bien. Sal de ahí.
Es lo que le sucedió una vez a Sylvie C. en el rellano de la segunda planta, con la diferencia de que en esta ocasión la señorita Emily se había puesto hecha una furia. Ella nunca gritaba, como podía gritar por ejemplo la señorita Lucy cuando se enfadaba mucho contigo, pero daba mucho más miedo cuando la que se enfadaba era la señorita Emily. Los ojos se le empequeñecían, y se ponía a susurrar con fiereza para sus adentros, como si estuviera discutiendo con un colega invisible qué castigo terrible debía imponerte (el modo en que lo hacía te llevaba a desear vivamente y a partes iguales saberlo y no saberlo). Pero normalmente la señorita Emily nunca te imponía sanciones horribles. Casi nunca te dejaba castigada, ni te hacía hacer tareas ingratas o te quitaba privilegios. Pero daba igual, porque te sentías aterrorizada con sólo saber que habías perdido puntos en su estima, y ansiabas hacer algo al instante para redimirte.
Pero lo cierto es que con la señorita Emily todo era imprevisible.
Puede que Sylvie se la cargara esa vez, pero cuando pilló a Laura corriendo por la parcela de ruibarbo, la señorita Emily no hizo más que espetarle:
—No deberías estar aquí, jovencita. Sal de ahí ahora mismo.
Y siguió caminando.
Hubo una época en que creí que había caído en desgracia con ella. El pequeño sendero que bordeaba la trasera de la casa principal era uno de mis sitios preferidos. Estaba lleno de recovecos, de prolongaciones; tenías que pasar casi rozando los arbustos, internarte bajo dos arcos cubiertos de hiedra y por una verja herrumbrosa. Y desde él podías atisbar en todo momento el interior de la casa a través de las ventanas (yendo de una a otra). Supongo que, en parte, la razón de que ese sendero me gustara tanto era que nunca estuve muy segura de si era o no un lugar prohibido. Ciertamente, cuando había clase en las aulas, se suponía que no tenías que estar allí. Pero los fines de semana, o al caer la tarde, no estaba nada claro. De todos modos, la mayoría de los alumnos siempre lo evitaba, y quizá otro de sus alicientes residía precisamente en eso: que cuando estabas en él te apartabas de todo el mundo.
El caso es que una tarde soleada estaba recorriendo este pequeño sendero —creo que estaba en tercero de secundaria—, y, como de costumbre, al pasar por las ventanas iba mirando las aulas vacías, cuando de pronto miré dentro de una de ellas y vi a la señorita Emily. Estaba sola, paseándose lentamente, hablando consigo misma, dirigiendo gestos y observaciones a un auditorio invisible. Supuse que estaba preparando una clase, o quizá una de sus charlas de las reuniones matinales, y me disponía a pasar de largo deprisa antes de que pudiera verme cuando de pronto volvió la cabeza y me miró directamente. Me quedé petrificada, pensando que me la había cargado, pero vi que ella seguía con su mudo parlamento y sus gestos, sólo que ahora los dirigía hacia mí. Luego, con toda naturalidad, se volvió y fijó la mirada en otro alumno imaginario de otro rincón del aula. Me escabullí por el sendero, y durante los días siguientes tuve miedo de lo que la señorita Emily pudiera decirme cuando volviera a verme. Pero nunca mencionó aquel incidente.
Aunque no es de esto de lo que quiero hablar en este momento. Lo que ahora quiero es contar unas cuantas cosas de Ruth, cómo nos conocimos y nos hicimos amigas, cómo fueron nuestros primeros tiempos juntas. Porque últimamente —y cada vez más— estoy conduciendo a través de los campos en una larga tarde, por ejemplo, o tomando café junto al enorme ventanal de una gasolinera de autopista, y me sorprendo una vez más pensando en ella.
No fuimos amigas desde el principio. Me recuerdo con cinco o seis años haciendo cosas con Hannah y Laura, pero no con Ruth. De la época más temprana de nuestra vida apenas conservo un recuerdo vago de ella.
Estoy jugando en la arena. Hay otros muchos niños conmigo; no nos queda casi espacio para movernos, y nos sentimos irritados unos con otros. Estamos al aire libre, bajo un cálido sol, así que lo más probable es que sea el parque de arena de la zona de juegos de los Infantes, o incluso la arena que hay al final de la larga valla del Campo de Deportes Norte. Hace calor y tengo sed y no me gusta que haya tantos niños conmigo en la arena. Entonces Ruth está allí de pie, no donde estamos todos sino fuera, como un metro más allá. Está muy enfadada con dos de las chicas que están a mi espalda, por algo que ha debido de pasar antes, y las está fulminando con la mirada. Me figuro que en aquel tiempo la conocía muy poco. Pero ya debía de haber causado una fuerte impresión en mí, porque recuerdo que seguí afanosamente con lo que estaba haciendo, muerta de miedo de que de un momento a otro volviera hacia mí la mirada. No dije ni una palabra, pero deseaba fervientemente que se diera cuenta de que no estaba con las otras niñas que había a mi espalda, y de que no había participado en modo alguno en aquello que la había puesto tan furiosa.
