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Todo esto sucedió hace mucho tiempo, y por tanto puede que algunas cosas no las recuerde bien; pero mi memoria me dice que el que aquella tarde me acercara a Tommy formaba parte de una etapa por la que estaba pasando entonces —que algo tenía que ver con la necesidad de plantearme retos de forma casi compulsiva—, y que cuando Tommy me abordó unos días después yo ya casi había olvidado el incidente.

No sé cómo son los centros donde se educa normalmente la gente, pero en Hailsham casi todas las semanas teníamos que pasar una especie de revisión médica —normalmente en el Aula Dieciocho, arriba, en lo más alto de la casa— con la severa Enfermera Trisha, o Cara de Cuervo, como solíamos llamarla. Aquella soleada mañana un buen grupo de nosotros subía por la escalera central para la revisión con ella, y nos cruzamos con otro gran grupo que bajaba justo después de pasarla. En la escalera, por tanto, había un ruido del demonio, y yo subía con la cabeza baja, pegada a los talones de la de delante, cuando una voz gritó a unos pasos:

—¡Kath!

Tommy, que venía con la riada humana que bajaba, se había parado en seco en un peldaño, con una gran sonrisa que me irritó de inmediato. Unos años antes, si te encontrabas de pronto con alguien a quien te alegraba ver, quizá ponías esa cara. Pero entonces teníamos trece años, y se trataba de un chico que se encontraba con una chica en una circunstancia pública, a la vista de todos. Sentí ganas de decir: «Tommy, ¿por qué no creces de una vez?», pero me contuve, y lo que dije fue:

—Tommy, estás interrumpiendo a todo el mundo. Y yo también.

Miró hacia arriba y, en efecto, vio cómo en el rellano inmediatamente superior la gente se iba parando y amontonando. Durante unos segundos pareció entrarle el pánico, y rápidamente se deslizó hacia un lado y se pegó a la pared, a mi lado, de forma que, mal o bien, permitía el paso a los que bajaban, y dijo:

—Kath, te he estado buscando. Quería decirte que lo siento. Que lo siento mucho, de veras. El otro día no quería pegarte. Nunca se me ocurriría pegarle a una chica, y aunque se me ocurriera, jamás te pegaría a ti. Lo siento mucho, mucho.

—Vale. Fue un accidente, eso es todo.

Le dirigí un gesto de cabeza e hice ademán de seguir subiendo. Pero Tommy dijo en tono alegre:

—Lo del polo ya lo he arreglado. Lo he lavado.

—Estupendo.

—No te dolió, ¿verdad? Me refiero al golpe.

—Por supuesto que me dolió. Fractura de cráneo. Conmoción cerebral y demás. Hasta puede que Cara de Cuervo me lo note. Eso si consigo llegar hasta ahí arriba…

—No, en serio, Kath. Sin rencores, ¿vale? No sabes cómo lo siento. De verdad.

Al final le sonreí y dije sin ironía:

—Mira, Tommy: fue un accidente y ya lo he olvidado del todo. Y no te la tengo guardada ni un poquito.

Seguía con expresión de no acabar de creérselo, pero unos compañeros más mayores le estaban empujando y diciéndole que se moviese. Me dirigió una rápida sonrisa y me dio unas palmaditas en la espalda, como habría hecho con un chico más pequeño, y se incorporó a la riada descendente. Luego, cuando yo ya reemprendía el ascenso, le oí que gritaba desde abajo:

—¡Hasta pronto, Kath!

La situación me había resultado un tanto embarazosa, pero no dio lugar a ninguna broma ni chismorreo. Y he de admitir que si no llega a ser por aquel encuentro en la escalera, probablemente no me habría tomado tanto interés por los problemas de Tommy las semanas siguientes.

