El estanque estaba situado al sur de la casa. Para llegar a él tenías que salir por la puerta trasera, bajar un sendero estrecho y serpeante y pasar entre los altos y tupidos helechos que, a principios del otoño, seguían obstaculizando el camino. O, si no había custodios a la vista, podías tomar un atajo por la parcela de ruibarbo. De todas formas, en cuanto salías en dirección al estanque te encontrabas con un paisaje apacible lleno de patos y aneas y juncos. No era un buen sitio, sin embargo, para mantener una conversación discreta, ni por asomo tan bueno como la cola para la comida. Para empezar, te podían ver perfectamente desde la casa. Y nunca podías saber cómo se iba a propagar el sonido a través de la superficie del agua. Si te querían escuchar a escondidas, no había nada más fácil que bajar por el sendero y esconderse entre los arbustos de la otra orilla del estanque. Pero pensé que, habida cuenta de que había sido yo quien le había cortado bruscamente en la cola del comedor, lo más justo era charlar con él donde me había citado. Era entrado ya octubre, pero aquel día lucía el sol y decidí que lo mejor era hacer como que había salido a dar un paseo sin rumbo fijo y me había topado por casualidad con Tommy.
Tal vez porque puse mucho empeño en dar esa impresión —aunque no tenía la menor idea de si había alguien observándome—, no fui a sentarme con él en cuanto lo vi sentado en una gran roca plana, no lejos de la orilla del estanque. Debía de ser viernes, o fin de semana, porque recuerdo que no llevábamos el uniforme. No recuerdo exactamente cómo iba vestido Tommy —probablemente con una de aquellas raídas camisetas de fútbol que solía ponerse hasta en los días más fríos—, pero sé muy bien que yo llevaba la chaqueta de chándal granate con cremallera delante que me había comprado en un Saldo cuando estaba en primero de secundaria. Fui rodeando a Tommy hasta llegar al agua, y me quedé allí de espaldas a ella, mirando hacia la casa para ver si se empezaba a amontonar gente en las ventanas. Luego hablamos —de nada en particular— durante un par de minutos, como si nunca hubiera tenido lugar la conversación de la cola de la comida. No estoy muy segura de si lo hacía por Tommy o por los posibles mirones, pero seguí con mi pose de no estar haciendo nada concreto, y en un momento dado hice ademán de continuar con mi paseo. Entonces vi una especie de pánico en la cara de Tommy, y enseguida me dio pena haberle contrariado de aquel modo (aunque sin querer). Así que dije, como si acabara de acordarme:
—Por cierto, Tommy, ¿qué me estabas diciendo antes? Sobre algo que la señorita Lucy te había dicho una vez…
—Oh… —Tommy miró más allá de mí, hacia el agua del estanque, fingiendo también él que se acababa de acordar de ello—. La señorita Lucy. Ya, sí.
La señorita Lucy era la más deportista de las custodias de Hailsham, aunque por su aspecto uno jamás lo hubiera imaginado. Baja y rechoncha y con aire de bulldog, con un extraño pelo negro que parecía crecerle siempre hacia arriba, de forma que nunca le llegaba a tapar las orejas o el cuello grueso. Pero poseía una gran fortaleza y estaba en plena forma, e incluso cuando nos hicimos mayores, casi ninguno de nosotros —ni siquiera los chicos— podía competir con ella en las carreras a campo traviesa. Era una excelente jugadora de hockey, y hasta podía enfrentarse con los chicos de secundaria en el campo de fútbol. Recuerdo una vez en que James B. intentó ponerle la zancadilla cuando ella acababa de hacerle un regate, y fue él quien salió volando y fue a dar con sus huesos en el césped. Cuando estábamos en primaria, nunca pudo compararse con la señorita Geraldine, a quien acudíamos siempre que nos habíamos llevado un disgusto. De hecho, cuando éramos más pequeños no era muy dada a hablar mucho con nosotros. Sólo en secundaria aprenderíamos a apreciar su brioso estilo.