Y eso es todo lo que recuerdo de Ruth de aquella época primera. Estábamos en el mismo curso, y por lo tanto tuvimos que rozarnos muchas veces; pero aparte del incidente del parque de arena no recuerdo nada más de ella, hasta dos años después, cuando con siete años —casi ocho— cursábamos ya primaria.
El Campo de Deportes Sur era el que más utilizaban los alumnos de primaria, y fue en una de sus esquinas, junto a los álamos, donde Ruth se acercó a mí un día a la hora del almuerzo, me miró de arriba abajo y dijo:
—¿Quieres montar mi caballo?
Yo estaba enfrascada en algún juego con dos o tres compañeras, pero no había ninguna duda de que era a mí a quien Ruth se estaba dirigiendo. Su deferencia me dejó embelesada, pero hice como que la sopesaba antes de darle una respuesta:
—¿Cómo se llama tu caballo?
Ruth dio un paso hacia mí.
—Mi mejor caballo —dijo— es Trueno. Pero no puedo dejar que lo montes. Es demasiado peligroso. Puedes montar a Zarzamora, siempre que no utilices la fusta. O, si quieres, puedes montar cualquiera de los otros —dijo unos cuantos nombres que no recuerdo. Y luego me preguntó—: ¿Tú tienes algún caballo?
La miré y medité cuidadosamente la respuesta:
—No, no tengo ningún caballo.
—¿Ni uno siquiera?
—No.
—De acuerdo. Puedes montar a Zarzamora, y si te gusta puedes quedártelo. Pero no tienes que darle con la fusta. Y tienes que venir conmigo ahora mismo.
Mis amigas se habían dado la vuelta y seguían con sus juegos. Así que me encogí de hombros y me fui con Ruth.
El campo estaba lleno de niños que jugaban, algunos mucho mayores que nosotras, pero Ruth se abrió paso entre ellos con absoluta determinación y precediéndome siempre un par de pasos. Cuando ya estábamos cerca de la malla metálica que separaba el campo de los jardines, Ruth se volvió hacia mí y dijo:
—Muy bien, vamos a montar. Tú monta a Zarzamora.
Acepté las invisibles riendas que me tendía, y salimos al trote y cabalgamos de un extremo a otro de la valla, ora a medio galope, ora a galope tendido. Había acertado en mi decisión de decirle a Ruth que no tenía ningún caballo, porque al rato de montar a Zarzamora me dejó probar uno tras otro sus demás caballos, mientras me gritaba todo tipo de instrucciones sobre cómo evitar los puntos flacos de cada animal.
—¡Te lo dije! ¡Con Narcisa tienes que echarte hacia atrás! ¡Mucho más! ¡Le gusta que la montes bien echada hacia atrás!
Debí de hacerlo razonablemente bien, porque al final me dejó montar a Trueno, su corcel preferido. No sé cuánto tiempo estuvimos con sus caballos aquel día; a mí me pareció bastante, y creo que las dos nos embebimos por completo en nuestro juego. Pero de pronto, sin motivo aparente alguno, Ruth dijo basta, alegando que yo estaba agotando adrede a sus caballos, y que los llevara yo misma a las caballerizas. Señaló una zona de la valla, y eché a andar con los caballos hacia ella, mientras Ruth parecía enfadarse conmigo más y más, y me decía que lo estaba haciendo todo mal. Luego preguntó:
—¿Te gusta la señorita Geraldine?
Quizá era la primera vez que me ponía a pensar si me gustaba o no un custodio. Al final respondí:
—Claro que me gusta.
—Pero ¿te gusta de verdad? ¿Como si fuera especial? ¿Como si fuera tu custodia preferida?
—Sí. Es mi custodia preferida.
Ruth siguió mirándome durante largo rato. Y al cabo dijo:
—Muy bien. En tal caso, te dejaré ser una de sus guardianas secretas.
Emprendimos el camino de vuelta hacia la casa principal, y esperé a que me explicara a qué se refería; pero no me dijo nada más. Lo iría averiguando en el curso de los días que siguieron.