Smith ve que estoy despierto y me dice que ha pedido ayuda. Se expresa con calma, y hasta con jovialidad. Sentado en la piedra y con el bastón en las rodillas, pone una cara entre resignada y compungida, como diciendo: «¡Pero qué mala pata hemos tenido!». Su partida con Bullet del camping donde estaba instalado (relata más tarde al inspector) se debía al impulso de comprar «unas cuantas barras de chocolate». Me entero del detalle después de unas semanas, y pienso que ha estado a punto de matarme un personaje de novela mía. Casi tiene gracia.
Pienso que ya está la ayuda en camino, y es probable que sea una suerte, porque el accidente ha sido de los gordos. Estoy en la cuneta con la cara llena de sangre, y me duele la pierna derecha.
Miro hacia abajo y veo algo que no me gusta: resulta que tengo torcida la parte baja del cuerpo, como si le hubieran dado media vuelta a la derecha. Miro otra vez al del bastón y digo:
—Por favor, dígame que sólo está dislocado.
—No, qué va. —Tiene la voz como la cara: jovial, e interesada sólo a medias. Podría estar viéndolo todo por la tele, con la dichosa barra de chocolate en la boca—. Para mí que está roto por cinco o seis sitios.
—Lo siento —digo yo (a saber por qué). Luego otro saltito en la memoria. Más que una laguna, es como una serie de cortes en la película del recuerdo.
Esta vez vuelvo en mí y hay una camioneta naranja y blanca en el arcén, con el intermitente puesto. Tengo a mi lado, de rodillas, a un técnico de urgencias médicas que se llama Paul Fillebrown. Hace algo, creo que cortarme los vaqueros, aunque puede que ocurriera más tarde.
Le pregunto si puedo fumar, y él ríe y contesta que lo ve un poco difícil. Le pregunto si voy a morirme y dice que no, que no me moriré pero que hay que ingresarme deprisa. ¿Qué hospital prefiero, el de Norway-South Paris o el de Bridgton? Le digo que quiero ir al Northern Cumberland Memorial Hospital de Bridgton, porque es donde nació hace veintidós años mi hijo menor (el mismo a quien acabo de llevar al aeropuerto). Vuelvo a preguntarle a Fillebrown si me moriré, y él a contestar que no. Después me pide que mueva los dedos del pie derecho. Lo hago acordándome de lo que me decía mi madre: «Este cerdito fue al mercado, éste se quedó en casita…». Pienso que yo también debería haberme quedado en casa. Hoy ha sido mala idea salir a pasear. Entonces me acuerdo de que a veces la gente que se queda paralítica tiene la sensación de que se mueve y no es verdad.
—¿He movido los dedos? —pregunto a Paul Fillebrown.
Dice que sí, que perfectamente.
—¿Me lo jura por Dios? —le digo yo.
Creo que lo jura. Me empieza otro desmayo. Fillebrown acerca su cara a la mía y lentamente, en voz muy alta, me pregunta Si mí mujer está en la casa grande del lago. No me acuerdo. No me acuerdo de dónde está nadie de la familia, pero sí puedo darle los números de teléfono tanto de la casa grande como de la pequeña de la otra orilla del lago, que es donde se instala a veces mi hija. ¡Joder, si hasta podría haberle dado mi número de la seguridad social! Me acuerdo de todos. Del resto, en cambio, cero.
Va llegando más gente. Se oye el crepitar de una radio con mensajes de policía. Me suben a una camilla. Duele y grito. Acto seguido me meten en la parte trasera de la ambulancia, y se oyen más cerca los mensajes de la policía. Se cierran las puertas, y dice alguien delante:
—Ahora a toda pastilla.
Arrancamos. Paul Fillebrown se sienta al lado. Tiene unas tenazas y me dice que va a tener que cortar el anillo que llevo en el dedo corazón de la mano derecha. (Es un anillo de bodas que me dio mi mujer en 1983, a los doce años de casados). Intento decirle que lo llevo en la derecha porque el de bodas de verdad aún está en el anular de la mano izquierda. El juego original de dos anillos me costó quince dólares y noventa y nueve centavos en una joyería de Bangor; o sea, que el primer anillo sólo me costó ocho dólares, pero parece que ha funcionado.
Farfullo la historia del anillo, y aunque dudo que Paúl Fillebrown entienda algo, asiente con la cabeza y sonríe todo el rato mientras me corta de la mano derecha (que está inflada) el segundo anillo de boda, bastante más caro. Para cuando llamo a Paul Fillebrown para darle las gracias, cosa que ocurre aproximadamente a los dos meses, ya soy consciente de que debió de salvarme la vida mediante la administración de cuidados médicos oportunos y el traslado al hospital a una velocidad de unos ciento cincuenta kilómetros por hora por carreteras rurales llenas de baches.
Fillebrown dice que de nada, e insinúa que recibí cuidados ajenos.
—Llevo veinte años en esto —me cuenta por teléfono—, y cuando vi su postura en la cuneta, y lo herido que estaba, pensé que no llegaría vivo al hospital. Ya puede dar las gracias, ya.
Las consecuencias del impacto son tan graves que los médicos del hospital Northern Cumberland deciden que en el centro no pueden atenderme. Entonces avisa alguien a un helicóptero para que me lleven al Central Maine Medical Centre, situado en Lewiston. Es el momento en que llegan Tabby, mi hijo mayor y mi hija. Los niños reciben permiso para quedarse un rato, y Tabby más tiempo. Los médicos le han dicho que estoy destrozado, pero que sobreviviré. Me han tapado la mitad inferior del cuerpo. No le dejan ver la interesante torsión de mis piernas hacia la derecha, pero sí limpiarme la cara de sangre y quitarme del pelo algunos trozos de cristal.