—Estabas diciendo algo —le dije a Tommy—. Que la señorita Lucy te dijo que no pasaba nada por que no fueras creativo.
—Sí, me dijo algo parecido. Me dijo que no tenía que preocuparme. Que no me importara lo que los demás dijeran. Fue hace un par de meses. Puede que un poco más.
En la casa, unos cuantos alumnos de primaria se habían parado ante una de las ventanas de arriba y nos estaban observando. Pero yo ya me había puesto en cuclillas frente a Tommy y ya no fingía que no estábamos charlando.
—Que te haya dicho eso es muy raro, Tommy. ¿Estás seguro de que lo entendiste bien?
—Por supuesto que lo entendí bien —bajó un poco la voz—. No lo dijo sólo una vez. Estábamos en su cuarto, y me dio una charla entera sobre eso.
Cuando la señorita Lucy le llamó por primera vez a su estudio después de la clase de Iniciación al Arte —me contó Tommy—, él se esperaba otra charla acerca de cómo debía esforzarse más, el tipo de cantinela que le habían endosado ya varios custodios, incluida la señorita Emily. Pero mientras se dirigían desde la casa hacia el Invernadero de Naranjas, donde los custodios tenían sus habitaciones, Tommy empezó a barruntar que aquello iba a ser diferente. Luego, cuando se hubo sentado en el sillón de la señorita Lucy, ésta —que se había quedado de pie junto a la ventana— le pidió que le contara todo lo que le había estado sucediendo, y cuál era su punto de vista sobre ello. Así que Tommy empezó a hablar. Pero de pronto, antes de que hubiera podido llegar siquiera a la mitad, la señorita Lucy lo interrumpió y se puso a hablar ella. Había conocido a muchos alumnos —dijo— a quienes durante mucho tiempo les había resultado tremendamente difícil ser creativos: la pintura, el dibujo, la poesía llevaban varios años resistiéndoseles. Pero andando el tiempo, llegó un día en que de buenas a primeras pudieron expresar lo que llevaban dentro. Y muy posiblemente era eso lo que le estaba pasando a Tommy.
Tommy había oído ya ese razonamiento otras veces, pero en la actitud de la señorita Lucy había algo que le hizo atender con suma atención sus explicaciones.
—Me daba cuenta —siguió Tommy— de que se proponía llegar a algo. A algo diferente.
Y, en efecto, pronto estuvo diciendo cosas que a Tommy, en un principio, le resultaron difíciles de seguir. Pero ella las repitió una y otra vez hasta que Tommy empezó al fin a comprender. Si Tommy lo había intentado con todas sus fuerzas —le aseguró— y sin embargo no había conseguido ser creativo, no importaba en absoluto, y no debía preocuparse. No estaba bien que ni los alumnos ni los custodios lo castigaran por ello, o lo sometieran a presiones de cualquier tipo. Sencillamente no era culpa suya. Y cuando Tommy protestó y argumentó que estaba muy bien lo que le estaba diciendo y demás, pero que todo el mundo pensaba que sí era culpa suya, ella dejó escapar un suspiro y miró por la ventana. Y al cabo de unos instantes dijo:
—Puede que no te sirva de mucha ayuda. Pero recuerda lo que te he dicho. Hay al menos una persona en Hailsham que no piensa como todo el mundo. Una persona al menos que cree que eres un buen alumno, tan bueno como el mejor que ella ha conocido en sus años de magisterio, y no importa en absoluto la creatividad que tengas.
—¿No te estaría tomando el pelo, verdad? —le pregunté a Tommy—. ¿No te estaría sermoneando de una forma inteligente?
—No era nada de eso. Pero de todas formas…
Por primera vez desde que estábamos hablando parecía preocuparle que pudieran oírnos, y miró por encima del hombro hacia la casa. Los de primaria que habían estado mirando por la ventana habían perdido interés y se habían ido; unas cuantas chicas de nuestro curso se dirigían hacia el pabellón, pero aún estaban bastante lejos. Tommy se volvió hacia mí y dijo casi en un susurro:
—De todas formas, cuando me estaba diciendo todo esto no paraba de temblar.
