Suelen preguntarme si creo que el escritor novel de ficción puede sacar algún provecho de las clases o seminarios de escritura. Demasiado a menudo, los que me lo preguntan buscan una varita mágica, un ingrediente secreto o quizá la pluma mágica de Dumbo, artículos que, por atractiva que sea la publicidad, no se encuentren en las aulas. Personalmente no creo mucho en las clases de escritura, pero tampoco estoy del todo en contra.
Oriente, Oriente, la espléndida novela tragicómica de T. Coraghessan Boyle, contiene la descripción de una colonia de escritores en el bosque que me pareció de cuento de hadas, por lo perfecta. Cada escritor dispone de cabaña propia, donde se supone que trabaja todo el día. A mediodía viene una camarera de la cabaña principal y deja el almuerzo a la entrada de la casita donde habita el aspirante a Hemingway o Cather; lo deja muy, pero que muy discretamente, no vaya a sacar del trance creativo al ocupante de la cabaña. Esta consta de dos habitaciones: una para escribir y otra con un catre destinado a la imprescindible siesta… o a un retozo vivificante con otro miembro de la colonia.
Por la tarde se reúnen todos en el pabellón principal para cenar juntos y enfrascarse en largas conversaciones con los demás escritores residentes. Más tarde, junto a una gran hoguera en el salón, se hacen palomitas de maíz, se bebe vino, se leen en voz alta los relatos de los integrantes de la colonia y se someten a crítica.
Me pareció un entorno mágico para escribir. Lo que más me gustó fue que te dejen la comida en la puerta, y que la depositen con la misma discreción que el ratoncito Pérez su regalo. Supongo que me llamó la atención por lo lejos que queda de mi experiencia personal, en la que el flujo creativo puede verse interrumpido en cualquier momento por mi mujer informándome de que se ha atascado el váter, a ver si lo arreglo, o por una llamada de la oficina diciéndome que corro el peligro inminente de faltar a otra cita con el dentista. En momentos así me convenzo de que todos los escritores sienten más o menos lo mismo, con independiencia de lo buenos que sean o el éxito que tengan: «¡Si tuviera un buen entorno para escribir, con gente que me entendiera, seguro que estaría escribiendo mi obra maestra!».
La verdad es que he descubierto que las interrupciones y distracciones en la rutina diaria apenas perjudican a la confección de una obra, y hasta es posible que en algunos aspectos la beneficien. A fin de cuentas, lo que hace la perla es el grano de arena que se mete en la concha de la ostra, no los seminarios de hacer perlas con otras ostras. Y cuanto más trabajo se me acumule, cuanto más se acerque al «debo» y se aleje del simple «quiero», más problemático puede llegar a ser. Los talleres de escritores presentan el grave problema de erigir el «debo» a categoría de norma, porque claro, no vas para dar paseos románticos y gozar de la belleza de los bosques o la majestad de las montañas. ¡Coño, se supone que escribes, aunque sólo sea para que tengan algo que criticar tus colegas cuando hagan palomitas en el pabellón! Por el contrario, cuando es igual de importante comprobar que el niño llegue a tiempo al partido de baloncesto que la obra que tienes entre manos, la presión de ser productivo es mucho menor.
Y no olvidemos las críticas. ¿Qué hay de ellas? ¿Qué valor tienen? Según mi experiencia, lamento decir que muy escaso. Suelen ser de una vaguedad exasperante. Sale fulanito y dice: «Me encanta el clima del cuento de Peter… Tiene algo como… como una sensación de… no sé, como muy tierno… No sé describirlo bien…».
Otras gemas de seminario son «me da la sensación de que pasa algo con el tono», «el personaje de Polly me ha parecido muy estereotipado», «me han gustado mucho las imágenes, porque ayudan a ver con claridad de lo que trata»…
Y en vez de coger las palomitas recién hechas y acribillar al charlatán, el resto del corro suele «asentir con la cabeza», sonreír y mostrarse «pensativo». Demasiado a menudo, los profesores y escritores residentes asienten, sonríen y compiten en mostrarse pensativos. Por lo visto hay pocos inscritos a quienes se les ocurra que si tienes tal o cual sensación y no puedes describirla, si es como, no sé, una especie de, ahora no caigo, quizá te hayas equivocado de clase, joder.