Vi algunos de los incidentes. Pero la mayoría de ellos sólo los supe de oídas, y cuando me llegaba alguna nueva al respecto interrogaba a la gente hasta conseguir una versión más o menos fidedigna de los hechos. Hubo otras rabietas sonadas, como la vez que, según contaban, Tommy levantó un par de pupitres del Aula Catorce y volcó todo su contenido en el suelo, mientras el resto de la clase, que había huido al descansillo, levantaba una barricada contra la puerta para impedir que saliera. Y la vez en que el señor Christopher tuvo que sujetarle los brazos con fuerza para que no pudiera atacar a Reggie D. durante un entrenamiento de fútbol. Todo el mundo podía ver, también, que cuando los chicos de nuestro curso salían a sus carreras a campo abierto Tommy era el único que nunca tenía compañero. Era un corredor excelente, y siempre les sacaba a todos una ventaja de diez o quince metros, quizá con la esperanza de que con ello disimulaba el hecho de que nadie quisiera correr con él. Y los rumores de las bromas que le gastaban sus compañeros eran prácticamente diarios. Muchas de ellas eran las típicas entre chicos —le metían cosas raras en la cama, un gusano en los cereales—, pero algunas resultaban innecesariamente repugnantes, como la vez en que alguien limpió un inodoro con su cepillo de dientes, de forma que Tommy lo encontró luego en el vaso con las cerdas impregnadas de mierda. Yo pensaba que tarde o temprano alguien diría que la cosa había llegado demasiado lejos, pero lo que hizo fue seguir y seguir sin que nadie dijera ni media palabra.

Una vez yo misma traté de hablar de ello en el dormitorio, después de que apagaran las luces. En secundaria éramos sólo seis en cada dormitorio: sólo el grupito de amigas, que solíamos tener nuestras charlas más íntimas echadas en la cama en la oscuridad, antes de dormirnos. Allí hablábamos de cosas de las que ni se nos habría ocurrido hablar en ningún otro sitio, ni siquiera en el pabellón. Así que una noche saqué a colación a Tommy. No dije mucho; me limité a resumir lo que le había estado pasando últimamente, y dije que no me parecía justo. Cuando terminé, flotaba en el aire oscuro una especie de silencio extraño, y me di cuenta de que todas aguardaban la respuesta de Ruth, que es lo que solía ocurrir después de cualquier cuestión un poco incómoda que hubiera podido salir en nuestra charla. Me quedé esperando y desde el rincón que ocupaba Ruth me llegó un suspiro, y al cabo la oí decir:

—Tienes razón, Kathy. No está bien. Pero si Tommy quiere que dejen de hacerle esas cosas, tiene que cambiar de actitud. No hizo nada para el Intercambio de Primavera. Y ¿creéis que tendrá algo para el mes que viene? Apuesto a que no.

Debo explicar un poco lo de los Intercambios que hacíamos en Hailsham. Cuatro veces al año —en primavera, verano, otoño e invierno— organizábamos una gran Exposición y Venta de todas las cosas que habíamos hecho en los tres meses anteriores. Pinturas, dibujos, cerámica, todo tipo de «esculturas» del material que en ese momento estuviera más de moda: latas machacadas, tapones de botella pegados en cartón… Por cada cosa que aportabas, recibías en pago cierto número de Vales de Intercambio —los custodios decidían cuántos merecía cada una de tus obras—, y luego, el día del Intercambio, ibas con tus Vales y «comprabas» las cosas que te apetecían. La norma era que sólo podías comprar piezas hechas por los alumnos de tu propio curso, pero ello te daba la oportunidad de elegir entre muchas cosas, ya que la mayoría de nosotros podíamos ser bastante prolíficos en ese período de tres meses.

