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David Brown volvió a unirme la pierna mediante cinco operaciones maratonianas que me dejaron flaco, débil y casi sin fuerzas para aguantar nada más, aunque también con posibilidades de volver a caminar. Me montaron en la pierna un aparato grande de acero y fibra de carbono que recibe el nombre de fijador externo, con ocho varas de acero clavadas en los huesos de encima y debajo de la rodilla. Había, además, cinco varas del mismo material pero de menor tamaño saliendo de la rodilla, bastante parecidas a los dibujos infantiles de rayos de sol. La rodilla quedó inmovilizada. Venía una enfermera tres veces al día para quitar todas las varas, grandes y pequeñas, y limpiar los agujeros con agua oxigenada. No he tenido la experiencia de que me empapen la pierna de queroseno y le prendan fuego, pero seguro que el día en que me pase se parecerá bastante a las sesiones del hospital.

Me ingresaron el 19 de junio, y alrededor del 30 me levanté por primera vez y di tres pasos vacilantes hacia una cómoda. Al llegar, me senté con mi batita, incliné la cabeza y me esforcé por no llorar, por no tirar la toalla. Intentas decirte que has tenido suerte, una suerte increíble, y, como es verdad, suele funcionar. Las veces en que no surte efecto, pues… lloras.

Al día o dos de los primeros pasos inicié las sesiones de fisioterapia. Durante la primera sesión conseguí dar diez pasos en un pasillo de la planta baja, precariamente y con andador. Coincidí con otra paciente que también aprendía a caminar: Alice, una octogenaria muy menuda que se recuperaba de un derrame. Cuando nos quedaba aliento nos dábamos ánimos. El tercer día le dije que se le veía la combinación.

—Y a ti el culo, guapo —jadeó ella.

Y siguió caminando.

El Cuatro de Julio, fiesta nacional, ya podía sentarme bastante tiempo en una silla de ruedas para salir del hospital por la zona de carga y ver los fuegos artificiales. Esa noche la calle era un horno y estaba tomada por una multitud que miraba el cielo, comía patatitas y bebía cerveza y refrescos. Tabby, que me había acompañado, estrechó mí mano mientras se ponía el cielo rojo, verde, azul, amarillo… Se había instalado en un apartamento delante del hospital, y cada mañana me traía huevos escalfados y té.

Me convenía comer, porque en 1997 (a mi regreso de un viaje en moto por el desierto australiano) pesaba 98 kilos, y el día en que salí del Central Maine Medical Center, 75.

Volví a mi casa de Bangor el 9 de julio, después de tres semanas en el hospital, e inicié un programa de rehabilitación que se compone de estiramientos, flexiones y paseos con muletas. Procuré no perder los ánimos ni el optimismo. El 4 de agosto volví al hospital para otra operación. Mientras me insertaba el tubo en el brazo, el anestesista dijo:

—Bueno, Stephen, vas a tener una sensación como de haberte tomado un par de cócteles.

Abrí la boca para decirle que sería interesante, porque llevaba once años sin experimentarlo, pero me quedé inconsciente antes de haber pronunciado una sola palabra. Esta vez, al despertarme ya no tenía las varillas grandes del muslo. El doctor Brown dictaminó que estaba recuperándome y me mandó a casa para que siguiera con la rehabilitación y la fisioterapia, (Los que padecemos esta última sabemos que es un sinónimo eufemístico de tortura).

Y entre una cosa y otra sucedió algo más. El 24 de Julio, transcurridas cinco semanas desde que me atropello la camioneta de Bryan Smith, volví a escribir.