A la hora de sentarse y emprender la segunda redacción, de poco sirven los comentarios generales. De hecho pueden ser perjudiciales. Entre los ejemplos que he dado, es evidente que ninguno atañe al estilo de tu relato o sus virtudes narrativas. Son pura palabrería sin ninguna aportación de datos.
Las críticas diarias, además, te obligan a escribir con la puerta abierta a todas horas, cosa que a mi entender resta ímpetu. ¿De qué sirve tener una camarera que se acerque de puntillas a la puerta de tu cabaña y se aleje con el mismo, atento silencio, si cada noche lees lo que has escrito en voz alta (o lo repartes fotocopiado) a un grupo de presuntos escritores que te dice que les gusta tu manera de enfocar el tono y el ambiente, pero que quiere saber si la gorra de Dolly, la de las campanitas, es simbólica? La presión de explicarte es constante, y en ese sentido temo que se oriente mal mucha energía creativa. Acabas poniendo tu prosa y proyecto en tela de juicio constante, cuando quizá te conviniera infinitamente más poner la directa y tener la primera versión en papel mientras el fósil se conserve brillante y nítido en tu cabeza. El exceso de clases de escritura convierte en norma al «oye, oye, para y explica qué has querido decir».
Seamos justos. Debo reconocer que aquí, por mi parte, pesa cierto prejuicio: una de las pocas veces en que he padecido un caso de bloqueo creativo con todas las de la ley fue durante mi último año en la Universidad de Maine, yendo no a uno, sino a dos cursos de escritura creativa. (Uno era el seminario donde conocería a mi futura esposa, o sea, que ni mucho menos puedo contarlo como tiempo perdido). Durante ese semestre, la mayoría de mis compañeros de clase escribían poemas sobre el deseo sexual o relatos de jóvenes taciturnos e incomprendidos por sus padres que se disponían a ir a Vietnam. Había una chica que escribía mucho sobre la luna y su ciclo menstrual. La luna nunca aparecía con todas las letras, the moon, sino como th m’n. Ella no podía explicar la necesidad de esa abreviación, pero lo sentíamos todos: uau, tía, th m’n, qué flipe.
Yo iba a clase con poemas de mi cosecha, pero guardaba un secreto vergonzoso en mi habitación: el original a medias de una novela sobre una pandilla de adolescentes y su plan de promover disturbios raciales. Pensaban usarlo de tapadera para poner en marcha dos docenas de operaciones de usura y tráfico ilegal de drogas en la ciudad de Harding, mi versión ficticia de Detroit. (Yo nunca había estado a menos de mil kilómetros de Detroit, pero no me arredré por ello, ni perdí una pizca de impulso). Comparada con lo que hacían mis compañeros de seminario, la novela, Sword in the Darkness, me parecía muy vulgar. Supongo que es la razón de que no la llevara a ninguna clase para someterla a crítica. El hecho de que fuera mejor, y en cierto modo más sincera, que todos mis poemas sobre el ansia sexual y la angustia postadolescente sólo servía para empeorar las cosas. El resultado fue un período de cuatro meses en que no escribí casi nada. Sólo bebía cerveza, fumaba Pall Malls, leía novelas de bolsillo de John D. MacDonald y miraba los culebrones de la tarde.
Como mínimo, los cursos y seminarios de escritura suelen tener la siguiente ventaja: que en ellos se toman en seno las ganas de escribir narrativa o poesía. Para los aspirantes a escritores que han sido objeto de condescendencia por parte de amigos y parientes (un comentario típico es «de momento mejor que no dejes el trabajo», que suele pronunciarse con una sonrisa odiosa), no hay nada mejor. Las clases de escritura son de los pocos lugares, si no el único, donde no está mal visto pasar porciones generosas de tiempo libre en un mundo de sueños. Aunque ¿necesitas permiso de alguien para visitarlo? ¿En serio? Para creerte escritor, ¿tiene que hacerte alguien una cartulina de identificación donde figure la palabra? Espero encarecidamente que no.