Mirando ahora hacia atrás puedo entender por qué los Intercambios llegaron a ser tan importantes para nosotros. En primer lugar, era nuestro único medio, aparte de los Saldos —los Saldos eran otra cosa, sobre la que volveré más adelante—, de hacernos con una colección de pertenencias personales. Si, por ejemplo, querías algo para decorar las paredes que rodeaban tu cama, o se te antojaba llevar algo en la cartera, de aula en aula, para tenerla siempre encima del pupitre, lo podías conseguir en un Intercambio. Ahora puedo entender también cómo estos Intercambios nos afectaban de una manera más sutil; si te pones a pensar en ello, el hecho de depender de los demás para conseguir las cosas que pueden llegar a ser tus tesoros personales, tiene que afectar por fuerza a lo que tú haces para tus compañeros. Lo de Tommy era un ejemplo típico de esto. Muchas veces, el nivel de consideración que conseguías en Hailsham, de cuánto podías gustar y ser respetado, tenía mucho que ver con lo bueno que eras en tus «creaciones».

Ruth y yo recordábamos a menudo estas cosas hace algunos años, cuando la estuve cuidando en el centro de recuperación de Dover.

—Era una de las cosas que hacían tan especial a Hailsham —dijo en cierta ocasión—. Lo mucho que se fomentaba la valoración del trabajo de los demás.

—Es cierto —dije yo—. Pero a veces, cuando pienso en los Intercambios, hay muchas cosas un tanto extrañas. La poesía, por ejemplo. Recuerdo que se nos permitía presentar poemas en lugar de dibujos o pinturas. Y lo extraño del caso es que a todos nos parecía bien, que tenía sentido para nosotros.

—¿Por qué no iba a tenerlo? La poesía es importante.

—Pero estamos hablando de escritos de gente de nueve años, de versitos raros, con faltas de ortografía, en cuadernos de ejercicios. Nos gastábamos los preciosos Vales en un cuaderno lleno de esos versos en lugar de en algo realmente bonito que decorase lo que veías desde la cama. Si teníamos tantas ganas de leer los poemas de alguien, ¿por qué no nos conformábamos con pedírselos prestados para copiarlos en nuestro cuaderno cualquier tarde? Pero ¿te acuerdas?, no era así. Se acercaba un Intercambio y nos sentíamos divididas entre los poemas de Susie K. y aquellas jirafas que solía hacer Jackie.

—Las jirafas de Jackie… —dijo Ruth con una carcajada—. Eran tan bonitas. Yo tenía una.

La conversación tenía lugar en un hermoso anochecer de verano, sentadas en el pequeño balcón de su cuarto de recuperación. Fue unos meses después de su primera donación y ya había pasado lo peor, y yo siempre programaba mis visitas vespertinas para que pudiéramos pasar media hora allí fuera, contemplando cómo se ponía el sol sobre los tejados. Veíamos montones de antenas de radio y televisión y de parabólicas, y a veces, en la lejanía, una línea reluciente que era el mar. Yo llevaba agua mineral y galletas, y nos sentábamos a hablar de todo lo que nos venía a la cabeza. El centro en el que estaba Ruth entonces es uno de mis preferidos, y no me importaría en absoluto acabar en él yo también. Los cuartos de recuperación son pequeños, pero confortables; y están muy bien diseñados: todo en ellos —las paredes, el suelo— está alicatado con brillantes azulejos blancos, que el centro mantiene siempre tan limpios que la primera vez qué entras en cualquiera de los cuartos es casi como si entraras en una sala de espejos. Por supuesto, no es que te veas montones de veces reflejada en las paredes, pero ésa es casi la impresión que te produce. Cuando levantas un brazo, o cuando alguien se sienta en la cama, percibes ese movimiento desdibujado y vago alrededor de ti, en los azulejos. La habitación de Ruth en aquel centro tenía además unas grandes hojas correderas de cristal que le permitían ver el exterior desde la cama. Incluso con la cabeza apoyada sobre la almohada, veía un gran retazo de cielo, y si el tiempo era cálido podía salir al balcón a respirar aire fresco. Me encantaba visitar a Ruth en aquel centro, me encantaban esas charlas llenas de digresiones que manteníamos a lo largo del verano, hasta el otoño temprano, sentadas en el balcón, hablando de Hailsham, de las Cottages[2], de cualquier cosa que nos viniera a la cabeza.

