Aparte de «¿de dónde sacas las ideas?», las preguntas más frecuentes que le hacen a cualquier escritor con libros editados los que no han editado nada pero quieren, son «¿cómo se consigue agente?» y «¿cómo se hacen contactos en el mundo editorial?».
El tono con que se formulan suele ser de perplejidad, a veces de pena, y otras, muchas, de rabia. Cunde la sospecha de que la mayoría de los escritores que han conseguido sacar al mercado su primer libro se han beneficiado de un contacto, de alguien que domina el cotarro. La premisa oculta es que el mundo editorial es una especie de gran familia incestuosa.
No es verdad. Tampoco es verdad que los agentes sean una pandilla de esnobs con complejo de superioridad, dispuestos a sacrificar la vida antes que a tocar sin guantes un original que no hayan pedido ellos. (Bueno, vale, algunos hay). La verdad es que los agentes y los editores siempre andan a la busca del siguiente escritor joven y de moda que pueda vender la tira de libros y generar ganacias astronómicas. Y no tiene que ser necesariamente joven, ¿eh? Helen Santmyer vio publicado And Ladies of the Club estando en una residencia de ancianos. Algo más joven era Frank McCourt al sacar Las cenizas de Ángela, pero no es que sea un pollo.
En mi caso, como persona joven que sólo había publicado algunos relatos en revistas picantes, veía con bastante optimismo mis posibilidades de sacar un libro. Sabía que tema posibilidades y presentía que el tiempo jugaba a mi favor. Tarde o temprano morirían o se harían viejos los autores más vendidos de los sesenta y los setenta, dejando espacio para los novatos como yo.
Tenía presente, sin embargo, que detrás de Cavalier, Gent y Juggs había una vasta extensión por conquistar. Quería que mis relatos encontraran un mercado a su medida, lo cual significaba hallar la manera de esquivar el hecho preocupante de que las revistas que pagaban mejor (como Cosmopolitan que entonces publicaba muchos relatos cortos) en muchos casos sólo los aceptaban de encargo. Consideré que la respuesta era tener agente. Si mis cuentos eran buenos (pensé a mi manera, poco sutil pero dotada de cierta lógica), un agente me resolvería todos los problemas.
Tardé mucho en enterarme de que hay agentes buenos y agentes malos, y de que un agente bueno tiene muchas más utilidades que hacer que lea tus cuentos el responsable literario de Cosmo; ocurre, sin embargo, que era joven, y no me daba cuenta de que en el mundo editorial hay gente (de hecho no poca) dispuesta a robar hasta a su madre. Tampoco me importaba, porque, mientras no hubieran tenido éxito de público mis dos o tres primeras novelas, poco podrían robarme.
Te conviene mucho tener agente. Si lo que escribes se puede vender, te costará relativamente poco encontrarlo. Es más: aunque no se pueda vender, mientras sea prometedor es probable que encuentres a alguien. En el mundo del deporte, los agentes representan a jugadores menores de edad con la esperanza de que lleguen a las ligas profesionales. Por el mismo motivo, los agentes literarios suelen ser receptivos a los escritores que han publicado poco. Aunque tu historial de publicaciones se reduzca a las revistas pequeñas, que sólo pagan en ejemplares, tienes muchas posibilidades de encontrar a alguien que te represente, porque en esas revistas ven los agentes y editores un campo de prueba para los nuevos talentos.
Debes empezar siendo tu propio representante, o sea, leyendo las revistas que publican material como el que escribes tú.
También te conviene comprar revistas de escritores, y guías especializadas como Writer’s Market, la herramienta más valiosa para el escritor nuevo en plaza. Sí eres pobre, pero pobre de verdad, pídeselo a alguien para Navidad. Tanto las revistas como el WM (un tocho de cuidado, pero a un precio razonable) contienen listados de editoriales de libros y revistas, y breves reseñas sobre la clase de relatos que se publica en cada mercado. También encontrarás las extensiones más vendibles y la composición de los equipos editoriales.