Otro argumento a favor de los cursos de escritura tiene que ver con los docentes. En Estados Unidos hay miles de escritores de talento, pero pocos, muy pocos (calculo que no más del cinco por ciento) que puedan vivir de ello y mantener una familia. Siempre hay becas, pero no dan para tanto. En cuanto a las subvenciones del gobierno a los escritores, ni mentarlas. Adelante con las subvenciones al tabaco. Adelante con las becas de investigación para estudiar la motilidad del esperma de toro al natural pero ¿subvenciones a la literatura de creación? Jamás. Y creo expresar la opinión de la mayoría del electorado. Salvo excepciones (Norman Rockwell y Roben Frost), Estados Unidos nunca ha sentido especial reverencia por sus creadores. En general nos interesan más las placas conmemorativas y las postales por Internet. ¿Que no te gusta? Pues mala suerte, porque así está el patio chico. A los americanos les interesan mucho más los concursos de la tele que los relatos breves de Raymond Carver.
Para muchos escritores mal pagados, la solución es enseñarlo que saben a los demás. Puede ser agradable, y bien está que los escritores en ciernes tengan la oportunidad de conocer y escuchar a los veteranos, a quienes quizá admiren desde hace mucho tiempo. También es positivo que las clases de escritura lleven a hacer contactos de negocios. Yo conseguí a mi primer agente, Maurice Crain, por mediación de un profe de segundo (y escritor reconocido de narrativa breve regional), Edwin M. Holmes. Después de leer algunos cuentos míos, el profesor Holmes, que impartía una asignatura de redacción con especial acento en la narrativa, le preguntó a Crain si le apetecía ver una selección de mis trabajos. Crain dijo que sí, pero nuestro contacto fue escaso, porque él tenía más de ochenta años, no estaba bien de salud y murió poco después de iniciarse nuestra relación profesional. Espero que no lo matara mí primera remesa de cuentos.
Las clases o seminarios de escritura son tan poco «necesarios» como este libro o cualquier otro sobre el oficio de escribir.
Faulkner lo aprendió trabajando en la oficina de correos de Oxford, Mississippi. Hay otros escritores que han asimilado lo básico estando en el ejército, trabajando en una fundición o haciendo vacaciones en una cárcel cuatro estrellas. Yo aprendí la parte más valiosa (y comercial) de lo que sería mi oficio lavando sábanas de motel y manteles de restaurantes en la lavandería New Franklin de Bangor. La mejor manera de aprender es leyendo y escribiendo mucho, y las clases más valiosas son las que se da uno mismo. Son clases que casi siempre se imparten con la puerta del estudio cerrada. Los debates de los seminarios pueden revestir gran interés intelectual, y no despreciemos su aspecto divertido, pero también es verdad que suelen irse por los cerros de Úbeda, muy lejos de la simple mecánica de la escritura.
A pesar de todo lo dicho, preveo la posibilidad de que acabes en una versión de la colonia silvestre de escritores de Oriente, Oriente: una cabaña para ti solo, rodeada de pinos, con ordenador, disquetes nuevos (¿hay algo que despierte un entusiasmo más sutil en la imaginación que una caja de disquetes vírgenes o un paquete de folios en blanco?), el camastro en la habitación de al lado, para la siesta, y la camarera que se acerca a la puerta de puntillas, te deja la comida y vuelve a marcharse de puntillas. Supongo que no estaría mal. Si te dan la oportunidad de participar en algo así, te aconsejo que aceptes. Puede que no aprendas los Secretos Mágicos de la Escritura (porque no hay; qué mal, ¿no?), pero seguro que disfrutas como un cosaco, y yo siempre estoy a favor de disfrutar como un cosaco.