—Lo que estoy diciendo —continué— es que cuando teníamos esa edad, cuando teníamos, pongamos, once años, no estábamos realmente interesadas en los poemas de los demás. Pero ¿te acuerdas de Christy? Christy tenía una gran fama de poetisa, y todos la admirábamos por ello. Ni siquiera tú, Ruth, te atrevías a intentar manejar a Christy. Y todo porque pensábamos que era muy buena como poeta, aunque no sabíamos nada de poesía. Era algo que no nos importaba gran cosa. Qué extraño.

Pero Ruth no entendía lo que le decía (o puede que no quisiera hablar de ello). Quizá estaba decidida a recordarnos a todos mucho más refinados de lo que en realidad éramos. O quizá intuía adonde nos llevaba lo que le estaba diciendo, y no quería entrar en ese terreno. Fuera como fuese, dejó escapar un largo suspiro y dijo:

—Todos creíamos que los poemas de Christy eran tan buenos… Pero me pregunto qué nos parecerían ahora. Me gustaría tener unos cuantos aquí delante, me encantaría ver lo que pensábamos —luego rió y dijo—: Todavía conservo unos cuantos poemas de Peter B. Pero eso fue mucho después, en el último año de secundaria. Debían de gustarme, porque si no, no entiendo por qué iba a «comprarlos». Son ridículamente tontos. Se tomaba tan en serio a sí mismo. Pero Christy era buena, me acuerdo muy bien. Es curioso, dejó de escribir poesía cuando empezó a pintar. Y no era ni la mitad de buena con los pinceles.

Pero vuelvo a Tommy. Lo que Ruth dijo aquella noche en el dormitorio, que era el propio Tommy el que parecía estar pidiendo lo que siempre se le venía encima, probablemente resumía lo que la mayoría de los alumnos de Hailsham pensaba del asunto. Fue al decirlo Ruth cuando me vino a la cabeza, allí acostada en la oscuridad, que la idea de que Tommy no ponía deliberadamente nada de su parte era la que venía circulando en Hailsham desde que estábamos en primaria. Y caí en la cuenta, con una especie de estremecimiento, de que Tommy llevaba padeciendo aquello no sólo semanas sino años.

Tommy y yo hablamos de todo esto no hace demasiado tiempo, y su relato de cómo habían empezado sus problemas me confirmó que lo que estuve pensando aquella noche era correcto. Según él, todo había empezado una tarde en una de las clases de Arte de la señorita Geraldine. Hasta ese día —me contó Tommy— siempre había disfrutado pintando. Pero aquel día, en la clase de la señorita Geraldine, Tommy había pintado la acuarela de un elefante en medio de unas hierbas altas, y esa pintura concreta fue la que lo desencadenó todo. Lo había hecho, afirmaba, como una especie de broma. Le hice muchas preguntas al respecto, y sospecho que lo cierto es que fue algo parecido a muchas de las cosas que hacemos a esa edad: no sabes muy bien por qué, pero las haces. Las haces porque piensas que pueden hacer reír, o por ver si se arma un buen revuelo. Y cuando luego te piden que lo expliques, nada parece tener ni pies ni cabeza. Todos hemos hecho cosas de ésas. Tommy no me lo explicó así, pero estoy segura de que eso fue lo que pasó.

El caso es que pintó aquel elefante, una figura muy parecida a la que podría haber hecho alguien con tres años menos. No le llevó más de veinte minutos, y levantó una carcajada en la clase, es cierto, aunque no del tipo que él habría esperado. Pero la cosa no habría pasado de ahí —y en esto reside lo irónico del asunto— si la señorita Geraldine no hubiera dado la clase aquel día.