Como escritor primerizo, si escribes relatos te interesarán por encima de todo las revistas pequeñas. Si has escrito o escribes una novela, te convendrá fijarte en las listas de agentes literarios que hay en las revistas de escritores y en el Writer’s Market. También es oportuno incorporar a tus obras de referencia un ejemplar del LMP (Literary Market Place). Debes ser astuto, prudente y asiduo en tu búsqueda de agente o editorial, pero (merece repetirse) el favor más importante que puedes hacerte es consultar el mercado. Las reseñas del Writer’s Digest tienen su utilidad («… publica sobre todo narrativa convencional, de 2000 a 4000 palabras. Evitar los personajes estereotipados y las situaciones románticas trilladas»), pero seamos realistas: son eso, simples reseñas. Mandar relatos sin haber estudiado el mercado es como jugar a dardos en una habitación oscura: se pueden conseguir dianas esporádicas, pero no son merecidas.
He aquí la historia de un aspirante a escritor a quien me referiré como Frank. En realidad se trata de una mezcla de tres escritores jóvenes a quienes conozco, dos hombres y una mujer. Los tres han obtenido cierto éxito como escritores antes de cumplir los treinta años, pero de momento no hay ninguno que se haya comprado un Rolls Royce. Es probable que se consagren los tres; es decir, que a los cuarenta años (pongamos), preveo que editarán con regularidad (y es probable que uno de ellos tenga problemas con el alcohol).
Las tres caras de Frank tienen intereses divergentes y escriben con estilos y voces diferenciados, pero sus maneras de salvar los obstáculos que los separaban de haber publicado se parecen bastante para no considerar demasiado forzado juntarlos en un solo personaje. Hablando de consideraciones, he aquí otra: para escritores que empiezan (por ejemplo tú, querido lector), es bastante aconsejable seguir los pasos de Frank.
Frank era un estudiante de literatura (no es que sea imprescindible estudiar literatura para convertirse en escritor, pero malo no es) que empezó a mandar relatos a las revistas antes de haberse licenciado. Cursó varias asignaturas de escritura creativa, y entre las revistas que recibían sus cuentos, muchas le habían sido recomendadas por los profesores. Frank leía atentamente los relatos que aparecían en todas, no sólo las recomendadas, y enviaba los suyos al dictado de su intuición, que le decía dónde encajaban mejor.
—Me pasé tres años leyendo todas las historias que salían en la revista Story —dice, y ríe—. Puede que sea la única persona en todo Estados Unidos capaz de afirmarlo.
Al margen de la atención que ponía en leer, lo cierto es que Frank no publicó ningún relato en todos sus años de universidad, aunque sí una docena en la revista de literatura de la facultad. Los lectores de varias de las revistas destinatarias (entre ellas Story, que hizo decir a la versión femenina de Frank: «¡me la debían!», y The Georgia Review) le enviaron notas personales de devolución. Durante ese período, Frank se suscribió a Writer’s Digest y The Writer, las leyó con suma atención y se fijó en los artículos sobre agentes, así como en las listas adjuntas. También marcó los nombres de unos cuantos, juzgando compartidos los intereses literarios que declaraban. Particular atención le merecieron los agentes que se decían aficionados a los relatos «con mucho conflicto», que es una manera elegante de referirse a los de suspense. A Frank le atraen las historias de suspense, las policiacas y las fantásticas.