Presento un corte largo en el cuero cabelludo, resultado de mi colisión con el parabrisas de Bryan Smith. El impacto se produjo a menos de cinco centímetros del soporte de acero, el del lado del conductor. De haber chocado con esa pieza habría muerto o me habría quedado en coma para el resto de mis días. De haberme caído en las rocas que limitan el arcén también es muy probable que me hubiera muerto o me hubiera quedado paralítico, pero me salvé por los pelos. No ocurrió ni una cosa ni otra, sino que salí volando por encima de la camioneta, a cuatro metros del suelo.
—Debió de girarse un poco a la izquierda en el último segundo —me explica más tarde el doctor David Brown—. Si no, ahora no estaríamos hablando.
Aterriza el helicóptero en el aparcamiento del hospital y me llevan en camilla. El cielo está muy luminoso y azul. Los rotores hacen mucho ruido. Alguien me grita al oído:
—Stephen, ¿has subido alguna vez a un helicóptero?
Lo pregunta con verdadero entusiasmo. Intento contestar que sí, que ya he subido (la verdad es que dos veces), pero no puedo. De repente me cuesta mucho respirar.
Me suben a bordo del helicóptero. Cuando despegamos veo una franja de cielo azul, sin ninguna nube. Preciosa. Se oyen más voces por la radio. Está visto que es mi día de oír voces. Mientras tanto, la respiración se me hace cada vez más difícil. Le hago gestos a alguien, o al menos lo intento, y entra en mi campo de visión una cara invertida.
—Tengo la sensación de ahogarme —susurro.
Alguien hace una comprobación, y otro dice:
—Le han fallado los pulmones.
Se oye ruido de papel, de abrir un envoltorio, y me dice al oído la segunda persona, en voz muy alta por el ruido de los rotores:
—Stephen, vamos a ponerte un tubo en el pecho. Te dolerá un poco. Aguanta.
Sé por experiencia (de cuando era un crío con infección de oído) que cuando un médico dice que algo duele un poco es que en realidad dolerá mucho. Esta vez va mejor de lo que espero, quizá porque estoy hinchado de analgésicos o porque vuelvo a encontrarme al borde del desmayo. Es como si me golpearan en el lado derecho, muy arriba, con un objeto corto y puntiagudo. Luego se oye un silbido alarmante, como si mi cuerpo tuviera un escape (supongo que así es). Poco después, el sonido suave de la respiración normal, que es lo que he oído toda la vida (sin darme cuenta casi nunca, por suerte), ha sido sustituido por una especie de chapoteo muy poco agradable. El aire que me entra está muy frío, pero al menos es aire, aire, y lo respiro. No quiero morirme. Quiero a mi mujer y a mis hijos. Me encantan mis paseos vespertinos a la orilla del lago. También me encanta escribir; en casa, encima de mi mesa, tengo un libro a medias sobre el oficio. No quiero morir; y en ese momento, subido al helicóptero y con el cielo despejado de verano encima, comprendo la verdad: que estoy en el umbral de la muerte. Me estirarán muy pronto hacia uno u otro lado, y depende muy poco de mí. Yo sólo puedo seguir boca arriba, oyendo el débil ruido de ventosa de mi respiración.
Aterrizamos a los diez minutos en la plataforma de cemento del Central Maine Medical Centre, y para mí es como tocar el fondo de un pozo. Ya no veo el cielo azul, y el ruido de las palas del helicóptero gana en volumen y eco, como si fuera el aplauso de unas manos gigantes.
Me bajan del helicóptero, mientras sigo respirando a sibilantes bocanadas. Grito, porque ha chocado algo con la camilla.
—Perdona, Stephen, perdona. No pasa nada —dice alguien.
A los heridos graves siempre los llaman por el nombre de pila. Todos son amigos tuyos.
—Díganle a Tabby que la quiero mucho —digo, mientras me levantan y me hacen rodar a gran velocidad por un pasillo en pendiente.
De repente tengo ganas de llorar.
—Ya se lo podrás decir tú —contesta la voz,
Pasamos por una puerta. Hay aire acondicionado, y pasan luces por encima. Se oyen mensajes por megafonía. Pienso con cierta confusión que sólo hace una hora que tenía pensado coger moras en un prado desde donde se ve el lago Kezar; aunque no mucho rato, porque tenía que estar a las cinco y media en casa para ir a ver La hija del general, con John Travolta. Es el actor que hacía de malo en la película basada en mi primera novela, Carrie. Desde entonces ha llovido mucho.
—¿Cuándo? —pregunto—. ¿Cuándo podré decírselo?
—Pronto —dice la voz.
Luego vuelvo a desmayarme, y esta vez, no es un corte cualquiera, sino un trozo grande que falta en la película de la memoria; quedan algunos destellos, vislumbres confusos de caras, quirófanos y aparatos de rayos equis; quedan imágenes falsas y alucinaciones provocadas por la morfina y el Dilaudid que entra en mi cuerpo gota a gota. Hay un eco de voces, y manos que bajan a pintarme los labios resecos con algo que sabe a menta. Predomina, sin embargo, la oscuridad.