La señorita Geraldine era la custodia preferida de todos los de nuestra edad. Era amable, de voz suave, y siempre te consolaba cuando lo necesitabas, aun cuando hubieras hecho algo realmente malo o te hubiera reprendido otro custodio. Y si era ella la que había tenido que reprenderte, te dedicaba mucha más atención los días siguientes, como si te debiese algo. Tommy tuvo la mala suerte de que fuera la señorita Geraldine la que estuviera dando la clase de Arte aquel día, y no, pongamos, el señor Robert, o la misma señorita Emily (la custodia jefa, que solía dar Arte montones de veces). De haber sido cualquiera de ellos dos, Tommy habría recibido una pequeña regañina, lo que le habría permitido exhibir su sonrisita de suficiencia, y lo peor que la gente habría pensado de todo ello es que no había sido más que una broma no demasiado afortunada. E incluso habría habido quien habría calificado a Tommy de gran payaso. Pero la señorita Geraldine era la señorita Geraldine, y la cosa no siguió esos derroteros. Lo que hizo, en cambio, fue mirar aquel elefante con indulgencia y comprensión. Y, suponiendo quizá que Tommy corría el riesgo de recibir un varapalo de los demás, fue demasiado lejos en el sentido contrario y encontró en su trabajo motivos de elogio, y los expuso ante la clase: ahí empezó el resentimiento.

—Cuando salimos de clase —recordaba Tommy— les oí hablar. Fue la primera vez. Y no les importó nada que les estuviera oyendo.

Yo supongo que desde mucho antes de que dibujara aquel elefante, Tommy tenía la sensación de no estar a la altura, de que particularmente sus pinturas eran propias de alumnos mucho menores que él, y se cubría las espaldas haciendo pinturas deliberadamente infantiles. Pero a raíz de lo del elefante, todo quedó expuesto a la luz pública, y todo el mundo abrió bien los ojos para ver lo que hacía a continuación. Al parecer se esforzó mucho durante un tiempo, pero tan pronto como empezaba él algo empezaban también a su alrededor las risitas y las caras desdeñosas. De hecho, cuanto más empeño ponía, más risibles resultaban sus esfuerzos para sus compañeros. Así que no hubo de pasar mucho tiempo para que Tommy volviera a atrincherarse en su actitud pasada y a presentar trabajos deliberadamente infantiles, trabajos que parecían decir a gritos que no le podía importar menos. Y a partir de entonces la cosa no hizo sino agravarse.

Durante un tiempo sólo tuvo que padecer este sufrimiento en las clases de Arte —aunque éstas eran harto frecuentes, porque en primaria dedicábamos muchas horas a esta disciplina—, pero luego su tormento alcanzó otra dimensión. Los chicos le dejaban fuera de los juegos, se negaban a sentarse a su lado en la cena, fingían no oírle si decía algo en el dormitorio, después de que se apagaran las luces. Al principio la cosa no fue tan implacable. Podían pasar meses sin que se produjera ningún incidente, y él empezaba a pensar que todo había quedado atrás. Entonces alguien hacía algo —él o alguno de sus enemigos, como Arthur H.— y todo volvía a empezar.

No estoy muy segura de cuándo empezaron sus grandes rabietas. Mi memoria me dice que Tommy siempre tuvo el genio fuerte, incluso en preescolar. Pero él me aseguró que no empezaron hasta que las burlas llegaron a hacérsele insoportables. En cualquier caso, fueron estos accesos de ira los que realmente sirvieron de acicate para que aquéllas continuaran, e incluso se intensificaran, y fue hacia la época de la que estoy hablando —el verano del segundo año de secundaria, cuando teníamos trece años— cuando el encarnizamiento alcanzó su punto culminante.