Al año de salir de la universidad, Frank recibe su primera carta de aceptación. ¡Aleluya! Se la envía una revista pequeña que se vende en pocos quioscos y se financia por suscripciones. Llamémosla Kingsnake. El director ofrece comprar el cuento de Frank, 1200 palabras con el título «La mujer del maletero», por veinticinco dólares más una docena de ejemplares para colaboradores. Frank, lógicamente, está en la gloria; no en el séptimo cielo, sino en el octavo o el noveno. Llama a toda la parentela incluidos (sobre todo, sospecho) los que no le caen bien. Veinticinco dólares no dan para pagar el alquiler; no dan, de hecho, ni para que coman una semana Frank y su mujer, pero se trata del visto bueno a sus ambiciones, y eso (como podrán corroborar, o mucho me equivoco, todos los escritores que han publicado por primera vez) no tiene precio. ¡Alguien quiere algo que he hecho yo! ¡Hurra! Y no es lo único que tiene de bueno. Se trata de un reconocimiento, de una bolita de nieve que hará rodar Frank con la esperanza de que llegue al pie de la cuesta convertida en algo descomunal.
A los seis meses, Frank vende otro cuento a una revista que se llama Lodgepine Review (como en el caso de Kingsnake, mezcla varios nombres); si a eso se le puede llamar «vender», porque le ofrecen comprar «Dos clases de hombre» por veinticinco ejemplares de colaborador. Pero bueno, no deja de ser otro reconocimiento. Frank firma el formulario de aceptación (muriéndose de gusto al leer lo que hay debajo del espacio para la firma: PROPIETARIO DE LA OBRA) y lo envía al día siguiente.
Un mes más tarde estalla la tragedia. Llega con la apariencia de una carta modelo, encabezada por las palabras «Estimado colaborador de Lodgepine Review». Frank la lee con un vuelco en el corazón. Lodgepine Review asciende al paraíso de los escritores por no haberle sido renovada una subvención. El número de verano, que está a punto de salir, será el último. Por desgracia, el cuento de Frank estaba programado para otoño. Concluye la misiva deseándole a Frank buena suerte en la venta del relato a otra publicación. En la esquina inferior izquierda ha escrito alguien cuatro palabras con mala letra: «Lo sentimos muchísimo».
Frank también lo siente muchísimo (y claro que lo sienten él y su mujer después de haberse puesto ciegos de vino barato y despertarse con una resaca de vino barato), pero su decepción no le impide coger el relato breve que ha estado a punto de publicarse y devolverlo casi enseguida a la circulación. Para entonces ya tiene media docena en movimiento y hace un seguimiento exhaustivo de por dónde han pasado y cómo han sido acogidos. También lleva la cuenta de las revistas con las que ha establecido alguna clase de contacto personal, aunque se reduzca a dos rayas de garabatos y una mancha de café.
Pasa un mes desde la mala noticia de la Lodgepine Review y Frank recibe otra muy buena. Llega dentro de una carta de alguien a quien no conoce de nada. Se trata del director de una revistita nueva que se llama Jackdaw; está pidiendo cuentos para el primer número, y un amigo del colegio (que resulta ser el director de la recién difunta Lodgepine Review) le ha hablado del de Frank, el que no pudo publicarse. Le gustaría leerlo, si sigue en venta. No promete nada, pero…
A Frank no le hace falta que le prometan nada. Es como casi todos los escritores que empiezan: sólo necesita unos cuantos ánimos y un suministro ilimitado de telepizza. Envía el cuento con una carta de agradecimiento (y otra, como es natural, para el director de la Lodgepine Review), y a los seis meses aparece «Dos clases de hombre» en el número uno de Jackdaw. Triunfa de nuevo la red de amistades, cuyo papel en el mundo editorial no desmerece del que desempeña en muchos otros negocios. El precio que le pagan a Frank por el cuento son quince dólares, diez ejemplares de colaborador y otro reconocimiento fundamental.
Al año siguiente, Frank consigue trabajo de profesor de lengua en un instituto. Le cuesta muchísimo enseñar literatura y corregir exámenes de día y trabajar de noche en lo suyo, pero sigue escribiendo relatos nuevos, poniéndolos en circulación, acumulando notas de devolución y, de vez en cuando, «jubilando» cuentos que ya ha enviado a todas las direcciones que se le ocurrían.