—¿Qué quieres decir? ¿Que temblaba?
—Sí, temblaba. De rabia. Era evidente. Estaba furiosa. Pero furiosa dentro de ella, muy dentro.
—¿Con quién?
—No tengo ni idea. Pero no conmigo. ¡Y eso era lo más importante! —Se echó a reír, y luego se puso serio—. No sé con quién estaba furiosa, pero lo estaba, y mucho.
Me levanté, porque me dolían las pantorrillas.
—Es muy raro lo que me cuentas, Tommy.
—Pero lo curioso del asunto es que aquella charla me hizo mucho bien. Me ayudó muchísimo. Antes me has dicho que ahora todo parece irme mejor, ¿te acuerdas? Pues es por eso. Porque luego, pensando en lo que me había dicho, me di cuenta de que tenía razón, de que yo no tenía la culpa. Muy bien, yo no había llevado las cosas como debía. Pero en el fondo del fondo no era culpa mía. Y eso lo cambiaba todo. Y siempre que sentía que me fallaba la confianza en mí mismo, y veía a la señorita Lucy paseando, por ejemplo, o estaba en una de sus clases, me quedaba mirándola, y ella no me decía nada sobre nuestra charla, pero a veces me miraba también y me dirigía un pequeño gesto de cabeza. Y eso era todo lo que yo necesitaba. Me has preguntado antes si había sucedido algo. Pues bien, eso es lo que sucedió. Pero por favor, Kath, no le digas ni media palabra de esto a nadie, ¿vale?
Asentí con la cabeza, pero pregunté:
—¿Te hizo prometer a ti lo mismo?
—No, no. No me hizo prometer nada de nada. Pero no le cuentes nada a nadie. Tienes que prometérmelo.
—De acuerdo —las chicas que iban hacia el pabellón, al verme, me hicieron señas y me llamaron en voz alta. Les devolví el saludo y le dije a Tommy—: Tengo que irme. Seguiremos hablando, muy pronto.
Pero Tommy no me hizo ningún caso, y continuó:
—Hay algo más. Algo que dijo y que sigo sin entender del todo. Iba a preguntártelo. Dijo que no se nos enseñaba lo suficiente. O algo parecido.
—¿Que no se nos enseñaba lo suficiente? ¿Quieres decir que según ella tendríamos que estudiar más de lo que estudiamos?
—No, no creo que quisiera decir eso. De lo que hablaba era de…, en fin, de nosotros. De lo que nos va a pasar algún día. De las donaciones y todo eso.
—Pero si ya se nos ha informado sobre eso… —dije—. ¿Qué es lo que querría decir? ¿Pensará que hay cosas de las que aún no se nos ha hablado?
Tommy se quedó pensativo unos instantes. Luego sacudió la cabeza.
—No creo que quisiera decir eso exactamente. Sino que no se nos ha instruido sobre ello lo suficiente. Porque dijo que tenía pensado hablarnos de ello ella misma.
—¿De qué exactamente?
—No estoy seguro. Quizá lo entendí mal, Kath. No sé. Quizá se refería a otra cosa completamente diferente, a algo que tenía que ver con lo de que no soy creativo. La verdad es que no lo entiendo.
Me estaba mirando como si esperase una respuesta. Pensé en ello unos segundos, y luego dije:
—Tommy, acuérdate bien. Has dicho que se puso furiosa.
—Bueno, eso me pareció… Estaba tranquila, pero temblaba.
—Vale, de acuerdo. Digamos que se puso furiosa. ¿Fue cuando se puso furiosa cuando empezó a hablarte de lo otro? ¿De que no se nos enseñaba lo suficiente acerca de las donaciones y demás?
—Supongo que sí…
—Bien, Tommy. Piensa. ¿Por qué sacó a relucir el asunto? Está hablando de ti y de que no eres creativo. Y de repente empieza a hablar de ese otro asunto. ¿Qué relación hay entre las dos cosas? ¿Por qué se puso a hablar del tema de las donaciones? ¿Qué tienen que ver las donaciones con el hecho de que tú no seas creativo?