Y Luego todo cesó. No de la noche a la mañana, pero sí con bastante rapidez. Por aquellas fechas, como digo, yo seguía con suma atención el desarrollo de las cosas, de forma que vi las señales antes que la mayoría de mis compañeros. Empezó con un período —puede que un mes, puede que algo más— en el que las bromas fueron bastante continuas y en el que, sin embargo, Tommy no perdió los estribos. A veces lo veía a punto de estallar, pero se las arreglaba para controlarse; otras, se encogía de hombros en silencio, o actuaba como si no se hubiera dado cuenta. Al principio estas reacciones causaron decepción; puede que la gente sintiera incluso rencor, como si Tommy les hubiera fallado o algo parecido. Luego, gradualmente, la gente fue aburriéndose y las bromas se hicieron menos entusiastas, hasta que un día caí en la cuenta con sorpresa de que no le habían gastado ninguna desde hacía más de una semana.

Esto no tendría por qué haber sido en sí mismo tan significativo, pero percibí también otros cambios. Pequeñas cosas. Como el hecho de que Alexander J. y Peter N. caminaran con él por el patio en dirección a los campos charlando con naturalidad; como el sutil pero claramente perceptible cambio en la voz de la gente cuando mencionaba su nombre. Un día, poco antes del final del recreo de la tarde, unas cuantas de nosotras estábamos sentadas en el césped, bastante cerca del Campo de Deportes Sur, donde los chicos jugaban al fútbol como de costumbre. Yo participaba en la conversación, pero sin perder de vista a Tommy, que estaba en el meollo de una importante jugada. En un momento dado alguien le puso la zancadilla, y Tommy se levantó y puso el balón en el césped para lanzar él mismo el tiro libre. Mientras los contrarios se desplegaban por el campo a la espera del lanzamiento, vi que Arthur H. —uno de sus más crueles torturadores—, que se había situado unos metros detrás de él, se ponía a imitar y ridiculizar la forma en que Tommy esperaba de pie frente al balón, en jarras. Miré detenidamente a los chicos, pero ninguno de ellos secundó a Arthur en su mofa. No había ninguna duda de que le veían, porque esperaban el disparo de Tommy con los ojos fijos en él, y Arthur estaba justo a su espalda. Pero nadie le prestó ninguna atención. Tommy lanzó el balón a través del césped y el partido continuó, y Arthur H. no volvió a intentar nada.

Me complacía el giro que estaban tomando los acontecimientos, pero también sentía cierto desconcierto. No había habido el menor cambio en el trabajo artístico de Tommy —su reputación en el terreno de la «creatividad» se hallaba al mismo nivel de siempre—. Me daba cuenta de que había sido de gran ayuda el que hubiera puesto fin a sus rabietas, pero el factor determinante de que la situación hubiera cambiado era algo más difícil de precisar. Algo en su propia persona —sus maneras, su forma de mirar a la gente a la cara, de hablar abiertamente y con afabilidad— había cambiado, y había cambiado a su vez la actitud de los demás para con él. Pero lo que había propiciado directamente tal cambio no estaba en absoluto claro.

Me sentía desconcertada, y decidí que en cuanto pudiera hablar con él a solas intentaría sonsacarle. La ocasión se me presentó en el comedor no mucho después: estábamos haciendo cola para el almuerzo y lo vi unos puestos más adelante.

Supongo que puede parecer un poco extraño, pero en Hailsham la cola para el almuerzo era uno de los sitios más seguros para mantener una conversación privada. Tenía algo que ver con la acústica del Gran Comedor; el vocerío general y los altos techos propiciaban que, si bajabas la voz y te acercabas al otro lo bastante —y te asegurabas de que tus compañeros de al lado se hallaban enfrascados en su propia charla—, existía una gran probabilidad de que nadie pudiera oírte. En cualquier caso, tampoco teníamos tantos sitios donde elegir para este tipo de charlas personales. Los lugares «tranquilos» eran a menudo los peores, porque siempre pasaba alguien a una distancia desde la que podía entreoírte. Y en cuanto tu actitud delataba que querías apartarte para una charla privada, todo el entorno parecía percibirlo en cuestión de segundos, y se poblaba de oídos.