—Cuando publique el libro no desentonarán —dice a su mujer.
Nuestro héroe, entretanto, está en situación de pluriempleo: lo han cogido para escribir reseñas de libros y películas en una revista de una ciudad de la zona. Está lo que se dice ocupadísimo, pero empieza a fraguarse en su cerebro la idea de escribir una novela.
Cuando le preguntan qué es lo primero que tiene que tener en cuenta un escritor joven que empieza a enviar cuentos, Frank sólo tarda unos segundos en responder.
—La buena presentación.
¿Qué?
Él asiente.
—La buena presentación. Lo tengo clarísimo. Al mandar el cuento hay que poner unas cuantas líneas en cabeza explicándole al director dónde has publicado otros relatos, y una o dos diciendo de qué va el que le envías. También hay que despedirse dándole las gracias por la lectura. Es muy importante.
»Hay que enviarlo en papel blanco de buena calidad, no del que se borra. La copia tiene que ser a doble espacio, con tu dirección en la esquina superior izquierda de la primera página. Tampoco va mal poner el número de teléfono. En la esquina de la derecha pon la cantidad aproximada de palabras. —Frank hace una pausa, ríe y dice—: Y sin trampas. La mayoría de los directores de revistas adivinan la longitud de un relato mirando el tipo de letra y hojeándolo.
Sigo un poco sorprendido por la respuesta de Frank. Esperaba algo menos técnico.
—Ya ves —dice él—. Cuando sales de la facultad y procuras encontrar un hueco en el negocio, en cuatro días te vuelves práctico. Yo, lo primero que aprendí fue que la única manera de recibir un poco de atención es tener aspecto de profesional. —Percibo algo en su tono que me hace sospechar que cree que se me han olvidado muchas cosas de lo que significa empezar en el oficio, y es posible que tenga razón. Desde que tenía mis notas de devolución clavadas en la pared del dormitorio han pasado casi cuarenta años—. Tú no puedes convencerlos de que el cuento sea bueno —concluye Frank—, pero al menos puedes ayudarlos a que intenten que les guste.
En el momento en que escribo la historia de Frank aún se está haciendo, pero se le adivina mucho futuro. Ya ha publicado un total de seis cuentos, uno de los cuales obtuvo un galardón de bastante prestigio (lo llamaremos Premio de Escritores Jóvenes de Minnesota, aunque no viva en Minnesota ninguno de los ingredientes reales de mi Frank). La parte económica eran quinientos dólares, mucho más de lo que le han pagado por cualquier otro relato. Ahora ha empezado a trabajar en su novela, y cuando esté acabada (él calcula que a principios de primavera de 2001), ha aceptado llevarla un agente joven y con buena fama que se llama Richard Chams (otro seudónimo).
Frank se planteó en serio la búsqueda de agente casi en el mismo momento en que se planteó en serio la novela. Me dijo:
—No quería invertir tantas horas de trabajo sólo para encontrarme con que no sabía venderla.
Basándose en sus exploraciones del LMP y las listas de agentes de Writer’s Market, Frank escribió una docena de cartas que sólo se diferenciaban por el encabezamiento. He aquí el modelo:
19 de junio de 1999
Estimado señor;
Soy un escritor joven, de veintiocho años de edad, que busca agente. He encontrado su nombre en un artículo de Wríter’s Digest, «Agentes de la nueva ola», y he pensado que nuestros perfiles podían complementarse.
Desde que me dedico en serio al oficio he publicado seis relatos. Son los siguientes:
«La mujer del maletero», Kingsnake, invierno de 1996 (25 dólares más ejemplares),
«Dos clases de hombre», Jackdaw, verano de 1997 (15 dólares más ejemplares).
«Humo navideño», Mystery Quarterly, otoño de 1997 (55 dólares).
«Charlie pecha con lo que tiene», Cemetery Dance, enero-febrero de 1998 (60 dólares más ejemplares).