—No lo sé. Tuvo que haber una razón, supongo. Quizá una cosa le trajo a la cabeza la otra. Kath, ahora eres tú la que pareces obsesionada con este asunto.
Me eché a reír, porque era cierto: había estado frunciendo el ceño, absolutamente absorta en mis pensamientos. El caso es que mi mente enfilaba varias direcciones al mismo tiempo. Y el relato de Tommy sobre su conversación con la señorita Lucy me había recordado algo, tal vez un buen puñado de cosas, de pequeños incidentes del pasado que tenían que ver con la señorita Lucy y que me habían desconcertado en su momento.
—Es que… —callé, y lancé un suspiro—. No sabría explicarlo, ni siquiera a mí misma… Pero todo esto, lo que me estás contando, parece encajar con un montón de cosas que me desconcertaban. No hago más que pensar en todas esas cosas. Como el porqué de que Madame venga y se lleve todas nuestras mejores pinturas. ¿Para qué las quiere exactamente?
—Para la Galería.
—Pero ¿qué es esa galería? Viene continuamente a llevarse nuestros mejores trabajos. Debe de tener montones y montones de obras nuestras. Una vez le pregunté a la señorita Geraldine desde cuándo venía Madame, y me respondió que desde que existía Hailsham. ¿Qué es esa galería? ¿Por qué ha de tener una galería de cosas hechas por nosotros?
—Quizá las venda. Ahí fuera, en el mundo, todo se vende.
Negué con la cabeza.
—No, no puede ser eso. Seguro que tiene algo que ver con lo que la señorita Lucy te dijo esa vez. Con nosotros, con cómo un día empezaremos a hacer donaciones. No sé por qué, pero llevo ya un tiempo teniendo esa sensación, la de que todo está relacionado, aunque no consigo imaginar cómo. Tengo que irme, Tommy. No hablemos de esto con nadie, de momento.
—No. Y tú no le cuentes a nadie lo de la señorita Lucy.
—Pero si te vuelve a decir algo más sobre esto ¿me lo contarás?
Tommy asintió con un gesto, y luego volvió a mirar a su alrededor.
—Será mejor que te vayas. Porque pronto van a empezar a oírnos todo lo que digamos.
La galería mencionada en nuestra charla era algo con lo que todos habíamos crecido en Hailsham. Todo el mundo hablaba de ella dando por sentada su existencia, aunque nadie sabía con certeza si existía o no realmente. Estoy segura de que no era la única que no podía recordar cuándo fue la primera vez que oí hablar de la galería; estoy segura de que lo mismo le pasaba al resto de mis compañeros. Ciertamente no habían sido los custodios quienes nos habían hablado de ella: nunca la mencionaban, y había una norma no escrita que estipulaba que jamás debíamos sacarla a colación en su presencia.
Hoy supongo que era algo que los alumnos de Hailsham se pasaban de generación en generación. Recuerdo una vez —debía de tener unos cinco o seis años— en que estábamos Amanda C. y yo sentadas ante una mesita de modelado, con las manos pegajosas, llenas de arcilla. No recuerdo si había otros niños con nosotras, o qué custodio estaba a cargo de nosotros. Lo único que recuerdo es que Amanda C. —que era un año mayor que yo— miraba lo que yo estaba haciendo y exclamaba: «¡Oh, Kathy, es fantástico, de veras! ¡Qué bueno! ¡Seguro que se lo llevan para la Galería!».
Para entonces ya debía de saber de su existencia, porque me acuerdo de la emoción y el orgullo que sentí cuando me dijo aquello, y de que acto seguido pensé para mis adentros: «Qué bobada. Ninguno de nosotros es aún lo bastante bueno para estar en la Galería».