Así que cuando vi a Tommy en la cola, apenas unos puestos más adelante, le hice una seña con la mano (la norma estipulaba que no podías colarte, pero sí retroceder hasta donde te viniera en gana), y Tommy vino hacia mí con una sonrisa de alegría en la cara. Cuando estuvimos uno al lado del otro nos quedamos así unos instantes, sin apenas hablar, no por timidez, sino porque esperábamos a que pasase cualquier posible curiosidad por el repentino cambio de sitio de Tommy. Y al final le dije:

—Pareces mucho más contento últimamente, Tommy. Parece que las cosas te van mucho mejor.

—Te fijas en todo, ¿eh, Kath? —dijo, sin el menor asomo de sarcasmo—. Sí, todo va bien. Todo me va genial.

—¿Qué ha pasado, pues? ¿Has encontrado a Dios o algo?

—¿Dios? —Tommy pareció confuso unos instantes. Luego se echó a reír y dijo—: Ya, entiendo. Te refieres a que ahora no… me pongo como una fiera.

—No sólo eso, Tommy. Has conseguido que cambie por completo tu situación. He estado observando. Y por eso te pregunto.

Tommy se encogió de hombros.

—Me he hecho un poco mayor, supongo. Y seguramente los demás también. No puedes seguir con lo mismo siempre. Es aburrido.

No dije nada, pero me quedé mirándole directamente, hasta que soltó otra risita y dijo:

—Kath, eres tan curiosa. De acuerdo, sí, supongo que hay algo. Que me pasó algo. Si quieres te lo cuento.

—Vale, adelante.

—Te lo voy a contar, pero tú no tienes que ir contándolo por ahí, ¿de acuerdo? Hace un par de meses, tuve una charla con la señorita Lucy. Y me sentí mucho mejor. Es difícil de explicar. Pero me dijo algo, y me sentí mucho mejor.

—¿Qué te dijo?

—Bueno… La verdad es que puede parecer raro. Hasta me lo pareció a mí al principio. Lo que me dijo fue que si no quería ser creativo, que si realmente no me apetecía serlo, pues no pasaba nada. Que no era nada anormal ni nada parecido.

—¿Eso es lo que te dijo?

Tommy asintió con la cabeza, pero yo ya me estaba apartando de él.

—Eso es una tontería, Tommy. Si vas a andar con jueguecitos estúpidos conmigo, déjame en paz, porque no tengo tiempo que perder.

Estaba enfadada de verdad, porque pensaba que me estaba mintiendo, y precisamente cuando le había dado muestras de merecer su confianza. Vi a una amiga unos puestos más adelante, y me separé de Tommy para ir a saludarla. Vi que se había quedado desconcertado y alicaído pero, después de los meses que llevaba preocupándome por él, me sentía traicionada y me importaba un bledo que se sintiera mal. Me puse a charlar con mi amiga —creo que era Matilda— tan animadamente como pude, y apenas miré hacia donde él estaba en todo el tiempo que estuvimos en la cola.

Pero cuando llevaba mi plato hacia las mesas Tommy se me acercó y me dijo apresuradamente:

—Kath, si crees que te estaba tomando el pelo, te equivocas. Lo que te he dicho es la verdad. Te lo contaré todo mejor si me das la oportunidad de hacerlo.

—No digas tonterías, Tommy.

—Kath, te lo contaré todo. Voy a bajar al estanque después de comer. Si vienes, te lo cuento todo.

Le dirigí una mirada de reproche y me alejé sin responderle, pero supongo que había empezado ya a considerar la posibilidad de que no se estuviera inventando lo de la señorita Lucy. Y cuando me senté con mis amigas empecé a pensar en cómo podría escabullirme después de comer para bajar hasta el estanque sin que nadie se diera demasiada cuenta.