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Así ha seguido yendo todo: a mejor. Desde la primera tarde de bochorno en el vestíbulo me han operado la pierna dos veces más. También he sufrido una infección bastante grave, y sigo tomando unas cien pastillas al día, pero ya no llevo el fijador externo y sigo escribiendo. Tengo días pésimos, en que se me hace muy cuesta arriba, y otros (cada vez más, a medida que se me cura la pierna y se me acostumbra el cerebro a su vieja rutina) en que siento aquella vibración feliz, aquella sensación de haber encontrado las palabras exactas y haberlas juntado. Es como cuando vas en avión y despegas; ruedas por la pista, ruedas, ruedas… y de repente flotas en un cojín de aire, con el mundo a tus pies. Me hace feliz, porque es para lo que estoy hecho. Aún no tengo muchas fuerzas (en un día puedo hacer un poco menos de la mitad de lo que hacía antes), pero sí las suficientes para haber acabado este libro, lo cual agradezco. Escribir no me ha salvado la vida (me la salvaron la pericia del doctor David Brown y los cuidados amorosos de mi mujer), pero tiene el mismo efecto de siempre: hacer de mi vida un lugar más luminoso y agradable.

Escribir no es cuestión de ganar dinero, hacerse famoso, ligar mucho ni hacer amistades. En último término, se trata de enriquecer las vidas de las personas que leen lo que haces, y al mismo tiempo enriquecer la tuya. Es levantarse, recuperarse y superar lo malo. Ser feliz, vaya. Ser feliz. Una parte (quizá demasiado larga) de este libro ha tratado de cómo aprendí a escribir. Otra, la mayor, de qué se puede hacer para mejorar. El resto (y quizá lo mejor) es un permiso: tú puedes hacerlo, debes hacerlo y, si tienes la valentía de empezar, lo harás. Escribir es mágico; es, en la misma medida que cualquier otra arte de creación, el agua de la vida. El agua es gratis. Con que bebe.

Bebe y sacia tu sed.