A medida que fuimos haciéndonos mayores seguimos hablando de la Galería. Si querías elogiar el trabajo de alguien, decías: «Merece estar en la Galería»; y cuando descubrimos la ironía, siempre que veíamos una obra mala y risible, entonábamos: «¡Oh, sí, claro. Directamente a la Galería!».
Pero ¿creíamos realmente en la Galería? Hoy no estoy muy segura. Como he dicho, nunca la mencionábamos ante los custodios, y, mirando hoy hacia atrás, me da la impresión de que era más una norma que nos habíamos impuesto nosotros mismos que algo que los custodios nos hubieran impuesto. Recuerdo una ocasión, cuando teníamos unos once años. Estábamos en el Aula Siete, una mañana soleada de invierno; acabábamos de terminar la clase del señor Roger, y unos cuantos alumnos nos habíamos quedado en clase para charlar con él un rato. Estábamos sentados en nuestros pupitres, y no recuerdo exactamente de qué hablábamos, pero el señor Roger nos hacía reír y reír como de costumbre. Y entonces Carole H., sobreponiéndose a sus risitas, dijo: «¡Usted merecería estar en la Galería!». Al instante se llevó la mano a la boca, y dejo escapar un «¡huy!». El ambiente siguió siendo alegre y distendido, pero todos —incluido el señor Roger— sabíamos que Carole había infringido algo. No fue exactamente una catástrofe; habría sido más o menos lo mismo si alguno de nosotros hubiera dicho una palabrota, por ejemplo, o pronunciado el mote de alguno de nuestros custodios estando él o ella presente. El señor Roger sonrió con indulgencia, como diciendo: «Hagamos la vista gorda; hagamos como si no lo hubieras dicho nunca», y seguimos como si tal cosa.
Si para nosotros la Galería seguía siendo un terreno nebuloso, lo que era un hecho comprobado era que Madame aparecía en Hailsham un par de veces al año —y había años en que hasta tres y cuatro— para seleccionar nuestros trabajos. Nosotros la llamábamos «Madame» porque era francesa o belga —había discusiones al respecto—, y así era como la llamaban siempre los custodios. Era una mujer alta, delgada, de pelo corto, probablemente aún bastante joven (aunque a nosotros no nos lo pareciera entonces). Llevaba siempre un elegante traje gris, y, a diferencia de los jardineros, a diferencia de los conductores que nos traían las provisiones, a diferencia de cualquiera que pudiera venir del exterior, no nos dirigía la palabra y se mantenía a distancia con su mirada fría. Durante años pensamos que era «estirada», pero una noche, cuando teníamos unos ocho años, Ruth se descolgó con otra de sus teorías.
—Nos tiene miedo —declaró.
Estábamos acostadas en la oscuridad del dormitorio. En primaria éramos unas quince en cada uno de ellos, así que no solíamos tener las conversaciones largas e íntimas que tendríamos luego en los dormitorios de secundaria. Pero la mayoría de las que con el tiempo llegarían a pertenecer a nuestro «grupo» tenían ya camas cercanas, y solíamos quedarnos charlando hasta muy entrada la noche.
—¿Qué quieres decir con que nos tiene miedo? —preguntó una de ellas—. ¿Cómo va a tenernos miedo? ¿Qué le podemos hacer nosotras?
—No lo sé —dijo Ruth—. No lo sé, pero estoy segura de que nos tiene miedo. Antes pensaba que lo que pasaba era que era estirada, pero hay algo más. Ahora estoy segura. Madame nos tiene miedo.
Continuamos discutiendo el asunto los días que siguieron. La mayoría de nosotras no estaba de acuerdo con Ruth, y ello llevó a ésta a mostrarse más y más decidida a demostrar que estaba en lo cierto. Así que acabamos urdiendo un plan que pondría a prueba su teoría la vez siguiente que Madame viniera a Hailsham.