«Sesenta zapatillas», Puckerbrush Review, abril-mayo de 1998 (ejemplares).
«Un largo paseo por estos bosques», Minnesota Review, invierno de 1998-1999 (70 dólares más ejemplares).
Si le interesa leer alguno de estos relatos (o de la media docena que tengo en circulación), se lo enviaré con mucho gusto. Del que más satisfecho estoy es de «Un largo paseo por estos bosques», que ganó el Premio de Escritores Jóvenes de Minnesota. La placa, que está colgada en el salón, queda muy bien, y mejor quedaba el dinero del premio (500 dólares) durante la semana y pico en que lo tuvimos en la cuenta del banco. (Llevo casado varios años. Los dos somos profesores de instituto).
El motivo de que busque representante justo ahora es que trabajo en una novela. Se trata de una historia de suspense acerca de alguien arrestado por una serie de asesinatos que se produjeron años atrás en la población donde vive. Las primeras ochenta páginas, aproximadamente, están bastante acabadas, y sería un placer enseñárselas.
Le ruego que se ponga en contacto conmigo para decirme si tiene algún interés en ver una parte de mi material. Hasta entonces, muchas gracias por tomarse la molestia de leer esta carta.
Le saluda atentamente
Frank, además de dirección, había hecho constar su número de teléfono, y se dio el caso de que uno de los agentes consultados (que no era Richard Chams) lo llamara para hablar un poco. Tres de ellos contestaron pidiendo el relato premiado, que contaba la historia de un cazador perdido en el bosque. Seis pidieron ver las primeras ochenta páginas de la novela. Dicho de otro modo, que hubo una respuesta excepcional. De todos los destinatarios, sólo hubo uno que escribiera para expresar su falta de interés por el trabajo de Frank, citando una larga nómina de clientes. El caso, sin embargo, es que, al margen de algunos contactos en el mundo de las revistas pequeñas, Frank no conoce a nadie en el negocio editorial. No tiene ningún contacto personal.
—Fue una sorpresa increíble —dice—. Yo tenía pensado aceptar cualquier oferta, previendo que como máximo, y con mucha suerte, habría una, pero al final pude hasta escoger.
Atribuye su cosecha récord de agentes en potencia a varias cosas. En primer lugar, la carta estaba bien escrita. («Para encontrar el tono natural que buscaba tuve que redactarla cuatro veces, y discutir dos veces con mi mujer», dice Frank). En segundo lugar, Frank estaba en situación de reproducir una lista, y no corta, de relatos publicados. No había mucho dinero, pero las revistas eran de prestigio. En tercer lugar estaba el premio. En opinión de Frank pudo ser la clave. Yo ignoro si lo fue, pero tengo claro que en algo ayudó.
Frank también tuvo el rasgo de inteligencia de pedirles a Richard Chams y los demás agentes consultados una lista de referencias suyas, no de clientes (no sé ni si para un agente sería ético suministrar nombres de clientes), sino de las editoriales a quienes había vendido libros el agente en cuestión, y las revistas donde había colocado relatos cortos. Un escritor ansioso de encontrar representante es fácil de engañar. Los escritores primerizos deben tener presente que para publicar un anuncio en Writer’s Digest, y hacerse llamar agente literario, sólo hace falta tener doscientos o trescientos dólares; vaya, que no hay que pasar ningún examen de ingreso en un colegio profesional.
Conviene ser especialmente desconfiado con los agentes que piden dinero a cambio de leer lo que has hecho. Los hay serios (no sé ahora, pero hubo un tiempo en que la agencia de Scott Meredíth cobraba por leer), pero abundan demasiado los cabrones sin escrúpulos. Al que esté impaciente por publicar, le propongo saltarse las cartas a agentes o editoriales y costearse él la edición, que para eso hay editoriales especializadas. Al menos recibirá algo a cambio de su dinero.