Aunque las visitas de Madame nunca se anunciaban, siempre sabíamos a la perfección cuándo iba a tener lugar una de ellas. El proceso se iniciaba semanas antes, cuando los custodios empezaban a hacer una severa criba de nuestro trabajo: pinturas, bocetos, cerámica, redacciones y poemas. El proceso de selección duraba unos quince días, al cabo de los cuales cuatro o cinco obras de cada año de primaria y secundaria acababan en la sala de billar. La sala de billar se cerraba durante este período de tiempo, pero si te subías al muro bajo de la terraza de fuera podías ver a través de las ventanas cómo crecía el botín de nuestras obras. Cuando los custodios empezaban a disponerlas pulcramente sobre mesas y caballetes, como si prepararan —a escala mínima— alguno de nuestros Intercambios, entonces sabías que Madame llegaría a Hailsham al cabo de unos días.
En el otoño del que hablo necesitábamos saber no sólo el día, sino el preciso instante en que se presentaría Madame, pues a menudo no se quedaba más que una hora o dos. Así que en cuanto vimos que nuestras obras se iban desplegando meticulosamente en la sala de billar, decidimos turnarnos y mantenernos en continuo estado de alerta.
En tal empeño nos facilitó mucho las cosas el diseño de los jardines. Hailsham estaba situado en una suave hondonada totalmente rodeada de campos más altos. Lo cual significaba que, desde casi todas las ventanas de las aulas de la casa principal —e incluso desde el pabellón— se disfrutaba de una buena vista de la larga y estrecha carretera que surcaba los campos hasta desembocar en la verja principal. La verja misma se hallaba a cierta distancia, y cualquier vehículo tenía que enfilar luego el camino de grava y dejar atrás arbustos y arriates antes de arribar al patio delantero de la casa principal. A veces pasaban días y días sin que viéramos descender ningún vehículo por aquella carretera estrecha, y los días en que veíamos alguno solían ser furgonetas y camiones de proveedores, jardineros u operarios. Un coche era algo fuera de lo habitual, y la visión de uno a lo lejos bastaba para causar un verdadero revuelo en las aulas.
La tarde en que divisamos cómo el coche de Madame se acercaba a través de los campos, el tiempo era ventoso y soleado, y en el cielo se iban formando unas cuantas nubes de tormenta. Estábamos en el Aula Nueve —en la fachada de la casa, primera planta—, y cuando el susurro se fue extendiendo por la clase, el pobre señor Frank, que intentaba enseñarnos ortografía, no entendía por qué nos había entrado de pronto tal inquietud en el cuerpo.
El plan que habíamos ideado para poner a prueba la teoría de Ruth era muy sencillo: las seis que estábamos en el ajo estaríamos acechando la llegada de Madame, y cuando la viéramos aparecer nos acercaríamos a ella y «revolotearíamos» a su alrededor todas a un tiempo. Nos portaríamos con total urbanidad, y nos limitaríamos a estar allí, rodeándola, y si lo hacíamos en el momento preciso y la cogíamos desprevenida, veríamos claramente —insistía Ruth— que nos tenía miedo.
Nuestra preocupación principal, pues, residía en la eventualidad de que no se nos presentara la ocasión de poner en práctica el plan durante el breve espacio de tiempo que Madame permanecía en Hailsham. Pero cuando la clase del señor Frank llegaba ya a su término, pudimos ver a Madame abajo, en el patio, aparcando el coche. Mantuvimos un apresurado conciliábulo en el descansillo, y seguimos escalera abajo al resto de la clase y nos quedamos todas en el vestíbulo de la puerta principal. Veíamos el patio lleno de luz, donde Madame seguía sentada ante el volante, hurgando en su maletín. Al final se apeó del coche y vino hacia nosotras. Vestía su habitual traje gris y apretaba el maletín contra su cuerpo con los dos brazos. A una señal de Ruth, salimos todas al patio y fuimos directamente hacia ella, pero como si estuviéramos en un sueño. Y sólo cuando Madame se detuvo en seco murmuramos cada una de nosotras: «Discúlpeme, señorita», y nos separamos.
Nunca olvidaré el extraño cambio que al instante siguiente se operó en todas nosotras. Hasta aquel momento, todo el plan de Madame, si no un juego exactamente, no había sido más que algo privado que queríamos dilucidar entre nosotras. No habíamos pensado mucho en cómo reaccionaría Madame (o cualquier otra persona en su situación). Lo que quiero decir es que, hasta entonces, todo había sido bastante alegre y desenfadado, aunque aderezado de cierta carga de osadía. Y no es que Madame hubiera hecho algo distinto a lo que el plan tenía previsto que haría: quedarse petrificada y esperar a que pasáramos de largo. No gritó, ni dejó escapar ninguna exclamación ahogada. Pero todas estábamos enormemente ansiosas por ver su reacción, y seguramente por ello ésta tuvo tal efecto en nosotras. Cuando Madame se detuvo, la miré rápidamente a la cara (como estoy segura de que hicieron las demás). Y aún hoy puedo ver el estremecimiento que parecía estar reprimiendo, el miedo real que alguna de nosotras le infundió al rozarla por accidente. Y aunque lo que hicimos fue seguir nuestro camino, todas lo habíamos sentido: fue como si hubiéramos pasado de un sol radiante a una sombra heladora. Ruth tenía razón: Madame nos tenía miedo. Pero nos tenía miedo del mismo modo en que a alguien podían darle miedo las arañas. No estábamos preparadas para eso. Jamás se nos había ocurrido preguntarnos cómo nos sentiríamos nosotras al ser vistas de ese modo, al ser las arañas de la historia.
Cuando cruzamos el patio y llegamos al césped, éramos un grupo muy diferente del que instantes antes había estado esperando, lleno de excitación, a que Madame se bajara del coche. Hannah parecía a punto de echarse a llorar. Hasta Ruth parecía realmente afectada. Entonces una de nosotras —creo que fue Laura— dijo:
—Si no le gustamos, ¿por qué quiere nuestro trabajo? ¿Por qué no nos deja en paz? ¿Quién le manda venir a Hailsham?
Nadie le respondió, y seguimos caminando hacia el pabellón sin volver a decir nada sobre lo que había sucedido.
Pensando ahora en aquella tarde, veo que estábamos en una edad en la que sabíamos ya unas cuantas cosas sobre nosotras mismas —sobre quiénes éramos, sobre lo diferentes que éramos de nuestros custodios, de la gente del exterior—, pero que aún no habíamos llegado a entender lo que ello significaba. Estoy segura de que todos, en la niñez, han tenido una experiencia como la nuestra de aquel día; muy similar, si no en los detalles concretos, sí en el interior, en los sentimientos. Porque no importa realmente lo mucho que tus custodios se esfuerzan por prepararte: ni las charlas, ni los vídeos, ni los debates, ni las advertencias…, nada puede hacer que llegues a comprenderlo cabalmente. No cuando tienes ocho años y estás con todos tus compañeros en un lugar como Hailsham; cuando los jardineros y los repartidores te hacen bromas y se ríen contigo y te llaman «cariño».
De todas formas, algo debe de haber sedimentado en tu interior. Algo debes de haber retenido inconscientemente, porque cuando llega un momento como el que he descrito ya hay una parte de ti que ha estado esperando. Tal vez desde una edad muy temprana —los cinco o los seis años— te ha estado sonando en la nuca una especie de susurro: «Algún día, puede que no muy lejano, llegarás a saber lo que se siente». Así que estás esperando, incluso aunque no lo sepas, esperando a que llegue el momento en que caigas en la cuenta de que eres diferente de ellos; de que hay gente ahí fuera, como Madame, que no te odia ni te desea ningún mal, pero que se estremece ante el mero pensamiento de tu persona —cómo te han traído a este mundo y por qué—, y que sienten miedo ante la idea de que tu mano pueda rozar la suya. La primera vez que te ves con los ojos de alguien así, sientes mucho frío. Es como si al pasar por delante de un espejo ante el que pasas todos los días de tu vida reparases de pronto en que el cristal te devuelve algo más que de costumbre, algo turbador y extraño.